Era un caluroso domingo de verano, muy temprano, cuando abrí la puerta de mi casa pues tocaron el timbre. Era don Augusto; un conocido cerrajero que vive a
tres cuadras, con un parecido increíble a Sean Connery, cosa que me vuelve loca. No era alto pero sí fornido. Camisa a cuadros, vaqueros. Suspiré cuando lo vi. Tiene cierta fama en el barrio; muchas señoras están loquitas por él y con razón.
—Buen día, señor Augusto.
—Buen día, Rocío. Tu papá me ha llamado para que arregle una puerta que da al jardín, ¿me vas a dejar pasar?
¡Dios, solos al fin! Mi papá y su novia se habían ido a la playa; me habían pedido que lo atendiera para poder indicarle la puerta defectuosa y luego pagarle. Mi plan de conquistarlo estaba en marcha; como un castillo de naipes que se erige con paciencia y pericia.
—¡Claro, don Augusto, adelante!
Fuimos hasta el jardín y le indiqué la puerta; procedió a cambiarle la chapa. Fui a mi habitación para arreglarme un poco; cabello mojado, suelto; blusita con tiras que revelaba mi ombligo; short blanco, pequeño, de algodón; descalza. El cimento de mi castillo estaba armado, y la princesa, al acecho.
—Don Augusto, por favor pase adentro, el calor es infernal, le he preparado jugo de limón y algunos bocados. Y no me diga que no, lo he hecho con mucha ilusión —le tomé de la mano y lo tiré.
—¿En serio? Gracias, Rocío, qué divina, así no hay quien resista.
Se secó la frente perlada de sudor y entramos a la casa. Le hice sentar en el sillón mullido de la sala, él no quiso hacerlo porque estaba sudado pero le dije que no se hiciera dramas. Puse mi toalla allí y santas pascuas. llevé el jugo y la bandeja con bocados. Sándwiches de jamón y queso, con mayonesa de oliva y rodajas de tomate. Me senté sobre el brazo de su sillón para estar pegadita a él. Acaricié su hombro.
—Señor, tiene usted un cuerpo muy cuidado. Se mantiene súper bien.
—Gracias, Rocío. Gajes del oficio, supongo. Por cierto, esto está muy delicioso.
—Uf, permítame un momento, voy a quitarme el piercing de mi lengua, me están golpeando los dientes al hablar —mentí.
—¿Tienes un piercing en la lengua?
—Sí, mire… —fardé de la barrita con bolillas que tengo en la puntita.
—Increíble –dijo observándolo, dándole un sorbo a su jugo de limón. ¡Zas! El castillo de naipes estaba a punto.
—También tengo un tatuaje en mi cintura, es una rosa, ¿quiere verla?
—Ehm… No es necesario, Rocío.
—No sea mala onda, déjeme mostrarle.
¡Un poco más y estaría palpando mi tatuaje! Entonces yo me haría de la asustada. Luego, azorada, le pediría que siguiera tocando. Y cuando lo tuviera a mi merced, le diría que me acompañara a mi habitación; juntos inauguraríamos mi castillo y me declararía su princesa.
Me levanté; la idea era bajarme el short ligeramente y así pudiera ver mi rosa tatuada, pero terminé resbalándome y cayendo burdamente frente a él. Sentí un dolor punzante en el tobillo.
—¡Ayyy!
—¿¡Estás bien, Rocío!?
—¡Mierdaaa!
Mi tobillo dolía horrores; no sabía qué hacer, lo último que quería era llorar frente a mi hombre. Pero don Augusto se levantó y me cargó en sus brazos para que todo mi mundo, castillo de naipes incluido, se desmoronara a mi alrededor.
—No llores, te llevaré al sofá.
—¡Mfff! ¡Dios! ¡Señor Augusto, soy una estúpida!
—Claro que no.
Me acostó en el mencionado sofá. De la jarra con jugo de limón retiró dos cubitos de hielo y me los pasó grácilmente por el tobillo. Luego, con un masaje, logró calmarme. Dedos cálidos, expertos, gruesos, ásperos como me gustan. Me dejó atontada por varios segundos; el dolor cedió; cerré los ojos para disfrutar. Cuando los abrí, el señor estaba comiéndome las tetas con su mirada. Normal, estaba retorciéndome del gusto como una gatita que quiere más mimos.
—Don Augusto, es usted un buen hombre. Si no estuviera casado lo invitaría a un paseo por la playa.
—¿En serio? Yo creo que ya tengo demasiada edad como para que te fijes en mí. Seguro que en tu facultad hay mejores partidos.
—Ya… Lo dice porque no soy bonita, seguro.
—No he dicho eso, la verdad es que eres preciosa.
Me besó en la frente pero al hacerlo me armé de valor; le tomé de los hombros, clavando mis uñas para traerlo contra mí; le mordí el pecho oculto tras su camisa. Un recado para su señora. La loba marcando territorio. La princesa reconstruyendo su castillo.
—¡Auch! ¿Qué te pasa, Rocío?
—¡Don Augusto!, debo confesar que yo he forzado el picaporte de la puerta para que usted viniera a repararlo.
—¿Qué cosas dices?
—¡Uf! Usted me tiene loca desde pequeña. Quería conquistarlo hoy pero soy torpe como ve…
—¿En serio estabas tratando de conquistarme? ¡Ja! Qué adorable, si recuerdo cuando eras niña y me pedías que me casara contigo, ¡todos nos reíamos un montón!
—¡No se burle, era una nena pero lo decía en serio!
Su sonrisa se desdibujó; vio mi cara repleta de vicio. Me cargó de nuevo pese a que ya no hacía falta. Le tomé de la mejilla y nos besamos largo rato; sintió mi piercing, mordí su lengua; le ordené que me llevara a mi habitación, pero él quería llevarme a otro lado.
Volaron las ropas por mi jardín. Su camisa colgó en la silla de plástico, su pantalón sobre un florero, mi blusita y mi short adornaban las cabezas de los gnomos. Sobre el pasto, bajo el fuerte sol de verano, me dijo que me pusiera de cuatro patas. Me picaban las rodillas y manos; pero lo soportaría. Las paredes de mi casa son altas, no me preocupaba porque nadie me vería. Pero grito muy fuerte, eso sí sería un problema.
Se arrodilló frente a mí, desnudo ya; hermosa polla venosa frente a mis ojos; palpitante, gorda, apetitosa; se me hizo agua la boca. Me acarició una mejilla; ladeé la cabeza y chupé su dedo corazón. Otra mordida.
—Haga conmigo lo que su señora no quiere, señor Augusto, cumpla su fantasía conmigo, porque usted ya me la está cumpliendo.
—¿Segura? ¿Mi fantasía? No sé, seguro que terminas arrepintiéndote.
—Don Augusto, ¿se cree que soy una inexperta o algo así?, por fav…
Me calló de un pollazo. Me la metió hasta la garganta, sujetándome de la cabellera. Se quedó así mucho tiempo; yo soportaba como podía, arrugando carita, arqueando espalda, intentado respirar, arañando el pasto y la tierra. Me apretó mi pezón anillado y lo giró, me dijo que chupara, así que asustada succioné fuerte. No esperaba ser tratada así; me la sacó de la boca cuando me vio lagrimeando. Hilos de saliva colgaban entre mi boca y su hermosa tranca.
Cuando iba a reclamarle el trato brusco, se corrió copiosamente en mi cara; un chorro gigante directo a mi boca para callarme, cayó mucho hacia mis mejillas y mentón. Una gotita hacia mi cabello. Me la metió de nuevo y los últimos lefazos me salieron por la nariz. Con la carita repleta de su leche le rogué que me dejara respirar, atajé su cintura y lo alejé porque de nuevo quería follarme la boca:
—¡Oh, mierda, tiempo, tiempo!… ¡Uf, sigo viva! Creo que vi una luz al final del túnel y todo…
—Lo siento, Rocío, me emocioné cuando me pediste que cumpliera mi fantasía…
—¿¡Su fantasía es asfixiar hasta la muerte a una pobre chica con su verga!?
—Se nota que no puedes con el ritmo, mejor iré despacio para que disfrutes.
—¡NO! Uf… Don Augusto, le quiero dar lo que su señora no quiere… ¡Así que ya le dije que cumpla su fantasía! Simplemente no vuelva a asfix…
Tomó su cinturón y lo cerró en mi cuello. Fuerte, demasiado. Me había convertido de princesa a muñeca de trapo en cuestión de segundos. Me quedé así, toda tensa, pensando que tal vez debía haber aceptado su oferta de sexo normal. Se arrodilló detrás de mí y me separó las nalgas, escupiendo un cuajo gigantesco; lo embardunó con su pollón, siempre tensando su cinturón.
—¿¡Me va a hacer la cola!?  ¡Pero si no me la he limp…!
Tiró hacia sí el collar y me calló, arqueándome la espalda. Me la fue metiendo paulatinamente mientras yo arañaba el pasto. Cada vez que me quería salir, él me sujetaba fuerte y me daba nalgadas para tranquilizarme. Si amagaba gritar, tensaba el collar para ahogar mi grito. Destensaba para dejarme respirar.
—Respira hondo, tienes un culo muy rico pero prieto.
—¡Mfff! ¡Basta, perdón, me rindo, duele demasiado!
—Demasiado tarde para pedir clemencia, Rocío.
—¡Mierda, mierda, mierda!
—Vas de loba experta y así terminas. ¿Te duele acaso?
—¡Mfffsíii!
Llorando a moco tendido perdí el control de mi vejiga y me meé toda en el jardín, ¡qué vergüenza!  El señor, con su largo rabo tallándome el culo sin cesar, me siguió humillando.
—¡Chilla, cerda! ¡Me excita que te duela! ¿Quieres que te dé más duro, puta? ¿Eso es lo que querías?
Le quise decir que se detuviera pero de mi boca solo salieron hilos de saliva y palabras en arameo o algún idioma alienígena. Me llenó de leche caliente toda mi cola; tuve un orgasmo brutal. Liberada de su verga me caí como un saco de papas sobre el pasto. Estaba indignada por el trato despectivo, pero me lo merecía por pedirle que cumpliera su fantasía conmigo. ¿Quién iba a saber que era un sádico?
Me llevó del cinturón-collar para adentro de mi casa, yo a cuatro patas, temblando y llorando. Dijo que me iba a dar otra tunda de pollazos en mi habitación. Me ordenó que al menos una vez a la semana debía destrozar cualquier picaporte de la casa para que él viniera a darme verga sin que su señora sospeche.
De mi culo brotaba su leche, en mis muslos aún sentía mi orina escurriéndose, y de mi boca y nariz colgaba su semen en largos hilos. No era lo que yo planeaba. Es decir, pensaba que su fantasía sería algo así como hacer dulcemente el amor en mi habitación, pero terminé siendo vilmente domada y humillada.
Ahora soy la putita del cerrajero. Y me encanta. A la mierda con la princesa y su castillo de naipes.

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