4

Tras toda una mañana trasteando con el sistema, Elizabeth acababa de ajustar las diferentes cámaras repartidas por el entornó de la mansión, para que nadie pudiese llegar a ella sin que su gente se percatara de ello. Mas tranquila, sacó una chocolatina de su bolso y poniendo los pies sobre la mesa, se la empezó a comer.

No había dado cuenta de ella cuando, en el monitor que mostraba la entrada, vio llegar el Cadillac de su jefe. Sabiendo que Walter venía acompañado de la cliente, fue a conocerla.

«Por las fotos, es una mierdecilla de mujer. No debe superar el metro sesenta», se dijo mientras salía de la garita desde donde se gobernaba la seguridad de la finca.

El tamaño gigantesco jardín permitió que la ex SEAL llegara a la plazoleta que daba acceso a la casa antes que el coche del jefe y sabiendo de su función, fue ella quien abrió la puerta a la dueña del lugar.

―La señorita Lancaster, supongo – fue el saludo de la magnate.

Que supiera quien era descolocó a la rubia y por eso tuvo que ser la propia Mei Ouyang quien se lo aclarara.

―Al igual que ustedes estudian a sus clientes, mi departamento de recursos humanos estudia minuciosamente a los candidatos que vamos a contratar y por ello, sé quién es.

Picada en su amor propio, miró a su nueva jefa y la retó preguntando que aparte de su nombre que más sabía de ella. La asiática sonriendo encendió su iPad y seleccionando un documento, se lo pasó diciendo:

―Léalo usted misma. Aquí encontrara un completo dossier suyo― y disfrutando del cabreo de la atlética mujer decidió dejar claro tanto a ella como a Walter con quien se enfrentaban al añadir: ― Pero si lo que me pregunta es si soy consciente de que se acuesta con su superior, ¡lo soy!

La cara de ambos reflejó estupefacción porque nunca hubiesen supuesto que su relación sexual había traspasado los límites de su círculo más íntimo. Por eso, tuvo que ser la propia Mei la que rompiera el gélido silencio que se había instalado entre ellos diciendo que se iba a echar una siesta, para acto seguido desaparecer rumbo a la casa.

Beth esperó a que desapareciera por el pasillo, para murmurar a su amante y jefe:

―¿Vamos a tener que soportar mucho tiempo a esta puta?

―Mientras pague, lo haremos― y molesto con el tema, lo cambió pidiendo a su ayudante que le mostrara las instalaciones.

La rubia no creyó conveniente insistir y sin que se notara que seguía furiosa, le fue explicando las características del sistema de seguridad, haciendo mención expresa de la ubicación de las cámaras mientras pasaban por ellas. La majestuosidad y el lujo de la mansión no le impidió a Walter el advertir que también tenía un marcado sentido práctico.

«No está mal la choza», pensó para sí en el preciso instante en el que la rubia abría una puerta y pedía al vigilante que estaba a cargo de la garita que saliera.

―Pasa y te muestro el gran hermano que he montado.

Un neófito se hubiese apabullado con el número de monitores que había en las paredes, pero para Walter y su ojo experto lo importante no eran esos aparatos sino las imágenes que recogían y tomando asiento, pidió que se lo describiera con detalle.

―Como supondrás hemos diseñado el sistema con diversos niveles de autorización y he dejado la plena operatividad solo para nosotros, cerrando el acceso de determinadas áreas al resto de nuestra gente.

―¿Exactamente a qué te refieres?

Entornando los ojos y en plan pícaro, replicó:

―Hazme el favor de introducir tu dedo índice en el lector.

Walter jamás sospechó que Beth hubiera tecleado antes una instrucciones para que, al leer su huella dactilar, las imágenes del exterior de la casa desaparecieran y fueran sustituidas en los monitores por diferentes tomas del área privada que ocupaba la oriental.

―¿Te apetece ver que está haciendo nuestra odiosa jefa?― en plan hipócrita le preguntó porque antes de tener la oportunidad de contestar, Mei Ouyang apareció semi desnuda en mitad de su baño.

―Fíjate, la chinita se va a dar un baño― comentó la rubia y no contenta con invadir la privacidad de la magnate, se recreó acercando la imagen de forma que ambos pudieron recrearse en ella. Tras lo cual y sin apagar el indiscreto sistema, en plan de guasa, prosiguió: ― Reconozco que tiene buen tipo, aunque yo tengo muchas más tetas.

Traicionando sus principios, al ver a la heredera en lencería, acercó la silla a la mesa para ver mejor.

―Tienes razón, tú tienes mejores tetas― reconoció sin quitar la mirada de los meloncitos de la mujer a través del monitor.

―Y mejor culo― insistió su ayudante poniendo en pompa esa parte de su anatomía.

Al mirarla de reojo, el hombretón descubrió anonadado que no era el único que se había visto afectado por ese juego y que, bajo la ropa de Beth, dos pequeños bultos dejaban de manifiesto su calentura.

«¿Estará cachonda?», se preguntó y poniéndose de pie, la abrazó sin caer en que bajo el pantalón su pene lucía erecto.

La ex militar al notar el bulto de su jefe presionando contra su culo, sonrió y llevando hacia atrás una de sus manos hacia atrás, le acarició el trasero mientras susurraba:

―Siempre fiel, siempre dispuesta.

Walter no supo que le puso más caliente, si ese magreo o que coincidiera en el tiempo con el momento en que la heredera se desprendía del sujetador.

―Dios, qué bruto me tienes― sin dejar de mirar el monitor susurró al oído de la rubia mientras le agarraba los pechos.

Beth al sentir las manos de su amante, no pudo ni quiso evitar el incrustarse la erección en la raja de su culo con un breve movimiento de sus caderas.

―Fóllame― gimió descompuesta mientras en las pantallas la chinita se quedaba desnuda.

Excitado por su tono y por la escena que ambos estaban contemplando, Walter inmovilizó a su ayudante contra la mesa y sin darle opción de arrepentirse, le bajó las bragas.

―Fóllame― insistió Beth al sentir que un sonoro azote hacía estremecer una de sus nalgas.

El entusiasmo con el que recibió esa nalgada permitió a su jefe incrementar la temperatura del furtivo encuentro al soltarle una segunda. Ese nuevo castigo desbordó todas sus previsiones de la dura militar y sus defensas se desmoronaron como un castillo de naipes.

― Ya sabes lo feliz que me siento al ser tuya.

Mientras imploraba a su lado con las nalgas coloradas, en los monitores, la oriental se miraba al espejo ya desnuda. La conjunción de ambas imágenes a la vez demolió cualquier reparo y recochineándose de la calentura de su segunda, recorrió los rojos cachetes con una de sus yemas hasta llegar al coño de la rubia.

Al hallarlo totalmente anegado, le susurró al oído:

―Mi putita está hirviendo.

La calentura de la mujer quedó todavía más patente cuando comenzó a frotarse contra su pene diciendo:

― ¡Siempre fiel! ¡Siempre dispuesta!

La certeza de su deseo y contagiado de su lujuria, el gigantón la ensartó violentamente. Beth chilló al experimentar que era tomada por su amado jefe para acto seguido mover las caderas mientras gemía de placer. La humedad que inundaba su sexo permitió que Walter se recreara en ese estrecho conducto mientras ella se derretía a base de pollazos.

Apoyada sobre la mesa, se dejó follar sin dejar de gemir de placer hasta que chillando como su la estuviese degollando, se corrió.

―Zorra, no acabo más que empezar― protestó su hombre, el cual sabiendo por experiencia que su amante iba a encadenar un orgasmo tras otro, se olvidó de ella y buscó su propio placer mientras recordaba la primera vez que había estado con ella.

«Menuda sorpresa me pegué», pensó rememorando esa noche y como descubrió la facilidad con la que alcanzaba los continuos clímax, «nunca había estado con una mujer multiorgásmica».

Mientras su mente volaba a tiempos pasados, su cuerpo seguía en el presente y cogiendo los pechos de la rubia entre sus manos, forzó el ritmo de las embestidas sobre el encharcado coño de su amante.

― ¡Me vuelves loca! ― aulló ésta al sentir la humedad que rebosaba por sus piernas: ― ¡Fóllame a lo bestia!

Deseando liberar la tensión sexual acumulada desde la mañana, Lynch la siguió penetrando con más intensidad hasta que ya con las defensas asoladas Beth se desplomó convulsionando de placer.  

El volumen de los aullidos y el miedo a que el empleado que habían echado de la garita los oyera fueron el empujón que le faltaba para dejarse llevar y sembrar con su simiente en el interior de su ayudante.

Beth sollozó al sentir esas descargas y uniéndose a él, se corrió por segunda vez. Viendo que ambos habían disfrutado, Walter se sentó en la silla. Fue entonces cuando al mirar hacía las pantallas observó que Mei había desaparecido.

«Fue bueno mientras duró y más vale pájaro en mano, que ciento volando», sonriendo sentenció mientras acariciaba a la mujer que tenía a su lado, olvidando momentáneamente a su bella clienta.

5

Tras la ducha vespertina a la que estaba más que habituada, Mei Ouyang ocupaba sus tardes estudiando los informes diarios que recibía de esta parte del mundo para acto seguido enviar los más interesantes a sus asesores en China. Así y gracias a las doce horas de diferencia horaria,  al despertar a la mañana siguiente tuviese en su poder las conclusiones de su gente.

Al principio le había costado acostumbrarse, pero tras un mes ahora se daba cuenta que el sistema tenía sus ventajas y que, en vez de ser una pérdida de tiempo, era lo contrario. Cuando vivía en Shanghái, las respuestas le llegaban al día siguiente, es decir a las veinticuatro horas. En cambio, desde que estaba en la gran manzana ese lapso había bajado a la mitad.

«Voy medio día por delante de mi competencia en los Estados Unidos», se dijo mientras una de las chicas de servicio que se había traído desde su patria natal, le servía un té.

«¡Qué delicia!», se dijo mientras degustaba ese manjar de dioses, realizado con agua a la temperatura correcta, hojas recolectadas a mano y tratadas con exquisito respeto al infusionarlas.

       Para ella, como para el resto de sus compatriotas, el té no era una bebida sino una forma de vida. Mei cuando lo tomaba, aprovechaba ese instante para pensar y meditar. Por ello y mientras el calor de la taza temblaba sus manos, la joven magnate repasó su día. Aunque su idea inicial era analizar la reunión que había tenido con los inversores, su mente se rebeló y se centró en su nuevo asesor de seguridad.

        «¿Qué estará haciendo?», se preguntó y por un momento, estuvo a punto de ir a buscarlo. Pero recapacitó de inmediato, al advertir lo ridículo que resultaría que lo hiciera porque, al fin y al cabo, ella era la jefa. Si quería verlo, solo tenía que llamarlo y vendría de inmediato. Ya tenía el teléfono en su mano, cuando nuevamente se percató que estaba fuera de lugar apartar a un empleado de su trabajo solo por un capricho.

«No me educaron para ser una niña consentida sino para convertirme en la matriarca de la familia y una matriarca no actúa así», criticando lo absurdo de su comportamiento concluyó y molesta consigo misma, decidió practicar un poco de Taichí para reducir estrés y la ansiedad que sentía.

La ropa occidental que llevaba puesta no era la ideal para ejercitarse en ese arte marcial y por ello, sacó de su armario un traje blanco de amplias mangas parecido a un pijama y se lo puso. Tras lo cual, se hizo una coleta en el pelo y salió al jardín.

La brisa de esa tarde neoyorquina le pegó en la cara mientras hacía una reverencia a sus antepasados:

«Soy quién soy, gracias a vosotros», musitó mientras iniciaba su práctica.

Los largos movimientos circulares podían parecer a un neófito una especie de baile, pero Elizabeth Lancaster no era uno de ellos y le asombró la perfección con los que los realizaba.

«Es buena», sentenció boquiabierta porque nunca se hubiese esperado que esa mujer fuese una experta, «la postura erguida de la cabeza y la belleza de su ejecución solo se consigue si ha aprendido desde muy joven».

La elegancia innata de esa mujer la tenía obnubilada pero aun así fue capaz de reconocer cada uno de los movimientos y que, partiendo de la postura de inicio, Mei había pasado al segundo,  el “cepillar la rodilla” con un sinuoso paso lateral, justo antes de realizar el tradicional “rechazo del mono”, usando los brazos para defenderse de un supuesto ataque.

Inconscientemente, cuando la oriental estaba ejecutando el tercer estadio donde se mueven las manos imitando a las nubes, Beth comenzó a imitarla y juntas interpretaron el “gallo dorado sobre una pata”. Al advertir que se le unía, la magnate no dijo nada y de reojo observó a su acompañante consumar el quinto y último ejercicio donde apoyada sobre una sola pierna lanzaba una patada hacia al frente con el talón.

«Sabía que en este país se practicaba, pero nunca pensé que esta rubia tuviese el carisma», rumió entre dientes mientras le sonreía.

Beth creyó ver en ello un gesto amistoso y por ello se le acercó sin darse cuenta de que el gesto que le había hecho esa diminuta mujer era un saludo de combate y únicamente gracias a su preparación en la Armada como SEAL pudo rechazar una patada dirigida directamente a su cara.

«Será hija de puta», quitándose el jersey, gritó para sí y con un automatismo adquirido por años de entrenamiento, cargó contra ella.

Ninguno de los puñetazos o de las patadas dio en su blanco, porque con una delicadeza de la que jamás había sido testigo Mei rechazó todos sus golpes.

Ese fracaso lejos de contrariarla, le alegró y con la satisfacción de haber encontrado un oponente digno en una persona de su mismo sexo, volvió a embestirla. Esta vez, uno y solo uno de sus ataques golpeó su objetivo de lleno, mandando a la oriental dos metros hacia atrás.

Por un momento, Beth creyó que se había pasado porque no en vano ella era su cliente, pero lejos de dolerse con ese codazo contratacó y lanzó una serie de precisos mandobles sobre ella. Esta vez fue la rubia la que tuvo que defenderse y a pesar de ser cinturón negro en varios tipos de artes marciales, sudó para rechazar la ofensiva de la asiática.

Tras unos minutos donde alternativamente una parecía tomar ventaja sobre la otra, tuvieron que aceptar cubiertas de sudor un empate al comprender que solo un golpe de suerte podría inclinar la balanza. Curiosamente la más enfadada era la chinita. Mei no solo se consideraba heredera de toda una cultura, sino que desde su más tierna infancia había tenido los mejores maestros a su disposición y por ello no le cabía en la cabeza que esa extranjera fuese al menos tan buena como ella.

Algo parecido le ocurría a Beth. Sus compañeros le tenían respeto, exceptuando a Walter, los demás la consideraban un arma letal y miraban con reparo las veinticuatro muescas que llevaba en su cinturón numerando los enemigos de los que se había desecho y de pronto, una enana de poco más de metro y medio era capaz de mantenerla a raya.

«Su técnica es perfecta», masculló en su cerebro mientras extendía la mano a su oponente consciente que de no ser por la diferencia de tamaño y fuerza Mei la hubiese arrollado.

A pesar de no ser un gesto habitual en su país, la millonaria aceptó la mano firmando así la paz de una guerra que jamás se había declarado. Esa escena tuvo lugar sin que supieran que desde la garita Walter había seguido el trascurrir de la pelea desde el principio e igualmente tampoco vieron su sonrisa:

«No hay nada que la excite más, que una buena pelea», riendo pensó al ver los pezones de Beth erectos y conociéndola supo que esa noche le exigiría un esfuerzo extra.

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