LA FABRICA 19

Y entonces, por primera vez, Luis me cogió.  Lo hizo sin el menor cuidado de que fuera a entrar alguien ya que estábamos junto a los lavatorios y no en un privado.  Lo primero que hizo fue tomarme por las caderas y quitarme mis bragas, ésas mismas que yo reservaba para que me las quitara Daniel después de la fiesta.  Palpó mi carne y recorrió luego con detenimiento cada centímetro cuadrado de la tela de mi vestido blanco, el cual, según propias palabras, era uno de sus fetiches preferidos.  Luego pareció tomar conciencia de que urgía la prisa y, tras ensartarme, comenzó a bombearme a la vez que, pasando las manos por delante de mi tórax, me aprisionaba las tetas que, en ese momento, se balanceaban sobre el lavabo.  Lo más increíble del asunto era que a mí tampoco parecía importarme mucho el ser vista en esa situación; más aún: hasta me gustaba la idea de que alguien le fuera a Daniel con el cuento pues se lo tenía merecido.  Creo que allí radicó la clave para sentir placer en ese momento; no era tanto que Luis fuera un gran cogedor: lo que me excitaba sobremanera era el saber que yo me estaba vengando de mi flamante esposo y, en ese momento, poco me importaban las infidelidades por mí antes cometidas o, bien quizás, conformaba a mi conciencia el que él hubiera terminado por no portarse demasiado bien conmigo.  Y, de hecho, me había sido infiel sin saber que yo lo había sido con él.  El razonamiento, desde ya, me venía como anillo al dedo; las mujeres solemos hacer eso: buscamos encontrar en el otro la falta que, de algún modo, nos sirva de excusa para justificar nuestro comportamiento, aun cuando dicho comportamiento sea cronológicamente anterior a la supuesta falta.

El bombeo fue en aumento y mi calentura también: chorros de saliva me caían por las comisuras y parecían ser más propios de una loba rabiosa que de una perra en celo.  Lo sentí acabar dentro de mí y, una vez más, el tibio semen me invadió por dentro.  Luis se dejó caer sobre mí, exhausto y, en cuanto recuperó un poco el aliento, se dedicó a morder y lamer mi vestido blanco, ése que tanto le excitaba.

Ninguno de los dos agregó más palabra.  El, simplemente, se acomodó la ropa y se retiró; viéndolo en el espejo, pude advertirle una amplia sonrisa de satisfacción.  Yo quedé un rato acodada sobre el lavabo y con mis bragas en los tobillos: el peligro de que alguien entrara de un momento a otro volvió a cobrar fuerza y, aun cuando, como ya dije, se trataba de una sensación paradójica, me acomodé la ropa, para luego, recomponer un poco mi cabello y maquillaje.  Volví a la fiesta; estaba furiosa y se me notaba: cualquiera podía darse cuenta con sólo verme caminar.  Pensé en encarar directamente a Daniel en el parque pero me abstuve: deambulé entre las mesas sin rumbo, nerviosa, sin saber qué hacer.  En cada mesa que me detuve, bebí alguna copa de vino que se hallaba sobre el mantel y lo hice, en todos los casos, de un solo trago.  Sólo el alcohol podía, en ese momento, servir como refugio para mi furia y, de hecho, pregunté a una de las camareras cuánto faltaba para que trajeran el champagne.

En una de mis tantas pasadas por las mesas, volví a pasar junto a Hugo, quien ya para ese entonces casi no podía tenerse en la silla y no paraba de decir pavadas y carcajear a todo volumen.  Una vez más, me arrojó un manotazo a la pasada pero no logró capturarme; no obstante ello, me giré hacia él mirándolo fijamente.  Avancé dos pasos hacia su silla y le puse mis tetas prácticamente a la altura de su rostro, lo cual no sólo se notó que lo dejó perplejo sino que además hizo levantar vítores y risas a coro de entre quienes alrededor se hallaban.  Lo tomé por la camisa y lo atraje hacia mí, estampándole en la boca un largo y profundo beso mientras él, absolutamente descolocado, se agitaba como un pez repentinamente fuera del agua; no había esperado jamás tal actitud de mi parte, como tampoco la habían esperado los invitados, cuyo festejo de la situación se volvió aun más ruidoso. 

Contrariamente a lo que podría suponerse, en ese momento disfruté del hecho de captar la atención de todos, pues estaba segura que, en un santiamén, la noticia recorrería el salón y llegaría hasta el parque, donde Daniel platicaba con sus amigos.  Siempre mirándolo a la cara, recogí mi vestido y me senté sobre el regazo de Hugo colocando una pierna a cada lado de él, a la vez que echaba mis brazos en torno a su cuello y llevaba mi lengua bien adentro de su boca, lo cual, con lo borracho que él se hallaba, puedo decir que fue otra experiencia alcohólica, además de desagradable; pero nada me importaba…

Cuando separé mis labios de los suyos, seguí mirándolo a los ojos con una mirada provocadora y hambrienta.

“Luis ya me cogió – le dije, en un tono desafiante desconocido para mí misma -.  ¿Y vos?  ¿O será que sos puto?”

No sé si mis palabras fueron oídas por quienes nos rodeaban, pero lo que sí sé es que el rostro de Hugo lucía totalmente transfigurado; los ojos se le escapaban de las órbitas y saltaba a la vista que no sabía en dónde meter tanta perplejidad.  Bajo el monte de mi sexo podía sentir claramente cómo se le iba poniendo duro el miembro mientras él seguía sin decir palabra alguna y ya no se mostraba tan alegre y jocos como hasta hacía unos minutos.  Hasta parecía que se le hubiera ido la borrachera, no por el olor sino por la actitud…

Poniéndome en pie y, tironeando de su camisa, lo hice levantar de la silla y, prácticamente, lo arrastré conmigo, ante la atónita pero también festiva mirada de los presentes.  Lo llevé en dirección al toilette y varias veces perdió el equilibrio en el camino, ante lo cual yo, en cada oportunidad, lo levanté, simplemente y sin delicadeza alguna, tirándole de la camisa e incluso hasta haciéndole perder un par de botones.  Yo ya no miraba atrás pero, aun así, podía imaginar los rostros desencajados y azorados de quienes, seguramente, no podían creer el vernos entrando en el baño de damas.  Entorné la puerta, no sé por qué… Quizás porque, de todas formas, ya era suficientemente público y conocido que mi jefe estaba a punto de darme una buena cogida.

Volví a adoptar la misma posición que con Luis, es decir, me incliné sobre el lavatorio; la elección de tal postura no era caprichosa ni azarosa: en realidad, era la mejor que podía adoptar para no tener que ver cuán poco atractivo era el tipo que estaba a punto de montarme.  Él estaba tan borracho que se le hizo complicado conseguir una buena erección; se le había comenzado a poner dura en el salón pero le costó llegar a envararla por completo: jugueteó un poco con su pene humedeciéndome por entre las piernas, pero después volcó su atención a mi entrada anal.  No me sorprendió: era el padre de Luciano, después de todo.  Ya para esa altura me quedaba lo suficientemente claro que el puerco quería entrarme por allí y, en lugar de indignarme y ponerlo en su lugar, lo dejé hacer.  Se hizo un poco larga la ceremonia previa puesto que, si ya la erección de por sí se le complicaba, él estaba eligiendo la entrada más difícil en tal contexto.  No obstante y luego de mucho juego previo, lo consiguió y entró en mi culo torpemente: no se parecía mínimamente a la penetración de su hijo.  Podía ser en parte culpa del alcohol, pero la realidad era que Hugo Di Leo no me daba la impresión de ser tipo muy ducho en tal menester; lo suyo más bien, era el “juego sucio” más que el sexo propiamente dicho: las cochinadas de oficina tales como lamidas de culo, mamadas de verga, cosas por el estilo, pero nada que diera muestras de ser un experto en empalar a una mujer.  De todos modos, su rítmico bombeo se fue incrementando poco a poco y, si bien me dolía, yo apretaba los dientes y me la aguantaba.  Para concentrarme, sólo pensaba en Daniel y en Floriana: sólo el odio y la rabia podían ayudarme a mantenerme más o menos íntegra en una situación como ésa.  Más aún: ese odio me excitaba y, por lo que podía sentir, me llevaba hacia el orgasmo.

Y la acabada llegó: su semen caliente invadió mi culo casi al tiempo en que yo también explotaba; en cuanto retiró su verga, pude sentir el líquido viscoso bajándome por las piernas.  Si Luis había terminado extenuado, Hugo estaba casi muerto: no paraba de jadear y no parecía capaz de pronunciar palabra alguna ni aunque se lo propusiese.  Se dejó caer a un costado y quedó allí, de pantalones bajos y sentado en el piso al pie de los lavatorios.  Yo, por mi parte, me acomodé una vez más la ropa y volví a la fiesta; como no podía ser de otra forma, bastó con trasponer la puerta para descubrir una constelación de ojos clavados sobre mí: los había curiosos, otros azorados, otros gozosos, otros divertidos, otros perversos, pero todos me miraban a mí.  ¿Y qué esperaba después de todo?  Hice una recorrida con la vista en busca de Daniel, pues deseaba, por todo y por todo, que estuviese allí, pero no: no se lo veía por el salón, de lo cual inferí que aún seguía en el parque.  Lástima…  A quienes sí pude distinguir fue a sus padres y pude, de hecho, sentir la gélida mirada de la madre sobre mí; no supe, en ese momento, si era debido a ya estar anoticiada de lo ocurrido en el baño de damas o a que, simplemente, no me perdonara, tal vez, el haberme (según ella) prestado a los papelones de Hugo durante la ceremonia de las ligas.  Hice caso omiso y, simplemente, desvié la vista, no con temor o vergüenza sino con desinterés: antes que recriminarme nada, no le vendría mal enterarse algunas cosas acerca de la “conducta ejemplar” de su querido hijo…

Recogiendo los pliegues de mi vestido, retomé mi marcha por entre las mesas y me senté a la primera en que vi una silla libre.  Un rato después se anunciaban la torta y el champagne, y fue entonces cuando apareció Daniel: no se lo veía furioso como yo hubiera esperado, sino más bien compungido; era como si aún no le hubieran dicho.  Ya le llegaría de todas formas: no había posibilidad alguna de que fuera de otra forma.  Hizo un recorrido con la vista como si me buscara pero no me encontró: me hallaba bastante camuflada, sentada a una mesa en la cual él no esperaba verme. 

Un rato después me dirigí hacia el lugar en que se hallaba la enorme torta de la cual pendían un sinfín de cintas mientras las camareras iban haciendo llegar baldes con botellas de champagne.  Recién entonces Daniel recaló en mi presencia y me clavó una mirada de hielo que, interpreté, no tenía nada que ver con que se hubiera anoticiado de lo ocurrido en el baño de damas sino que más bien era una secuela de lo ocurrido con las ligas: bastaba con ver su semblante para darse cuenta que era eso lo que me seguía recriminado.  Pobre idiota… ¿Cómo iría a sentirse en cuanto supiera que, después de semejante bochorno, mi jefe había terminado por cogerme en el baño y que allí todo el mundo lo sabía?  Todo el mundo, claro, menos él, tal como desde hacía rato venía ocurriendo…

Nos sirvieron el champagne y tuvimos que hacer la clásica ceremonia de brindar y beber cruzando mutuamente nuestras copas.  En ese momento nos encontramos cara a cara… y si la mirada de él era del más cortante hielo, la mía, puedo asegurarlo, era puro fuego.

Demás está decir que cuando salimos del salón, ni siquiera lo hicimos tomados de la mano; él no hizo amago en tal sentido y yo tampoco: recién cuando estábamos ya a punto de subir al vehículo le tomé la suya, aun con resistencia, y me giré hacia los invitados tratando de poner la mejor sonrisa.  Las caras lo decían todo: los que lucían más escandalizados permanecían algo por detrás, como guardando distancia al no poder dar crédito a su incredulidad por lo que habían presenciado en la fiesta.  Los que estaban más cerca de nosotros no lucían menos incrédulos, pero sí mucho más divertidos y sacándole, seguramente, el jugo a la situación, ya que no era difícil de suponer que se hablaría por semanas de mi casamiento.  Daniel intentó soltarse de mi mano pero no se lo permití hasta que nos hallamos en el auto y el chofer puso en marcha el motor.

Esta vez fui yo quien lo miró fijamente, aun cuando él pretendió actuar como si me ignorase aunque, claro, deliberadamente.  De talante ofendido, mantenía la vista en el camino como tratando de dejarme bien claro que, al menos de momento, no quería verme.

“Me cogí a Hugo…” – le espeté, de sopetón.

Fue como lanzarle una bofetada en pleno rostro.  Visiblemente sacudido y atónito por lo que acaba de oír, dio un salto en la butaca y se giró hacia mí arrugando la frente al tiempo que el chofer, no menos perplejo, escudriñaba por el espejo con ojos estupefactos.  No me importó.

“¿Qué??? – exclamó Daniel llevando, en un respingo, los hombros a la altura de sus orejas.  Juro que, en medio del odio que yo sentía, me divertía verlo así…

“Lo que oíste – le dije, tratando de que mi voz sonara lo más fría posible -.  Hugo: mi jefe, ¿lo ubicás?  Ese mismo que me sacó la media, ¿te acordás?  Mirá, sigo sin ella…”

Abrí el vestido un poco para mostrarle mi pierna, que aún seguía desnuda tras el episodio de la ceremonia de las ligas.  El rostro de Daniel lucía desencajado; las sienes se le marcaban como si fuesen a punto a estallar de un momento a otro.

“Estás borracha…” – dijo, con tono de dictamen.

“Sí, es cierto: lo estoy, pero también es cierto que Hugo me cogió, jeje… Lo siento.  Bah, lo siento por vos: yo lo disfruté mucho”

Daniel, sin poder salir de su azoramiento, echó un vistazo hacia el chofer; se notaba su vergüenza por la actitud que exhibía su flamante esposa.  El conductor, que desde hacía algún momento, no paraba de mirarnos por el espejo, pareció sentirse pillado en falta, por lo cual, haciéndose el distraído, regresó la vista al camino.

“Estás borracha – insistió Daniel, hablando entre dientes y por lo bajo -.  Ya… vamos a hablar esto en casa”

“¿Qué vamos a hablar?  ¿Qué mi jefe me hizo el orto bien hecho?”

“¡Sole… por favor!” – farfulló mientras abría cada vez más grandes los ojos y me hacía gesto de que me callara.

“¿O preferís que te cuente que Luis me cogió antes?  Te acordás de Luis, ¿no?  El jefe de Floriana, Flo-ria-na: ¿te suena?”

No pareció captar el sentido irónico con el que le remarqué y silabeé el nombre o, al menos, no dio visos de hacerlo: tal vez, superado como estaba por el hecho de que yo estuviera escupiendo todo en presencia de un tercero, simplemente disimulaba.

“Y en la fiesta se dieron cuenta todos, ¿sabías? – continué yo, sin piedad alguna -. ¿No te diste cuenta que te miraban como a un pobre cornudito?  ¿Que se reían todos de vos?”

“Soledad: basta” – remarcó con fuerza la última palabra mientras su rojo se iba tiñendo de rojo.

“¿Nadie te dijo nada? – pregunté, con sorna y adoptando una expresión falsamente ingenua -.  Mirá vos: quién diría… Tal vez tus amigos me vieron fácil y estarían a la espera de una oportunidad para cogerme también ellos, ¿no te parece?”

“Basta…” – su tono era de súplica, pero destilaba veneno.

“Porque si es por enterarse, seguro que se enteraron, como todos en esa fiesta, jeje.  Menos vos, pobrecito, pero bueno, podés estar contento porque ahora también te estás enterando”

“Basta…”

“¿Basta qué?  No es lógico que sólo lo sepas vos; ya todos saben que al cornudito de Daniel lo engañaron… y que su esposa es una…”

Una bofetada me cruzó el rostro.  Dudo que Daniel hubiera visto alguna vez “Gilda” o que reconociera la línea de diálogo, pero descargó su mano sobre mi rostro en el preciso momento en que Glenn Ford lo hacía sobre el de Rita Hayworth.  Sentí un hilillo de sangre correrme por la comisura del labio y lloré, lloré, con más rabia que dolor…

Pronto llegamos a la casa de Daniel, la cual, a partir de ahora, se convertía en teoría en nuestra vivienda conyugal.  Él, tras saludar al chofer haciendo un esfuerzo sobrehumano por verse y sonar cortés, me tomó por la mano y prácticamente me arrastró hacia la acera: era tarde y no había ya transeúntes en la zona pero, aun así, alcancé a distinguir que, en el vecindario, algún que otro cortinado se corría tras los visillos de las ventanas.  Daniel estaba tan alterado que tuvo que hacer varios intentos hasta, finalmente, lograr introducir la llave en el cerrojo; cuando, finalmente, lo logró, abrió la puerta con furia y, una vez que ambos estuvimos dentro, la cerró con un violento portazo que debió haber resonado por todo el vecindario.  Tras ello, me llevó hasta el cuarto y me arrojó de espaldas sobre la cama.

“¿Qué es toda esa mierda que estás diciendo? – preguntó, contraída su frente en una única y gran arruga -.  ¿Por qué hacés esto?  ¿Estás borracha o drogada?”

“Una lástima que nos hayamos ido tan temprano de la fiesta – protesté quedamente y con expresión de tristeza -; tenía ganas de chuparle el pito a alguno de tus amigos.  ¡Hay un par que están bastante buenos, eh!  ¡Y me miraban con ganas!  ¡Y me pareció que tu papá también!”

Daniel permanecía de pie, ante la cama; temblaba por los nervios y parecía una fiera agazapada a punto de saltarme encima.

“Sole, no… te conzco; ¿por qué estás actuando así?  ¿Qué es lo que te pasa?  No entiendo: nunca antes…”

“Nunca antes mi novio había cogido con otra” – le espeté, a bocajarro.

Acusó recibo; hasta pareció retroceder un paso por el impacto.

“P… pero, q… qué estás diciendo?”

“¿Te gustó cogerte a Floriana?”

Su rostro se tiñó de blanco; las manos se le aflojaron como si hubieran perdido fuerzas.

“Sole… ¡Estás totalmente loca!”

“Qué mal gusto que tenés, eh – continué adelante con mi tono irónico sin oír, prácticamente, lo que me decía -.  Igual, qué sé yo: me alegro por Flori, pobre.  Con lo fea que es, jamás se la iba a montar un tipo un tipo en toda  su vida”

Quedó mudo, con el labio inferior cayéndole estúpidamente.  Aproveché la oportunidad para sacarle aun más filo a mi lengua y recrudecer el ataque:

“¿Qué pasó?  ¿Te dio lástima o te gusta de verdad?  Mirá que, si es así, yo no tengo problema en apartarme para dejarlos ser felices, eh”

“Es lo que querrías, ¿no?” – soltó, de repente.

“¿Perdón?”

“Es lo que querrías: que yo saliera de en medio de alguna forma para así poder coger tranquila con quien se te cante”

Su contraofensiva, a decir verdad, me tomó desprevenida y, de algún modo, me tocó.  Yo sabía bien que en mi virulento ataque hacia él por la infidelidad cometida había una fuerte intención de descargar culpas por mis actos.  Permanecí vacilando un momento; luego decidí que no le iba a permitir poner las cartas de su lado:

“Pensá lo que quieras” – dije, con un encogimiento de hombros, a la vez que me ladeaba y me arrebujaba en la cama.

“Entonces… – farfulló -: ¿es… verdad que te dejaste coger por tus jefes en la fiesta?  ¿Una venganza?  ¿Eso fue?”

“Hmm, no… – mentí -: simplemente tuve ganas de pasarla bien porque sabía que con ese pitito tuyo no iba a tener demasiada satisfacción esta noche”

No lograba entender cómo aún no me saltaba encima hecho una furia.  Yo no paraba de darle un motivo tras otro para que lo hiciera y hasta admiré, en ese momento, su entereza para no hacerlo.

“¿Te lo contó Floriana?” – preguntó.

“¿Importa?”

“Sí – asintió -: te lo contó Floriana”

“Nunca pensaste que iba a hacerlo, ¿no?  Pero es mi amiga, no te olvides…”

“Para ser tu amiga no guardó muy bien tus secretos”

Me giré hacia él con los ojos desorbitados; de pronto el estupor se apoderó de mí.  ¿Le había entonces Floriana contado detalles de la despedida?  ¿O bien alguna anécdota de las de la fábrica de ésas de las que, tal vez, fingía ante mí no enterarse?  Lo más lógico de mi parte hubiera sido, en ese momento, no contestar a Daniel y dejarlo que siguiera con su discurso si era que estaba iniciando uno; cuanto más me dejase turbar por sus palabras, más en culpa me mostraría.  Volví a ladearme, con expresión aburrida.  Mi súbita y poco real entereza, sin embargo, me duró muy poco:

“¿Qué secretos?” – pregunté y me arrepentí apenas lo hice.

“¿Necesito decirlos?” – me repreguntó.

Era una jugada sucia de su parte.  Estaba, desde ya, en todo el derecho de hacerla pues yo misma había jugado sucio: su intención era que yo hablase y así, tal vez, mi lengua soltara más de lo que él en realidad sabría o de lo que Floriana le habría informado.

Yo no iba a decirle palabra alguna, desde ya.  En ese momento resonó en la casa un portazo que claramente provenía de la puerta de calle.  Mi rostro se tiñó de preocupación y hasta de terror pues recordé entonces que Daniel, alterado como estaba, no le había echado llave; de hecho, él mismo se mostró sorprendido e inquieto al oír el portazo.  Un instante después, dos siluetas se recortaban contra la puerta de la habitación y pude reconocerlas de inmediato: eran los padres de Daniel…

La expresión severa de la madre lo decía todo; sus ojos se clavaban en mí como dos dagas.  Su esposo, un paso más atrás, también lucía serio, aunque no tanto como ella.

“¿Qué… hacen acá?” – preguntó Daniel, sin poder salir de su sorpresa por lo inesperado y abrupto de la visita.

“La puerta estaba abierta y…” – comenzó a explicar su padre.

“Daniel… – interrumpió su madre -.  ¡Esta mujer es… una puta!”

El mismo veneno que arrojaba su mirada era el que destilaban sus palabras; nunca la había visto en tal estado en mi presencia ni mucho menos referirse a mí de un modo tan peyorativo: no obstante, las fichas se acomodaron rápidamente en mi cabeza y comprendí que, seguramente, se habría ya enterado de lo ocurrido en la fiesta mientras ella hablaba con su hijo en el parque.

“Mamá… – intervino Daniel, tratando de sonar apaciguador -; creo que…no deberías estar aquí.  Por favor, te pido que nos… dejes resolver esto solos”

“¡Se dejó coger en el baño de damas!” – barbotó la mujer, cuyos ojos, llenos de desprecio, parecían hincharse a ojos vista.

“Daniel tiene razón – intervino el padre -: no es algo que nos incumba a nosotros.  Lo mejor sería dejar que ellos…”

“¿No te das cuenta que esta puta insultó a nuestra familia con lo que hizo? – atronó la mujer, aun con los ojos clavados sobre mí -.  ¡Por años se va a hablar de esta boda y sólo para que se rían de nosotros!”

Era tanta la rabia que rezumaba por los poros que, incluso, parecía a punto del llanto.

“Eso lo entiendo – volvió a intervenir el padre de Daniel, con tono contemporizador -, pero…”

“Dame tu cinto” – le espetó ella al tiempo que, sin dejar de mirarme, le extendía su mano abierta.

El terror me invadió y la perplejidad se apoderó tanto de Daniel como de su padre, quienes miraban a la mujer con gesto incrédulo.

“¿Qué… vas a hacer?” – preguntó el hombre.

“Mamá, por favor…” – comenzó a decir Daniel en tono suplicante.

“¡Dame tu cinto!” – volvió a repetir la madre de Daniel girando la vista hacia su esposo para arrojarle una mirada de fuego ; las palabras le brotaban cada vez más cargadas de odio.

Para mi estupor, el hombre, sumisamente, se quitó el cinturón de su pantalón y lo extendió a su mujer, tal como ella reclamaba.  Atónita y aterrada, eché una mirada a Daniel; esperaba en mi ingenuidad que hubiera alguna reacción o resistencia de su parte: por muy disgustado que estuviese conmigo, no me entraba en la cabeza que fuera capaz de avalarle a su madre una atrocidad semejante a la que parecía estar a punto de hacer.  Sin embargo, él no me miró; se mantuvo estático y boquiabierto, con la vista fija en su madre.

Ella tomó el cinto y lo dobló sobre su mano; no fue difícil adivinar en su gesto que estaba a punto de golpearme con él.  Dada la pasividad que demostraban tanto su hijo como su esposo, decidí  que ése era el momento en el cual yo debía escabullirme de aquella casa para no regresar nunca más, pero la maldita bruja adivinó rápidamente mi intención:

“Sosténganla” – ordenó.

Ambos la miraron azorados, lo cual enfureció aún más a la mujer.

“¡Dije que la sostengan! – insistió, mostrando sus dientes -.  ¿Es que no se entiende?”

Remató sus palabras golpeando con el cinto sobre la cama, a escasos centímetros de mi pierna.  Yo me removí aterrada y tuve como impulso hacerme un ovillo, pero la virulenta reacción de la mujer no sólo tuvo efecto sobre mí, sino también sobre Daniel y su padre, quienes, de inmediato, se abocaron a la tarea de tomarme por las muñecas y los tobillos de tal modo de estirarme sobre la cama y, por supuesto, impedirme escapar.  Presa de un pánico indescriptible, proferí un alarido: quizás tenía suerte y algunos de esos vecinos que habían estado fisgoneando tras las ventanas, pudieran oírme y así yo esperar algún tipo de ayuda de su parte.  Mi grito enfureció aun más a la madre de Daniel, quien, acercándose por el costado de la cama, me estrelló una dura bofetada en el rostro.

“¡Silencio, puta!” – me ordenó y pude sentir las gotas de saliva caer sobre mi rostro al gritarme la orden.

Llegó el momento en que el cinto cayó nuevamente, pero esta vez sobre mi humanidad: lo hizo en primer lugar sobre mis muslos para después seguir con mi vientre y luego con mis tetas; no pude evitar que mis alaridos recrudecieran pues el dolor era insoportable hasta cuando golpeaba por sobre la tela del vestido.  Además cada grito mío sólo servía para que ella golpease aun más fuerte a la siguiente oportunidad.

“¡Dije: silencio!” – bramó, mientras arrojaba sobre mí una nueva andanada de golpes.

De pronto dejó de golpear; el dolor me partía en dos, pero tuve la esperanza de que aquella demencial locura hubiese terminado.  Entreabrí el ojo para mirarla y puedo asegurar que lo que vi era un animal: una bestia rabiosa; el pecho le subía y bajaba agitadamente mientras sus incisivos mordían el labio superior.  Incluso se pasó la mano por la comisura para secar algún hilillo de baba.

“Desnúdenla” – dijo, ásperamente.

La incredulidad retornó a los rostros de Daniel y de su padre además de, obviamente, al mío.  Ellos giraron velozmente sus cabezas hacia ella y la miraron con absoluta incomprensión; parecía haber en sus ojos un desesperado llamado a terminar con aquel delirio.

“¡Dije que la desnuden!” – volvió a ordenar la mujer al tiempo que dejaba caer un golpe de cinturón a la altura de mi sexo.

Mi alarido cortó el aire pero ello no disuadió ni a Daniel ni a su padre, quienes, en cambio, se mostraron temerosos de la ira de ella.  Rápidamente se dedicaron a irme quitando todas las prendas aun a pesar de los esfuerzos que yo hacía para liberarme de sus manos y huir de allí; el cinturón, de hecho, cayó un par de veces más sobre mí a efectos de que me quedara quieta.  Cuando me dejaron desnuda por completo, la mujer les ordenó que me dieran la vuelta y ellos, naturalmente, obedecieron tan sumisamente como lo venían haciendo.  Alzándome en vilo como si fuera una bolsa de papas, me invirtieron como a un bifje y me arrojaron boca abajo sobre la cama para, luego, volver a tomarme por muñeca y tobillos.  El cinto volvió a caer sobre mí: comenzó azotándome entre los omóplatos pero luego dedicó su atención a mis nalgas y se emperró con ellas. 

Un golpe… y otro… y otro… Yo no sabía ya cuántos iban y no encontraba forma de reprimir los gritos que salían de mi garganta; tampoco había visos de que ella fuera a cesar el castigo sino que, por el contrario, la violencia del mismo parecía verse incrementada cada vez que yo gritaba.  De pronto, en una de las tantas veces en que el cinto se levantó, cerré mis ojos y quedé a la espera de que cayera nuevamente… pero no lo hizo: pareció, por el contrario, producirse una larga pausa y, casi de inmediato, escuché a la madre de Daniel lanzar una serie de insultos e interjecciones ininteligibles.  Súbitamente, padre e hijo aflojaron la presión sobre mis miembros y, de hecho, me liberaron por completo: la sensación fue que lo hicieron con premura, como si algo más urgente demandase, de repente, su atención.  Apoyándome sobre los codos,  me incorporé un poco y giré mi cabeza para tratar de ver qué era lo que estaba ocurriendo: la situación con la que me encontré fue de lo más inesperada, más aún que el haberse encontrado con los padres de Daniel dentro de la casa…

La razón por la cual el cinto no había terminado de caer nunca sobre mí era porque alguien había atrapado y detenido el brazo de la mujer en el  aire; ese alguien, de hecho, estaba ahora forcejeando con ella, quien era auxiliada por su esposo y su hijo, los cuales hacían ingentes esfuerzos por sacar al intruso de encima de ella. 

¿Quién más estaba allí?  ¿Cuántas visitas inesperadas habría en mi noche de bodas?  El particular cuarteto en lucha se movía tan frenéticamente que yo no podía precisar el rostro de quien forcejeaba con la madre de Daniel, ya que se movía todo el tiempo y, de hecho, su imagen se veía cada tanto eclipsada por Daniel o por su padre.  A pesar de ser, en principio, una lucha desigual, parecía no haber forma de contener al recién llegado, quien no retrocedía un solo centímetro ni soltaba el antebrazo de la mujer; la presión que ejercía debía ser muy fuerte, ya que en determinado momento ella dejó caer el cinto y, recién entonces,  él aflojó.

Se echó un paso hacia atrás y, en ese momento, la luz que venía del corredor le dio en pleno rostro y logré determinar que quien había acudido en mi ayuda era… Milo, el despedido sereno de la fábrica.

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