El alzhéimer es una mierda
La voracidad de Ana nada tenía que envidiar a la de Irene. Si la enfermera era una hembra hambrienta de sexo, su gemela no le iba a la zaga.

«Como no me invente algo que hacer o este fin de semana terminaré mas seco que el Sahara», medité mientras desayunaba al ver en el reloj que no habían dado las diez y que las hermanitas ya me habían ordeñado dos veces cada una.

Por ello, me terminé el café y reuní a las dos. Las gemelas y les comuniqué que nos íbamos de compras. Pero entonces, Irene recordándome para que la había contratado, señaló que no podíamos dejar sola a mi madre.

―Tienes razón― respondí asumiendo que, debido a su alzhéimer, era incapaz de estar sola sin nadie que la cuidara.

Ana se percató de mi desilusión y saliendo al quite, propuso que me llevara a su hermana mientras ella la cuidaba.

―Tu mamá es un ángel que no da problemas y si algo me sobrepasa, os llamo por teléfono― concluyó la chavala.

Irene intentó protestar diciendo que mejor me llevara a Ana porque cuidarla era su obligación. En ese momento comprendí que si nuestra relación hacia delante, esas tareas debían ser compartidas por los tres y por ello, zanjando el asunto, saqué mi billetera y poniendo un buen fajo en sus manos, les dije con tono autoritario:

―Coge el coche de mi madre e id a compraros ropa.

Ambas comprendieron que no iba a dar mi brazo a torcer. Irene que era la que mejor me conocía, únicamente me preguntó de qué tipo. Aunque no lo había pensado, contesté riendo:

―Algo sexy. Ahora mismo voy a llamar a alguien que te sustituya porque esta noche me quiero ir de juerga con las dos.

La mujer que llevaba compartiendo mi vida seis meses en plan meloso insistió:

― ¿Nuestro amo desea cumplir alguna fantasía en especial?

A carcajada limpia las eché del cuarto pidiéndoles que me sorprendieran, tras lo cual, me fui a ver como seguía mi vieja. La dura realidad de su enfermedad me golpeó en la cara al observarla con la mirada fija en la ventana.

«Menuda mierda es llegar a estar así», murmuré con dolor al recordar a la mujer que era antes que el alzhéimer hiciera mella en su cerebro. La belleza seguía presente en sus facciones y eso hacía todavía más duro el verla en ese estado. Encerrada en prisión de por vida, sus neuronas habían colapsado imposibilitando que se pudiera comunicar con su entorno. Por mucho que me doliera, sentándome a su lado, comprendí que se había ido para no volver.

―Mamá, tu hijo cada vez es más golfo― susurré en su oído con la vana esperanza de sacarle al menos una sonrisa.

Su silencio permitió que le contara mi historia con las hermanas. A modo de confesión le fui narrando mi relación con la mujer que la cuidaba desde el inicio. No me corté a la hora de decirle que junto a ella había descubierto facetas de mí que desconocía, que era su dueño. También la comenté que desde que su gemela se nos había unido, era feliz.

Sus ojos vacíos parecieron reaccionar al explicarle que estaba pensando en dejarlas embarazadas. Durante un segundo, creí que había captado mi mensaje, pero el vacío de su mirada me hizo suponer que había sido parte de mi imaginación y queriendo verificar ese extremo, la pregunté que si le gustaría ser abuela.

―Mucho― me pareció escuchar en su balbuceo.

Obviando que podía ser fruto del azar, la abracé y dándola un beso, le prometí que desde ese momento me iba a poner manos a la obra para que esas dos gemelas le dieran un nieto.

Increíblemente, se echó a reír al escuchar mi promesa…

12 Las gemelas vuelven a casa
Aproveché que estaba solo para adelantar un poco de trabajo y por eso me sorprendió que, al llegar la hora de comer, no hubiesen vuelto. Como en teoría ese era su día libre, únicamente las mandé un WhatsApp preguntando si las esperaba.

―Perdón, se nos ha hecho tarde. Llegaremos sobre las seis― leí con disgusto en mi teléfono.

Acostumbrado a su compañía, me molestó su ausencia, pero asumiendo que era algo esporádico me puse a comer como tantas veces antes hacía antes que llegaran a mi vida:

¡Solo y frente a la tele!

La soledad me hizo valorar mi suerte y comprendí que no debía de echar a perder lo que tenía con esas dos hermanas.

Las gemelas llegaron puntuales y con cara de felicidad. Debí de mosquearme al verlas entrar. No solo habían ido de compras, sino que habían aprovechado para cortarse el pelo. Aunque me extrañó que hubiesen elegido el mismo tipo de peinado, lo único que las dije fue que estaban preciosas.

―Sabía que te iba a gustar― contestó una de ellas.

Tuve que hacer un esfuerzo para adivinar que había sido Irene ya que sus voces eran muy parecidas y con ese pelo, eran prácticamente indistinguibles.

Ana incrementó mis sospechas al preguntar con una sonrisa si al final, esa noche las iba a llevar de juerga.

―Sí. Como os prometí, he conseguido que alguien se quede con mi madre.

La complicidad que leí en sus ojos no me pasó inadvertida. Quizás debí preguntar qué era lo que pasaba, pero cuando estaba a punto de hacerlo, decidí que, si esas dos monadas me tenían preparada una sorpresa, no debía de chafarles sus planes.

No queriendo que les preguntara por sus compras, Ana fue a dejar las bolsas que traían a su cuarto dejándome en compañía de su hermana.

― ¿Nos has echado de menos? ― me preguntó Irene.

―Un poco― contesté al observar las aviesas intenciones de la rubia.

Tal y como había anticipado, la enfermera buscó mis besos diciendo:

―Pobrecito, te hemos dejado solo todo el día. ¿Puedo hacer algo para compensante?

Ni siquiera pude responder porque saltando sobre mí, comenzó a besarme con un ansia que alguien que nos hubiese estado observando bien hubiera haber pensado que esa monada llevaba meses sin hacer el amor.

―Vienes cachonda― comenté al sentir que se ponía a restregar su sexo contra el mío.

―Siempre lo estoy para mi querido amo― respondió luciendo una sonrisa.

El morbo de saber que en cualquier momento la hermana podría volver pudo más que la cordura y mirándola a los ojos, le ordené:

―Ponte de rodillas.

Ella se quedó pálida al saber que iba a tomarla ahí mismo e intentó protestar, pero sin hacerle caso, llegué hasta ella y metiendo mis manos bajo su falda, le quité las bragas diciendo:

―Deseas que te folle, ¿no es verdad?

―Sí― contestó abochornada al darse cuenta de que me bajaba la bragueta y sacaba mi verga de su encierro.

Con su coño todavía seco, gritó de dolor por la violencia de mi estocada, pero no hizo ningún intento de separarse. Al contrario, tras unos segundos de dolor, se empezó a mover buscando su placer. Su entrega y lo estrecho de su sexo dieron alas a mi pene y cogiéndola de sus pechos, empecé a cabalgarla mientras le decía:

―Eres tan putilla como tu hermana.

Dominada por la lujuria, la muchacha me rogó que la tomara sin compasión. Cumpliendo gustoso sus deseos, comencé a penetrarla una y otra vez. Irene no tardó en calentarse al notar mi glande chocando con la pared de su vagina.

―Dame más― berreó como loca.

Su lujuria exacerbó mi erección al máximo y contagiado por ella, azoté sus nalgas al compás de mis movimientos.

―Soy suya y ¡me encanta! ― chilló al sentir la dura caricia.

Llevaba apenas un par de minutos, montándola cuando sentí recorriendo mis muslos su flujo y anticipando su orgasmo, aceleré mi ritmo. El nuevo compás de mis caderas demolió sus últimas defensas.

―Me corro― aulló con sus cachetes colorados por la violencia de mi asalto, pero no contenta con ello, me rogó que continuara.

Complaciendo sus deseos, cogí en mis manos su rubia cabellera y usándolas a modo de riendas, forcé su cuerpo con fiereza. La dureza de mi trato consiguió que profundizara en su placer y comportándose como yegua en celo, me exigió que continuara.

Su excitación era tan inmensa que no se quejó cuando recogiendo entre mis dedos el viscoso fluido que manaba de su sexo, embadurné su esfínter y casi sin relajarlo, lo violé con mi erección.

― ¡Sácamela! ― gimió de dolor al ver invadida su entrada trasera y reptando por la alfombra intentó separarse.

Para su desgracia, no tuve piedad y atrayéndola hacia mí, incrusté la totalidad de mi sexo en su interior. Como sabía que iba a pasar el sufrimiento se convirtió en desenfreno y rugiendo de placer, se dejó hacer.

Su connivencia me permitió incrementar mi abordaje hasta que sus nalgas no dieron más de sí y con ella disfrutando como pocas veces, no paré de romper su trasero hasta que sacándola un nuevo orgasmo derramé mi simiente en sus intestinos.

Estaba completamente agotado, cuando desde la puerta escuché a Ana decir:

― ¿No le da vergüenza haber abusado de mi pobre hermana así?

―No― confesé.

Muerta de risa, cogió mi pene entre sus manos y mientras intentaba reanimarlo, contestó:

―Pues ahora le toca… ¡violarme a mí!

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