Siguiendo a Loana tan decadentemente, llegamos ante dos peldaños en mármol que ascendían hacia una galería en forma de semicírculo y, una vez allí, desapareció ella al cruzar el vano de una puerta.  Las otras dos muchachas no la siguieron sino que permanecieron junto a la puerta y supuse que ésa debía ser la pauta correcta o, más bien la norma: como un perrito obediente que sigue a su amo y se queda afuera a aguardar que él decida salir.  Yo, por lo tanto, hice lo mismo.  Allí había más luz y ello me permitió distinguir en ambas chicas, sendas mariposas tatuadas  sobre el empeine del pie, muy semejantes a la que yo llevaba desde hacía un rato (se apreciaba claramente la mano del mismo tatuador) y sólo con algunas variaciones en las tonalidades del color.  Pero lo que más me inquietó fue reconocer en la nalga derecha de cada una de ellas una marca circular que la débil luminosidad no me había permitido apreciar antes:  en el centro del círculo se podía distinguir la figura de una orquídea… de tonalidad muy cercana a la que llevaba Loana sobre su muslo; pero alrededor se apreciaba un segundo círculo como incluyendo al primero y allí, en el área que quedaba dentro del círculo exterior pero aún fuera del perímetro del interno, se advertía una leyenda o inscripción.  Traté de acercarme u poco para poder leer lo que decía pero justo en ese momento ambas jóvenes, como si se hubieran puesto de acuerdo, se giraron hacia mí.  Fue entonces cuando también me percaté de otra cosa que antes no había notado: la analogía canina que yo en mi mente había hecho en relación a la condición de las muchachas seguía siendo bastante acertada, porque en sus cuellos llevan sendos collares de perro, de los cuales pendía a su vez un candado y una argolla.  Se apreciaba en los rostros de ambas una fuerte antipatía hacia mí; sus ojos destellaban odio, al punto que llegué a pensar que de un momento a otro se arrojarían sobre mí como fieras salvajes: no pude saber si fue sólo una sensación o era realmente lo que estaba por ocurrir, pero justo su atención se vio otra vez absorbida por Loana, quien volvió a aparecer  bajo el vano de la puerta, recortada y bañada su espectacular silueta por la luz que salía del interior de la casa.
          Tal como ocurriera antes, las dos chicas fueron presurosas a sus pies; costaba creer que hasta poco tiempo antes fueran estudiantes universitarias responsables y seguras de sí mismas y que, ahora, exhibían un grado de deshumanización difícil de imaginar, tanto que ni siquiera les había escuchado, al menos hasta ahí, articular palabra alguna… Yo, como lo venía haciendo, me mantuve a un par de metros, tanto por precaución como por respeto; no era que me faltasen ganas de zambullirme a besar los pies de mi diosa inmaculada: de hecho ardía en deseos de hacerlo… Pero yo era “la nueva” allí y no quería echar a perder todo por simple apresuramiento…  Loana, se abrió paso entre las dos y avanzó hacia mí; mi corazón se aceleró, como cada vez que eso ocurría, como cada vez que, suquiera por un breve instante, yo me convertía en el objeto de su atención… En ese momento noté que en su mano llevaba algo: un collar de cuero… un collar de perro.  Como yo nunca había dejado de estar a cuatro patas (de hecho, no había recibido contraorden alguna luego de ser impelida a adoptar tal posición) se inclinó un poco hacia mí; apartó mi cabellera a un lado para descubrir mi cuello e hizo algún comentario acerca de que iba a haber que cortar mi pelo a los efectos de que tanto el tatuaje de mi cuello como el de la parte trasera del hombro pudieran apreciarse en su plenitud.  Sentí el roce de sus dedos sobre la piel de mi cuello mientras colocaba el collar y fue una sensación altamente excitante, pero no tanto como el momento en el cual ajustó la hebilla y pude escuchar claramente el “clic” de un candado.  Juro que para esa altura yo estaba mojada… y segura, además, de que de ese “clic” no me olvidaría en toda mi vida.   Retiró sus manos de mi cuello; yo permanecía en cuatro patas y con la cabeza gacha, con lo cual sólo veía sus pies y el hermoso tatuaje del inquietante escorpión; no sé cómo me contuve para no arrojarme hacia él… y besarlo… y lamerlo… Casi como si se hubiera tratado de una invocación, vi cómo el escorpión venía hacia mí… Loana me golpeó en el mentón con la punta de la sandalia conminándome a levantar la cabeza.
          “A ver… mirame” – ordenó, rubricando de ese modo la acción con sus palabras.
             Levanté la vista hacia ella: etérea, invencible e inalcanzable… una estatua de blanco marfil dotada de tal perfección que no existía en el mundo artista capaz de esculpirla.  Su rostro veíase enmarcado por la luz que se difuminaba entre las puntas de su rubia e inasible cabellera.  Sonrió ligeramente:
          “Te queda muy bien” – aprobó.
           Y casi instintivamente volví a bajar la cabeza con mucha vergüenza, para casi inmediatame

nte recalar en el hecho de que Loana no me había ordenado que lo hiciese, así que la alcé nuevamente antes de que ella se enfadara.  En ese momento ella giró sobre sus talones y agradecí tener ante mis ojos la impagable visión de su magnífica figura.  Se dirigió hacia la pared y allí fue cuando noté que, de un gancho empotrado en la misma  pendían varias cadenas de perro, cada una con su respectivo mosquetón.  Por cierto, aún no había yo visto mascota alguna en la casa… y en parte lo agradecía… por un doble motivo: en primer lugar, estando yo a cuatro patas como me hallaba, no dejaba de ser inquietante y estremecedora  la idea de encontrarme frente a frente con un rottweiler por ejemplo; pero además había otra razón para agradecer… y era que, aunque me doliera tener tal pensamiento, cualquier mascota en la casa implicaba competencia.  Y hasta ahora, no parecía haber otra que las dos chicas que tan indignamente se arrastraban detrás de Loana.

         La deidad rubia se giró nuevamente y avanzó hacia mí; se quedó mirándome al tiempo que sostenía en sus manos una cadena que acababa de descolgar del gancho:
          “Desnudate” – me ordenó.
           No había lugar para la vacilación, mucho menos para la desobediencia.  A los efectos de facilitar mi labor dejé mi bolso a un costado y me fui quitando una a una las prendas hasta quedar como había sido traída al mundo.  Mis ropas quedaron esparcidas por el piso de la galería y yo ya no volvería a verlas por un par de días.   Loana hizo una seña a una de las otras muchachas para que tomara mi bolso al tiempo que se acercaba un poco más hacia mí y, haciéndome levantar nuevamente la cabeza, enganchaba el mosquetón de la cadena en la argolla que pendía de mi cuello.  Introdujo un par de dedos entre la piel y el collar como para comprobar la tensión; en realidad, el collar ya estaba bastante ajustado y, por eso, su acción fue dolorosa para mí… Sin embargo, Loana no pareció conforme y tensó un poco más el collar, dejándolo terriblemente ajustado y arrancándome un gesto de crispación; abrió el candado con una pequeña llave que llevaba en su mano y volvió a cerrarlo una vez que quedó satisfecha.   Sin decir más palabra, sonrió y dio un tirón a la cadena; casi caí de bruces al piso pero logré sostenerme sobre mis manos.  Giró a noventa grados y, luego de bajar los peldaños de la galería, echó a andar a través del parque llevándome por la cadena como si fuera una perra.  Las otras dos chicas quedaron ahora algo más relegadas en cuanto a su proximidad  a la diosa y eso, obviamente, les molestó: se me ubicaron una a cada flanc; yo dirigí sendas miradas de reojo a ambos lados y pude ver no sólo sus ojos centelleantes de rabia sino que además me dio la impresión de que me mostraban sus dientes.  Me asaltó un acceso de pánico e inquietud,  pero yo sabía que estaba segura en tanto y en cuanto me mantuviera cerca de Loana… Tampoco era que pareciese haber otra opción.  Traté de obviar la presencia molesta de las dos muchacha y me concentré en seguir los pasos de Loana; bajé la vista hacia el piso, aunque cada tanto, fugazmente y con algo de temor, la levantaba para poder extasiarme con la visión de sus magníficas piernas y su sensualísimo contoneo de caderas.
          “Besá mis pasos” – ordenó Loana, siempre con la vista hacia adelante y sin detener ni bajar el ritmo de su marcha.
           Vino a mi recuerdo aquel día en el baño del buffet, cuando me había impartido exactamente la misma orden tras haberme sometido allí dentro a una humillación que jamás hubiera podido imaginar en toda mi vida.  Era tan fuerte revivir aquel momento que me excité una vez más: estaba mojada; sentía un irresistible deseo de tocarme, de masturbarme, pero por supuesto, no podía hacerlo.  Tuve que bajar la cabecita hacia el suelo y apoyar mis labios para besar el piso en cada lugar en que Loana acabara de apoyar el pie…y así sucesivamente siguiendo su marcha.  Para peor, parecía caminar cada vez más rápido y eso dificultaba aún más mi labor; tenía que besar el suelo y levantar la cabeza cada vez más rápidamente para poder seguirla sin perder un paso.  Mis manos y mis rodillas me dolían; en un momento dejamos el sendero de asfalto y marchamos a través del césped, lo cual produjo un cierto alivio en mis miembros, pero luego ingresamos en un camino de granza y el dolor volvió más fuerte que antes.  Yo me sentía como una cosa, como la peor lacra del mundo… y sin embargo la sensación era que estaba bien así, que ése era mi lugar y no otro…
           Llegamos ante lo que parecía una casilla, un cobertizo o bien un pequeño galpón, del tipo de los que en las grandes fincas se destinan para alojar a los jardineros o bien simplemente para guardar las herramientas.   Loana abrió la puerta y pulsó la tecla de la luz; la luminosidad que bañó el lugar me hizo acordar al tipo de lámparas que se suelen utilizar en los lugares en que crían pollos.  Ingresé al lugar detrás de Loana; ya casi no tenía energías para sostenerme y, de hecho, en un momento mis manos se vencieron pero por fortuna mi rostro no llegó a impactar contra el piso ya que pude mantenerme sobre mis codos… Me dolió, por cierto, porque el piso estaba hecho con ladrillo a la vista bastante rústico y desparejo; fuera cual fuere el destino que se le daba a aquel lugar, difícil era creer que pudiese ser ocupado por gente de la estirpe o la altura de Loana.
          Al llegar al centro de la habitación, me obligó a incorporarme un poco hasta adoptar la posición arrodillada y soltó el mosquetón: ¿por qué sería que yo no lo sentía como una liberación en absoluto?  Permanecí de rodillas y con la vista baja, a la espera de que las cosas fluyesen o, mejor dicho, a que Loana dispusiera el modo en que fluirían.  Las dos chicas ingresaron detrás de mí, una de ellas portando mi bolso;  a un solo gesto de de Loana (a quien le alcanzó con extender su dedo índice) lo depositó sobre el piso de ladrillos y así ambas jóvenes quedaron también de rodillas y a la espera de nuevas órdenes.
          Tratando de no alzar las cejas eché, como pude, un vistazo en derredor.  No era, por cierto, el lugar más acogedor del mundo.  A la rusticidad de los ladrillos del piso había que agregar el hecho de que la habitación no tenía ventanas y sólo podía apreciarse un gran espejo ocupando una importante porción de una de las paredes: extraño, había que decir.  Pero más extraño aun era ver sobre el piso un recipiente muy semejante a los que se utilizan para dar de comer a los perros y, algo más allá, una especie de palangana plástica, ancha pero de borde bajo…
 

“Éste va a ser tu lugar esta noche – explicó Loana -. Y va a ser mejor que le tomes cariño porque va a ser una noche larga… Hoy vas a empezar  a diagramar la organización del trabajo que tengo que presentar el lunes.  Más te vale que para mañana ya tengas una idea o un esquema porque no tenemos muchos días y, si noto que perdés el tiempo, te puedo asegurar que me voy a enojar mucho pero mucho…”

          Mientras trataba aún de asimilar lo que Loana me decía, pude notar cómo los rostros de las otras chicas habían mutado hacia una expresión de angustia casi idéntica en ambas.  Como si les hubiera leído el pensamiento, Loana se encaró hacia ellas:
          “Ustedes se van a sumar al trabajo mañana – les explicó -, una vez que esta perra idiota nos muestre qué es lo que tiene como para empezar…”
           Empezaba a sentir que hasta el epíteto de perra idiota sonaba generoso para mí ya que mi situación distaba de ser siquiera la de un perro: hasta a los perros se los llama por un nombre… y sin embargo ése no era mi caso.  De todas formas, cierto era que las otras dos jóvenes tampoco parecían tener uno…  Todo eso, indudablemente, formaba parte de un fino pero a la vez intenso proceso de cosificación: era importante que nuestros nombres quedaran lo más relegados que fuera posible… con el tiempo quizás hasta olvidados…
            Una vez más, las deshumanizadas chicas me miraron con esa mezcla de odio y envidia que era habitual en ellas.  Por un momento se me  cruzó por la cabeza la estremecedora idea de que tal vez Loana estuviese pensando en dejarlas allí conmigo durante la noche y un escozor de espanto recorrió toda mi piel.  Por fortuna, el siguiente comentario de la rubia me tranquilizó un poco:
           “Bueno… nosotras nos vamos – dijo, sonriendo y mirando a las jóvenes -.  Ya se acerca la hora de la cena así que dejemos a esta retardada mental haciendo mi trabajito… Y ustedes tienen mucho que hacer bañándome y preparándome la cama”
           Sentí tranquilidad, sí, pero a la vez unos celos lacerantes: ella había hablado de una cena.  ¿Yo no sería entonces parte de la misma?  ¿Y las otras chicas sí?  Además… ¿bañar a Loana? ¿Preparar su cama?  No puedo describir la envidia que sentía y me corroía por dentro.  ¿Sería un derecho de piso que yo estaba pagando por ser mi primera noche allí? ¿O sería que  la familia Batista tenía ciertos rituales y formas de organización que yo aún no lograba entender del todo y necesitaba aún de un tiempo para poder hacerlo.
          “Ah… – se sonrió Loana -.  Pero antes… te vas a dar un baño”
           Me quedé mirándola, seguramente con expresión bastante estúpida.  Entendía lo que me decía, pero no la forma de llevarlo a la práctica en un ambiente carente de toda grifería o elementos que pudiesen servir a los efectos de que alguien pudiera bañarse.  La siguiente orden de Loana me dejó las cosas bastante más claras:
            “Echá tu cuerpo y tu cabeza hacia atrás”
             Aunque ya empezaba a sospechar algo, aún no podía creerlo… Apoyando mi cola sobre mis talones, eché hacia atrás el cuerpo cuanto pude hasta que mi cabeza prácticamente tocó el piso.  Me dolía la posición, por cierto, pero en fin… era lo que se me había ordenado… Loana levantó un poco su vestido y se quitó la bombacha… Y yo entendí todo… El momento de aquel día en el baño del buffet estaba a punto de repetirse… Sencillamente no podía creerlo: mi excitación no cabía en mí…
             Loana, aún parada, ubicó un pie a cada lado de mi cabeza y tuve así por encima de mí la envidiable visión de su sexo y su cola bien apreciables por debajo del corto vestido, el cual, por cierto, llevó aun un poco más hacia arriba haciéndolo deslizar con las yemas de sus dedos.  Y bajó hacia mí: por cada centímetro que se acercaba a mi rostro, yo descendía un kilómetro en el pozo de la indignidad…pero también en el de la excitación.  Prácticamente se sentó sobre mi cara, a la vez que apoyaba sus manos en el suelo… Y empezó a orinar… Tal como ocurriera aquel día su líquido fue recorriendo mi cuerpo, sobre todo de las tetas hacia arriba.  Mi diosa exhaló aire en señal de satisfacción y me ordenó que abriera la boca… Y así lo hice… Y la situación que yo había temido que nunca se repetiría, se dio nuevamente… Su orina me recorrió por dentro y yo sentí que me poseía, que me horadaba mi interior y que derretía mis órganos a su paso… Tragué todo lo que pude; busqué no desperdiciar una gota… Y, extrañamente, rogué que nunca terminara.  Pero, por supuesto, su vejiga en un momento quedó vacía… Loana volvió a ponerse en pie.
            “Supongo que trajiste papel higiénico en ese bolso, ¿no?” – requirió.
              Saliendo de mi incómoda posición, asentí con mi cabeza y avancé en cuatro patas hasta el bolso para darme lo que me pedía.  Una vez que se hubo aseado, yo supuse que lo siguiente sería, como había ocurrido aquel día, introducir el trozo de papel meado dentro de mi boca, pero no… Lo tomó y, sonriendo, lo ofreció a las otras dos chicas, pero claro… sólo había un bollito de papel, lo cual provocó que ambas, como animales, se arrojaran descontroladamente hacia el “manjar” que su diosa les ofrecía.  Una de ambas, de cabello rojizo, logró desplazar a la otra con un violento empellón arrojándola contra el piso de ladrillo… y se quedó con el preciado bocado.  La que había resultado vencida, se incorporó rápidamente apoyándose sobre un codo; su rostro estaba crispado en una expresión de furia y se veía que estaba dispuesta  a saltar sobre la “vencedora” cuando Loana la detuvo con una seca orden:
           “Quieta ahí”
            Mis ojos y mi mente ya no podían con tanta incredulidad.  ¿Cómo se podía ver a dos personas reducidas a tal grado de servilismo?  Y lo peor de todo no ea eso… sino que yo hervía por dentro de los celos que me provocaba que el bollo de papel, esta vez, les hubiera sido entregado a ellas y no a mí…  Loana  se retiró; antes de hacerlo, me recordó que quería ver para la mañana siguiente el borrador con los lineamientos del trabajo y, una vez más, me ordenó que besara el piso acompañando su salida.  Las dos chicas devenidas en esperpentos salieron tras ella y, una desde cada lado, me dieron un violento empellón al hacerlo.  Cuando llegué hasta la puerta, ésta se cerró prácticamente en mis narices y quedé sola en aquel ambiente austero y poco agradable.  Ya nadie había allí para ordenarme que siguiera a cuatro patas y sin embargo, como si me costara dejar tal postura, me desplacé de ese modo contra una de las paredes y me arrebujé, hecha un ovillo.  Estaba sucia… sucia en orina… sucia por fuera y sucia por dentro… en más de un sentido… No me reconocía a mí misma; no podía creer en lo que me había convertido.  Y sin embargo, la presencia de Loana hacía saltar mi corazón en mi pecho y ponía a mil mis hormonas llevando la excitación a los límites de lo misterioso e inexplicable.   Recorrí con mi vista lo poco que tenía a mi alrededor; recién entonces advertí que había en el lugar una mesita con ruedas; no lo había hecho antes porque la había tenido prácticamente a mis espaldas.  No parecía, por su tamaño ni su altura, propicia para que alguien pudiese comer sobre ella, mucho menos trabajar: al menos no el tipo de trabajo que yo tenía que hacer.  Dirigí la vista hacia el bolso; allí estaban los libros… Debería comenzar cuanto antes o me expondría a la ira de Loana… Y ya para esa altura yo no sabía si lo que más me preocupaba era que Loana pudiera traducir su ira en algún castigo difícil de imaginar o que, simplemente, decidiera desecharme y prescindir de mis servicios.  ¿Cuál de las dos opciones era la que yo más temía?
         Dirigí la atención al gran espejo que ocupaba buena parte de la pared opuesta adonde yo me encontraba.  Era una pieza antigua, al parecer, de alta calidad y probablemente preciada antigüedad, lo cual contrastaba de manera chocante con el entorno, rústico y despojado.  Y me vi reflejada… Eso llevó la angustia a nuevos niveles: ese ser despreciable, remoto recuerdo de lo que alguna vez había sido una joven rebosante de dignidad, era yo… En eso me había convertido… Y entendí entonces cuál era la función del espejo: qué mejor modo de que quien allí se hallase tuviera correcta noción de lo bajo que había caído, de la degradada ignominia en que se había convertido… Como yo… que allí me veía reflejada…acollarada como un animal, bañada en el pis de una chica insolente y altanera, a la vez que con cinco tatuajes dispersos a lo largo del cuerpo… ¡Los tatuajes!  ¡Claro!  Ahora podría ver los que no había visto… Me puse en pie y me dirigí ante el espejo… Lo primero que hice fue apartar mi cabello y acercar mi cara al cristal para poder ver en qué consistía el tatuaje del cuello; noté entonces que el collar de perro que Loana me había puesto presentaba una muesca, una especie de hendidura que dejaba libre la zona sobre la que el tatuaje se hallaba.  Eso reafirmaba la alta profesionalidad del tatuador y el porqué de que Loana hubiese acudido a él: se trataba no de una figura sino de una inscripción, una leyenda… pero la misma había sido tatuada con precisión milimétrica y en el exacto lugar como para que el collar no la cubriese en absoluto; ello era indicativo, además, de que el tipo había hecho ya unas cuantas veces ese trabajo para Loana.  Por otra parte el collar estaba tan ajustado que no había forma de desplazarlo lateralmente para cubrir el tatuaje; por cierto, me apretaba mucho el cuello pero yo ya empezaba a acostumbrarme a llevarlo aunque pareciese extraño.  Cuando leí la leyenda, di un respingo y casi caí de espaldas: en primer lugar había que destacar la fabulosa letra que el tatuador había utilizado; parecían runas de estilo antiguo, llenas de bellas fiorituras y detalles que semejaban formas vegetales, pero lo verdaderamente inquietante era lo que las letras decían… y que estaba escrito en perfecto y entendible castellano:
       “PROPIEDAD DE LOANA BATISTA”
        El impacto fue tan fuerte que me sentí empujada hacia atrás, como si alguien me hubiera apartado del espejo de un manotazo.  De un modo casi reflejo llevé una uña hacia el tatuaje y traté de raer su superficie, un acto que ya de antemano sabía inútil pero que me salió casi sin pensar… Es que el hecho de llevar el nombre de Loana sobre mi piel era una impresión muy fuerte, que me erotizaba, me excitaba y me producía una gran satisfacción… Pero a la vez las sensaciones se me cruzaban y entrechocaban: pensaba en lo que sería la vuelta a la facultad… o a mi hogar… en ser vista por mis padres, por Franco, por mis amigas… ¿Cómo iba a explicar la inscripción? ¿Qué diría en mi descargo?
          El impacto producido por la revelación me llevó, como consecuencia lógica, a querer saber qué mostraban los otros tatuajes.  Levanté la pierna y la giré un poco, de modo de dejar al descubierto la zona del muslo que había sido tratada por el tatuador.  Allí se veía la imagen de un escarabajo de color azul verdoso, tan extraordinariamente bello como la mariposa del pie: es decir, otro insecto…
           Me giré y aparté a un lado mis cabellos para ver mi espalda detrás del hombro: allí había otra inscripción.  Las letras no lucían tan delicadas ni artísticas como en el caso de la leyenda anterior y, sin embargo, no dejaban de estar hechas con maestría.  El estilo que se le había dado era casi el de un graffiti, una pintada callejera hecha a las apuradas, dado que las letras se veían como si hubieran sido escritas en aerosol y algo corridas, difuminándose en sus bordes; estaba bien claro que tal efecto era deliberado y ello hablaba una vez más del talento del tatuador.  Se leía allí una sola palabra:
        “PUTA”
 

Cada nuevo descubrimiento mancillaba mi dignidad un poco más…y me quedaba por ver el trabajo realizado sobre mi nalga derecha.  Giré mi cabeza tocando mi hombro con mi mentón, a la vez que sacaba cola en dirección al espejo para hacer más visible el objetivo. Tal como lo había supuesto, era la misma figura que había visto en las nalgas de las otras muchachas: un gran círculo conteniendo una gran orquídea violácea y alrededor un segundo círculo dentro del cual podía leerse, de manera curva y siguiendo el perímetro, la misma inscripción que decía en el tatuaje de mi cuello: “PROPIEDAD DE LOANA BATISTA”.  Algo diferente veíase, sin embargo, en este tatuaje… y ello precisamente era…que no era un tatuaje.  Bastaba la impresión al tacto para darse cuenta de que en realidad mi piel aparecía allí ligeramente hundida y hasta algo chamuscada, lo cual se condecía con el ardor terrible que había sentido en la sala del tatuador.  Más que a un tatuaje, aquella marca se parecía a las que, a hierro caliente, les hacen al ganado en las ancas.  La piel se me erizó: nos marcaban como ganado… y seguramente esa marca me acompañaría de por vida, ya que no se me ocurría forma de ocultarla o removerla.

            En tales cavilaciones me encontraba envuelta cuando se abrió la puerta.  Loana entró al lugar, aunque sólo asomó medio cuerpo, como sin ingresar del todo.  Fue grande mi sorpresa al verla de nuevo allí pero rápidamente me dejé caer sobre mis rodillas, sabiendo de la irreverencia que implicaba el estar de pie en su presencia.  Me asaltó también la preocupación de que aún no había iniciado ni mínimamente el trabajo que tenía que hacer y que ello pudiera ser motivo de sanción o castigo, pero no: Loana no pareció reparar en eso o, simplemente, había venido para otra cosa.  Sin decir palabra alguna arrojó un objeto hacia mí, el cual logré atrapar  en el aire; al abrir las manos para ver de qué se trataba, pude reconoce mi teléfono celular.
             “Sólo llamados o mensajes a papi y mami – dijo en tono burlón -.  Y no más de uno a cada uno en esta noche… Si llamás no hay mensaje… y si mensajeás no hay llamado”
              La diosa rubia no dijo nada más y se retiró.  Yo me quedé mirando mi celular y regresó a mi mente la imagen de Loana manipulándolo durante largo rato en el local de tatuajes.  Fui a ver el buzón de mensajes y no había nada entrante… tampoco saliente, todo había sido eliminado; de algún modo lo preveía.  La mayor sorpresa, no obstante, llegó cuando fui a ver el directorio de mis contactos y me encontré con que… ¡sólo estaban los números de mamá y papá!  ¿Qué había pasado con el resto, Franco incluido?   Ella los había eliminado… Con Franco no había problema; en ese momento hice un poco de memoria y el número me vino completo… Con el resto se complicaba, pero más allá de eso: lo increíble era de qué forma aquella mujer se había apoderado de mis cosas, de mi intimidad: como si ella decidiese cuándo y con quién… al menos durante ese fin de semana…o eso parecía.  Una profunda tristeza se apoderó de mí por los contactos perdidos… En fin, ya los recuperaría.  De momento, tenía que dedicarme a mi trabajo… o mejor dicho al trabajo de Loana que debía presentar el lunes.  A propósito, ¿qué sería de mi propio trabajo?  No había tiempo de pensar en eso ahora… Tenía que poner manos a la obra.
          Rebusqué en el interior del bolso; había allí una  muda de ropa pero ni se me ocurría la idea de vestirme sin haber sido autorizada… y libros, la bibliografía necesaria como para hacer lo que Loana me había ordenado.  Los esparcí por el piso de tal modo de ordenar y clasificar… Y una vez que tuve un esquema armado en la cabeza, comencé a leer…  El cuerpo me ardía en los lugares en que había sido tatuada y me dolía muy especialmente en la nalga que había sido marcada, razón por la cual me costó encontrar una posición más o menos cómoda sobre el piso de ladrillos.   Llevaba unos diez minutos leyendo cuando la puerta se abrió; me sobresalté y, aunque no estaba en falta ya que estaba trabajando con los libros, traté de ubicarme rápidamente sobre mis rodillas.  Sin embargo no era Loana…
          Una mujer que debía tener unos treinta años apareció portando una bandeja colmada de lo que parecían ser medicamentos o utensilios de enfermería.  Ella misma lucía un ambo que era imposible disociar de la imagen de una médica, aunque el corto ambo terminaba en una faldita que, una vez más, no le cubría las nalgas; sólo llegaba a la mitad.  Era una mujer elegante, alta y enormemente atractiva, morocha y de ojos verdes, pero lo que más impactaba eran sus piernas esbeltas, perfectamente torneadas e interminables.
           “Buenas…” – me saludó, con una amplia sonrisa, que bien podía interpretarse como de burla pero que a la vez estaba dotada  de algo maternal, como si le hablara a un chiquillo.
           Saludé asintiendo con la cabeza y creo que algo llegué a balbucear, aunque estaba tan sorprendida por aquella nueva presencia que no recuerdo si realmente dije algo.  Pasó por delante de mí y sus altísimos tacos resonaron con eco en la vacía habitación.  Se dirigió hacia la mesita con ruedas y depositó sus cosas allí; luego se acercó, trayendo el mueble.
          “¿Cómo estamos? – me preguntó, sin dejar de sonreír.  Yo la miré con incomprensión y por esa razón especificó un poco más -.  Los tatuajes – aclaró -.  ¿Arden? ¿Hay dolor?”
           “Un poco” – mentí.  La realidad era que la marca de la cola me ardía y me dolía mucho.
            Siempre con amabilidad pero a la vez con autoridad, me conminó a ponerme de pie.  Observó con detenimiento cada una de las zonas tratadas y se dedicó a pasar una gasa con algún líquido que le roció previamente.  Cuando me hizo girar, se detuvo especialmente sobre la marca de la nalga; alcancé a darme cuenta, mirando por el rabillo del ojo, que cambiaba el frasco del líquido a utilizar.  Me estuvo frotando la zona con delicadeza; sus dedos me acariciaban prácticamente.  Luego volvió su atención a las cosas que tenía sobre la mesita.  Giré ligeramente la cabeza y vi que estaba tomando una jeringa; con ojo de enfermera se dedicaba a pinchar con ella una pequeña ampolla y pasar el contenido de una a la otra.  Me estremecí, obviamente… y me atreví a preguntar algo:
               “¿Qué… es eso?”
              “Es un desinfectante… muy fuerte… vas a recibir tres dosis entre hoy y mañana como para prever cualquier problema… A ver, inclínate y tocate la punta de los pies”
               Acepté su explicación e hice lo que me decía.  Me pinchó la cola; la inyección dolió, pero después de lo que había sufrido al ser marcada sobre la camilla del tatuador, aquel dolor parecía insignificante.
              “Listo – anunció.  Terminó de pincharme y, una vez más, se giró noventa grados hacia la mesita sobre la que tenía sus utensilios.  Depositó la jeringa y tomó unas tijeras.  Esta vez mi estremecimiento fue mayor -.  A ver, arrodíllate”
              Yo estaba conmocionada; mi labio inferior caído: ¿qué vendría ahora?
              “Me dijo Loana que el cabello no deja ver bien dos tatuajes – explicó -.  Así que vamos a tener que cortarlo” – rubricó sus palabras cerrando y haciendo sonar un par de veces las tijeras en el aire.
               En parte el anuncio era un alivio porque, a decir verdad, mi mente había divagado por cualquier lado acerca de sus próximos pasos, pero por otra parte: ¿mi cabello?  Siempre lo había llevado como yo quería y ahora resultaba que una mujer había decidido por mí y enviaba a otra mujer para cumplir con lo que ella, para mí, había dispuesto.  Me arrodillé y la mujer comenzó con su labor.  No lo hacía como una peluquera, por cierto.  Se notaba que no era ésa su especialidad.  Lo suyo debían ser los frasquitos, las gasas y las jeringas; tal vez una enfermera personal de la familia Batista o algo así.  Lo que estaba haciendo ahora era un trabajito adicional que le habían encargado, pero estaba claro que no pertenecía a su área.  No cortó el pelo prolijamente, ni cuidando de que quedara parejo sino que lo hizo prácticamente como si sacara de en medio algo que molestaba: como si se tratase de matitas de pasto que habían crecido entre las juntas de los ladrillos de un muro.  Tomaba los mechones de cabello entre sus dedos y daba rápidos y descuidados tijeretazos en tanto que yo, con la cabeza gacha, veía como mis rizos y bucles se iban acumulando en el piso.
         “Ya está” – dijo; no había demorado ni cinco minutos.
           Levanté la vista hacia el espejo que tenía enfrente y estuve a punto de romper a llorar.  Mi pelo lucía absolutamente desgreñado, corto como el de un varón, pero a la vez desparejo por donde se lo viese.  La mujer se giró una vez más hacia la mesita y se puso a acomodar sus cosas; daba la impresión de haber terminado.  Reparé en ese momento en sus nalgas, ya que la corta falda permitía hacerlo; hay que decir que eran tan perfectas como sus piernas, pero el dato no era ése sino que lucía la misma marca que tenía tanto yo como las otras muchachas: allí estaban los dos círculos concéntricos y la orquídea.  La condición de ella, entonces, era la misma; sin embargo, por alguna razón, parecía habérsele conferido una mayor autoridad y, de hecho, estaba muy lejos de exhibir el nivel de deshumanización que se hacía tan ostensible en las otras chicas; eso era lo que me había hecho dudar sobre si también estaría marcada o no.  Llamaba la atención, particularmente, el hecho de que una mujer diríase mayor hubiera sido también caído bajo el influjo de Loana.  En parte me hacía sentir bien saber que lo mío no había ocurrido por debilidades e indefiniciones propias de una edad de cambios.  Al mirar con más detenimiento en la figura de la nalga noté algo más, algo distinto: la leyenda que corría de forma curva entre los perímetros de ambos círculos concéntricos: lo que allí se leía no era exactamente igual a lo que se leía en mi marca o en las de las chicas; esta vez rezaba… PROPIEDAD DE LA FAMILIA BATISTA.
 


La mujer recogió la bandeja con sus cosas, dio media vuelta y se marchó deseándome buenas noches.  Una vez más me dejé caer al piso; realmente me costaba imaginar la verdadera naturaleza de quienes allí vivían, los dueños de todo aquello.  De hecho, no había visto yo aún a ninguno de ellos.  ¿Viviría Loana con sus padres? ¿Tendría hermanos o sería hija única?  Ese tipo de cosas jamás se habían hablado en la facultad aun cuando tanto se hablara permanentemente sobre ella.  Lo más posible, en realidad, era que fueran cosas nadie supiera…

            Volví a dedicarme a los libros.  Costaba horrores concentrarme en la lectura, pero sabía que por mi bien debía hacerlo.  Habría pasado media hora desde que se retirara la escultural enfermera cuando la puerta se abrió nuevamente y entró una mujerona que era casi la antítesis exacta de la anterior.  Es decir, su físico era también avasallante, pero de un modo radicalmente distinto.  Obesa, debía pesar arriba de ciento cincuenta kilos y parecía que le costara dar cada paso; su rostro lucía tosco, curtido y lleno de marcas.  Llevaba en una mano un balde y en la otra un gran cucharón.  Ni siquiera me dirigió mirada alguna.
              “Así que vos sos la putita nueva – dijo -. Esta Loana… Jeje”
               Cruzó la habitación sin mirarme.  No lucía ninguna pollera corta (por suerte) sino que iba más bien ataviada como alguna comadrona de barrio, una de esas fisgonas que sólo están para rumorear sobre otros mientras barren la vereda.  Su vestido era tan amplio como ella y carecía de elegancia sino que se notaba que era de fajina y estaba bien destinado al trabajo físico y hogareño; lucía incluso un delantal por delante y calzaba unas ojotas, por cierto bastante ruidosas. Se dirigió al lugar en que se hallab el cuenco, ese mismo que yo antes había asociado con un comedero para perros.  Hundió el cucharón en el  sucio balde que llevaba y depositó allí una mezcla repulsiva que, a primera vista, parecía ser una mezcla de alimento en trocitos con algún líquido indefinible, pero se veía terriblemente desagradable.  Una vez hecho eso se giró y se encaminó hacia la puerta.  Pareció como si hubiera adivinado mi cara de asco:
               “Andate acostumbrando porque es lo único que vas a comer mientras estés acá” – me espetó sin mirarme en lo más mínimo.
               Se marchó.  A cuatro patas me dirigí hacia el cuenco y olí.  Puaj… si dije antes que lucía desagradable, no tengo palabras para decir cómo olía.  Estaba obvio que no iba a comer esa noche, pero a la vez me preocupaba que, de ser cierto lo que la mujer había dicho acerca de que no recibiría un alimento diferente durante mi estancia en la finca de los Batista, no sabía cómo iría a hacer para soportar el hambre durante un fin de semana completo.  En ese momento recordé que en el bolso había puesto también un paquete de galletitas dulces… Me sentí tentada de abrirlo pero… la misma incontrolable fuerza me seguía deteniendo… Si Loana había decidido que mi único alimento en esos días sería ese pastiche inmundo del cual el cuenco rebosaba en el suelo, entonces no podía yo en absoluto alterar la dieta… Opté, eso sí, por no comer absolutamente nada, no sin ciertas dudas acerca de si hacía lo correcto…

         Volví a dedicarme a lo mío; las horas fueron pasando.   En algún momento envié un mensaje de texto a mi madre, tratando de que se leyera como de rutina: sólo le decía que estaba en casa de mi amiga y que teníamos mucho trabajo durante toda la noche.  Me contestó bromeando acerca de que se habían terminado los fines de semana de salidas y pura joda; era un chiste, desde ya, pero en el contexto en que yo me hallaba no podía dejar de traerme un deje de amargura el saber que quizás, involuntariamente, había puesto parte de la verdad en esas palabras.  E inmediatamente después me vinieron ganas de enviarle algo a Franco; finalmente no había hablado con él ni establecido contacto alguno, pero… Loana me había dicho que sólo podía comunicarme con mi madre y mi padre, e incluso me había borrado el número; como dije, eso no era problema porque yo lo tenía en mi cabeza, pero la duda y la culpa me carcomían acerca de qué hacer.  Él iba a preocuparse si no tenía ninguna noticia mía en todo el fin de semana; quizás terminaría llamando y eso sería aun peor.  Consideré entonces que lo mejor era enviarle algún mensaje de texto, por escueto que fuese, a los efectos de tranquilizarle de antemano.  Escribí las palabras y marqué los números con culpa, como si sintiera de algún modo inexplicable los ojos escrutadores de Loana sobre mí; echaba, cada tanto, fugaces vistazos hacia la puerta temiendo que se fuera a abrir de un momento a otro, pero por fortuna no ocurrió.  Cuando envió el mensaje me salió como no entregado, ante lo cual temí alguna mano de Loana en el asunto; no tenía mucho sentido, pero yo estaba asustada y superada por demás.  Tampoco podía ser que no hubiera señal pues el mensaje a mi madre había salido perfectamente.  Volví a insitir y esta vez salió: en el mensaje le aclaré que sería imposible vernos ese fin de semana por el tema del trabajo par a la facultad que teníamos que hacer con unas amigas; cuando, al cabo de unos minutos, me contestó, sólo lo hizo con un seco “ok”… ¿Se habría ofendido?  ¿O dudaría sobre mí?  De cualquier modo, no teníamos título oficial de novios y su derecho a reclamos sobre mí eran bastante relativos.
        Sería medianoche cuando la puerta volvió a abrirse…  Esta vez se asomó por el vano el rostro de una muchacha adolescente rubia y de ojos marrones, muy semejante a Loana, pero con unos tres o cuatro años menos.  Supuse que podría ser la hermana.
 

“Acá está la nueva que trajo mi hermana – dijo, girando la cabeza y hablando, aparentemente, para alguien que permanecía fuera.  Sus siguientes palabras terminaron de confirmar tal sospecha– Querés verla?”

           Entró al lugar con aire despreocupado; me miraba pero sin hacer ademán alguno de saludarme.  Tenía el mismo aire arrogante de Loana aunque a la vez era más hiperkinética y alocada… O sea, era adolescente… Sus rasgos, verdaderamente, hacían recordar mucho a los de su hermana pero, aunque atractiva, no era tan bonita.  Se advertía, sí, una tendencia a copiar vestuario de Loana ya que lucía un vestidito corto de estilo semejante a los que ella solía usar.  O bien, como suele ocurrir entre hermanas, se prestarían la ropa cada tanto.  En ese momento pude ver, sobre su muslo, el tatuaje de la orquídea, lo cual me provocó no sólo una violenta sacudida interna sino también un indecible sentimiento de inferioridad.  Bajé la vista un poco, casi instintivamente… y al hacerlo, me encontré, tal como esperaba, con la figura del escorpión sobre el empeine del pie…  Otra chica entró al lugar detrás de ella; una morocha, también adolescente… no se parecía en nada ni a Loana ni a la chica que ingresara antes y ello me dio la pauta de que casi con seguridad no fuera parte de la familia Batista.
             “Ah… no es tan linda  – dijo la segunda muchacha en tono de decepción y fue como si hubieran asestado una nueva puñalada a mi dignidad.  Una chiquilla maleducada y, por cierto, no demasiado atractiva, se atrevía a evaluarme y emitir dictamen – Vamos, Eli, ya van a llegar las demás chicas”
             “Esperá… – la detuvo la rubiecita -.  Ya estoy”
             “¿Qué pasa?” – preguntó la otra con tono de fastidio.
            “Hago pis y voy, ¿sí? Andá si querés… ya te alcanzo”
             “Uh, bueno… siempre lo mismo – se quejó la otra -.  ¡Qué meona que sos eh! -.  No se marchó sino que se cruzó de brazos y se apoyó contra la pared, junto a la puerta – ¿Y tu hermana te deja usarla?”
             “A mí mi hermana me presta todo” – contestó la aludida y pude advertir en sus ojitos un destello de maliciosa picardía, a la vez que su boca se sonreía y deslizaba la lengua por sobre el labio inferior.
               Yo cada vez podía creer menos lo que estaba ocurriendo.  Honestamente se me hacía difícil imaginar cuál sería el límite o hasta dónde iría a llegar todo eso.  Lo que más me irritaba era que hablaban sobre mí con la misma naturalidad que si lo hicieran sobre un objeto, un vestido a prestarse entre hermanas, como se me había ocurrido un momento antes.   Creo que hasta esa analogía resultaba generosa porque no se me ocurría que orinasen sobre sus ropas.  Yo no contaba para nada.  Era lo más bajo, un ser despreciable cuya voluntad no sólo no importaba, sino que ni siquiera existía.  La rubiecita deslizó sus bragas hasta quitárselas, subió el vestido con las yemas de los dedos en un gesto que inevitablemente remitía a su hermana y se acercó hacia mí decidida, al tiempo que me ordenaba echar la cabeza hacia atrás.  Resignada y vencida, adopté una vez más la posición que antes había adoptado para Loana, es decir rodillas en el piso, espalda arqueada hacia atrás, cola sobre los talones y cabeza tocando prácticamente el suelo.  Hiperkinética como era, la chiquilla se sentó sobre mí sin ninguna delicadeza y, de hecho, casi me asfixió… Y sin complejo ni miramiento meó encima de mí… Si algo le faltaba a mi dañada dignidad era ser orinada por una adolescente.  Esperaba yo la orden de abrir la boca pero no me la dio…  Cuando hubo finalizado, se puso en pie, advirtió junto a mi bolso el rollo de papel higiénico y se aseó.  Se giró, mirándome con una amplia sonrisa.  Me vi venir el ritual de introducirme el bollo de papel en la boca y, por cierto, esta vez yo no tenía “competencia”… Qué molesto es para mí tener que admitir que estaba excitada… y mojada…. Pero la chiquilla no repitió el acto de su hermana; su amiga la estaba apurando desde la puerta y no sé si por eso o simplemente porque así se le ocurrió, me arrojó el bollito de papel a la cara; el mismo impactó sobre mi nariz, dio un par de vueltas sobre el piso y allí quedó…
           “¿Vos no querés hacer pipí…? – le preguntó a su amiga.  Un hormigueo helado me recorrió el cuerpo.
            “No… – desdeño la chica y yo, en cierta forma, “respiré” -. Vamos de una vez, Eli”
             Y en efecto, las dos se marcharon… Eli lo hizo casi saltando, con la misma vitalidad adolescente que desplegó en todo momento mientras estuvo allí…
           Volví a quedar sola en el lugar; sentía lástima y vergüenza por mí misma.  ¿Qué dirían mis antiguas amistades del colegio si me vieran en tal condición?  ¿Qué dirían mis padres?  Yo no podía reconocerme a mí misma; había aflorado una Luciana Verón absolutamente desconocida para mí, que ni siquiera tenía nombre, tal como el monstruo creado por el doctor Frankenstein en aquella novela que nos habían hecho leer en el colegio.  Pero, a diferencia de la criatura del libro, a mí sí me daban algunos nombres: me llamaban “estúpida”, “imbécil”, “putita”… Habría que ver qué hubiera ocurrido con el monstruo si el doctor Frankenstein se hubiera dedicado a ponerlo en su lugar desde un principio con epítetos tan descalificadores y degradantes; quizás hubiera permanecido servil y sumiso, sin generar problemas…
             La puerta volvió a abrirse; la cosa ya era agotadora.  ¿Quién venía ahora?  ¿Era posible que el lugar que me habían destinado para pasar mi primera noche en la finca de los Batista fuera escenario del permanente desfile de gente que venía a humillarme?  Yo tenía que hacer la base del trabajo de Loana para la facultad.  ¿Cómo esperaban que lo hiciese entre tantas interrupciones?  Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando comprobé que quien ingresaba era… justamente Loana…
             Me sacudí.  Ella me encontraba sin trabajar; y ya no había tiempo para  disimular tomando los libros.  Opté más bien por lo primordial, que era mostrarme arrodillada como correspondía.  Noté algo distinto en el semblante y el caminar de la espléndida rubia.  Su rostro, aunque tan imperturbable como siempre, parecía lucir algo más iracundo, aun cuando nunca se dejaba de verla serena ante las distintas situaciones.  Noté que en su mano derecha llevaba una fusta color crema (un detalle increíble que combinaba con el color del vestido que en ese momento tenía puesto).  Por detrás de ella ingresaron a cuatro patas los dos decadentes esperpentos de antes y noté que lucían divertidas, como sonriendo con malicia.
               Sin mediar palabra, Loana me tomó por las pocas mechas de cabello que me habían quedado y me arrastró prácticamente por el piso de ladrillo hasta llegar a la mesita rodante.  Me levantó en vilo y arrojó mi cuerpo sobre la misma, quedando yo con el estómago apoyado sobre la mesa y el cuerpo doblado, expuesta mi cola.  Un fustazo lacerante silbó en el aire y se estrelló con dureza contra mi nalga derecha: no pude evitar dejar escapar un gritito de dolor.
             “Parece que no entendés… ¿no, taradita? ¿eh?” – pronunciaba las palabras como entre dientes; se notaba que estaba claramente encolerizada y, cada vez que hacía una pausa, un nuevo fustazo caía sobre mis nalgas.  Yo realmente no entendía a qué iba el asunto; daba la impresión de estar siendo castigada pero no llegaba a entender por qué.  Las dos chicas que hacían de séquito a la rubia se ubicaron, siempre a cuatro patas, una a cada lado de la mesa… y aunque el dolor no me permitía estar mucho tiempo con los ojos abiertos, llegué a ver que me miraban con amplias sonrisas y ojos emponzoñados con el sabor de alguna venganza.  Muy hacendosamente, contribuyeron al trabajo de Loana tomándome por las muñecas, una desde cada lado… y así disminuir mi movilidad al momento de recibir los golpes.
                “¿Qué te dije sobre el uso del celular? – vociferaba Loana sin dejar de hacer caer la fusta – ¿A quiénes te dije que podías llamar o enviar mensajes?”
              Y allí entendí todo… Estaba siendo duramente castigada por no haber cumplido con la prescripción que ella me había impuesto al momento de devolverme el celular.  Es decir, que estaba siendo castigada por el mensaje enviado a Franco.  Lo que no podía entender era cómo diablos se había enterado…  Sentí mucha vergüenza por mi desobediencia… La fusta castigó sin piedad mi nalga derecha tantas veces como luego lo hizo con la izquierda y así repitió el mismo procedimiento un par de veces.
             “¿Así me pagás, puta de mierda? – aullaba, encendida en furia -.  Me porto bien con vos, te dejo el teléfono para que puedas comunicarte con tus padres y me pagás usándolo para enviar mensajes a gente a quien yo no autoricé… Si no conocés lo que es la obediencia, yo te lo voy a enseñar”
            Y el castigo continuó, impiadoso… Si mi cola ya dolía por la marca recibida en la nalga, no necesito decir cómo estaba ahora… Por fin Loana cesó con los golpes y, sin decir palabra, giró sobre sus talones, cosa que no vi por la posición en que me hallaba, pero que pude adivinar.  Las dos muchachas que me sostenían acercaron sus rostros sonrientes al mío con el único y claro objetivo de que yo viera cuánto estaban gozando.  Luego me soltaron y se fueron tras Loana… Rendida y sin fuerzas, caí hacia el piso y allí quedé, abatida…
             “Y más te vale que tengas para mañana eso que te pedí” – espetó Loana desde la puerta, justo en el momento de cerrarla.

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