6

Esa mañana Elizabeth Lancaster amaneció agotada. Walter apenas la había dejado dormir y estaba cansada. Por eso no le hizo gracia que recibir una llamada de la clienta preguntando si conocía una buena masajista, cuando ni siquiera había tenido tiempo de terminarse la taza de café.  

        ―¿Qué le pasa?― contestó.

        Mei le explicó que había amanecido contracturada y que le urgía un masaje tailandés que le estirara la espalda. Al escucharla la ex militar atribuyó ese dolor a la pelea del día anterior y abusando de la buena relación que entre ellas se había creado, comentó:

―Eso le ocurre por enzarzarse en un combate con quien no debe― tras lo cual le reconoció que ese tipo de masajes en Estados Unidos estaban mal visto porque normalmente terminaban con final feliz.

―¿Final feliz? ¡No entiendo!

―Pero ¿de dónde ha salido? ¿Cómo es que nunca ha oído esa expresión?― preguntó.

La oriental estaba descolocada e inocentemente respondió que el fin último de un masaje era la felicidad del que lo recibe. La carcajada de la ex militar resonó a través del teléfono y eso incrementó la estupefacción de Mei hasta que ya enfadada insistió en si la podía ayudar.

Conteniendo la risa, Beth escandalizó a su jefa al aclararle el significado claramente sexual de ese término, para acto seguido decirle que entre sus múltiples aptitudes y capacidades una de ellas era el haber estudiado fisioterapia y que si quería ella misma le podía dar un masaje.

―Por favor, no me puedo ni mover― con un tono quejumbroso contestó.

Al colgar recogió su neceser de la habitación donde dormía con Walter y con él en la mano se dirigió a las dependencias privadas de su cliente. Cruzando el jardín, no pudo dejar de comprobar que los guardas estuvieran en su sitio y que hubiesen registrado las rondas en los relojes checadores que ella misma había instalado repartidos por la finca.

Ya en el edificio principal, fue directamente al cuarto donde le esperaba Mei. Al llegar se la encontró tumbada en la cama y todavía en camisón. La belleza de la joven sin maquillar le impactó:

«Que mona es, ojalá yo me levantase tan guapa», murmuró en silencio mientras entraba al baño de la dueña del lugar y cogía una toalla.

Nuevamente en la habitación, se la entregó y le pidió que se desnudara.  Debido al dolor, la oriental comenzó a quitarse la ropa lentamente, dotando involuntariamente a sus movimientos de una sensualidad que Beth advirtió.

«Si en vez de ser yo fuera Walter quien la estuviera viendo, estaría ya como una moto», meditó sin mostrar rastro alguno de celos. La relación que le unía con su jefe era bastante liberal y aunque nunca habían hablado de ello, se suponía que ambos eran libres de acostarse con otra persona.

―¿Dónde quieres que me tumbe?― una vez desnuda y envuelta en la toalla, preguntó.

La actitud tímida de Mei la enterneció y olvidando por una vez la rigidez de su formación, le rogó que dado que no disponía de una camilla que volviera a la cama. Asintiendo con la cabeza, se acostó boca abajo sobre el colchón.

―Primero voy a echarte un poco de aceite― le anticipó la militar, tuteándola por primera vez.

Profesionalmente, se embadurnó las manos y frotándoselas buscó templarlo antes de aplicárselo en la espalda. Le quedó claro que esa asiática ya había recibido masajes cuando sin que se lo tuviera que pedir, se deslizó la toalla dejando la espalda al aire y tapando únicamente su trasero.

―Bájate un poco la toalla.

Viendo que estaba preparada, extendió el aceite tibio sobre ella con movimientos largos y uniformes, empezando desde la parte baja de la espalda.

        ―No tienes un gramo de grasa― con ganas de romper el hielo dijo mientras presionaba ligeramente la parte exterior de su tronco al subir hacia el cuello.

Mei cerró los ojos sin responder al piropo. Esa falta de respuesta no preocupó a su inesperada masajista y repitiendo nuevamente el masaje en su espalda incrementó gradualmente la presión de sus yemas.

―Ahh― se quejó la mujer cuando Beth halló cerca de su omoplato un nudo en sus músculos.

―Lo siento, pero no me queda más remedio que hacerte daño― disculpándose por anticipado le susurró la rubia en el oído .

Para desgracia de la estadounidense al hacerlo, una cautivadora fragancia se adueñó de su ser a través de su olfato, perfume que le asustó reconocer como el olor natural de esa monada.

«Dios, ¡qué bien huele!», en silencio exclamó en el interior de su cerebro.

Ajena a lo que le estaba sucediendo a la mujer que tenía a su lado,  Mei se había adormilado y todavía con los ojos cerrados, disfrutaba del masaje.

Tratando de calmarse, vertió más aceite en sus manos antes de volver a recorrer la piel dorada de la heredera.

«No es ni tu amiga, ni tu amante. ¡Es tu cliente!», se repitió a modo de mantra budista al sentir que la humedad se hacía fuerte en su entrepierna.

Tras disolver la contractura, ese masaje profesional se fue convirtiendo en una sucesión de caricias a las que la joven no estaba acostumbrada. Para una mujer educada en la negación de cualquier placer esos inesperados mimos le estaban resultando agradables e instintivamente, jadeó en voz baja.

        Ese discreto gemido despertó a Beth de su ensoñación y fue entonces cuando se percató de que había traspasado la frontera de la toalla y de que sus manos estaban amasando dulcemente los glúteos de la oriental.

        «¿Qué estoy haciendo?», se preguntó mientras disimulando se echaba más aceite en sus manos para así quitar las manos de ese trasero que tanto le atraía.

Al retirarse pudo admirar en plenitud la belleza de las formas de esa diminuta mujer y a pesar de no ser lesbiana, sintió una punzada de deseo que no pudo reprimir y con tono encendido comentó a su cliente el maravilloso cuerpo que tenía.

Con voz temblorosa e inmóvil, Mei le dio las gracias sin exteriorizar que deseaba que siguiera masajeándola.

«¿Qué me pasa?», nuevamente murmuró Beth al no entender la atracción que estaba experimentando cuando jamás había se había sentido atraída por alguien de su mismo sexo.

Su confusión se incrementó a niveles insoportables cuando se escuchó preguntar a la oriental que dado que le notaba las piernas muy tirantes que si quería que se las relajara.

―Por favor― con un hilillo de voz, contestó ésta.

El corazón le latía a mil por hora cuando reanudó sus masajes presionando con los dedos las plantas de los pies, antes de pasar a los tobillos. De nuevo Mei jadeó, pero esta vez fue su suspiro más audible dejando en evidencia que no solo no le era indiferente, sino que le estaba gustando. Los pezones de la rubia reaccionaron al escucharla y con más confianza, siguió subiendo lentamente hasta llegar a los muslos.

Al notar que su sexo se inundaba al sentir cada vez más las manos de la estadounidense cerca de su centro de placer, la chinita entró en shock. Nada de su vida anterior le ayudaba a entender las señales que le estaba mandando su cuerpo. Por eso cerró los ojos avergonzada al saberse desnuda e indefensa frente a su empleada. Y si bien estuvo a punto de levantarse para salir corriendo, algo en ella se rebeló y guiada por un instinto animal que desconocía tener, separó sus piernas dejando franco el camino hacía su sexo.

        «Me estoy comportando como una zorra», musitó entre dientes al no poder evitarlo.

        La nueva postura permitió a Beth observar en plenitud la meta que ansiaba mientras trataba de asimilar que estuviera tan excitada como ella. Al confirmar que ambas eran cómplices en esa calentura, se sintió autorizada a acercarse aún más y tras verter aceite en sus manos, tímidamente recorrió con sus yemas el borde de los labios vaginales de la oriental.

Ante sus ojos y de improviso, la chinita empezó a temblar y sus sollozos de placer fueron tan evidentes que asustada retiró sus manos, creyendo que se había pasado y que por ello había puesto en peligro el contrato.

«Walter me va a matar», pensó mientras su clienta no dejaba de retorcerse sobre el colchón presa de un orgasmo culpable.

Durante un largo minuto, Mei disfrutó de las delicias de Lesbos, delicias inesperadas y placenteras que llenaron su mente de imágenes donde su adorado padre recriminaba su comportamiento. No se había todavía recuperado cuando escuchó que la culpable de tanto gozo le preguntaba que si se sentía bien. Abochornada y sudorosa, se levantó de la cama y desnuda corrió al baño.

Tras encerrarse con llave, se sentó en el wáter para tratar de asimilar lo que había experimentado. Por extraño que parezca en alguien educada como ella, era tal su bochorno que apenas podía respirar, pero al ir digiriendo lo sucedido, una extraña felicidad brotó de su ser y con una sonrisa culpable, decidió salir para dar las gracias a la mujer que le había provocado esas sensaciones e intentar reanudar las mismas donde las habían dejado.

Desgraciadamente, Beth no estaba y por eso se quedó con las ganas. Ganas que le hicieron ratificarse en su decisión de que a la primera oportunidad iba a intentar que se repitiera.

Por su parte la guardaespaldas, al ver como la chinita se escabullía y temiendo su reacción, decidió ir en busca de su amante para confesarle su pecado antes de que se enterara por otra. Lo curioso es que nunca llegó a explicarle lo ocurrido porque cuando lo halló, Walter estaba hablando por teléfono y al colgar, se le anticipó diciendo:

―Me acaba de llamar la jefa y me ha felicitado por tener una persona tan preparada en mi equipo…¿Qué ha pasado para que la señorita Ouyang esté tan contenta contigo?

Suspirando aliviada, la rubia tomó aire antes de decir:

―Poca cosa. Estaba contracturada y le he hecho un masaje.

7

Aunque su padre había sido una adelantado a su época y la había educado para luchar en la vida como si hubiese sido un hombre, siempre se mantuvo dentro de la tradición en el aspecto sexual. Para él al igual que para el resto de los de su generación, el sexo era algo íntimo y más aún para las mujeres, que además de estar subordinadas a sus maridos, debía ver en él solamente un método para procrear y extender así su legado.

«Papá sostenía que los placeres eran decadentes y por ello huía de ellos», se dijo mientras trataba de conciliar las novedades que habían llegado a su vida con lo aprendido desde su niñez.

En su fuero interno, sabía que el fallecido consideraba toda forma de sexo como lujuria y que se hubiera escandalizado si se hubiese enterado de que se sentía atraída por un hombre, pero que la hubiese tachado de pervertida de haber conocido que su hijita se había corrido gracias a las caricias de una mujer.

«Yo misma no me entiendo», farfulló al pensar en ello, porque no en vano, le habían enseñado que su realización personal iba de la mano de la renuncia a toda tentación.

Ni siquiera en la adolescencia se había sentido tentada por la satisfacción física porque lo importante era la intelectual. Y ahora con veinticinco años su mundo se había puesto del revés. Tenía miedo a lo desconocido, terror al rumbo que deseaba experimentar tan lejos de lo que había mamado, pánico a sentirse sola y necesitada del contacto carnal con dos personas con quienes nada tenía en común y que encima eran pareja.

«Todo esto es inmoral», concluyó mientras se vestía y con lágrimas en los ojos, decidió olvidar sus deseos y volver a la senda marcada por sus antepasados…

En otra ala de la mansión, Elizabeth seguía sin admitir lo ocurrido y aunque el hecho de que Mei no estuviera enfadada la hubiese tranquilizado, no podía olvidar la felicidad que había sentido al conseguir llevar al orgasmo a esa muñequita.

        «No me di ni cuenta de que me estaba seduciendo y menos de que era lesbiana», se dijo confusa y abochornada.

        Siempre se había considerado totalmente heterosexual. Es más, cuando escuchaba que alguien sostenía que todas las mujeres que se metían al ejercito eran de la otra acera, ella siempre protestaba poniéndose de ejemplo.

        «Ni siquiera jugando, le he dado un beso a otra y ahora deseo que esa zorrita de ojos negros hunda su cara entre mis pechos», espetó cabreada.

La fascinación por la chinita hacía temblar sus cimientos y eso la traía jodida. Aunque no era homófoba y tenía muy buenas amigas gais, era algo que nunca se había planteado.

        La mujer práctica y optimista que siempre había sido la azuzaba para que probase ese tipo de caricias, pero la niña temerosa que acababa de descubrir en su interior se lo impedía.

        «No hay nada de malo, pero no va conmigo», se repetía una y otra vez sin creérselo.

Cuando recordaba el momento y su cuerpo entraba en ebullición, espantaba su fantasmas pensando en Walter:

        «A mí, siempre me han gustado los hombres fuertes y bien dotados, hombres que en la cama me hagan sentir su puta y que fuera de ella, me consideren su igual»… 

La primera prueba a la que Mei se enfrentó fue apenas cuarto de hora después de tomar esa decisión cuando se encontró con Walter en la puerta esperando junto a la limusina.

        ―¿En qué coche prefiere ir hoy?― recordando lo sucedido el día anterior, preguntó señalando también el Cadillac blindado.

        Al mirar hacia el coche negro, casi le da un pasmo al descubrir a Elizabeth sentada en el asiento del copiloto y con un nerviosismo atroz, se metió en el suyo sin ser capaz de soportar su mirada.

«Me estoy comportando como una cría», pensó mientras disimulaba mirando unos papeles.

El jefe de seguridad advirtió que algo ocurría entre ellas, pero se abstuvo de comentar nada a la que pagaba sus cheques.

«Beth me dirá qué coño les pasa», rumió mientras ocupaba su asiento.

El silencio de la chinita durante el trayecto no hizo más que reafirmar esa opinión.

«No es normal su actitud», reflexionó al comprobar que no levantaba la mirada del informe dando la impresión de temer entablar cualquier tipo de conversación que la sacara de su zona de confort.

Acostumbrado a observar a la gente, las señales que mandaba Mei a su ojo experto, eran las de alguien luchando consigo mismo.

«El problema que tiene no la deja ni pensar y es imposible que Beth sea la responsable. Algo le deben haber comunicado desde la central de Shanghái y de ahí viene ese comportamiento meditabundo», caviló errando el motivo de la preocupación que mostraba y por ello, una vez dejaron a la clienta sana y salva en su oficina, evitó sacar el tema con su lugarteniente.

―Esta noche la jefa tiene que acudir a la ópera― comentó a la rubia: ― Debemos revisar la agenda de nuestra protegida para garantizar que no tiene problemas. Temo más a la prensa, que una amenaza a su seguridad.

La SEAL estuvo de acuerdo. Con los clientes habituales, el mayor peligro con el que se enfrentaban eran los fans o la acción de algún chiflado obsesionado con la estrella de turno. Pero en el caso de Mei, al llevar tan poco tiempo en la ciudad era difícil que hubiese dado tiempo de tiempo a alguien de planear un complot contra su persona. Aun así, la profesional que llevaba dentro la obligó a mencionar a su jefe que lo más seguro y fácil para ellos, era que la magnate fuera acompañada por uno de ellos dos a ese evento.

La intención de Beth era que su jefe ejerciera de pareja y no estaba preparada para oír que le parecía ideal que fuera ella quien acompañara a la oriental.

―No, ¡yo había pensado en ti!― protestó.

Su jefe que seguía en la inopia respecto a lo que había sucedido horas antes, replicó:

―Sería demasiado evidente que se ha llevado a su guardaespaldas. En cambio, contigo, nadie se fijaría en tu presencia y darían por sentado que sois dos amigas disfrutando del concierto.

Aunque quiso insistir, se percató de que, si lo hacía, levantaría la liebre y Walter le preguntaría qué era lo que pasaba. No queriendo que eso ocurriera, prefirió no decir nada y tragándose su angustia, aceptó.

8

La actividad del día permitió que la heredera aparcara momentáneamente su vida privada y la lucha interna que mantenía con su educación en un lugar alejado de su cerebro. Gracias a ello, se pudo centrar en los planes a corto plazo y en la toma de control de la inmobiliaria americana mientras su subconsciente lidiaba con sus contradicciones internas.

        La buena marcha de sus negocios y la satisfactoria acogida que la bolsa neoyorquina dio a las inversiones de su holding le hicieron ver con esperanza el futuro. Todo se desarrollaba según lo planeado y estaba animada. Quizás por ello cuando Lynch planteó la posibilidad de que Elizabeth fuera su acompañante esa noche, se creyó lo suficientemente fuerte para afrontarlo y sin meditarlo más que unos segundos, dio su visto bueno.

        Ponderando los pros y los contras, concluyó que siempre estarían rodeadas de gente y que no correría ningún peligro.

        «Aunque quisiera, no podría dejarme llevar por la atracción que me provoca», reflexionó ingenuamente dando por sentado que era capaz de mantener a raya sus hormonas.

        Algo parecido razonó Beth. Convencida de que el equilibrio emocional que había conseguido a través de su preparación militar iba a ser bastante, decidió reforzar sus defensas contra la tentación que suponía esa asiática, usando a Walter.

Pero no le avisó y por ello, cuando esa tarde éste volvió a la casa que les habían cedido para vivir, se encontró en la habitación a su amante semidesnuda.

        -¿Y esto?- con una sonrisa de oreja a oreja, el gigantón preguntó.

        -Tú gatita tiene hambre- susurró moviéndose lentamente hacia él como una pantera al acecho.

Lynch se rio al observar que la militar se le acercaba de un modo exasperadamente sexual, dejando de manifiesto que estaba desatada.

-¿Qué quieres de mí?- la interrogó mientras su cuerpo empezaba a reaccionar y que no podía separar los ojos del bamboleo de sus pechos.

Sólo con esa demostración, su pene ya había adquirido una considerable dureza. Por eso, cuando la rubia llegó a su lado estuvo a punto de olvidar los preliminares y follársela de inmediato al reparar en el intenso brillo de sus ojos.

-Tu cachorrita quiere su ración de leche- susurró mientras fruncía la nariz hasta llegar a escasos centímetros de su entrepierna.

 Cuando la militar pasó su mano por la bragueta del pantalón, el corazón de Walter bombeaba a toda velocidad e impotente ante las maniobras de su amante, se quedó paralizado al sentir que Beth restregaba su cuerpo contra él mientras se le sentaba en las rodillas.

-¿Te gustan mis pechotes?- comentó colocando los pechos a escasos centímetros de su boca.

Antes que el enorme especialista pudiera hacer algo por evitarlo, se bajó los tirantes de su sujetador y con una sonrisa en los labios, lo miró:

-¿Qué esperas para comértelos?

 Aunque ya había disfrutado en numerosas ocasiones de esos pezones, no pudo de dejar de verse afectado por ellos. Grandes y de un color rosado oscuro estaban claramente excitados cuando forzando la lujuria de su pareja, la rubia rozó con ellos sus labios.

-Deja de ronronear o no respondo- musitó su víctima rehuyendo de las ganas que tenía de abrir la boca y con los dientes apoderarse de esas areolas.

 La desesperación de esa orden lejos de molestarle incrementó su calentura y golpeando la cara de Lynch con sus pechos, empezó a gemir mientras maullaba en su oreja:

-Tu gatita está ardiendo.

Para entonces y con el pene comprimiéndole su pantalón, todo su cuerpo le azuzaba a poseer a esa belleza. Pero, reteniendo a sus hormonas, permaneció impasible mientras su empleada disfrutaba frotando su sexo contra su entrepierna.

A pesar del supuesto desinterés de Walter, Beth consiguió incrustar la erección que había provocado entre los pliegues de su vulva para masturbarse lentamente mientras restregaba su clítoris contra esa inhiesta verga aún oculta.

-¡Aunque te hagas el duro, sé que terminaras follando!- gritó: -¡Cuánto más tardes mejor para mí!

Walter supo que su derrota era inminente al sentir la pelvis de la mujer moviéndose arriba y abajo a una velocidad pasmosa. Por eso, tampoco le extrañó que, si bien al principio la rubia había gemido débilmente, sus berridos se hubieran convertido en aullidos de pasión. Cualquier otro no hubiera soportado esa tortura y hubiese liberado su tensión follándosela, pero asumiendo que era una batalla de voluntades, se mantuvo con cara de póker mientras observaba que la ex militar se corría.

 -¡Cabrón! ¡Te necesito!- gritó al sentir que, convulsionando sobre los muslos del hombre, su sexo vibraba de placer.

Walter no se movió mientras su amante empapaba con flujo todo su pantalón. Durante un minuto que le pareció eterno, descompuesta siguió frotando su pubis contra él hasta que dejándose caer se quedó inmóvil.

Orgulloso de haber mantenido el tipo, comprendió que ese primer asalto era solo un aperitivo y más cuando cayendo arrodillada frente a él,  llevó la mano a su pantalón, para acto seguido y poniendo cara de zorrón, se lo bajaba hasta los pies mientras le pedía permiso en voz baja para librar de la cárcel a su pene.

-No tengo que dártelo, sabes que lo tienes.

Al oírlo, acercó su cara a ese adorado miembro y sacando la lengua, se puso a recorrer con ella los bordes del glande de su jefe. Éste dejándose llevar, separó las rodillas sentándose sobre el colchón, permitió que siguiera. Beth al advertir que no ponía ninguna pega a sus maniobras, lo miró sonriendo y tras regalar un beso a la erección, lo empezó a masturbar.

Walter quiso protestar cuando su amante usó las manos en vez de sus labios, pero ésta haciendo caso omiso a su sugerencia, incrementó la velocidad de su paja mientras incrementaba su ataque al deslizar la mano que le sobraba entre sus piernas.

-Me tienes loca- murmuró al tiempo que, cogiendo su clítoris entre sus dedos, se lo empezaba a magrear con fiereza.

Su víctima temió correrse al ver a la rubia postrada mientras alegremente masturbaba a ambos, al percatarse de que sin que él la hubiese tocado alcanzaba un segundo clímax.

-Dame de beber- gritó la mujer anticipando de esa forma que no iba a rehusar su semen.

Aceptando su destino, Walter cerró los ojos para centrarse en lo que estaba experimentando. El cúmulo de sensaciones que llevaba acumuladas hizo que la espera fuese corta y cuando ya creía que no iba a aguantar más, avisó a su compañera que se corría. Beth recibió el aviso con alegría y pegando su pecho al pene, buscó el placer de su jefe con más ahínco.

Al notar que explosionando brutalmente el hombretón descargaba el semen acumulado, la ex militar usó ese amado trabuco como si fuera una manguera, esparciendo su simiente sobre los pechos mientras decía:

-¡Es mío! ¡Todo mío!    

Ese extraño berrido lo perturbó y más cuando al terminar de ordeñar, la rubia desde el suelo y extendiendo con sus manos por todo su cuerpo ese blanco néctar, chilló:

-¡Esa zorra del oriente no sabe lo que se pierde!

Fue en ese momento cuando Lynch descubrió que de alguna forma su amante estaba compitiendo con la clienta y mientras Beth se estremecía por el placer al sentir su semen recorriéndole la piel, el hombre se preguntó por segunda vez en el día qué ocurría entre ellas o bien si había hecho algo para avivar los celos de su amante.

 Quiso interrogarla, pero para su desesperación ese tercer orgasmo fue tan brutal que se prolongó durante minutos mientras berreando como una burra en celo y gritando su nombre, su empleada se corría sobre el colchón.

«A esta le pasa algo», pensó mientras su pareja seguía retorciéndose uniendo un clímax con el siguiente frente a él. Preocupado, pero también muy excitado, esperó pacientemente a que se tranquilizara.

Tras lo cual, cogiéndola entre sus brazos, la besó. La ex militar abriendo los ojos lo miró preguntando:

-¿Me vas a follar o tendré que buscar a que otra que me lo haga?

Al escucharla, Walter se percató del sexo que había usado y que, a pesar de considerarla ciento por ciento heterosexual, la rubia había hablado de otra y no de otra.

-¿Te refieres a Mei?

Con la culpabilidad brillando en sus ojos, la rubia se agachó y abriendo su boca, se apoderó de su pene.

-Luego te cuento, ahora fóllame.

 Con una sensualidad sin límites, buscó con sus manos el despertar la verga de su hombre con una dulzura y una ternura impresionante. Como si le fuera la vida en ello, lamía ese falo y lo colmaba de besos, para que conseguir ponerlo nuevamente erecto.

«A esta zorra le preocupa algo, pero ya tendré tiempo de sonsacárselo», sentenció al sentir que su extensión resurgía y cual ave fénix renacía ante sus caricias.

 Al comprobar que había conseguido levantarla,  la rubia rugió con satisfacción:

 -Fóllame.

Soltando una carcajada, su adorado jefe la atrajo hacia él:

-Como lo quieres, ¿duro o suave?-

-Duro mi señor.

El desparpajo con el que expresó que dejara la suavidad para otro día, lo hizo reír y dándole un azote en su trasero, Walter la puso a cuatro patas.

Beth riendo, giró su cabeza y le soltó:

-Siempre fiel, siempre dispuesta.

Su jefe soltó una carcajada y con un breve pero esperado empujón, la empaló.

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