A FÁBRICA 25

“Bueno, vas a decirnos ahora qué es lo que pasó” – me urgió en tono imperativo Evelyn, deteniendo el auto junto a la acera.

No había estacionado en ningún sitio en particular ni tampoco era que hubiésemos llegado a destino alguno. Si aparcó el vehículo, fue simplemente porque consideró que ya era momento de exigirme una explicación de lo ocurrido; tanto ella como su amiga se giraron hacia mí con expresión expectante en sus rostros.

“B… bueno… – tartamudeé -; v… verá, s… señorita Evelyn: el s… sereno…”

“¿El nuevo?” – inquirió Evelyn, abriendo enormes los ojos.

“S… sí, seño… rita Ev… elyn; el nuevo”

“¿Vas a decirme que también intentó violarte?” – indagó, con el ceño fruncido.

“¿O directamente lo hizo?” – terció Rocío.

“N… no, en realidad no…”

“¿Entonces…?” – preguntó otra vez la rubia.

Me sentí muy tonta: no sabía cómo explicar los hechos sin mencionar que había perdido el consolador… o, mejor dicho, que yo misma me lo había quitado para luego perderlo. Por otra parte, no podía acusar al sereno de haberse propasado conmigo porque no tenía fundamento alguno para hacerlo; tan sólo había habido algunas palabras soeces de su parte, pero nada más. Me quedé en silencio, sin saber qué decir.

“¿Te violó o no?” – insistió Evelyn, con un histriónico gesto de hartazgo.

Negué con la cabeza.

“¿Lo intentó?”

La colorada había suavizado el tono, pero estaba claro que lo hacía irónicamente.

“N… no – balbuceé -. C… creo que no lo hizo…”

“¿Creo?” – aulló Evelyn, alzando las palmas de sus manos y revoleando la vista hacia algún lugar indefinido.

“Es estúpida, Eve, te lo dije: no le da” – apuntó ponzoñosamente Rocío, tocándose la sien.

“Ahora, a ver, pongamos las cosas en orden – dijo Evelyn, juntando ambas manos delante de su boca -. ¿Q… qué pasó realmente? ¿Tuvo algo que ver Daniel?”

Me sobresalté. Había especulado con que, en el jaleo, ninguna de las dos hubiera notado la presencia de mi esposo al otro lado de la calle, pero al parecer no había sido así. Con ojos turbados, miré a Evelyn.

“Lo vi dentro del auto, a la salida de la fábrica – agregó la colorada, arrojando algo más de luz -. Fue él, ¿verdad? ¿Qué te hizo? Decímelo ya porque ese pelotudo no me cae bien y es hora de ponerle límites”

“Se casó con esta estúpida, ¿qué querés? – volvió a intervenir, siempre venenosa, Rocío -. ¿Cómo esperar que no sea un pelotudo?”

Con todo el odio que me despertaban las palabras de Rocío, algo extraño me ocurría cuando ella hablaba: cada vez que me llamaba “estúpida”, sentía que me humedecía. Y me detestaba por eso: encontrar excitación en los insultos de una chiquilla insolente como ésa era de lo más decadente que me podía llegar a ocurrir. Al igual que tantas otras veces, intenté alejar de mí tales sensaciones pervertidas. Evelyn, en tanto, seguía a la espera de mi respuesta: le urgía saber si Daniel había tenido algo que ver en el asunto. Yo tenía que elegir, definitivamente, un camino alternativo para narrar los hechos: contar parte de la verdad, pero no toda, ya que, por todo y por todo, debía evitar cualquier mención que les hiciese acordar del consolador que me habían instalado en el culo y que, en ese momento, estaba ausente…. Ellas debían saber que yo me lo había quitado.

“Bueno… – dije, luego de una prolongada pausa -. Èl… no entiende que yo ya no quiero estar con él, señorita Evelyn. Se… apostó en la puerta de la fábrica y cuando salí intentó cargarme por la fuerza”

Evelyn torció la boca en una mueca pensativa mientras asentía varias veces; girando la vista hacia adelante, volvió a poner el motor en marcha.

“No me gusta que te ande cerca – espetó secamente, con la mirada en el camino -. Ese tipo es un psicópata peligroso. Ya mismo deberías denunciar acoso de su parte y pedir que le asignen un perímetro pues está demostrado que es un riesgo para tu integridad”

Sonaba extraño y paradojal el oír a Evelyn hablar de psicópatas luego del trato que tanto ella como su amiga me brindaban. Pero más allá de ello, la idea de ir a parar nuevamente a un ámbito policial o judicial no me agradaba en absoluto. Ya bastante había tenido con que mi vida se volviera terriblemente pública luego del episodio de “rapto” por parte de Milo y, francamente, no quería volver a pasar por lo mismo.

“S… señorita Evelyn, no… me parece que eso sea necesario – objeté, tímidamente -; Daniel puede estar algo obsesionado conmigo y… es obvio que no se resigna a perderme, pero… es inofensivo y…”

“Creo que no estás entendiendo nada – me cortó Rocío, quien, con el antebrazo apoyado en el respaldo de su butaca y la cabeza girada, me seguía mirando -: Evelyn no te está sugiriendo que hagas nada como tampoco te está pidiendo opinión al respecto. Simplemente te está diciendo qué es lo que tenés que hacer. Una sola opción, linda: cerrar la boquita y obedecer”

“Gracias por oficiar como traductora – dijo Evelyn jocosamente y soltando una risita -. Es tal como Ro te lo dice, nadita: de hecho, ahora mismo estamos yendo para la comisaría a dejar asentada una exposición civil. Y para el lunes a más tardar, ya tendrás que hacer hecho una denuncia penal”

Tragué saliva y abrí enormes los ojos; di un respingo. ¿Estábamos yendo hacia la comisaría? ¿Esa misma dependencia en la cual había tenido yo que pasar una noche y a la que había tenido que regresar luego para la ronda de presos? La sola idea me espantaba y una indecible vergüenza me carcomía por dentro, pues no sería de extrañar que me encontrara nuevamente con muchos ante los cuales yo había estado en aquel fatídico día desnuda y revelando intimidades. Era un absoluto bochorno y una humillación tener que volver a pasar ante ellos por una situación semejante: sólo rogaba que, al menos, no estuvieran en ese turno. Evelyn clavó el freno; miré hacia afuera y descubrí que, en efecto, estábamos ante el edificio de aquella misma dependencia policial. Sentí el corazón encogérseme en mi interior. Tuve un espasmo de terror e incluso clavé mis uñas al asiento trasero del auto, como resistiéndome ante la idea de bajar del mismo.

“Vamos, nadita” – me instó Evelyn al tiempo que abría la puerta para descender del vehículo.

Rocío, por su parte, no dio señales de planear bajarse del auto; sólo seguía mirándome sonriente. Tal actitud de su parte me produjo aún más espanto, tanto que, maquinalmente, me arrebujé en el asiento como queriendo desaparecer dentro. Porque por muy denigrante que se avizorara la perspectiva de entrar a la comisaría vestida como estaba, era, dentro de todo, una buena noticia el que Evelyn lo hiciera conmigo; sonaba a locura, pero tenía una explicación: si ella se mantenía a mi lado, podía yo especular con que no llegara a notar que yo no llevaba el consolador inserto en mi trasero. Pero sí Rocío se quedaba en el auto, mi retaguardia quedaría expuesta a sus escrutadores ojos en cuanto yo descendiera del mismo. Y ello implicaba el serio riesgo de que notara la ausencia. Volví a echar una aprehensiva mirada hacia la comisaría

“Vamos, dije” – insistió Evelyn, imperativa, mientras abría violentamente y con fastidio la puerta trasera.

Me encogí como un pollito, pero sabía que ya no me quedaba más que obedecer. Recorrimos con Evelyn los metros que nos separaban de la entrada del edificio con ella llevándome (innecesariamente) por el brazo. Yo renqueaba y, por momentos, trastabillaba, puesto que llevaba un solo zapato y sentí, como no podía ser de otra manera, una hambrienta jungla de ojos clavarse sobre mí: efectivos policiales, transeúntes del lugar u ocasionales denunciantes que visitaban la comisaría, todos y cada uno me devoraban con la vista. ¿Cómo no iban a hacerlo siendo que yo llevaba puesta una brevísima falda que ni siquiera terminaba de cubrir mi trasero? ¿Qué estarían pensando de mí? ¿Qué era una puta? ¿Alguna prostituta que llegaba para denunciar alguna agresión física? Una vez más, volví a sentir una extraña fascinación con la idea, que rayaba en la excitación. Y, una vez más, sacudí mi cabeza como intentando alejar tales perversiones de mi mente enferma. Pero más allá de los mirones, los que más me inquietaban eran los ojos de Rocío, a los cuales no podía ver por tenerlos a mis espaldas, pero sin problemas podía adivinarlos siguiéndome mi marcha. Al subir los pocos escalones que ascendían hacia la entrada flanqueada por dos banderas, el pulso se me aceleró ya que, en ese momento, me pareció del todo imposible que la detestable rubia no se estuviese anoticiando de la importante ausencia en mi cola, pues el ángulo para ella era inmejorable. Abrigué como única y posible esperanza que la putita estuviese distraída o atenta a otra cosa, aunque, conociéndola, me resultaba poco probable que se fuera a perder el espectáculo de mi humillación pública.

Una vez dentro de la comisaría y como era de esperar, las miradas siguieron clavadas en mí. Una señora mayor que esperaba por algún trámite o denuncia me miró y desvió la vista con expresión de asco. Los oficiales de servicio en la seccional, como no podía ser de otro modo, me taladraron con la vista y, para mi desgracia, reconocí en ellos a varios de los de aquella noche e, incluso, a la mujer policía, quien se acomodó los lentes con un gesto que revelaba incredulidad. Es que mi atuendo, desde ya, no podía generar otra cosa, y el verme de nuevo allí, tampoco.

Evelyn fue hasta la ventanilla de entrada y expuso mi caso ante el oficial que la atendió. No me dejó hablar palabra, al menos no hasta ese momento; se comportaba como si yo fuera su propiedad… o su juguete. Avergonzada, yo no pude hacer otra cosa más que dejarla hablar por mí y bajar la vista hacia el piso, más aún en la medida en que los uniformados, haciéndose los distraídos, fueron cambiando posiciones y ubicándose a mis espaldas para, claro, verme desde atrás. Mecánicamente crucé las manos a mi espalda para cubrirme, al menos lo más que pude.

Luego de que Evelyn explicara mi caso, esa misma mujer policía a la que yo había visto aquella noche nos guió hasta una oficina, en la cual, según nos dijo, radicaría yo mi exposición civil. Durante el camino giró la cabeza un par de veces para dirigirme miradas en las que me pareció descubrir un deje de diversión. Evelyn no se desprendió de mí en ningún momento y se diría que daba por sentado que entraríamos juntas a la oficina; nadie, por cierto, le preguntó sobre su parentesco o relación conmigo: ella se movía tan naturalmente junto a mí que cualquiera que nos viese debía dar por sentado que teníamos algún tipo de vínculo. Una vez que ingresamos, nos hallamos ante un uniformado que, tras su escritorio, parecía estar escribiendo un informe; lo hacía sólo con dos dedos y de forma torpe y lenta: no parecía tener idea de lo que es el sistema pandactilar. Cuando levantó la vista hacia nosotras, dio un respingo, y en ese momento lo reconocí: era el mismo que me había tomado declaración la noche del “rapto”. ¡Dios! ¿Acaso esa gente trabajaba allí dentro las veinticuatro horas del día?

“Epa… – dijo, echando la cabeza hacia atrás con sorpresa -¿Otra vez por acá? Déjeme recordar su nombre – se tomó el puente de la nariz con dos dedos y cerró los ojos en actitud pensativa -. Hmm… ¿Melisa?”

Ni parecido. Negué con la cabeza.

“Soledad…” – dije.

“¡Soledad! ¡Eso es! ¿Y qué hay esta vez? ¿Un nuevo intento de rapto?”

Tanto en su tono como en sus palabras, detecté un deje irónico que me molestó profundamente. Estaba por empezar a contestar, pero Evelyn se me adelantó. Esperé que el oficial la frenara en algún momento ya que era yo quien debía hacer la exposición, pero nada de eso ocurrió: muy por el contrario, escuchó con toda atención cada detalle que la colorada le narró. Ella, de todos modos, no hizo, por suerte, mención alguna a las partes de la historia que, obviamente, desconocía: no mencionó, por ejemplo, al sereno y sí hizo, en cambio, referencia algo exagerada a permanentes y reiteradas molestias de Daniel hacia mí en la puerta de la fábrica. El oficial, luego de un buen rato sin hacerlo, giró hacia mí la vista y me preguntó si Daniel era mi esposo, mi ex esposo o qué. Aturdida y superada por la situación, no supe qué responder y, desde luego, mi silencio dio el pie justo para que, una vez más, Evelyn tomara mi voz:

“Oficialmente siguen casados – explicó, con un gesto despectivo -, pero ella ya no vive con él, justamente por este tipo de situaciones”

“Ah, entiendo – asintió el hombre -. ¿Y en dónde está viviendo, Soledad?”

Titubeé; estuve a punto de decir que me estaba alojando en la casa de mi jefe, pero que tampoco era en realidad mi jefe, lo cual, claro, sólo generaría más confusión y, en consecuencia, arrojaría más dudas sobre mí. Por primera vez en toda la indagatoria, sentí alivio cuando noté que Evelyn comenzaba a responder por mí, pero el alivio sólo me duró hasta que asimilé su respuesta:

“Vive conmigo”

La respuesta sorprendió al oficial, en tanto que a mí, directamente, me petrificó. El hombre nos miró alternadamente a una y otra.

“¿Ustedes dos son…?” – comenzó a preguntar.

“No. Soy su mejor amiga” – le cortó Evelyn con sequedad.

“Claro, claro, entiendo, perdón… Bien, pues verá – dirigió la vista hacia mí – yo recomendaría radicar en juzgado una denuncia contra su esposo por acoso, pero, además, que se deje constancia de la actual situación conyugal ya que, no habiendo separación, el acoso es más difícil de demostrar: piensen que tan solo se trata de un marido yendo a buscar a su esposa a la salida del trabajo. No habría allí nada anormal para un juez, a menos que, claro, exista maltrato o violencia física…”

“Pero la hubo” – le refrendó Evelyn.

“Sí, usted habló de un forcejeo; no sé si eso convencerá a un juez para dictar un perímetro de acercamiento a su esposo. Si estuvieran al menos separados legalmente, sería todo más fácil”

“Entiendo, oficial – asintió Evelyn -. Nadita… Soledad estará legalmente separada el lunes”

Di un salto en mi silla y giré incrédula la vista hacia Evelyn. ¿Era posible que también se estuviera atribuyendo el poder de decidir sobre mi situación conyugal? La cosa se ponía cada vez espesa e inaceptable y, sin embargo, nada parecía detener a Evelyn en su propósito de apoderarse de mi vida por completo.

“Mejor así – dijo el hombre -; por otra parte, si… como usted, la señorita… hmm… Soledad Moreitz está, de momento, viviendo en domicilio, eso podría ser visto como abandono de hogar por parte de uno de los cónyuges y jugarle en contra en un futuro juicio por divorcio”

“¿Qué sería lo peor que podría pasar?” – preguntó, Evelyn encogiéndose de hombros.

Yo no podía salir de mi asombro. En ese momento, ella era mi abogada, mi madre y mi propietaria. Se permitía hablar con un tercero sobre mi futuro como si yo no estuviese allí.

“Bueno, económicamente podría irle muy mal en cuanto a los bienes gananciales” – explicó el oficial, quien por momentos parecía un letrado en leyes o, cuando menos, buscaba impresionar sonando como tal; no cuadraba con su uniforme.

“Bienes gananciales… – repitió Evelyn, acariciándose el mentón y dibujándosele una leve sonrisa en los labios -. En ese sentido no se preocupe, oficial: fue un matrimonio muy corto, je. No llegaron a acumular tantos bienes”

“Entiendo. Y tiene usted razón – convino el hombre -, pero de todas formas a lo que iba es a que para una mejor defensa de la señorita… o señora Soledad – cabeceó en dirección a mí al momento de mencionarme y me sentí como un absoluto objeto -, sería importante que, para estar prevenidas ante lo que él o su abogado pudieran argumentar, se haga al menos constar la situación de violencia física”

Evelyn se hamacó en su silla, dubitativa.

“Pero… tal como le dije, no hubo más que forcejeos – explicó -; en este caso, la violencia fue en su mayor parte psicológica”

“Correcto. Pero como usted imaginará, ésos son conceptos difíciles de demostrar en los hechos”

Definitivamente yo no entendía adónde quería llegar el hombre con todo eso y me dio la impresión que Evelyn tampoco, pues lo miraba con el entrecejo fruncido y arrugado el rostro en un gesto de confusión. Negó con la cabeza.

“No entiendo el punto” – dijo, finalmente.

“El punto es que necesitamos revisar bien a Soledad para ver si hay marcas que demuestren violencia física en su cuerpo”

Di un nuevo respingo en mi silla y se me cayó la mandíbula. El hombre, ahora, tenía decididamente su vista clavada sobre mí y en sus ojos podía yo captar un brillo maligno.

“¿Revisarme?” – exclamé airadamente y casi poniéndome en pie, en lo que fue mi primera intervención de importancia desde que entrara en la comisaría.

“¿Para qué revisarla? – terció Evelyn, mientras apoyaba una mano sobre mi brazo para instarme a mantenerme con mi culo en la silla -. Oficial, por mucho que lo hagan, no van a encontrarle nada”

“¿Usted lo sabe? – repuso el hombre -. ¿Cree en todo lo que ella le dice? – me señaló con un dedo índice -. No se olvide, señorita… Evelyn, que la mayoría de las mujeres golpeadas buscan ocultar la situación y protegen a los maridos golpeadores”

Me sacudí en mi silla. Ahora el tipo no sólo la jugaba de abogado sino también de asistente social: el planteo era, a todas luces, absurdo: Daniel jamás me había golpeado, no al menos por cuenta propia y, en todo caso, quien sí lo había hecho era su madre con la anuencia de él, que se había convertido en cómplice pasivo de tal violencia.

“Mírela – dijo el oficial, volviendo a señalarme casi despectivamente -; sin un zapato, con una falda deshilachada: piensen que allí tienen un buen punto en caso de querer acusarlo por violencia. Pero si hay marcas en el cuerpo eso sería tanto mejor”

Los ojos le brillaron perversamente al pronunciar esa última frase. Nuevamente, me removí en mi silla y tuve el impulso de echar a correr de allí, pero Evelyn, una vez más, leyó mi pensamiento y me sostuvo por el brazo en gesto tranquilizador.

“No las hay” – objeté, airadamente.

Evelyn se giró hacia mí y se apoyó un dedo índice sobre los labios en señal de silencio.

“No las hay” – repitió, no obstante, sin cambiar ni agregar palabra alguna a lo que yo acaba de decir.

“Necesitamos comprobarlo” – insistió él.

“No – objetó, ásperamente, Evelyn -; no voy a permitirlo”

¡Permitirlo! ¡Dios! ¿Hasta qué punto seguiría esa perversa mujer apropiándose de mí? Era increíble, pero hasta cuando parecía defenderme lograba marcar territorio además de, claro, humillarme. Por otra parte, me pareció descubrir súbitamente algo diferente en el talante de Evelyn; aun cuando sonaba segura y firme como era habitual en ella, me parecía esta vez percibir un cierto nerviosismo por debajo de la imagen que pretendía dar. ¡Y recién entonces recalé en el motivo! Casi me golpeé la frente al darme cuenta. ¡Claro! ¡Evelyn no quería que me revisaran porque eso significaría tener que dar explicaciones por el consolador dentro de mi cola, que era donde ella creía que estaba!

“Aquí no se trata de permitir o no permitir, señorita Evelyn – le refrendó el oficial, cada vez más envalentonado -; usted ha traído una víctima de abuso a una dependencia policial. Es nuestro deber, como servidores públicos, no dejarla ir sin comprobar fehacientemente los reales alcances de ese abuso”

Los músculos se me tensaban por la ira. Ese maldito hijo de puta sólo quería desnudarme.

“¿Está obligándonos entonces? – le recriminó Evelyn, recelosa y alzando una ceja.

“Hmmm, si lo quiere tomar así, sí, pero véalo simplemente como que estamos cumpliendo con nuestro deber”

El tono del sujeto era de disculpa pero con una fuerte carga de burla. El rostro de la Evelyn se estaba trasfigurando a ojos vista; torcía la boca en una mueca de desconfianza y hasta me pareció detectar algún temblor en sus mejillas, que disimuló muy bien.

“Será sólo un momento” – insistió el oficial, notando las dudas de Evelyn.

“Está bien… – dijo ella, después de cavilar durante algún rato -. Pero le rogaría que antes nos dejaran un minuto a solas”

“No hay problema alguno – concedió el hombre, al tiempo que me extendía la exposición civil para que estampara la firma -. Ya mismo iré a llevar esto, así que siéntanse libres de hablar en esta misma oficina si así lo desean”

Firmé, tal como se me exigía, y tuve la sensación de que, por primera vez, s se solicitaba mi conformidad en algo que tenía que ver conmigo; todo lo demás en relación a mí había sido decidido entre ellos dos., tanto que hasta me resultó extraño que tuviera que firmar yo y no Evelyn. Apenas el tipo salió de la oficina llevándose mi exposición firmada, la colorada se giró hacia mí, encendida en furia.

“Parate” – me ordenó, bruscamente.

“¿C… cómo?”

“Que te pares, pelotuda. Tengo que sacarte ya mismo eso de adentro del culo”

Un escalofrío me recorrió la espalda; venía ocultando lo ocurrido con el consolador pero ahora llegaba la hora de la verdad: ya no podía seguir sin mencionarlo.

“S… señorita Ev… elyn…” – comencé a balbucear.

“¡Te dije que te pares, putita de mierda! – insistió Evelyn, entre dientes y con la cara desencajada -. ¿Cuál es la parte que no se entiende?”

Me estrelló una bofetada en el rostro que me hizo gritar y hasta estuve a punto de caer de mi silla. Dolorida, me llevé la mano a la mejilla y traté, como pude, de sobreponerme al momento para hablar:

“S… señorita Evelyn… – dije, con voz lastimera -; es que… ya no tengo el consolador”

Si sus ojos estaban antes vidriosos por la ira, ahora directamente lucían rojos y quebradizos.

“¨P… pero… ¿qué… estás diciendo?” – bramó; amagó a ponerse de pie pero no lo hizo; sólo se incorporó un poco sobre la silla.

“L… lo siento, s… señorita Evelyn; es que… yo… me lo quité”

Una nueva bofetada se estrelló en mi rostro. En ese momento, mi conmoción era tal que no me di cuenta de que pude, al menos, haber dicho que lo había perdido durante el forcejeo en la acera… o que Daniel, enfurecido al descubrirlo, me lo había quitado. Pero no… ya era tarde y yo acababa de admitir que había sido yo misma quien había extraído el objeto de mi retaguardia.

“¿Con autorización de quién?” – vociferó Evelyn, al tiempo que me propinaba una tercera bofetada.

“L… le repito q… que lo siento, señorita Evelyn. Juro que… pensaba colocármelo de nuevo…”

“¿Pensabas? – nueva bofetada -. ¿Pensabas? – otra, en sentido inverso -. ¿Y desde cuándo pensás, putita de mierda? ¡Rocío siempre me dice que sos una estúpida y tiene toda la razón del mundo! – a mi pesar, me humedecí ante ese comentario -. ¡No, nadita, no! ¡Estás muy equivocada, idiota! Acá las únicas que piensan son las que tienen cerebro, ¿no lo sabés? ¡Yo pienso! ¡Rocío piensa! ¡Todas las otras chicas de la fábrica piensan! Pero vos no, ¿entendés? ¿Entendés?”

Remató sus palabras tomándome por los cabellos y sacudiendo mi cabeza hacia arriba y hacia abajo varias veces de modo frenético. Cuando dejó de hacerlo, tenía su rostro prácticamente apoyado contra el mío y su expresión era la esencia misma de la ira.

“Ya vamos a hablar con Rocío en cuanto lleguemos al auto – me espetó y pude sentir las gotitas de ponzoñosa saliva estrellándose contra mi rostro -, pero ya te puedo ir adelantando que hasta acá llegaste. Olvidate del evento del fin de semana y el lunes Di Leo sabrá de tu embarazo”

El terror me invadió a tal punto que casi me hice encima.

“N… no, p… por favor, señorita Evelyn”

“¡Silencio! – rugió y me cruzó una nueva bofetada; de manera extraña para lo desesperante de la situación, yo ahora sentía que me excitaba cada vez que abofeteaba mi rostro; una vez más me odié por ello -. Ahora… y, como te dije, quiero que te pares”

“P… pero señorita Evelyn, ya le dije que el consolador no…”

“Parate, imbécil” – otra bofetada y yo ya no sabía si mis objeciones y protestas no serían en realidad producto de mi inconsciente, el cual quería ser abofeteado.

Fuese como fuese, Evelyn ya no me dejó margen para una nueva objeción. Jalándome por los cabellos, me levantó casi como si yo fuera un peso muerto, lo cual provocó que mi rostro se contrajera una vez más en un gesto de intenso dolor. Una vez que me puso en pie, me arrojó prácticamente de bruces contra el escritorio, sobre el cual quedé con mis tetas y mi vientre aplastados.

Evelyn me hurgó por detrás; pude sentir sus dedos metiéndose por entre mis plexos como si no se convenciera de que el objeto ya no estaba allí o como si no creyera en mis palabras. Parecía que le costara creer que yo había sido capaz de desobedecerle. Una vez que chequeó que el consolador, en efecto, ya no estaba allí, la escuché resoplar y, espiando yo de soslayo por encima de mi hombro, la vi envararse de modo altanero y soberbio, pero además irradiando furia por cada poro.

“Quieren ver marcas – masculló, con desprecio -: las van a tener”

Un helor me corrió por la espalda y, con los ojos llenos de espanto, giré aún más mi cabeza hacia ella, aterrada ante lo que sus palabras sugerían.

“Dame tu zapato” – ordenó, con aspereza.

Como solía ocurrir con cada orden insólita que recibía, me quedé durante un instante muda y estática, lo cual sólo provocó que la colorada se exasperara y dejara caer pesadamente su mano sobre mis nalgas.

“Dame tu zapato, te dije” – insistió, aun con más odio y desprecio en su voz.

Temblando, levanté del piso el único pie que aún tenía calzado e, inclinándome hacia el mismo, me quité el zapato, el cual le extendí con una mano que no paraba de temblequear, víctima de un pulso frenético e incontrolable. Evelyn, prácticamente, me lo arrancó de entre los dedos y pude, de reojo, ver que lo enarbolaba casi como si se tratase de una antorcha olímpica.

“Falda arriba, tanga abajo” – ordenó, con un tono que se iba volviendo cada vez más frío.

Nerviosamente, me bajé torpemente la tanga dejando al descubierto mis nalgas para luego pasar mis pulgares por debajo de la cortísima falda y llevarla todavía más arriba. Yo estaba aterrada y, además, temía que el oficial fuese a regresar de un momento a otro. Curioso… y paradójico: ¿lo deseaba o lo temía? Otra vez las más contradictorias sensaciones chocaban en mi interior. De pronto sentí el zapato caer sin piedad sobre mi carne y no fue difícil darse cuenta que la muy hija de puta lo estaba sosteniendo por la puntera y me golpeaba, por lo tanto, con el extremo del taco. Un lastimero alarido brotó de mi garganta mientras mis ojos se cerraban y una lágrima de dolor corría mejilla abajo. Otro golpe cayó sobre mí, y otro, mientras mis gritos seguían poblando el sórdido ambiente de la oficina; se me ocurrió pensar que, ya para ese entonces, era imposible que no estuviesen oyendo desde afuera y que, seguramente, de un momento a otro, alguien iría a hacerse presente. Sin embargo, esperé en vano y nada ocurrió… o mejor dicho, sí ocurrió: el zapato que, en realidad, era de Tatiana, siguió cayendo una y otra vez sobre mi cola sin piedad alguna. De pronto los golpes cesaron y pude oír la respiración agitada de Evelyn: cualquiera que la oyese diría que era el aliento propio de una bestia rabiosa. Pensé que el castigo había terminado y, de hecho, casi fue así. Casi, porque, como remate, dos golpes más cayeron alternadamente sobre mis respectivos muslos.

Tras ello, Evelyn arrojó el zapato a mis pies y me ordenó secamente que me acomodara la ropa; presurosamente, cumplí con la orden y, apenas terminé de hacerlo, la puerta se abrió y el oficial regresó: parecía una burla; era casi como si hubiera estado esperando el momento justo para no importunar.

“Puede ya inspeccionarla, oficial – le espetó Evelyn, que ahora volvía a sonar tan segura como siempre -; teníamos que hablar algunas cosas pero… ya lo hemos hecho”

El hombre, por supuesto, asintió alegremente con la cabeza y se me acercó; apoyando delicada y casi paternalmente una mano sobre la base de la espalda, me “invitó” a que lo acompañase vaya a saber adónde. Mientras salía del lugar, miré por el rabillo del ojo a Evelyn: su mirada seguía destilando odio puro y hasta me pareció ver que se secaba con la mano un hilillo de baba que le corría por la comisura de la boca…

CONTINUARÁ
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