1

La vida de Walter Lynch cambió diametralmente una mañana que se suponía que iba a ser tranquila. Como consultor en seguridad personal, su mayor carga de trabajo era durante la temporada de conciertos de Nueva York. Temporada en la cual su trabajo protegiendo la vida de las estrellas que llegaban a la ciudad le ocupaba todo el día. Pasados esos meses de actividad frenética, todo se relajaba y ocupaba su tiempo practicando artes marciales y ejercitándose en el gimnasio, pero sobre todo estudiando las nuevas herramientas de vigilancia que salían al mercado para seguir estando a la vanguardia en esos temas. Acababa de llegar a su oficina, cuando una de sus ayudantes le informó que tenía visita. Tras dos semanas de sequía en lo que respecta a trabajo, vio en ello una oportunidad y ni siquiera preguntó quién requería de sus servicios.

        Debido a ello, no supo reaccionar cuando por su puerta apareció Mei Ouyang. Aunque nadie se la había presentado, Walter sabía de ella por las revistas y es que esa joven era la hija un famoso magnate chino que al fallecer le había dejado una lluvia de millones que la había catapultado en la clasificación de las mujeres más ricas de Forbes.


       ―Señorita Ouyang, ¿en qué le puedo servir? – tartamudeó más nervioso de lo que le hubiera gustado parecer al verse afectado por el sensual exotismo que esa muñequita oriental destilaba por todos sus poros.

       La dueña del setenta por ciento de un emporio inmobiliario que había irrumpido con fuerza en el mercado estadunidense en el último año sonrió al saber que la había reconocido y sin importarle que el hombre que había venido a ver no hubiera tenido la delicadeza de pedirle que se sentara, tomó asiento antes de contestar:

       ―Como usted sabe, tengo muchos intereses en este país. Para gestionarlos, he abierto una oficina en Nueva York y he trasladado mi casa aquí. Todavía estoy en plena mudanza y quiero reunir a mi lado a los mejores.

La voz grave pero dulce de esa mujer no engañó a Lynch y comprendió que era alguien acostumbrada a mandar:

―Alabo su decisión, pero… ¿qué tengo que ver yo en ello?― descolocado replicó al percatarse que contra su voluntad sus hormonas le estaban traicionando.

La oriental entrecerró sus ojos y luciendo una sonrisa que terminó de excitar a su contertulio, comentó:

―Debido a mis responsabilidades requiero de protección y mis asesores me han hablado de usted. He revisado su perfil y quiero hacerle una oferta que confío no pueda rechazar.

Acostumbrado a las excentricidades de sus adinerados clientes, Walter Lynch se quedó esperando a que la mujer le hiciese llegar su propuesta pensando que ésta consistiría en una colaboración puntual para instaurar un sistema de seguridad en sus oficinas. Lo que nunca sospechó fue que esa monada de pelo liso le soltara a bocajarro que le deseaba contratar a tiempo completo en calidad de guardaespaldas personal.

―Disculpe, señorita. Eso es imposible. Tengo un equipo, otros clientes y una carrera― musitó sin alzar la voz para que no se le notase que estaba indignado al confundir su habilidades. Él era un experto en seguridad y no un mero empleado.

«Si quiere una niñera, ¡qué contrate a otro!», pensó mientras intentaba plantear un salida honrosa que no ofendiese a esa ricachona.

Ésta, sin perder la sonrisa, abrió su bolso y sacando unos papeles, se los extendió diciendo:

―Antes de decir que no, lea el contrato que le ofrezco.

Con la única intención de rechazar educadamente ese ofrecimiento, Lynch cogió el documento y comenzó a leerlo.  Su rostro fue perdiendo el color a medida que pasaba las páginas porque era un acuerdo en el que, además de contratar a toda su gente, le pedía una exclusividad que bordeaba la explotación.

«Está loca», farfulló en silencio al leer que no solo le exigía dedicación plena sino incluso que cambiara de domicilio y se fuera a vivir a una casa anexa a la de ella.

«¿Quién se cree esta zorra?», maldijo para sí y solo por mera educación, siguió leyendo mientras miraba de reojo las curvas de la joven que tenía frente a él.

Fue entonces cuando llegó al apartado de sus emolumentos y tuvo que releerlo un par de veces porque   excedía y con mucho los ingresos actuales de su pequeña empresa.

«Ganaría en cuatro años dinero suficiente para jubilarme», sentenció.

Asumiendo su derrota y que estaba vendiendo su alma al diablo, levantó la mirada y preguntó:

―¿Cuándo quiere que empecemos?

       Mei Ouyang se levantó y con una cálida sonrisa que nada tenía que ver con la tiburón de los negocios que acababa de ganar una batalla, respondió:

       ―Tengo una cita en Wall Street en una hora con unos inversores y me vendría bien dejar claro desde ahora que hay un nuevo jugador en la plaza.

       Sintiéndose la última adquisición de esa arpía, Walter Lynch recogió su pistola y siguió a su nueva jefa. La asiática dejó de manifiesto que iba a ejercer y mucho el recién adquirido poder sobre ese enorme hombre nada más salir de su despacho, cuando al llegar al ascensor esperó que Lynch tocara el botón de bajada. Este estaba tan habituado a su ofició que no advirtió ese pequeño gesto, así como tampoco que la heredera lo aprovechara para dar un repaso a la anatomía de su nuevo encargado.

«¡Fuerte está!», exclamó para sí impresionada por el tamaño de los bíceps mientras inconscientemente se relamía los labios pensando en qué se sentiría al ser abrazada por esas dos moles.

Nunca aceptaría ante un tercero que en el último momento se decidió por él frente a otro de sus competidores por la virilidad que desprendía en las fotos.

«No hay nada de malo en que además de eficiente mi guardaespaldas esté bueno», se repitió a sí misma mientras admiraba las brutales espaldas y el musculoso trasero del sujeto que la precedía al salir al hall.

Como no era idiota, esa mentira no pudo ocultar la atracción que le provocaba esa masa de músculos perfectamente adiestrados y con pesar comprendió que de vivir su padre nunca hubiese aceptado que su hijita hubiera elegido un adonis de casi dos metros para cuidarla.

«Papá estaba chapado a la antigua y no he cometido nada inmoral al contratarlo», musitó entre dientes mientras se subía a su limusina por la puerta que Walter acababa de abrir para ella.

Para desgracia de la joven, el olor de ese hombre impregnó sus papilas y se aferró a cada una de sus neuronas provocando que un pequeño incendio creciera sin control entre sus piernas.

«¿Qué me ocurre?», mentalmente gritó al darse cuenta de que quizás había cometido un error al subestimar el encanto animal de su nuevo empleado y es que por su educación ese tipo de sentimientos le estaban vedados.

Asustada como pocas veces se intentó concentrar en la reunión a la que iba, pero continuamente su mirada se iba a su acompañante y al bulto que lucía bajo el pantalón mientras el objeto de sus pesquisas realizaba su trabajo buscando en el exterior del coche una posible amenaza.

«No me reconozco», entre dientes maldijo la fijación que sentía mientras hacía un último intento para olvidar a su subordinado y fijar su atención en los papeles de la presentación que tenía que realizar.

Finalmente, sus esfuerzos tuvieron éxito y consiguió abstraerse al repasar los datos de las inversiones que tenía que hacer públicos esa mañana, ya que eran tan osadas que causarían un pequeño terremoto en las anquilosadas estructuras del sector inmobiliario del país. Jamás una empresa china había tenido la temeridad de hacerse con la mayoría de unas de las compañías más reputadas de Estados Unidos.

 «He llegado para quedarme y triunfar aquí donde mi viejo no pudo», sentenció mientras recitaba en voz baja su discurso…

2

Mientras su nueva jefa entraba en la reunión, Walter Lynch usó ese tiempo para poner al corriente al equipo de su nuevo destino y planificar los primeros pasos para hacerse con el control de la seguridad del cliente. Lo primero que hizo fue mandar a Elizabeth Lancaster, una ex SEAL que ejercía de su segundo en la organización, a revisar el sistema de vigilancia de la finca donde se alojaba la heredera para certificar que, tal y como le había anticipado, contaba con la más moderna tecnología de protección.

Hora y media después seguía esperando a las puertas del número 11 de Wall Street cuando recibió la mala noticia:

―Walter, aunque se han gastado una fortuna en aparatos y en hardware, el sistema de seguridad hace aguas por todos lados. Las cámaras están mal colocadas, hay multitud de puntos ciegos, los sensores de presencia no son compatibles con los programas adquiridos por lo que no hacen más que dar falsos positivos― con su acostumbrado tono seco y profesional le comunicó su ayudante.

Conociendo el afán de protagonismo de la rubia, se tomó con tranquilidad el informe y únicamente le preguntó cuánto tardaría en arreglarlo.

―En tres horas habré conseguido cegar las áreas sin control, pero por lo menos hasta mañana nuestros técnicos no terminarán de instalar el software necesario para que no haya errores. Pero el coste inicial es de unos noventa mil dólares solo en programas.

―Por la pasta, no hay problema. Nuestra cliente se ha comprometido en sufragar todos los gastos― replicó y asumiendo que mientras el sistema no estuviera activo tendría que reforzar el grupo de gente que velara por la oriental, le pidió que llevara a otros tres elementos a la mansión para así evitar problemas.

―Ni que fuera el presidente― protestó la antigua militar, pero aceptando la sugerencia de su superior le prometió que así lo haría.

―Eres una zorra― riéndose la replicó: ―Estoy seguro de que ya lo habías tomado en cuenta. ¿Cuántos has pedido a la central?

―Soy precavida― respondió, para acto seguido, soltando una carcajada, informarle que había acertado y que había ya llamado a cuatro especialistas.

―Recuérdame que te tire de las orejas― en plan de broma, comentó a su segunda.

Ésta abusando de la confianza que Lynch sentía por ella y poniendo voz suave, le rogó si en vez de un tirón de orejas, le podía dar una serie de azotes.

―Definitivamente, lo que tienes de eficaz lo tienes de puta― y desternillado de risa, le prometió que en la primera ocasión que tuviera le pondría el culo rojo.

La respuesta del hombretón debió azuzar la calentura de Elizabeth porque, a modo de recordatorio, le mandó una foto de su trasero desnudo con un mensaje anexo:

― Siempre fiel, siempre dispuesto.

Walter leyó el texto con una sonrisa y por unos instantes, recreó su mirada en las posaderas de su asistente y amiga. Tras lo cual, apagando el móvil, se puso a repasar mentalmente lo que había planeado para la seguridad de su adinerada clienta.

«Por cada kilo de chinita, esa monada tiene mil millones de dólares y siempre habrá alguien queriendo darle un mordisco», meditó en silencio cuando de improviso se abrió paso en su mente la imagen de él dando un bocado al culete de la magnate.

La fuerza de ese pensamiento le puso nervioso porque no en vano sabía que, si quería cumplir con su cometido, debía de abstenerse de intimar con esa preciosidad y por ello sacando nuevamente su teléfono, tecleó en la pantalla:

―Beth, espérame en casa de la cliente.

No hizo falta escribir más,  supo que la destinataria había captado sus intenciones al leer que esa mujer de casi uno ochenta le respondía:

―Siempre fiel, siempre dispuesta…

3

La presentación se alargó más tiempo del que Mei había previsto por las continuas preguntas de los periodistas presentes y es que para un sector de ellos, era casi un sacrilegio que una empresa extranjera se hubiese hecho con el control de Washington Union Investments por el peso y la historia de esa compañía en el sector.

«No sé qué les fastidia más, si mi nacionalidad o que sea mujer», meditó molesta, aunque exteriormente nada revelaba su cabreo mientras recogía sus cosas. Ya en la puerta le esperaba Walter, el cual sin preguntar cómo le había ido le abrió paso entre la nutrida concurrencia.

 Gracias al tamaño del guardaespaldas, rápidamente llegaron al garaje donde aguardaba su limusina. Al acercarse a ella, la heredera se percató que a su lado había un Cadillac blindado y que del mismo salía una joven de origen asiático muy parecida a ella.

―¿Y esto?― preguntó al ver que la muchacha se metía en su lugar dentro del vehículo y que Walter la llevaba hasta el otro.

―Es preferible que no se sepa dónde va, ni en qué coche se mueve― respondió el segurata.

Incómoda porque hubiese tomado esa decisión sin consultarle, le hizo caso al comprender no solo que tenía razón, sino que el experto en esos temas era él. Aun así, no pudo dejar de manifestar su enfado y con el tono suave que tanto le caracterizaba, le dio la primera reprimenda diciendo:

―La próxima vez, exijo que me avise. No me gustan las sorpresas.

―Si quiere que forme parte de su equipo, deberá acostumbrarse porque ese es exactamente mi cometido. Que nadie pueda prever sus movimientos, ni siquiera usted― educadamente, pero con voz firme, replicó Walter mientras cerraba la puerta en las narices de su jefa.

«¡Menudo cretino!», exclamó mentalmente mientras una sonrisa aparecía en su rostro al sentirse gratamente sorprendida de que uno de sus asalariados fuera capaz de llevarle la contraria.

Ya sentado en el asiento del copiloto, Walter le presentó al conductor y le preguntó dónde quería ir.

―Tengo hambre.

Esa respuesta no aclaró el destino y por ello, el asesor en seguridad le insistió si tenía alguna preferencia.

―Quiero sentirme una neoyorquina más.

La sequedad de la muchacha no consiguió sacarle de las casillas y queriendo hacerle ver que con él no se jugaba, decidió darle una sorpresa.

―Llévanos a Columbus Park― ordenó a John, el miembro de su equipo que estaba frente al volante.

Éste, que conocía sobradamente los gustos del jefe, enfiló hacia la puerta de ese parque que había tras el City Clerk Office, mientras la limusina volvía directamente a la casa de la magnate.

Los escasos cinco minutos que tardaron en recorrer la milla que les separaba de ese lugar le sirvieron a Mei para recapitular sobre la reunión y admitir que, a pesar del machismo de los presentes, había sido un éxito.

«Lo quieran aceptar o no, ya saben que soy una jugadora que tomar en cuenta», se dijo mientras observaba las riadas de ejecutivos que salían de los edificios de esa parte de la ciudad.

Seguía meditando sobre ello, cuando el chófer paró frente a un puesto de comida ambulante.

―¿Vamos a comer aquí?― preguntó al ver que Walter se bajaba del Cadillac.

Luciendo toda su dentadura, el enorme sujeto contestó:

―Son los mejores perritos de todo Nueva York.

Nuevamente la actitud de Walter la descolocó,  ya que nunca se había planteado que la llevara a comer en la calle. Por un momento, dudó entre rectificar y pedirle que la llevara a un restaurante de lujo o experimentar ese tipo de alimento del que tanto había oído hablar, pero nunca había probado.

―Me parece estupendo― dijo tratando de parecer segura.

El guardaespaldas sonrió y explicando a John que no los perdiera de vista, la llevó frente al carrito. Al llegar, le preguntó que quería.

―Lo mismo que usted― respondió la magnate.

―Dos Dodgers, Peter.

El dueño del puesto sonrió mientras le preparaba el pedido añadiendo a la consabida salchicha mostaza, salsa de queso para nachos, jalapeños encurtidos y salsa picante. La asiática se quedó de piedra al ver la mezcla y por ello cuando Walter se le puso en sus manos el perrito, tardó en atreverse a dar el primer bocado.

―Nunca ha probado una delicia semejante― le azuzó el estadounidense.

«Seguro que no», musitó Mei mientras se hacía con el valor necesario para hincarle el diente. Para su sorpresa el revoltijo de sabores y texturas le resultó una delicia y cerrando los ojos degustó lentamente esa novedad culinaria mientras su acompañante hacía desaparecer su perrito con dos mordiscos.

 ―¿Quiere otro?― en plan educado, Walter preguntó antes de pedir uno para él.

―No, gracias― replicó la oriental absorta todavía en la experiencia sensorial que para ella era esa primicia.

Desde niña la comida había sido uno de los pocos placeres que su padre le permitía y por eso cuando disfrutaba de un plato lo hacía a conciencia. Se podía decir que era tanto su disfrute que bien uno lo podría confundir con una excitación física.

¡Eso fue exactamente lo que le pasó al gigantón!

Al volver con el segundo perrito, reparó en que a la chinita se le marcaban claramente los pezones bajo la blusa. En un principio creyó que era por el frio,  pero al momento comprendió que por ridículo que sonara, esos dos pequeños y traicioneros montículos eran producto del gozo que esa mujer sentía al probar una comida de su gusto.

«A ésta no la invito a comer a casa de mamá, con lo bien que cocina, sería capaz de correrse en la mesa», despelotado de risa,   sentenció sin perder ojo del espectáculo que Mei involuntariamente le estaba brindando: «Pero no me importaría dar un buen lametazo a esos meloncitos».

  Ajena al escrutinio al que estaba siendo sometida, la joven no tenía prisa en comer y se tomó su tiempo en masticar cada uno de los bocados antes de deglutir. Alargando con ello,  el exhaustivo examen que Walter estaba haciendo a su anatomía.

«Definitivamente, debo tener cuidado. Esta zorrita tiene algo que me vuelve loco»,  meditó preocupado al advertir que era incapaz de dejar de pensar si ese culito en forma de corazón le cabría en una mano o bien tendría que usar las dos si algún día le daba una cariñosa zurra.

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