HISTORIAS DE ASCENSOR 02: COMPAÑEROS DE OFICINA

–          Planta décima. Contabilidad.

La impersonal grabación del ascensor anunció, como todas las mañanas, que habíamos llegado a nuestro destino.

–          ¡Los pringados de contabilidad! – exclamó una voz anónima, provocando una risilla generalizada.

También, como todas las mañanas, algún gilipollas de las plantas superiores se burlaba de nosotros, los pobrecitos currantes que éramos, según el jefe de personal, “el pegamento que mantenía unida la empresa” y según el resto de empleados, los cabrones que les recortaban la cuenta de gastos, limitaban los presupuestos de proyectos y les congelaban la paga de Navidad. Como si fuera culpa nuestra y no de los de arriba.

Éramos como zombies apaleados, eso sí, vestidos elegantemente debido al código de vestimenta de la empresa, traje para ellos, con algo más de libertad para ellas, obligados a usar las malditas corbatas que nos ahogaban, no fuera a ser que llegara suficiente aire a nuestros cerebros, cosa que los jefes no podían permitir.

Como todos los días, me abrí paso como pude entre el gentío que abarrotaba el ascensor. Era un montacargas enorme, pensado para llevar unas 20 personas, pero allí dentro viajábamos muchos más. Cualquier día iba a haber una desgracia.

Yo iba codo con codo con Dani, un compañero de fatigas y el tipo más vicioso y descarado de toda la empresa (de nuestra sede y de las demás esparcidas por el mundo. Estoy seguro) tratando de salir del habitáculo. Y justo delante de nosotros… Estaba Carlota.

No me llegan las palabras para describir lo buena que está. Morena, ojos azules, curvas redondeadas… no importa. Imagínense la tía más buena que conozcan y denle la misma nota a Carlota. Y entonces… súbanle un par de puntos más.

–          Venga, pringados, daros prisa, que es para hoy – insistió la insolente voz anónima.

Aquello fue demasiado para Daniel.

–          Sí, Antúnez, seremos unos pringados – retrucó Dani dándose la vuelta – Pero en nuestra planta tenemos a pibas como esa – añadió haciendo un gesto hacia Carlota, que se alejaba, ya fuera del ascensor, ajena a todo – mientras tú y tu amiguita Pablo os la chupáis el uno al otro en los lavabos de ejecutivos.

Y se dio la vuelta saliendo por fin. Como siempre, envidié su aplomo y su descaro. Me habría encantado ser capaz de soltarle una así al imbécil de Antúnez (antes dije voz anónima, pero mentí; yo también le había reconocido).

Por fin logré salir  en medio de las risas, esta vez más francas, que se habían desatado en el habitáculo. Me volví en un último intento de verle la cara a Antúnez, pero las puertas se cerraron tras de mí y me quedé con las ganas.

–          Gilipollas – dijo Dani a mi lado.

–          Sí – coincidí dándole una palmada en el hombro – Pero le has parado muy bien los pies.

–          Cualquier día le meto dos ostias

Yo me reí, sabiendo que Dani no lo decía en serio. Para eso estaba la cosa, para cascar a uno de los de inversiones y que te pusieran en la puta calle.

–          Venga vamos al tajo – dije resignado.

–          ¿Al tajo? Yo voy a ver si me ligo a Carlota. Coño, que ya le tengo ganas.

–          Qué iluso eres – le respondí riendo.

Y entramos en el departamento de contabilidad como todos los días, con él bromeando sobre las ganas de tirarse a Carlota que tenían tanto él como el Papa de Roma. Bueno, el Papa no, porque no la conocía, pero si la conociera…

Aún riendo, me separé de Dani y me fui a mi mesa, mientras él se dirigía a la suya, en la otra punta de la sala. Nuestro departamento es bastante grande, casi 100 empleados,  todos hacinados en la sala principal, exceptuando a los 6 jefes de sección y al gerente que tienen despacho particular.

Cada uno disponemos de una mesa propia, separados de los demás por unas paredes bajas, formando habitáculos, para que no nos distraigamos durante las horas de trabajo hablando con los compañeros, faltaría más.

Pero el mío era especial.

Debido a la orientación de mi mesa y a la ubicación de las paredes, la entrada me permitía una visión perfecta del escritorio de Carlota, que quedaba de perfil a mí, por lo que podía mirarla a placer sin que ella se diera cuenta siempre que me apetecía. Y no se crean, que durante las interminables jornadas laborales poder echarle una miradita a semejante Venus no era algo despreciable.

De hecho, había recibido más de una invitación, como el que no quiere la cosa, de algunos compañeros para cambiar de mesa. Creo que, si hubiera subastado mi sitio, me habría sacado un buen pellizco.

Como siempre, encendí mi ordenador, ordené los papeles sobre la mesa y me dispuse a trabajar, mirando con disimulo a la preciosa Carlota.

Joder, qué buena estaba. Ese día iba con una minifalda negra y medias del mismo color, y dada la posición de mi mesa podía admirar sus torneados muslos con tranquilidad. Sabía, por experiencias previas, que Carlota no podía verme sin girar la cabeza y, cuando eso pasaba, me bastaba con saludarla o hacerle un guiño simpático y la pobre no se enteraba de nada. Como nos llevábamos muy bien, siempre me regalaba una de sus encantadoras sonrisas y, cuando me devolvía el guiño, algo en mi interior se agitaba (más bien dentro de mis pantalones, pero bueno).

Leñe, me acabo de dar cuenta de que ni me he presentado. Me llamo David, aunque todos en el trabajo me llaman David. Je, je, qué chiste más malo. Quiero decir que me llama “Deivid”, ya saben, mi nombre en inglés. Es que somos muy chulos en contabilidad, qué se creen.

A estas alturas y releyendo lo escrito, me doy cuenta de que la imagen propia que les estoy ofreciendo es la de un salido impenitente. Y no es así. Ése es Dani. Yo soy un tipo tranquilo, felizmente emparejado con Jessica, mi novia desde hace 3 años, que, si bien no es tan espectacular como Carli (sí, la llamamos así para abreviar) es realmente guapísima. Pero qué quieren, soy humano y, ante semejante monumento, nadie me puede reprochar que lo admire embelesado. Bueno, Jessica sí que me lo reprocharía, así que mejor no le digan nada.

Bueno, a lo que íbamos. La mañana se presentaba como todas, monótona y aburrida, con montañas de números, presupuestos, recibos y facturas que repasar, con el único divertimento de mis furtivas miradas a Carlota. Qué sexy estaba, con esas gafas de montura negra que sólo se ponía en la oficina, concentrada en su labor mientras mordisqueaba un lápiz con aire distraído…

A media mañana, como todos los días, llegó la hora de la pausa para el café. Como siempre, Carlota me llamó con su voz dulce y aterciopelada para que fuéramos juntos a la sala de descanso. Y también como siempre, me pilló simulando estar totalmente concentrado en un informe, para obligarla a venir hasta mi mesa para avisarme.

–          Vamos, capullo, que se nos pasa la hora del café.

–          Sí, ya voy, tira tú delante.

No es que ella sea grosera, es que siempre andamos con ese tipo de bromas.

Simulando dejar mi mesa ordenada, permití que se adelantara unos metros, para poder observar su culito contoneándose mientras caminaba antes de alcanzarla. Noté las venenosas miradas de mis compañeros clavadas en mí, envidiándome por la suerte de compartir turno con Carlota para ir a la sala de descanso. Al fondo distinguí a Dani, que muy educadamente, alzó el dedo corazón de su mano derecha hacia mí, deseándome toda clase de parabienes.

Me di cuenta entonces de que el andar de Carlota era un poco inseguro, pues las piernas parecían temblarle un poco. En otras ocasiones, ya había percibido que le pasaba eso y ella me había contado a que andaba baja de glucosa y sufría pequeños vahídos.

–          ¿Estás bien? – le pregunté poniéndome a su lado, deseando que le diera un desmayo para aferrarla entre mis brazos.

–          Sí, sí – me dijo con voz temblorosa – Ya sabes, el azúcar…

–          Tranquila, tú siéntate en el sofá y yo te preparo un café bien cargado.

La sonrisa de agradecimiento que me dirigió hizo que me flaquearan las rodillas. A ver si al final iba a resultar ser yo el que se desmayaba.

Mientras preparaba café para Carlota y para mí, todos los buitres de nuestro turno en el área de descanso se abalanzaron sobre ella. El resto de chicas se miraban unas a otras con esa expresión que las mujeres saben poner tan bien, que puede traducirse por “Hombres” en tono despectivo.

Tras darle el café a Carli, me puse a charlar con Mari y Tere, dos compañeras, pues no quería formar parte de la jauría babeante que rodeaba a Carlota. Las dos son muy guapas, especialmente Tere, pero ya saben, cuando sale el sol… las demás estrellas se opacan.

Las dos son un encanto y sé que les caigo muy bien, sobre todo por esos ratos matutinos en los que hablo con ellas mientras los demás perros menean el rabo a los pies de su ama. Tengo fama de caballero en la oficina y no es inmerecida.

Ambas incluso han flirteado un poco conmigo a veces, pero yo no les seguía el juego, pues como dije antes, era muy feliz con mi novia.

Al rato, terminó el descanso y regresé a mi mesa charlando con Carli y, aunque ella caminaba muy despacio, me pareció que no estaba mareada, así que nos reincorporamos a nuestros respectivos puestos.

El resto de la mañana fue horroroso. El jefe de nuestra sección (Fernández) nos comunicó que había un problema con unas facturas, lo que en cristiano quería decir que nos tocaba echar horas extra.

No les describo la envidia que sentí cuando llegaron las dos y media de la de la tarde y todo el mundo empezó a desfilar hacia la salida. Dani me saludó alegremente y esta vez fui yo el que exhibió su dedo corazón.

Bueno, por lo menos Carlota también seguía allí.

A la pobre no le había gustado nada lo de tener que quedarse y había tratado de argumentar con el jefe que ese día no le venía bien. Él, un gay de cincuenta y tantos años, inmune a los encantos de la chica, le insinuó que los buenos empleados son los capaces de sacrificarse por la empresa y que allí sólo se quería tener a buenos empleados.

Blanco y en botella…

La pobre, que obviamente no se encontraba muy bien, tuvo que levantarse varias veces para ir al servicio. Yo, preocupado por ella, me distraje un poco, con el resultado de que fuimos los dos últimos en acabar nuestra tarea.

Eran más de las cuatro cuando por fin dejamos listo el informe y caminamos juntos hacia el ascensor. Carlota estaba un poco pálida.

–          Carli, ¿seguro que estás bien? Si quieres te busco un caramelo o algo para reponer azúcar.

–          Sí, sí – respondió ella un poco bruscamente – No te preocupes, es sólo que estoy cansada y con hambre.

–          Sí, lo entiendo, pero no tienes buena cara…

Era verdad. Caminaba incluso un poquito renqueante y tuvo que apoyar una mano en la pared mientras esperábamos el ascensor. Me di cuenta de que estaba sudando.

–          Planta décima. Contabilidad – se escuchó mientras las puertas del ascensor se abrían suavemente.

Carli casi se derrumbó dentro del habitáculo, con la respiración agitada, y se apoyó de espaldas en una pared, jadeando.

A esas alturas yo estaba preocupadísimo, seguro de que la pobre chica estaba sufriendo un ataque de algo. Iba a insistir en mi ofrecimiento de ayuda, cuando me di cuenta de que la joven estaba muy tensa, tratando de mantener los muslos bien apretados.

–          ¿Se estará meando? – pensé para mí.

Carli, aún apoyada contra la pared, se sujetaba a la barra que había en la misma con ambas manos, con tanta fuerza que los nudillos se veían blancos, mientras su cuerpo temblaba y ella se esforzaba en mantener bien apretadas las piernas.

Yo di un paso hacia ella y le puse una mano en el hombro, tratando de calmarla y de averiguar qué le pasaba. Al tocarla, ella se sobresaltó y dio un fuerte respingo, que la hizo dejar de apretar momentáneamente los muslos.

Y sucedió lo impensable.

–          ¡NO! – exclamó súbitamente Carlota mientras se estremecía.

Pero ya era tarde. Un extraño objeto golpeó el suelo del ascensor junto a sus pies, donde rebotó con un sonido sordo. Miré hacia abajo y me quedé atónito al observar cómo un consolador de notables proporciones yacía en el suelo, a los pies de mi compañera.

Como un rayo, ella se agachó para recogerlo y lo escondió tras de su espalda. Pero no importó, pues a esas alturas yo lo había visto perfectamente; su tamaño, su color, su  grosor, su textura imitando la piel de un pene… y sobre todo el extraordinario brillo de los jugos que empapaban por completo el juguetito, señal inequívoca de donde había estado metido hasta segundos antes.

No me extrañaba que le temblaran las rodillas.

–          ¡Dios, Dios, Dios, Dios…! – repetía Carli avergonzada a más no poder, hasta que la vocecilla pregrabada puso fin a su suplicio

–          Sótano 2. Garaje.

Las puertas se abrieron y Carlota salió disparada hacia su coche, sin decir ni siquiera adiós, dejándome mudo y anonadado observando cómo se alejaba. Tanto tardé en reaccionar, que las puertas del ascensor se cerraron y tuve que pulsar el botón para volver a abrirlas.

–          Parece que ya no cojea – dije para mí mientras caminaba hacia mi coche, aún en estado de shock.

El trayecto hasta mi casa se pierde en una nube de confusión; no me acuerdo de nada, lo mismo podría haber conducido hasta Vladivostok. En mi cabeza, lo único que había eran las imágenes, como fotografías, de lo que acababa de suceder en el ascensor: el consolador moviéndose levemente en el suelo, el brillo de humedad en la superficie de látex, la expresión avergonzada de Carlota…

Huelga decirles que llevaba una erección de campeonato; la tenía lista para echar puertas abajo si hacía falta.

Llegué a casa y metí el coche en el garaje. Me quedé dentro unos minutos, allí solito en los sótanos de mi edificio, encerrado en mi coche tratando de serenarme.

De lograr que se me bajara la empalmada, vaya.

Y no fue tarea fácil, no crean. A punto estuve de sacármela allí mismo y hacerme una buena paja, pero el sentido común prevaleció y el miedo de que algún vecino me pillara me detuvo.

Por fin, la “cosa” se calmó un tanto y pude ir hasta los ascensores, pero, en cuanto me vi encerrado en el habitáculo, el recuerdo de lo sucedido volvió a golpearme con fuerza y mi pene volvió a despertar dentro del pantalón.

Por fortuna, el ascensor viajó directamente hasta mi planta, la octava, sin que ningún vecino lo llamara, con lo que me ahorré pasar una vergüenza del copón.

Con mucho cuidado, tratando de no hacer ruido para que Jessica no me viera entrar en casa y se interesara por el motivo de la espontánea erección de su novio, hice girar la llave y entré en mi piso.

En silencio, colgué la chaqueta en el perchero y me descalcé, guardando los zapatos en el armario de la entradita. Miré en el salón pero no vi a nadie, así que supuse que Jessi estaría en el despacho, trabajando como siempre.

Jessica es abogada y trabaja para uno de los mejores bufetes de la ciudad. Es una profesional bastante respetada por sus jefes, lo que en este país significa que echa más horas que un reloj y no anda pidiendo aumentos de sueldo.

Sigiloso cual ninja, asomé el careto al despacho y la vi allí, como me esperaba, trabajando en su portátil. Mi idea inicial era infiltrarme sigilosamente tras las líneas enemigas y encerrarme rápidamente en el baño simulando un fuerte apretón de estómago. Así, con la excusa de hacer aguas mayores, podría agitar convenientemente mi manubrio para sacarme la excitación del cuerpo en la intimidad del cuarto de baño y luego presentarme ante mi novia argumentando que la cagalera me había imposibilitado para venir directamente a saludarla como hacía siempre. Hasta tenía pensada la frase para desviar cualquier sospecha… “Nena, es que me iba por las patas pabajo”.

Sin embargo, nada más verla, mis planes cambiaron de forma inmediata. Jessica estaba recién duchadita, a juzgar por su pelo mojado y estaba vestida únicamente con una de mis camisas, que le llegaba a medio muslo.

Conociéndola como la conocía, supe enseguida que, bajo mi camisa, la única prenda que mi chica usaba eran unas braguitas, pues le gustaba mucho ir cómoda por casa.

El plan de infiltración se fue inmediatamente al garete, siendo sustituido por el del ataque preventivo por la retaguardia… Además, su sola presencia así vestida, con ese aire intelectual tan sexy, bastaba y sobraba para justificar plenamente el estado de mi entrepierna.

Así que me aproximé en silencio con una sonrisilla maliciosa en los labios y preguntándome qué opinaría Jessica si le sugería que compráramos un juguetito como el de Carlota… como el del coño de Carlota, quiero decir.

Sigiloso como un gato, me aproximé por detrás a mi chica y la abracé, besándola cariñosamente en el cuello.

–          ¡UAAAAAAHHH! – chilló sobresaltada – ¡LA MADRE QUE TE PARIÓ! ¡CASI ME DA UN INFARTO!

–          No, no, no, cari – le dije sin soltarla ni dejar de besarla – Tantos años de facultad para acabar hablando como un carretero…

–          Suelta, imbécil, que casi me muero del susto. Tengo el corazón a mil…

–          ¿En serio? – dije con voz juguetona – Voy a tomarte el pulso. A ver, el corazón…

Para comprobar si lo que decía era verdad, deslicé mi mano por la pechera de la camisa, apoderándome suavemente de su seno izquierdo, que amasé levemente antes de pellizcar con dulzura el pezón, haciendo que Jessica emitiera un gemido tan sensual que las rodillas me temblaron.

–          ¿Qué haces idiota? ¡Estate quieto! ¿No ves que estoy trabajando?

Siguiéndole el juego a mi novia (pues sabía perfectamente que no estaba para nada molesta, si no, que alguien me explique por qué se le había puesto tan duro el pezón) saqué mi mano de la camisa y volví a abrazarla, besándola de nuevo, esta vez en la nuca, provocándole unas cosquillas que la hicieron estremecerse.

–          ¡Ayyyy, tonto! David, estate quieto que tengo que acabar esto.

–          ¿Qué pasa? – dije en tono burlón – ¿Es que no puedo saludar a mi novia? Seguro que entro y no vengo a darte un beso y te cabreas.

–          Vale, vale, sátiro, puedes darme por saludada. Ahora déjame un ratito, que tengo que acabar esto.

–          ¿Qué estás haciendo? – pregunté más por seguir pegadito a ella que por franco interés.

–          Repasar este contrato y escribir un informe sobre las cláusulas para el cliente. Un rollo macabeo.

–          Venga ya, no será para tanto – bromeé.

–          ¿En serio? Ya me gustaría verte a ti con esto…

–          Pues venga, a ver, aparta gorda – le dije como siempre hacía cuando quería picarla un poco.

–          ¡Ay, que te estés quieto, David! ¡Anda y ve a darte una ducha, que hueles!

Sin hacerle ni caso, la tomé de la cintura y la obligué a levantarse, mientras ella fingía resistirse sin auténtica convicción. Apartando un poco la silla, ocupé su lugar en el asiento y tirando de ella por la cintura, la obligué a sentarse en mi regazo. Sí, lo han adivinado, directamente sobre mi erección.

Ella, obviamente, notó rápidamente cual era mi estado y, juguetona, movió ligeramente su culito a los lados, frotándose deliciosamente contra mi pene.

–          Vaya, vaya, cómo estamos… – dijo riendo – ¿Esto está así por mí?

–          ¿Tú que crees? – respondí evasivamente, evitando mentirle.

–          Madre mía. Me siento halagada – siguió ella con la broma – Y sólo de magrearme un poco la teta…

–          No es por eso, ya me había empalmado en cuanto entré a la habitación. Te lo he dicho muchas veces: Jessi, no te pongas mis camisas, no te pongas mis jerséis… que en cuanto te veo así vestida, me pongo en modo burro total y no respondo de mis actos – dije apretando todavía más mi bulto contra su retaguardia.

–          ¡Ay, cochino! – rió Jessi – ¡Que me vas a empotrar contra el portátil!

–          Ya te gustaría – dije mientras mis manos se deslizaban bajo los faldones de la camisa y se apoderaban de su cuerpecito serrano.

–          ¡Ja, ja, ay! ¡Quieto!

Sí. Para parar estaba yo.

Sin pensármelo un segundo, empecé a amasar y acariciar los turgentes senos de mi novia bajo la camisa, entreteniéndome en estimular y pellizcar sus sensibles pezones, pues sabía perfectamente que era una de las mejores maneras de poner su motor en marcha, pues sus pechos son muy sensibles. Ella, sabiendo lo que yo pretendía, trataba de sacar mis manos de debajo de la camisa, pero la misma prenda se lo impedía, así que trató de librarse de mí poniéndose seria.

–          David, leche ya, estate quieto de una vez. Tengo que terminar esto. Luego, después de cenar, jugamos un ratito, pero ahora no.

–          Bueeenoo – asentí sin la más mínima intención de detenerme – Está bien, sigue con lo tuyo.

–          Venga, lárgate – dijo Jessi tratando de levantarse de mi regazo.

Sin embargo, yo se lo impedí posando mis manos en sus caderas, imposibilitándole despegarse de mi rabo.

–          Daviiiiiddddd – insistía ella.

–          Tranquila cariño – dije aparentando normalidad – Que no voy a hacer nada. Me voy a quedar aquí calladito viendo cómo trabajas.

–          No te lo crees ni tú.

–          Como tú quieras. Ya verás como digo la verdad.

Fui bueno lo menos durante dos minutos, siguiendo con el juego, aunque ambos sabíamos perfectamente cómo iba a acabar la cosa. Además, el hecho de que la imagen del consolador chorreante estuviera grabada a fuego en mi mente, borraba por completo cualquier posibilidad de que Jessi escapara de allí sin un pollazo. Menudo soy yo.

–          Estate quieto – me dijo ella cuando empecé a frotar suavemente mi erección contra su culo.

–          ¿El qué? ¿Qué estoy haciendo? – dije con mi mejor voz de inocencia absoluta.

–          Eso. Para.

–          ¿Qué pare de hacer qué?

–          Deja de frotarme la polla en el culo.

Ya estaba. Ya estaba a punto. Jessi sólo usaba lenguaje soez cuando estaba cabreada o cachonda. Y estaba bastante seguro de que no estaba enfadada precisamente…

–          ¿Te refieres a esto? – dije frotándome con mayor voluptuosidad.

–          ¡Sí! ¡PARA!

Ni de coña.

–          Tú tranquila. Sigue con lo tuyo. Yo me apaño por aquí…

Y lancé el ataque doble. La técnica mortal. Mi mano izquierda retornó bajo la camisa para reconquistar  sus prietas carnes mamarias, pero la derecha no la acompañó a la batalla, sino que realizó un ataque relámpago más al sur, perdiéndose en los ardientes territorios que había entre las cachas de mi novia.

Ella, en un acto reflejo, apretó los muslos con fuerza, tratando de rechazar al invasor, pero ya era tarde y éste había penetrado sus defensas, apoderándose con avidez del botín enemigo.

Vaya, que no tardé ni un segundo en meterle mano dentro de las bragas…

Cuando mis dedos recorrieron los sensibles labios de la vagina de Jessi, un delicioso espasmo estremeció su cuerpo, haciendo que se estrujara todavía con más fuerza contra mí. Jessica, sin poder evitarlo, empezó a gemir de placer, rendida por fin a mis habilidosos dedos, qué sabían perfectamente dónde y cómo acariciar para volverla loca de excitación.

–          Si quieres, paro – siseé mientras le mordía el lóbulo de una oreja desde atrás.

–          Eres un cabróoooon – suspiró ella – Como no termine hoy este trabajo te vas a cagar…

–          Vamos, no seas tonta, por un pequeño descanso qué va a pasar…

Y nos abandonamos a la pasión.

Jessica, caliente como una perra, apretó todavía más los muslos, atrapando mi mano en medio. Echando la cabeza hacia atrás, sus labios buscaron los míos con avidez y yo hice otro tanto, empezando a devorarnos la boca el uno al otro con ansia, entrelazando nuestras lenguas en un baile de lujurioso frenesí.

Mientras, mis manos la acariciaban cada vez más intensamente, estrujándola con ganas, haciéndola gemir de placer y dolor contra mi boca, aunque en ningún momento se quejó.

Yo estaba más caliente que nunca, excitado a más no poder, pero sintiéndome un poquito culpable, pues en el fondo sabía que no era Jessica la causa de mi excitación, pues, mientras la besaba y la acariciaba, era el rostro ruborizado de Carlota el que ocupaba mi mente.

Sin dejar de devorar mis labios, Jessi echó el brazo hacia atrás, posando la mano en mi cuello, abrazándome, atrayéndome hacia si. Mis caricias se hicieron más intensas, más salvajes, tanto que los botones de la camisa, no soportando la tensión, acabaron por saltar de las costuras, saliendo disparados por todas partes.

–          Te has cargado la camisa, imbécil – siseó Jessica apartándose un segundo de mi boca.

–          Da igual – respondí – Luego puedes coserla…

–          Y una mierda… Te la has cargado tú…

–          Eso da igual. La has cogido sin permiso…

–          Pues te jodes… – gimió ella cuando uno de mis hábiles dedos se hundió bien profundo en su coñito.

Haciendo un alarde de fuerza, me puse en pie levantando en vilo a Jessica, que dio un gritito de sorpresa. Sin darle tiempo a protestar, la obligué a ponerse en pie frente a la mesa y empujándola hacia delante hice que quedara recostada encima, con los pies bien asentados en el suelo y la grupa apuntando hacia mí.

Sin perder un segundo, me arrodillé detrás de ella y deslicé mis manos por sus caderas, hasta encontrar la cinturilla de sus bragas. Suavemente, tratando de controlar la increíble excitación que sentía, se las bajé hasta los tobillos y agarrando firmemente sus nalgas, separé los cachetes para descubrir el maravilloso tesoro que ocultaban… el delicioso y chorreante coñito de mi novia.

–          Sí, asíii… joder qué bueno – gimió ella cuando enterré mi rostro entre sus muslos y mi juguetona lengua empezó a recorrer su ardiente rajita – Sí, David, cómemelo, joder, qué cachonda me has puesto, cabrón, cómeme el coño que estoy empapada…

Vaya si lo estaba, como nunca antes. Me sorprendí un poco al descubrir que a mi chica le iba el sexo duro, pues estaba siendo bastante más intenso de lo habitual. Y si tenía dudas sobre su grado de excitación, bastaba con escucharla decir palabrotas para hacerme una idea…

–          Joder, David, qué bien me lo comes. Nunca me lo habías hecho así. Mierda, si lo llego a saber antes, te habrías pasado el último año con la cara metida entre mis piernas. ¡AH! ¡JODER! Sí, así, méteme los dedos…

Pero a esas alturas yo ya no podía más y no eran precisamente los dedos lo que quería meterle…

Estimulándola únicamente con la lengua, mis manos forcejearon con la correa del pantalón y lograron abrirla. El botón resistió sólo un segundo y rápidamente me encontré con los pantalones bajados y mi polla, incandescente y rezumante, bamboleando entre mis piernas, deseando hundirse en Jessi de una vez.

–          ¿Qué haces cabrón? – gimió Jessi cuando saqué la cara de entre las nalgas! – ¡Sigue comiéndomelo!

–          Lo siento, nena – jadeé como un perro en celo – No puedo más… La polla me va a reventar.

Jessi, que se había vuelto a mirarme, esbozó una libidinosa sonrisa que me hizo estremecer.

–          Pues venga. ¿A qué esperas? ¡Métemela de una vez y fóllame!

A sus órdenes.

Levantándome como un resorte, me coloqué justo tras la popa de Jessi mientras ella me daba la espalda y se apoyaba sobre la mesa; agarrándome el cimbrel, lo ubiqué en la entrada de su ardiente gruta y se la enterré hasta los huevos de un tirón, haciendo que sus pies hasta despegaran del suelo.

–          ¡SIIIIIIIIIIIIII! – aullaba Jessi como una loba en celo.

–          Joder, Jessi, cómo lo tienes. ¡Estás ardiendo! ¡Cómo aprietas!

Era verdad. Aquel se estaba convirtiendo en el polvo de nuestra vida. Nunca había sido mejor el sexo entre nosotros. Jessi estaba entusiasmada, entregada por completo a la jodienda, feliz porque su novio estuviera proporcionándole tanto placer.

Pero yo me sentía culpable.

–          ¡Sí!, fóllame, David, sigue, dale duro. Joder, cómo me pones, por favor, oh Dios, tu polla, tu polla está más dura que nunca, por favor, haz lo que quieras, lo que quieras, pero por favor… ¡ NO PARES DE FOLLARME!

Ni se me había pasado por la imaginación hacerlo.

Joder, cómo la follé. Con qué ansias, con qué brío, parecía un puto quinceañero desbocado. Me descontrolé por completo. Mi polla parecía un martillo neumático golpeando una y otra vez las entrañas de mi novia, hundiéndose inmisericorde en su humedad, en su calor… Mis huevos, como campanas, golpeaban su trasero constantemente, haciéndome incluso daño. Pero me daba igual, yo sólo quería follar, clavársela hasta las entrañas, joderla viva…

–          ¿Te gusta? ¿Te gusta, puta? ¿Te gusta cómo te follo? ¿Eh, zorra? ¿Disfrutas con mi verga?

Como he dicho, estaba descontrolado; jamás le había dicho cosas como esas a Jessica, aunque, en realidad, a ella parecieron encantarle. Enajenada, Jessica echó la mano para atrás y agarró mi corbata, tironeando de ella como si fueran mis riendas, para atraerme hacia sí, dirigiendo mis culetazos.

–          ¡Si, cabrón, me encanta! ¡Me encanta tu polla! ¡Eres mi polla! ¡Clávamela, métemela hasta el fondoooooo!

No sé cuantas veces se corrió Jessi, más de dos sin duda. Al final, tras un violento orgasmo, casi se desmayó sobre la mesa y yo tuve que sujetarla para que no se cayera al suelo; todo eso sin dejar de martillearle el coño.

Cuando mis huevos entraron en erupción, proferí un grito de guerra vikingo y procedí a llenarle el coño de leche. Sin embargo, tras un par de impresionantes descargas que sin duda la colmaron hasta arriba, pensé que me apetecía pegarle un par de buenos lechazos (cosa que habitualmente no me dejaba hacer) así que se la saqué del coño y agarrándomela, dirigí varios disparos contra su cuerpo, que aterrizaron en su culo, espalda y cabellos, pringándola toda.

Incluso un par de ellos salieron catapultados por encima de Jessica y aterrizaron en algún punto indeterminado del despacho.

Agotado, me derrumbé en la silla tratando de recuperar el resuello, mientras Jessi, muy lentamente, se dejaba caer en el suelo hasta quedar sentada, dejando reposar su cabecita en mi pierna.

Enternecido, empecé a acariciarle la cabeza con la mano, pero la retiré enseguida al encontrar su cabello todo pegoteado.

–          ¡AJJJJJJ! – exclamé riendo – ¡Serás guarra! ¡Tienes el pelo todo pringoso de semen!

–          ¡PLAS!

Por toda respuesta, ella me dio un fuerte golpe con la mano abierta en el muslo, dejándome marcados los dedos.

–          Eres un cerdo. Te me has corrido encima.

–          Y anda que no te ha gustado – reí.

Ella alzó la cabeza y me miró a los ojos.

–          Cerdo.

Yo me incliné y la besé.

Tras librarme de los pantalones de una patada, me agaché para coger a mi novia en brazos y me dirigí con ella al baño.

–          ¿Adónde vamos? – me dijo rodeando mi cuello con sus brazos.

–          Al cuarto. Voy a follarte un poco más – bromeé.

–          ¿Estás loco? ¿Es que quieres matarme?

Volví a besarla.

–          Vamos a la ducha, tonta, es verdad que te he puesto perdida. Se me ha ido la pinza.

–          Se nos ha ido a los dos.

–          Pero ha sido increíble – dije mirándola a los ojos.

–          Sí que lo ha sido.

Poco después, los dos nos besábamos y acariciábamos apasionadamente bajo el chorro de la ducha. Atrás había quedado el desenfreno anterior, volvíamos a ser Jessica y David, los amantes, no los descontrolados adictos al sexo de un rato antes.

Tras asearnos, llenamos la bañera y activamos el hidromasaje. Jessica se sentó de espaldas a mí, entre mis piernas, apoyando su espalda en mi pecho, tranquila, relajada y satisfecha.

–          ¿Se puede saber qué te ha dado hoy? – me preguntó de repente.

–          No sé. Te he visto allí, tan sexy, con mi camisa… ya sabes cómo me pone verte con mi ropa. He empezado a juguetear… y la cosa se me ha ido de las manos.

–          Sí, es verdad. Jo, David, te juro que jamás me había puesto tan cachonda. No sé que me ha pasado. Ayer, habría jurado que no me gustaba que me insultaras mientras lo hacemos, pero ahora…

–          Te pusiste cachonda como una perra…

–          ¡David! – se escandalizó ella dándome otro golpe, en el brazo otra vez.

–          Eres muy pegona – dije riendo – La próxima vez que lo hagamos, voy a tener que ser yo el que te dé unos azotes.

Ella se quedó callada un segundo.

–          ¿Y cuándo será eso? – preguntó como quien no quiere la cosa.

–          Si quieres ahora mismo…

Volvimos a hacerlo en la bañera. Ella se colocó encima y dirigió las operaciones. No dejamos de besarnos mientras lo hacíamos y fue un sexo genial, pero pronto me di cuenta de que no estaba tan excitado como antes. Y es que en ese momento era Jessica la que ocupaba mi mente. Jessica y no… Carlota.

Más tarde, mientras preparaba la cena, escuché los gritos enfurecidos de Jessica desde el despacho. Asustado, corrí hasta la habitación y me encontré con Jessi que me miraba con los ojos encendidos.

–          ¿Qué pasa? – pregunté preocupado.

–          ¿Que qué pasa? ¡Mira!

Siguiendo la dirección de su dedo, miré el portátil que estaba sobre la mesa. En la pantalla, aparecía un galimatías incomprensible de caracteres sin sentido. Enseguida comprendí qué había pasado. Mientras follábamos, Jessi se había apoyado sobre el teclado y el ordenador había empezado a escribir caracteres al azar como loco.

–          Pero eso no tiene importancia – dije – Abre la copia de seguridad del fichero. O selecciona el texto inteligible y bórralo.

–          ¡No digo eso! ¡Sino esto!

Extrañado, miré mejor y entonces lo comprendí todo. El carísimo maletín de mi novia, que le habían regalado en la oficina tras cerrar un trato especialmente lucrativo, tenía una enorme mancha de esperma seco sobre la piel.

–          ¡Como eso deje mancha, te la corto! – aulló Jessi.

Por si las moscas, realicé una retirada estratégica a la cocina. Y escondí los cuchillos.

………………………………………….

Y el día siguiente llegó. Y tuve que regresar al curro. Y si el trayecto del trabajo a mi casa del día anterior se borró de mis recuerdos, el que hice ese día en sentido inverso está grabado a fuego en mi mente de lo mal que lo pasé.

Una vez superada la excitación por el morbo del momento (a lo que contribuyó el polvo extra que echamos Jessi y yo después de cenar), me enfrentaba a la cruda realidad: la vergüenza que iba a pasar cuando me encontrara con Carli iba a ser para cagarse. Literalmente.

El alivio que sentí cuando subí al ascensor con el resto de los borregos del rebaño y no vi a Carlota por ninguna parte debió de notárseme hasta en la cara, pues Dani, que iba hombro con hombro conmigo, me preguntó si me encontraba bien.

–          Sí, tío, una mala noche, nada más.

–          ¿Y dónde coño estará Carlota?

–          No sé, por ahí andará.

Pero ese día no vino, lo que me preocupó todavía más.

………………………………………….

Al día siguiente sí apareció. Y, cuando nuestras miradas se encontraron, ella apartó la vista enseguida, enfadada. Me sentí fatal.

……………………………………………

Los siguientes días fueron bastante desconcertantes. Carli parecía estar cabreada conmigo y no me dirigía la palabra como antes. Se acabó lo de venir en mi busca para ir a tomar café o las bromitas en horario de trabajo. Algunos compañeros, como Dani, se dieron cuenta y me interrogaron al respecto, pero yo no sabía qué decirles.

A ver. ¿Qué demonios había hecho yo? Vale, había estado en el lugar equivocado en el momento menos oportuno, pero eso no había sido culpa mía. De acuerdo que había descubierto el secretillo de Carlota pero, ¿qué se creía? ¿Que iba a ir contándolo por ahí?

Esos días le di mogollón de vueltas al coco y llegué a interesantes conclusiones. Por un lado, estaba claro que Carlota no padecía ningún tipo de enfermedad, pues esos días sus andares eran firmes y seguros (y tan sexis como siempre) y ya no cojeaba ni vacilaba al caminar. Eso me llevaba a mi segunda conclusión: los días en que Carli andaba como un pato… era porque la chica estaba inmersa en algún jueguecito.

Vaya, vaya, quien lo hubiera dicho. Que semejante pivón tuviera ese tipo de inclinaciones… era super excitante y morboso. Pero no crean, nada más lejos de mi intención intentar nada con ella, yo era completamente feliz con mi chica. Eso sí, durante esos días follé con Jessica a todo tren, pues andaba a todas horas cachondo perdido, siempre con los sucesos del ascensor rondando por mi azotea.

Sin embargo, no dejaba de molestarme que mi amistad con Carlota se fuera al garete por una estupidez semejante.

Yo trataba de hacer torpes acercamientos hacia ella. La miraba fijamente en el trabajo para atraer su atención, hasta que ella se daba cuenta y me devolvía la mirada. Al principio, cuando nuestros ojos se encontraban, ella apartaba la vista, avergonzada, lo que tenía su lógica. Pero, poco a poco, a medida que pasaban los días, ella me miraba con expresión cada vez más… ¿desafiante?

Eso sí que no lo entendía, yo sólo intentaba que me diera alguna señal para intentar un acercamiento, que pudiéramos hablar y aclararlo todo… pero ella no me daba pie, mostrándose arisca y borde. Estaba desconcertado.

Por fin, unas dos semanas después del incidente del ascensor, me decidí a coger el toro por los cuernos y, armándome de valor, aproveché un segundo para acercarme a ella simulando ir a enseñarle unos papeles y le dije que teníamos que hablar.

Ella me miró fijamente a los ojos, en silencio y asintió con la cabeza, apartando a continuación la mirada e ignorándome por completo.

–          ¿Te va bien esta tarde al salir de trabajar? Podíamos tomar un café en lo de Ramiro…

–          No, en lo de Ramiro no. – respondió sin mirarme – Mejor vamos a  un pub que conozco en calle García Cueto. Es más tranquilo.

–          Por mí vale.

Y regresé a mi mesa, un poco más sereno por haber dado el primer paso para arreglar las cosas con Carli. Lamentaba haber permitido que la cosa llegara tan lejos por falta de valor para aclarar el asunto con ella. Pero sentía que por fin estaba haciendo lo correcto, por lo que me quedé más tranquilo.

Dos veces por semana, nuestro horario de oficina era de mañana y tarde, rotando los días por grupos para que no nos tuviéramos que quedar todos. Ese día nos tocaba quedarnos a los de nuestra sección, por lo que Jessica no esperaría que volviera pronto a casa, así que tendría tiempo de sobra para aclarar las cosas con Carlota.

Cuando por fin salimos, a las seis, empecé a ponerme nervioso, pues el tema que íbamos a tratar (que mi compañera viniera de vez en cuando a trabajar con objetos metidos en la vagina) era un tanto espinoso.

Además, Carlota no se dignó ni a dirigirme la palabra cuando bajamos en el ascensor, aunque tampoco lo encontré tan extraño pues no bajábamos solos.

Cuando llegamos al sótano, se limitó a confirmarme la dirección del pub e indicarme que podía seguirla si quería, cosa que hice.

Un cuarto de hora después y tras pagar religiosamente en una de las máquinas recreativas que el ayuntamiento despliega por doquier, dejé mi coche y penetré en el bar donde había quedado con Carlota, que ya me esperaba sentada cómodamente en una de las mesas del fondo.

Me gustó el sitio, íntimo y acogedor, elegante pero sin excesos. Pensé que podría traer a Jessica en alguna ocasión.

Cuando me senté frente a Carlota, acababa de pedir al camarero y yo, no sabiendo si había pedido café u otra cosa, para no desentonar simplemente dije:

–          Lo mismo que ella, por favor.

Y el camarero se largó, dejándonos solos. Tras unos segundos de incómodo silencio, Carlota le echó narices y fue la primera en hablar.

–          ¿Y bien? ¿Qué querías decirme?

Joder, qué palo me dio. Su voz fue fría y cortante, borde incluso, muy lejos del tono suave y encantador que usaba habitualmente. Me puse nervioso. Para ganar unos segundos y poder tranquilizarme, me quité la chaqueta y la dejé en la silla que tenía al lado.

–          Verás, Carlota… Respecto a lo que sucedió el otro día en el ascensor…

Se echó para atrás en el asiento, poniéndose en tensión. Su rostro se tornó lívido, preocupado, mirándome con los labios apretados y los ojos echando chispas.

–          Carlota, quiero que sepas que siento lo que pasó, pero comprende que yo no hice nada malo. Estaba preocupado por ti, pues tenías muy mala cara y pensaba que estabas enferma… ¿Cómo iba a saber yo que estabas en medio de un jueguecito de esos?

–          ¿Y qué? – dijo ella en tono cortante.

–          ¿Cómo que y qué? Pues que estás cabreada conmigo porque me enteré de tus… aficiones. Y no sé por qué. A mí jamás se me ocurriría meterme en las prácticas sexuales de cada uno, eres mayorcita para hacer lo que te dé la gana y te aseguro que yo no pienso juzgarte. Me da igual lo que hagas.

Su mirada había cambiado, en sus ojos ya no se veía enfado, sino más bien confusión.

–          Y si lo que te preocupa es que vaya por ahí contándolo, puedes quedarte tranquila. Eso es algo que forma parte de tu intimidad y no tiene por qué saberlo quien tú no quieras. Y te aseguro que no pienso contárselo a nadie. Tu secreto está a salvo conmigo. Por mi parte, lo ideal sería que olvidáramos este asunto por completo y volviéramos a ser amigos como antes, como si nada hubiera pasado.

Ya no se mostraba confusa, si no directamente estupefacta, lo que me confundía a mí a mi vez. Justo en ese momento llegó el camarero con las copas (alcohol, nada de café) y unos frutos secos, así que nos callamos un segundo. Cuando se marchó, Carlota se inclinó hacia delante, acercándose un poco hacia mí.

–          ¿Qué es lo que has dicho? – preguntó.

–          Que quiero que vuelva el buen rollo entre nosotros.

–          No, lo de que no has hablado con nadie.

Súbitamente, las piezas encajaron en mi cabeza. O eso creí.

–          ¿Eso era lo que te preocupaba? ¿Que se lo hubiera contado a alguien? Chica, parece que no me conozcas. ¿En serio pensabas que iba a ir contando esas cosas por ahí?

Carlota me miraba en silencio, como si no supiera muy bien qué decir. Ahora entendía el por qué de su enfado. Pensaba que yo había ido contando su numerito del ascensor por toda la oficina.

–          Carlota, te juro por mi santa madre que no le he hablado de lo que pasó absolutamente con nadie. Además, ¿no crees que si me hubiera ido de la lengua, el rumor habría corrido como la pólvora por la oficina?

Aquello la hizo reflexionar. Sabía que yo decía la verdad. Sin decir ni mú, apuró su copa de un trago y pidió otra al camarero con un simple gesto, aunque yo aún no había ni tocado la mía.

–          Joder, Carlota, creía que tenías mejor concepto de mí…

–          Y lo tengo. Pero no era eso lo que me preocupaba – dijo la joven dedicándome una extraña mirada.

–          ¿Entonces?

–          ¡Bah! Déjalo. Estupideces mías. Lo cierto es que me daba vergüenza que me pillaras y no sabía muy bien cómo afrontar la situación.

Su evasiva no me satisfizo, pero no quise insistirle no fuera a cabrearse de nuevo. Además, si ya no estaba enfadada ¿qué me importaban sus motivos?

Más relajados, nos calmamos un poco y seguimos charlando tranquilamente, como habíamos hecho otras veces. Hablamos del trabajo sobre todo, pero recuperando poco a poco el ambiente de confianza que siempre habíamos tenido el uno con el otro. Pronto estábamos los dos riendo y bromeando como siempre.

Tanto nos relajamos, que el trasiego de copas continuó sin reparos. Poco a poco, fuimos achispándonos, con lo que nos desinhibimos y la conversación fue derivando hacia temas personales, cosa nada extraña pues, a pesar de todo lo dicho, las imágenes de lo acontecido en el ascensor seguían vívidas en mi mente. Y, en el fondo, sentía un poco (bastante) de curiosidad por sus actividades “extracurriculares”. Carlota se mostraba cada vez más tranquila y relajada, como si se lo estuviera pasando realmente bien.

–          ¿Y cómo te va con tu novia? – me preguntó en un momento dado – Jessica se llamaba, ¿no?

–          Sí, Jessica – confirmé – Estupendamente. Ya llevamos 6 meses viviendo juntos y la cosa no podría ir mejor. ¿Y tú que te cuentas? ¿Algún Don Juan en el horizonte?

–          Nah. Sigo compuesta y sin novio.

–          Será porque te da la gana.

–          ¿Por qué dices eso? – preguntó.

–          Chica, con lo guapa que eres. Además, yo pensaba que…

Me callé de repente, dándome cuenta de lo que estaba a punto de decir. Pero Carli no iba a dejarme escapar…

–          ¿Qué pensabas?

–          Nada, olvídalo. Era una tontería.

–          De eso nada. Ahora no me puedes dejar con la incógnita – dijo en tono juguetón.

–          Perdona, Carli, es que podría molestarte…

–          ¿Molestarme? ¿Y por qué ibas a molestarme? ¿No somos dos amigos charlando tranquilamente? ¿Es que ibas a decirme alguna guarrada?

Se notaba perfectamente que estaba un poquito borracha.

–          Venga, David, suéltalo ya.

–          Vale, vale. Tampoco es nada importante. Es sólo que pensaba que ese tipo de jueguecitos, ya sabes, lo del ascensor, se practicaban más bien en pareja. Que sería algo que te había pedido tu novio, no sé, para darle morbillo a la relación…

–          ¿Ah sí? ¿Tú le haces esos encarguitos a Jessica? – preguntó ella, divertida.

–          ¿A Jessica? ¡Ni de coña! No lo haría ni muerta.

–          ¿Y a ti? ¿Te ponen esas cosas?

Me quedé callado. Recordé la de cientos de veces que había rememorado los sucesos del ascensor en los últimos días y lo excitado que me había puesto cada vez que lo hacía. Mi silencio fue respuesta suficiente.

–          ¡Ya veo que sí! ¡Ja, ja! – rió Carlota.

Me quedé un poco cortado.

–          ¡Qué mono! Si hasta te has puesto colorado y todo…

Bebí de mi copa, para no tener que contestar. Entonces, Carli se inclinó hacia delante y me dijo en tono más confidencial…

–          ¿Te pusiste caliente cuando pasó lo del ascensor?

Joder, qué guapa era. Cuando se acercó hacia mí pude percibir perfectamente el exquisito aroma que desprendía su cuerpo, fui consciente del botón que se había desabrochado de su camisa, de la carnosidad de sus labios levemente coloreados por el carmín, de la profundidad de sus ojos azules… No fui capaz de contestar.

Entonces ella, viendo que estaba un poco aturrullado, dejó de presionarme y volvió a recostarse en su asiento. Permanecimos unos instantes callados, en los que no supe qué decir, hasta que ella volvió a tomar el control de la situación.

–          Vaya, vaya, no te hacía tan tímido – dijo.

–          Yo tampoco creía serlo – acerté a responder – Pero es cierto que me incomoda un poco hablar de temas tan personales. Sobre todo con una chica guapa.

–          Entonces, ¿no me vas a responder? – dijo clavando sus ojos en los míos – Seguro que a Dani se lo contarías.

–          Carli…. Ya te he dicho…

–          Vale, vale. Te propongo un juego.

–          ¿Un juego?

–          Quid pro quo. Tú me respondes a una pregunta y yo te contesto a otra. Ya he notado que te mueres de ganas de saber en qué consisten mis jueguecitos…

¡Coño! Me sorprendió. Y yo que pensaba estar siendo muy discreto…

–          Entonces ¿qué? ¿Juegas?

Apuré mi copa para armarme de valor. Pensé que, si acababa poniéndome cachondo, siempre podría pegarle otro polvo a Jessica. O dos.

–          De acuerdo – asentí.

Lo cierto era que me apetecía participar en el jueguecito.

–          Estupendo – dijo Carli – Empiezo yo.

–          Ok.

–          Responde a lo de antes.

–          Sí, me puse muy caliente. Cuando llegué a casa me follé a mi novia como nunca antes lo había hecho.

Toma ya. Le iba a enseñar yo quien era el tímido. A hierro. Sin embargo, aunque mi rotunda respuesta la sorprendió un poco, no se mostró avergonzada en lo más mínimo.

–          Te toca – dijo simplemente.

–          No tienes ninguna enfermedad ¿verdad? Ni diabetes ni ostias. Esos días en que te tambaleabas eran porque estabas usando el consolador…

–          No siempre el consolador. Otras veces he usado otras cosas… – admitió ella sin inmutarse.

–          ¿Cómo cuales?

–          Vibradores, estimuladores clitorianos, bolas chinas… Y no siempre en la vagina…

La boca se me había secado por completo. Hice un gesto al camarero para que sirviera otra ronda.

–          ¿Te has masturbado alguna vez en la oficina? – me espetó Carli sin alterarse en absoluto.

–          Alguna vez. En los servicios. Cuando Jessica se va de viaje y me paso varios días… ya sabes.

–          ¿Y piensas en mí cuando lo haces?

Volvía a enrojecer, sin ser capaz de responderle.

–          Vamos… di la verdad – canturreó ella.

–          Algunas veces – admití.

Ella sonrió seductoramente. La cosa se me estaba escapando de las manos.

–          ¿Y tú? ¿Te masturbas allí? – contraataqué.

–          Continuamente. Casi todos los días. Y sí – añadió sonriendo – alguna vez lo he hecho fantaseando contigo…

Joder. La madre que la parió. Qué mujer. Agradecí mentalmente que la mesita estuviera entre nosotros, pues si no habría tenido que esconder mi erección con una campana. Aunque estoy seguro de que Carli sabía perfectamente el efecto que estaba produciendo en mí.

–          ¿Has sido infiel alguna vez? – me espetó.

–          Jamás – respondí taxativamente, con voz más segura por pisar terreno más firme – ¿Y tú?

–          ¿Yo? Tampoco – dijo ella simplemente.

–          ¿En serio?

–          Oye, pero qué te crees. Que me guste el sexo no quiere decir que sea una puta. He tenido muchas parejas, pero, mientras he estado saliendo con alguien en serio, no le he engañado. Ahora bien, si no tengo pareja… no me corto a la hora de buscar rollo.

–          Perdona. No quería ofenderte. ¿Y estás saliendo con alguien ahora?

Carlota se estiró en su asiento como una gatita satisfecha, con una sonrisa estremecedora dibujada en la cara.

–          Vaya, vaya. ¿Estás tanteando el terreno? ¿Quieres saber si hay posibilidades?

–          ¡No! – exclamé espantado – No quería insinuar eso. Perdona.

–          No seas tonto – rió – No, no estoy saliendo con nadie.

Aquello no era ya un simple flirteo. La cosa se estaba saliendo de madre.

–          ¿Por qué me miras tanto en el trabajo? – me soltó.

–          ¡Cof, cof! – tosí, atragantándome con la copa – ¿Te dabas cuenta?

–          Claro, hijo. A ver si te crees que soy tonta.

–          Perdona, no quería molestarte. Te miro simplemente porque eres muy atractiva. Ya sabes lo largas que son las horas en la oficina, a veces me distraigo mirándote y pensando en qué haces allí y no en la portada de una revista.

–          Vaya, gracias. Bonito piropo. Y, mientras me miras, ¿te tocas?

–          ¡¿Qué?! ¡No, en absoluto! – respondí con sinceridad. Pero, ¿cómo iba yo…?

–          Vale, vale, te creo. Es sólo que, cuando fantaseo contigo, te imagino meneándotela bajo tu escritorio mientras me espías… Allí, escondidito en tu habitáculo, donde nadie te puede ver… Ji, ji, eso me pone a tono.

Me quedé estupefacto.

–          Ja, ja. Vaya cara se te ha quedado. Venga, chico, que no es para tanto. Piénsalo, soy una chica moderna, me gusta el sexo y tengo pocas inhibiciones. Me gustan los juegos sexuales y, como las horas en la oficina son, como tú dices, eternas, me entretengo a veces pensando tonterías, nada más.

Sí, sí, serían tonterías. Pero esas tonterías tenían mi rabo a punto de volcar la mesa.

–          Te toca – me dijo.

No sabía qué preguntar. La cabeza se me había quedado en blanco. Entonces me acordé de su evasiva de antes y sin pensarlo, la interrogué al respecto.

–          Antes me dijiste que no estabas enfadada conmigo por miedo a que hubiera contado lo del ascensor, sino por otra cosa. ¿Por qué?

Aquello dio en el blanco. Carlota volvió a ponerse seria.

–          Preferiría no contestar.

–          ¡Ah, no! ¡De eso nada! Quid pro quo – exclamé un poquito achispado.

–          Está bien – dijo ella encogiéndose de hombros – A ver, David, esta tarde he comprobado que eres un chico muy especial.

–          ¿Yo? – pregunté extrañado.

–          Sí, tú. Jessica tiene mucha suerte de tenerte.

–          Vaya, gracias – dije un poco confundido – Aunque no sé por qué lo dices.

–          ¿No? A ver, contéstame a esto; si en vez de ser tú el que descubrió mi secretillo hubiera sido… pongamos Daniel. ¿Qué crees que habría pasado?

Me quedé en silencio. Empezaba a barruntar por donde iban los tiros.

–          No te entiendo – traté de disimular, un poco avergonzado.

–          Sí, ya, seguro. Vamos, David, que sabes perfectamente de qué estoy hablando. A ver, tío, no soy gilipollas. Sé perfectamente que soy una mujer atractiva; soy guapa y me cuido, así que sé que atraigo a los hombres.

–          No, si ya…

–          Y he sacado rendimiento de ello en mil ocasiones y no me avergüenzo de ello. Es como si alguien muy inteligente saca provecho del cerebro que la naturaleza le ha dado. Pues yo hago lo mismo.

–          Ya, obviamente y eso no tiene nada de malo – traté de terciar.

–          ¡Ah, amigo! Pero estar buena tiene sus inconvenientes. Babosos rondándote todo el día, acoso laboral, que te tomen por tonta simplemente porque eres guapa… podría seguir así una hora. Y si alguien se entera de que eres liberal sexualmente hablando… apaga y vámonos.

–          Carli, yo…

–          Si me hubiera descubierto cualquier otro tío de la sección, me habría chantajeado para llevarme al catre. No seas iluso, es así. Si me llega a pillar tu amigo Dani, no me escapo de aquel ascensor sin haberle chupado la polla como poco. Sin hablar de que me tendría a su merced para hacer todo lo que le viniera en gana… ¿O crees que me gustaría que todo el mundo se enterara de que voy a trabajar con cosas metidas en el coño?

–          Pues no lo hagas – pensé, aunque no dije nada.

Carlota continuó desahogándose.

–          Qué quieres que te diga. Me vi perdida, me agobié muchísimo cuando lo descubriste, pensé que aquello iba a acabar fatal. He estado sopesando incluso dejar el trabajo…

–          Espera, espera, espera – la interrumpí cuando por fin comprendí lo que estaba diciendo – ¿Creías que te iba a chantajear para llevarte a la cama?

Estaba atónito.

–          ¿Y por qué no? Cualquier otro lo hubiera hecho – sentenció.

No podía creer lo que escuchaba.

–          Pero, Carlota, yo… nunca…

–          Lo sé, David, ahora lo sé. Pero esta mañana…

–          Cuando te he dicho de venir a tomar un café, has pensado que iba a obligarte a echar un polvo – terminé su frase, cuando la última pieza del misterio encajó en su sitio.

Ella me miró en silencio, un poquito turbada y, finalmente, apartó la vista mientras asentía en silencio.

–          Vaya, pues gracias Carlota – dije en tono cortante – No sabes cómo me emociona descubrir el elevado concepto que tienes de mí. Chica, y yo preocupado porque pensaba que te había ofendido en algo y mira tú por donde…

Carlota se veía dolida, avergonzada por haberme ofendido. Bruscamente, se incorporó de su asiento, casi tirando las copas de la mesa. Con rapidez, se movió alrededor y se sentó en la silla vacía que había junto a la mía, encima de mi chaqueta, aunque yo no protesté.

–          Lo siento, David, por eso no quería decírtelo. Temía que reaccionaras así. Pero entiéndeme, estas dos semanas he estado tan nerviosa… dándole vueltas a la cabeza, temiendo que en cualquier momento alguien en la oficina se metiera conmigo…

–          O sea, que también pensabas que iba a chivarme… Todo el lote. Menuda joyita estoy hecho.

Carlota, compungida, tomó mis manos con las suyas. Al hacerlo, pude vislumbrar como sus ojos se desviaban momentáneamente hacia mi entrepierna, donde se apreciaba un bulto más que notable, sin embargo, hizo como si no se hubiera dado cuenta y siguió disculpándose.

–          David, en serio, lo siento, debería haber confiado más en ti. Pero todas las experiencias de mi vida me indicaban que iba a pasar algo malo. Pero como ya te he dicho, tú eres un chico muy especial. Debería haber confiado más en ti… Además, no me digas que no has estado tentado…

Joder. Era imposible enfadarse con ella. El simple contacto de sus manos me enervaba. Y en el fondo no era tan raro que se hubiera montado una película semejante. Aunque claro, yo nunca hubiera hecho una cosa así… ¿Verdad?

–          ¿Estás enfadado? – dijo dándome un suave toquecito con un dedo en la nariz.

–          Sí – respondí apartando la cara.

–          ¿Estás seguro?

La miré y ella desvió lentamente los ojos hacia abajo, hasta clavarlos en el bulto que había en mi pantalón. Sus manos, que habían vuelto a aferrar las mías, reposaban sobre mi muslo a escasos centímetros de mi entrepierna. Su mirada se tornó lasciva, incitadora, como sugiriéndome que bastaba una palabra mía para que su mano se deslizara hacia arriba…

–          Ji, ji, en el fondo todos sois iguales. Tú eres un poco mejor que los demás, simplemente – me susurró.

Aturdido, agité la cabeza para despejarme y solté sus manos, sentándome derecho. Tratando de conservar un mínimo de dignidad, crucé las piernas y simulé que nada había pasado. Carlota, sin inmutarse, se reclinó en su asiento y sencillamente me dijo…

–          ¿Seguimos jugando?

Dios, qué voz tan insinuante, casi me derrito en el asiento. Me tentaba y tentaba…

–          Bueno, pero pidamos otra copa.

Iba a hacer un gesto al camarero para pedirle otra ronda, pero Carlota me lo impidió posando una mano en mi brazo, haciéndome estremecer.

–          Tengo una idea – dijo con una voz que encerraba mil promesas – ¿Por qué no nos tomamos la próxima en mi casa? Está aquí cerca.

Ya la habíamos liado. Carlota había resultado ser un verdadero súcubo y estaba decidida a ser mi perdición. Pero soy hombre de principios. O gilipollas, como prefieran.

–          No creo que sea una buena idea, Carlota. Además – dije mirando mi reloj – Ya se ha hecho tarde y he bebido lo suficiente.

Por fin conseguí sorprender a Carlota. No podía creerse lo que acababa de escuchar. Supongo que era la primera vez en su vida que un tío no aceptaba ir con ella a su piso. Me sentí un poco mejor.

–          ¿Hablas en serio? – dijo atónita – ¿No querías seguir con el juego?

–          Ya. Pero no me había dado cuenta de que fuera tan tarde…

–          No me vengas con historia – dijo un tanto enfadada – Te estoy invitando…

–          Ya sé a lo que me estás invitando, Carlota. No soy un crío. Pero lo que te dije antes es verdad. Soy completamente fiel a mi novia y me temo que, si voy a tu piso, no voy a ser lo suficientemente fuerte como para seguir siéndolo. Es toda una tentación, no creas, pero quiero a Jessica y eso es algo que no va a pasar…

Su expresión cambió, se volvió burlona, desafiante. No me gustó.

–          ¿Apostamos algo? – dijo simplemente.

Y sin añadir nada más, se levantó de su asiento y se dirigió a la salida del pub. Mientras caminaba, hizo un ligero gesto al camarero, que asintió en silencio.

Yo, con el corazón a mil por hora, me quedé sentado, tratando de asimilar lo que acababa de pasar. En mi cabeza, se me aparecía una y otra vez la imagen de Daniel, que me gritaba indignado:

–          ¡IMBÉCIL! ¿SE PUEDE SABER QUÉ COJONES HACES?

No lo sabía ni yo. Estaba aturdido, alucinado. Ese tipo de cosas no me pasaban a mí, era imposible…

Tentado estuve de salir corriendo detrás de ella, pidiéndole perdón y diciéndole que me lo había pensado mejor… pero, no. Jessica. Mi novia. El polvo que iba a echarle a Jessica. Esta vez iba a lograr que se le salieran los ojos…Tenía que concentrarme en eso…

Decidido, me puse en pié y recogí la chaqueta, sosteniéndola estratégicamente para ocultar mi entrepierna. Caminé hasta la barra e hice ademán de sacar la cartera, pero el camarero me dijo que estaba todo pagado. Ante mi insistencia, me confió que Carlota era cliente habitual y que le había dicho que lo apuntara en su cuenta. Para qué discutir más.

Me fui a casa. Me di una ducha fría. Luego otra. Me follé a Jessica tres veces. Una antes de cenar y dos después. Ella se quejó de que el aliento me oliera a alcohol. Le dije que había tomado unas copas con unos compañeros de oficina.

–          Hijo, pues si vienes así de brioso cada vez que te pasas un rato por el bar, por mi parte puedes ir siempre que quieras.

Ay, ay, ay…

……………………….

Seguro que se imaginan cómo fue el trayecto hacia el trabajo del día siguiente. Si el día anterior no sabía qué cara ponerle a Carlota, ese día iba rezando por no encontrármela.

Al principio tuve suerte, llegué más temprano de lo habitual, así que no me la tropecé en el ascensor. Sin embargo, cuando por fin llegó minutos después, no pude evitar mirarla mientras se sentaba en su sitio. Entonces, alzó la vista, me miró sonriente y me guiñó un ojo, dejándome cataclísmicamente anonadado.

Bueno, pues ya estaba, parecía ser que Carlota, una vez sobria, había decidido pasar página y dejar las cosas estar. El suspiro de alivio que se me escapó, resonó en la sala, aunque nadie supo quien lo había proferido gracias a estar en nuestros habitáculos.

Pero, justo entonces, en mi ordenador resonó la campanita que anunciaba que tenía un correo interno en la intranet de la empresa. Iba a hacer click para abrirlo, cuando me di cuenta de que el remitente era Carlota. Un escalofrío recorrió mi columna. Alcé la vista y me encontré con su sonriente rostro, mirándome divertida desde su asiento, mientras mordisqueaba tranquilamente un bolígrafo.

Acojonado, clavé los ojos en la pantalla y leí el texto.

–          Hoy también llevo uno – decía simplemente.

La boca se me secó de golpe. Sobresaltado, miré hacia Carlota, la cual había girado su silla hacia mí y había separado sus muslos lascivamente, invitándome a que mirara entre sus piernas. En realidad no alcanzaba a vislumbrar bajo su falda, así que no pude comprobar si era verdad lo que decía, pero bastó verla, allí abierta de patas, exhibiéndose, para que me pusiera a sudar como un cerdo, asustado y excitado a partes iguales.

Nerviosísimo, clavé la vista en el teclado del ordenador y traté de ponerme a trabajar, haciendo frente al montón de papeles que se acumulaban en mi escritorio. Pero era superior a mí y, de vez en cuando, no podía resistirme a alzar la mirada hacia Carlota. Cada vez que lo hacía, ella me la devolvía, con una insinuante sonrisa en los labios.

Cuando llegó la hora del café, Carlota vino a buscarme como siempre, sólo que esta vez se sentó seductoramente en mi escritorio, ofreciéndome un sensual primer plano de su muslo.

–          ¿Te has vuelto loca? – siseé en voz baja – ¿No sabes que escanean los correos de los empleados?

–          ¿Y qué? – dijo ella encogiéndose de hombros – No he puesto nada malo.

Era verdad.

–          Carlota, quiero que te dejes ya de juegos. Basta ya de tonterías.

–          ¿Tonterías? Ayer me acusaste de haberte juzgado mal, pero yo creo que no es así y voy a demostrártelo. Eres igual que los demás.

No sabía ni de qué me hablaba.

–          ¿Qué?

–          Que vamos a comprobar si eres tan “buena gente” como quieres aparentar.

–          Carlota, déjalo ya, por favor… Mira, si te ofendí de alguna forma…

–          En absoluto.

–          Entonces, por favor, termina con esto. O si no…

–          ¿O si no qué? ¿Les contarías a todos mi secretillo? Adelante, hazlo. Eso también demostraría que tengo razón. Que en el fondo eres un cerdo.

–          Por favor – supliqué.

–          ¿Por qué te preocupas tanto? No tienes que hacer nada.

Respiré hondo y meneé la cabeza, compungido. Entonces Carlota se inclinó hacia mí y me tomó por la muñeca. Tirando suavemente, llevó mi mano hasta su muslo, justo al borde de donde terminaba su minifalda y me dijo al oído con voz insinuante…

–          ¿Por qué no compruebas si lo que he escrito es verdad?

Juro que estuve a punto de hacerlo. El contacto de su piel en mis dedos… Uff, estaba excitado a más no poder. Bruscamente, liberé mi mano de un tirón y ella se levantó de mi escritorio, riendo divertida.

–          Entonces ¿qué? ¿Vamos a tomar el café?

–          No. Ve tú. Quiero terminar unas cosas.

–          ¡Ah, ya veo! No puedes venir, ¿eh?

Mientras decía esto, apuntó al enorme bulto que había en mi pantalón. Aparté la vista avergonzado mientras ella salía de mi habitáculo tarareando una cancioncilla. Cómo la odié en ese momento… Y cómo la deseé.

Como pude, me las apañé para esquivarla el resto del día, aunque tampoco ella realizó más acercamientos.

A la mañana siguiente, regresé al trabajo cansado y ojeroso, pues pasé una noche malísima.

Subí al ascensor junto con todo el montón de cabestros hasta abarrotarlo, contento por no haberme topado con Carlota.

De repente, noté una mano en mi muslo. Sobresaltado, alcé la vista y me encontré con los azulísimos ojos de Carlota, que me miraban a escasos centímetros. Todavía no entiendo cómo se las ingenió para estar pegada a mí en el ascensor y que yo ni siquiera la viera.

–          Buenos días – me dijo.

Yo no le respondí, me limité a cerrar los ojos acongojado.

Entonces noté que ella se movía. Aliviado, pensé que iba a dejarme tranquilo, pero no era esa su intención. Lo que hizo fue girarse poco a poco hasta quedar de espaldas a mí y ponerse a charlar tranquilamente con una compañera de otra planta. Y apretando disimuladamente su trasero contra mi entrepierna.

Yo sudaba copiosamente, agobiado y sin saber qué hacer, sintiendo cómo aquel tierno culito se apretaba cada vez más contra mí. Mi verga despertó enseguida, alojándose de inmediato entre los blandos molletes del culo de Carlota, que empezó a frotarse levemente contra mí, asegurándose de que nadie más lo notara.

La tentación, el calor… todo mi ser clamaba por rendirse y meterle mano a aquella zorra tal y como me estaba pidiendo. Pero no, yo era más fuerte, así que no hice nada.

El trayecto fue eterno, con el puto ascensor parándose en todas las plantas, con tan mala fortuna que casi nadie se bajaba, con lo que Carlota pudo seguir apretadita contra mí sin despertar sospechas.

Cuando llegamos a la planta, mi alivio fue casi palpable. Más que salir, escapé del ascensor, yendo directamente al cuarto de baño a asearme. Me miré en el espejo, con la cara chorreando agua, dejando el grifo abierto, pues el sonido del chorro me serenaba.

Era inútil. Tuve que refugiarme en uno de los retretes. En cuanto cerré la puerta, me saqué la polla de los pantalones y empecé a masturbarme. No duré ni 10 segundos. El semen salió disparado de mi verga, salpicándolo todo, manchando mi mano y las paredes. Tuve suerte y no me pringué el pantalón.

Como pude, recogí el desaguisado con papel higiénico y regresé a mi mesa. Carlota me sonrió. Sabía perfectamente lo que había estado haciendo.

No podía entender cómo habíamos acabado así. Dos días atrás, mi mayor preocupación era que una compañera de trabajo estuviera enfadada conmigo, y en ese momento sí que estaba super cabreada porque había rechazado sus insinuaciones, así que había decidido seducirme a todas costa. Y todo por querer hacer bien las cosas.

¿Qué podía hacer? ¿Rendirme? De eso nada, jamás le haría algo así a mi novia. ¿Contar su secreto? No, no quería humillarla, ni tampoco (reconozcámoslo) que tuviera razón y me acabara yendo de la lengua…

Aunque, quizás, en el fondo, lo que me pasaba en realidad era que disfrutaba con todo aquello.

…………………………..

Una mañana de lunes, pálido y ojeroso, me dejé caer en mi asiento, rezando para que Carlota me dejara ese día en paz. No fue así.

En la esquina inferior derecha de mi mesa, había adherido un posit en el que no había nada escrito. Tan sólo había una gran flecha dibujada que apuntaba hacia abajo, hacia los cajones.

Con mano temblorosa, abrí el cajón superior y miré su contenido. Encima de mis papeles y del material de oficina, reposaban tranquilamente unas sensuales braguitas estilo tanga de color negro. Arrugadas y enrolladas, se veía claramente que su dueña las había llevado puestas hasta minutos antes.

Agobiado, alcé la mirada hacia Carlota, que ya estaba sentada en su sitio. Esta vez no me miró, fingiendo estar concentrada en al monitor de su ordenador, mordisqueando un lápiz como hacía siempre. Sin embargo, su silla estaba vuelta hacia mí, mientras ella la hacía describir pequeños giros, primero hacia un lado y luego hacia el otro, balanceándose suavemente.

Mientras movía la silla, Carlota abría y cerraba las piernas despreocupadamente, como si no se diera cuenta de lo que estaba haciendo.

Me sentía enloquecer, aquel suave vaivén era hipnótico, sus piernas abriéndose y cerrándose cada vez más, permitiéndome asomarme y comprobar si realmente eran aquellas las braguitas que había traído puestas.

Me olvidé de todo, del trabajo, de Jessica, de los compañeros… A mi alrededor no había nada, con los cinco sentidos enfocados hacia aquellos muslos que cada vez se separaban más, provocando que la minifalda se subiera, prometiendo revelar el más bello espectáculo del mundo…

Ni me di cuenta de que lo hacía, pero hipnotizado por el show que Carlota me brindaba, empecé a sobarme la verga por encima del pantalón, masturbándome obnubilado, haciendo realidad las fantasías que Carlota me había confiado en el pub.

Pero ella no daba muestras de darse cuenta de nada, seguía abriendo y cerrando las piernas como si no hubiera nadie con ella… Yo ya no podía más…

Pero entonces apareció nuestro jefe por el pasillo. Por suerte para Carlota, venía para hablar conmigo, por lo que pasó de largo por delante de su habitáculo sin darse cuenta de que ella estaba despatarrada allí dentro. La joven dio un respingo y se sentó correctamente, mirando apurada al jefe por si se había dado cuenta de algo.

Pero no, el tipo venía a echarme la bronca por unos errores que había cometido en las cifras de la semana anterior. No tenía nada de extraño, pues esos días mi mente no estaba demasiado concentrada en el trabajo.

Por lo menos, mi aturdimiento sirvió para que la regañina no me afectara mucho, pues apenas hice caso de lo que mi encargado me decía. En mi cabeza sólo estaba la imagen de los muslos de Carlota abriéndose y cerrándose, sintiendo un inmenso desasosiego porque, al final, no había logrado vislumbrar el tesoro que se ocultaba entre ellos…

Cuando el jefe se hartó de calentarme la cabeza, se largó dejándome tranquilo. Carlota estaba sentada en su escritorio, concentrada en su trabajo, empleada modelo.

Usando unos papeles como escudo (para ocultar mi entrepierna) me dirigí a los servicios de la parte de atrás, que estaban en un pasillo anexo, un poco apartados, buscando un poco de intimidad para hacer lo que tenía que hacer.

Fue un error.

No me di cuenta, pero Carlota me siguió y se coló en el baño de caballeros sin que nadie la viera. Yo estaba encerrado en uno de los retretes, desnudo de cintura para abajo (colgué los pantalones en un gancho que había, por si mi corrida volvía a descontrolarse) y había empezado a masturbarme lentamente sentado en la taza.

Y, para ahogar los gemidos, me tapaba la cara con las bragas de Carlota, que, a juzgar por su delicioso olor, sí que estaban recién quitadas de la entrepierna de mi diabólica compañera.

Mi mano se deslizaba lentamente sobre mi erección, recreándome en el momento, intentando aliviar mi excitación para poder enfrentarme con garantías a la tentación que Carli suponía.

Entonces lo oí. Alguien había entrado en el retrete de al lado. Me puse en tensión, con la polla en la mano y las bragas pegadas a la cara, tratando de escuchar cualquier ruido.

Cuando resonó un estremecedor gemido de placer femenino, me creí morir. Carlota estaba allí mismo, masturbándose a su vez y sin preocuparse en absoluto de si hacía ruido o no. Es más, sin refrenar en lo más mínimo sus gemidos, jadeos y suspiros, mezclándolos con unos enloquecedores sonidos de chapoteos y frotamientos. Se estaba haciendo una paja brutal.

No podía más, sintiéndome culpable pero más excitado de lo que jamás había estado, empecé a masturbarme con furia. Mil ideas locas abrumaban mi cabeza, pensé en asomarme por la parte de arriba para poder ver el espectáculo que Carli me ofrecía, pensé en aguardar a mi orgasmo y disparar la leche al retrete de al lado para empaparla, pensé en hacerle una foto con el móvil y colgarla en la intranet, para que todos vieran lo zorra que era…

Pero sobre todo, pensé en reunirme con ella y follármela por todo lo grande de una puta vez.

Pero resistí. Mis huevos entraron en erupción y esta vez conseguí dirigir los disparos al interior del water. Nerviosísimo, pues no sabía qué era capaz de hacer Carlota, me vestí como pude y salí escopetado de allí. Justo antes de salir del baño, me di cuenta de que aún llevaba las bragas en la mano. Sobresaltado, como si en vez de una delicada pieza de lencería fuera una monstruosa araña, las arrojé por encima de la puerta del excusado en que estaba Carli y salí de allí con el ánimo descompuesto.

Pero resistí.

Minutos después, Carlota se sentaba tranquilamente en su asiento, dedicándome un guiño que casi provoca que me cayera de la silla.

……………………………..

Durante unos días, las cosas parecieron calmarse un tanto. Carlota no se mostraba tan agresiva, pero, aún así, yo estaba en todo momento en tensión.

Pero la nena no estaba dispuesta a dejarme escapar.

El lunes siguiente, un poco más recuperado por el fin de semana de descanso y por la momentánea tregua que mi compañera me había dado, me senté en mi escritorio.

El posit de la flecha estaba allí de nuevo, aunque esta vez no se veía a Carlota por ninguna parte.

Acojonado, abrí lentamente el cajón esperando encontrar una nueva pieza de lencería.

Pero esta vez había otra cosa.

Intrigado, cogí la pequeña cajita de plástico gris que había encima de todo para examinarla. No era una caja, sino una especie de mando o control remoto, sólo que en vez de botones, tenía un único interruptor deslizante, que podía moverse entre dos posiciones “MIN” y “MAX”, como si fuese un regulador de intensidad.

No tenía ni puta idea de qué cojones era aquello.

Desconcertado, me puse en pié para poder ver el resto de la sala por encima de las paredes de mi habitáculo, mirando a un lado y a otro para ver si Carlota había llegado.

Finalmente la vi, al fondo del todo, conversando con un compañero mientras hacían unas fotocopias. Tranquila, reposada, como si no hubiera roto un plato en su vida el angelito; si todos supieran la clase de demonio que era…

Pero era mi demonio. Y yo ya estaba empezando a cogerle el gusto a la cosa…

No sé por qué, pero alcé el mando y accioné el interruptor hasta llevarlo a la posición MAX, seguro de que, fuese lo que fuese que me tenía preparado Carli, iba a ser espectacular.

No pasó nada.

Me quedé sorprendido, no entendía qué pasaba. Como hacemos todos cuando el mando no funciona, le di unos golpecitos y moví el interruptor de un lado a otro…

Nada de nada.

Joder, ¿sería que no era eso lo que me había dejado en el cajón? Volví a sentarme y a revisar el contenido, pero todo lo que había era mío, exceptuando el extraño dispositivo.

¿Qué coño pasaba? ¿Estaría roto?

Procedí a examinar el cacharrito, rascándome la cabeza con una mano cual chimpancé. Días y días huyendo de la persecución de la chica y ahora que sus planes fallaban, me moría por saber en qué consistían.

Como nada sucedía, dejé el cacharro encima de la mesa y me levanté para ir a la fuente de agua a echar un trago. No paraba de darle vueltas a la cabeza sobre las intenciones de Carli mientras bebía del vaso de plástico. ¿Para qué serviría aquel chisme?

Mientras elucubraba, Tere se acercó a la fuente a beber e intercambiamos unas palabras. Estaba charlando con ella cuando vi, por encima de su hombro, a Carlota, que se dirigía a su mesa, portando un enorme montón de papeles en precario equilibrio.

Yo la miraba sin mucha atención, escuchando a medias lo que Tere me decía, mientras seguía dándole vueltas a lo del extraño aparatejo.

Y entonces sucedió.

Cuando Carlota estaba cerca de su mesa, de repente todo su cuerpo se puso en tensión, como si acabara de sufrir un tremendo calambrazo. Los papeles que llevaba, salieron volando por doquier, provocando una lluvia de informes por todo el pasillo.

A pesar de la distancia, pude percibir el gritito de sorpresa que Carlota profirió y vi cómo la chica se derrumbaba en medio del pasillo, quedando arrodillada en medio de la tormenta de papeles que caían a su alrededor.

Y la luz se hizo en mi cerebro.

Tere, al ver la dirección de mi mirada, se dio la vuelta a tiempo de ver el final de la borrasca. Los dos nos dirigimos hacia Carlota, con intención de ayudarla a arreglar el desaguisado, mientras yo me regocijaba interiormente por haber descubierto por fin para qué servía el maldito chisme. Y excitándome a la vez…

–          ¿Estás bien, Carli? – la interrogó Tere mientras se arrodillaba a su lado.

–          ¿Ummmmm? – respondió la otra chica mientras alzaba el rostro hacia ella, mordiéndose los labios.

Qué escena más erótica, las dos jóvenes arrodilladas a mis pies, mientras una de ellas padecía los insidiosos movimientos del juguetito que llevaba metido en el coño, activado por el mando que había dejado tirado encima del escritorio en la posición MAX.

Me dieron ganas de sacarme el rabo de los pantalones, agarrarlas a las dos por el pelo y obligarlas a que se lo tragaran todo… Joder, cómo se me estaba yendo la cabeza.

Tere seguía inquieta, pues no conseguía una respuesta inteligible de Carlota. Yo pasé casi por encima de ellas para llegar a mi escritorio, poner el cacharro al mínimo y volvérmelo a meter en el bolsillo.

Cuando lo apagué, Carli soltó un estremecedor suspiro y boqueó tratando de llevar aire a sus pulmones. Como pudo, se las apañó para tranquilizar a Tere y decirle que le había dado “uno de sus mareos”, mientras me dirigía una miradita subrepticia.

Un mareo… Ya.

Me agaché también para ayudar a recoger, pero, antes de hacerlo, llevé el interruptor hasta una posición media, haciendo que Carli volviera a ponerse en tensión. Sin poder evitarlo, arrugó un par de folios que tenía en las manos, antes de apañárselas para dejarlos encima del montón que estábamos haciendo en el suelo.

Al comprobar que era Carlota, el bomboncito de la oficina, la que estaba en dificultades, no faltaron los voluntarios para echar una mano, tantos que atrajeron la atención del jefe de sección que se encargó de poner orden.

Haciendo gala de su autoridad, nos despachó a todos a nuestros asientos y sólo permitió que Tere, la única chica del grupo de “ayudantes” se quedara con Carlota.

Me daba igual. Sintiéndome sereno por primera vez en semanas, me senté frente a mi escritorio con el juguetito en la mano, pues el accidente había ocurrido justo entre nuestros “despachos”, así que podía observar toda la escena sentado tranquilamente.

Claro. Cómo no lo había pensado antes, el mando no había funcionado al principio por la distancia. Carli estaba en el otro extremo de la sala, así que era lógico que estuviera fuera de alcance.

Pero cuando se acercó a mi escritorio y como yo me había dejado el controlador puesto al máximo… Ja, ja. El tiro le había salido por la culata.

Volví a clavar la vista en ella. Allí, a cuatro patas en el suelo, recogiendo papeles estaba super sexy. Tere también estaba muy bien, con la faldita remangada a medio muslo, pero al lado de Carlota…

Juguetón, subí unos milímetros la intensidad del aparato, lo que provocó un fuerte respingo en Carlota, que alzó la mirada hacia mí, fulminándome con los ojos… y con una expresión de excitación que tiraba de espaldas…

Seguí jugando con el mando, lo subía y lo bajaba, lo ponía al máximo unos segundos y luego casi lo apagaba, provocando que Carlota tuviera espasmos y temblores que se afanaba en controlar para que su compañera no se diera cuenta de nada.

Mentalmente, imaginé cómo estaría su coño a esas alturas… seguro que chorreando. Por su bien esperaba que ese día sí llevara bragas, si no pronto sus jugos empezarían a resbalar por sus muslos y formarían un charco en el suelo…

Ya me había rendido, ya no podía más… Una extraña serenidad se apoderó de mí, sin importarme nada en absoluto… Carlota me había atrapado en sus redes y yo no iba a luchar más. Iba a disfrutar.

Cuando vi que estaban recogiendo los últimos papeles y mientras admiraba apreciativamente las redondeadas posaderas de Tere, que estaba a cuatro patas de espaldas a mí, apagué el vibrador por completo.

Agradeciendo el respiro que le daba, Carli se incorporó con uno de los montones de papeles, mientras Tere hacía lo mismo con el resto. Tras dedicarle una sonrisa de agradecimiento, ambas penetraron en el habitáculo de la zorra, momento que yo aproveché para poner al máximo el cacharrito, con lo que casi se cae de cabeza en su silla.

Una vez sentada, empezó a apretar las piernas con desesperación, mirándome con expresión suplicante y enloquecida. Teresa, preocupada, se inclinó hacia ella para ver si se encontraba bien, aunque Carli no pudo responderle hasta que volví a apagar el cacharro.

Me lo estaba pasando bomba con el juguetito, allí con mi polla levantando el escritorio del suelo.

Tere, amable y solícita como siempre, fue en busca de una silla apara ayudar a su compañera a ordenar y clasificar los papeles del desastre. Durante los segundos que tardó, Carlota y yo nos miramos fijamente a los ojos y en ellos leí el profundo deseo que sentía y la incontenible lascivia que se había apoderado de ella.

Estaba claro. Si Carlota hubiera querido acabar con el juego, le habría bastado con ir al baño a librarse del juguete, pero no se movió un milímetro. Se limitó a sonreírme libidinosamente hasta que Tere regresó, momento en que volvió a adoptar su pose angelical. Un angelito tembloroso y empapado de sudor, pero bueno.

La siguiente hora fue divertidísima. Las dos chicas empezaron a ordenar los papeles, distribuyéndolos en montones por todas partes, incluso en el suelo y, mientras lo hacían, yo no paraba de mover el interruptor arriba y abajo, aunque sin llegar a llevarlo de nuevo al máximo.

Aunque estaba cerca, no escuchaba bien la conversación entre las chicas, aunque no me costó nada comprender que Tere seguía interesándose por el estado de Carlota mientras ella le respondía con gruñidos o palabras inteligibles, según la intensidad de las vibraciones del juguete que llevaba en el coño.

Al rato, el jefe se acercó a ver cómo les iba y, obviamente, puse el cacharrito a toda ostia, para que la diablesa pasara un mal rato. Lo que no me esperaba fue lo que sucedió.

–          ¿Todavía no habéis acabado de ordenar este follón? – les increpó en voz alta.

No escuché la respuesta de Carlota.

–          Bueno, pues si ya está, anda Tere, llévalos al despacho de Jiménez, que está esperando esto desde hace rato.

Tere, obediente, agarró los folios y salió de allí, tras echar una última mirada preocupada a su compañera.

–          Chiquilla, ¿te encuentras bien? – insistió Fernández  – Carlota, si estabas enferma, haberte quedado en casa, mujer…

Yo bajé la intensidad del vibrador, para permitir a Carlota dar una respuesta balbuceante que no entendí.

–          Nada, nada, te vas para casa ahora mismo. ¿Estás en condiciones de conducir? ¿O te pido un taxi?

Me levanté como un resorte y me acerqué al jefe por detrás.

–          Señor Fernández…

–          Dime – respondió volviéndose hacia mí.

–          Lleva toda la mañana sintiéndose mal. Le he insistido en que vaya a la enfermería, pero como es tan cabezona… – mentí con toda la desfachatez del mundo – Yo puedo acercarla a casa en un salto y me vuelvo enseguida. No me importa quedarme luego a recuperar el tiempo que pierda. Además, casi es la hora del café…

El jefe me miró un segundo, pensándoselo, pero, no encontrando motivo para negarse, accedió a mi demanda. Sólo un gay, inmune a los encantos de Carlota, no adivinaría por donde iban los tiros, pero mejor para mí.

–          Vale, David. Llévala. Que parece que va a desmayarse de un momento a otro. No sé si sería mejor que la llevaras al hospital.

–          No, no es necesario – intervino Carlota – Es el azúcaaaaaar.

Mientras hablaba, volví a subir de intensidad el juguete con la mano metida en el bolsillo. Preocupado, Fernández hasta me ayudó a llevarla al ascensor, mientras todo el mundo nos miraba, preocupados sinceramente por Carlota.

En cuanto las puertas se cerraron detrás nuestra, dejé de sostener a Carli, que se derrumbó en el suelo, quedando sentada, jadeando, con la espalda apoyada en una pared y los ojos cerrados. Saqué el mando del bolsillo y bajé la intensidad, lo justo para permitirle recuperar el resuello.

–          Menudo juguetito estás usando hoy guapa – le dije mirándola fijamente.

Ella abrió los ojos y me miró, jadeando con la boca abierta, con el rostro sonrojado y una expresión de lascivia que hizo que me temblaran las rodillas.

–          Quiero verlo – le ordené – Súbete la falda.

Ni una protesta, ni una duda, Carlota se abrió de piernas, allí sentada en el suelo del ascensor y, tironeando de los bordes de su minifalda, la subió lo suficiente para ofrecerme una vista perfecta de su entrepierna. Sí que llevaba bragas, de color negro, quizás las mismas que dejó en mi cajón la semana anterior.

Me arrodillé a sus pies, mirando detenidamente la entrepierna de la chica. Se notaba que la tela estaba mojada, tenía el coño chorreando, hinchados los labios vaginales, que abultaban en la tela. Además, se notaba un bulto extraño, que debía ser el extremo del juguete.

Sin pensármelo dos veces, metí la mano entre sus muslos abiertos, deslizándola sobre el suave tejido de sus medias y la posé sobre su coño. Bajo la tela, se sentía efectivamente un objeto duro que vibraba ligeramente. Con la otra mano, volví a subir la intensidad al máximo y el juguetito, literalmente dio un brinco bajo mi mano, agitándose como loco, mientras Carlota cerraba los ojos, gemía y boqueaba como posesa.

Bajé un poco el ritmo del chisme e introduje un dedo bajo el borde de las braguitas, despegándolas con dificultad de su coño, pues se habían adherido por la humedad. Apartándolas a un lado, contemplé por primera vez el delicado conejito de Carlota, con el que habíamos estado soñado todos los tíos de ese edificio durante los dos últimos años.

Era precioso, rasuradito, con algo de bello en la parte superior. La chica llevaba además un bonito tatuaje de una fresa en la ingle, justo al lado del coñito.

Palpé los labios vaginales, que estaban hinchados y sensibles, lo que la hizo estremecerse y gemir. Agarré entonces el extremo del juguete y lo saqué de un tirón, haciendo que Carlota chillara por la sorpresa.

Era una especie de huevo alargado, de unos 7 u 8 centímetros de largo y no paraba de vibrar y dar saltos en mi mano, lo que me sorprendió un poco. En uno de los extremos tenía una protuberancia en forma de anzuelo de 3 ó 4 centímetros, que vibraba con gran intensidad.

–          O sea, Carli, esto te lo metes en el coño y este extremo alargado se queda fuera, estimulándote el clítoris.

Carlota asintió, con los ojos cerrados y mordiéndose el labio inferior.

–          Pues devolvámoslo a su sitio.

Sin miramientos, volví a metérselo en el coño con fuerza, haciendo que sus ojos se abrieran como platos. Mientras lo hacía, aproveché para ponerlo de nuevo al máximo, sintiéndolo brincar y agitarse en mi mano, mientras se hundía en las entrañas de Carlota.

Y ella se corrió.

–          ¡AAAAAAAHHHHHHH! ¡DIOOOOOOOOOOOSSSSS! – aullaba la chica.

Devastada por el orgasmo, Carlota cerró las piernas con fuerza, atrapando mi mano en medio. Pude sentir así cómo su coño latía y sufría espasmos, acompañados por los insidiosos meneítos del juguete. Noté cómo la humedad se escurría entre sus piernas, empapando mi mano, mientras Carlota gemía y sollozaba, con las uñas clavadas en mi brazo, impidiéndome sacarlo de entre sus muslos. Aunque claro, yo tampoco intenté hacerlo.

Justo en ese instante llegamos al sótano y las puertas se abrieron. Tuvimos una suerte enorme de que nadie estuviera esperando el ascensor y nos pillara, así que, no queriendo tentar a la fortuna, apagué el vibrador y liberé mi mano del cepo, ayudando a Carlota a incorporarse.

Estaba super sexy, jadeante, sudorosa, ruborizada… y con la minifalda enrollada en la cintura, dejando al aire su depilado coñito y el extremo del juguete asomando de su interior.

–          Me encanta tu tatuaje – le dije.

Ella me sacó la lengua mientras se colocaba bien la falda.

–          Vamos en mi coche. A tu casa – sentencié – En la mía podría aparecer Jessica.

Carlota asintió en silencio.

Lo aceptó sin más, había ganado, iba a ser infiel a mi novia… pero no se jactó de ello, no me dirigió ninguna sonrisa triunfante, no me dijo que era un cerdo como todos…

–          Vámonos. No puedo más. Necesito que me folles – dijo simplemente.

Y yo obedecí.

Salimos del ascensor aparentando normalidad, fingiendo que yo la sostenía por encontrarse enferma, pues en el sótano sí que había cámaras de seguridad. De no haberlas habido, creo que me la hubiera follado allí mismo.

Instantes después salíamos del edificio en mi coche, conmigo conduciendo y ella despatarrada en el asiento del copiloto, frotándose el coño vigorosamente tal y como yo le había dicho. El juguete, puesto al máximo, vibraba en su coño y estimulaba su clítoris, volviéndola loca de placer.

Cada vez que nos deteníamos en un semáforo, mi mano sustituía a las suyas en su coño, acariciándolo y palpándolo a placer.

Por fortuna, el día que fuimos al pub, Carlota me dijo que vivía cerca, pues desde luego ella no estaba en condiciones de darme indicaciones.

Por una vez pagué con gusto en el parquímetro. Iba a follarme a una puta de bandera y tan sólo me costaba eso…

Entramos en su bloque y nos cruzamos con una vecina, a la que Carlota saludó con educación. La tipa devolvió el saludo, pero le echó una mirada de desprecio que me hizo entender que estaba más que acostumbrada a ver llegar a la chica acompañada de tíos. Puta frígida.

En cuanto entramos al ascensor, obligué a Carlota a arrodillarse delante de mí, como llevaba toda la mañana deseando hacer. No hizo falta ni que se lo dijera, en cuanto estuvo en posición, ella solita me bajó la cremallera y engulló mi falo, que a esas alturas estaba al rojo vivo.

Me acordé de Jessica, de sus labios sobre mi verga cuando estaba de buenas y se avenía a chupármela… No había comparación, Carlota era infinitamente mejor… Casi logra que me corra en los escasos 30 segundos que tardó el ascensor en llegar a su planta.

Entramos a su casa, ella dejó caer las llaves al suelo y se abalanzó sobre mí, hundiéndome la lengua hasta la tráquea, mientras mis manos se apoderaban de su culo y lo estrujaban con fiereza. Su mano buscó mi polla, colándose por la bragueta que ni me había molestado en cerrar. Cuando la agarró, calambres de placer recorrieron mi cuerpo, mientras mi rabo latía y palpitaba entre sus dedos.

Sin dejar de besarnos y magrearnos, con su manita deslizándose por mi estaca, penetramos en el salón y nos derrumbamos sobre el sofá, en un confuso montón de cuerpos, acariciándonos por todas partes.

Arranqué literalmente la blusa de Carlota, haciendo saltar todos los botones, agarrando sus pechos con pasión, besándolos y lamiéndolos a pesar de seguir embutidos en el sostén. Carlota fue más cuidadosa, pues me quitó la corbata, arrojándola a un lado y empezó a desabrochar mi camisa, besando y lamiendo mi pecho a medida que iba abriéndola, cosa que agradecí pues tenía que regresar a la oficina.

Me recliné en el sofá, mientras ella seguía deslizando sus labios por mi cuerpo, cada vez más abajo. Cuando llegó a la cintura, forcejeó un instante con el cinturón librándome con rapidez de los pantalones y el slip. Mi verga, incandescente, estaba completamente pegada a mi estómago, tiesa y dura como nunca antes lo había estado. Carlota se arrodilló entre mis piernas y, lentamente, deslizó su lengua sobre mi falo, desde la base hasta la punta, donde se entretuvo unos instantes, antes de volver a bajar hasta las bolas, que chupó y lamió haciéndome rugir de placer.

Notaba que iba a correrme, así que la obligué a parar. Me tumbé a lo largo en el sofá y la atraje hacia mí, obligándola a sentarse a horcajadas en mi pecho, dándome la espalda. Ella me entendió perfectamente.

Carlota deslizó lujuriosamente sus caderas hacia atrás, frotando su coñito sobre mi torso hasta quedar tumbada sobre mí y su rostro pegado de nuevo a mi verga. Usé mis manos para terminar de enrollarle la minifalda en la cintura y, apartando sus bragas, hundí la boca entre sus muslos, buscando con mi lengua su coño.

Carli se retorció de placer encima de mí al sentir mi insidiosa lengua recorriendo su intimidad y volvió a empezar a comerme la polla, completando así un 69 digno de película porno. Allí no había sentimientos, era puro sexo, del sucio.

Con cuidado, le extraje el juguete de entre los hinchados labios vaginales y lo miré un segundo, viendo cómo se agitaba casi imperceptiblemente, pues estaba casi al mínimo. Iba a dejarlo a un lado cuando se me ocurrió una idea perversa. Como no necesitaba más lubricación, pues estaba empapado, coloqué el juguete en la entrada del culo de Carlota y empujé suavemente. Ella no protestó ni se resistió, relajando el esfínter para permitir que aquella cosa se le metiera por el culo. Aquella tía no le decía no a nada.

Cuando lo tuvo bien metido, estiré la mano hacia el suelo, palpando hasta que encontré el pantalón, de cuyo bolsillo extraje de nuevo el mando. Volví a comerle el coño con ganas, con los ojos clavados en el agujerito trasero de Carlota, que se agitaba y temblaba al ritmo de las vibraciones del juguete.

–          Eres un cabróoon – siseó Carlota sacándose mi rabo de la boca un instante – Siiiiii.

Y seguimos devorándonos el uno al otro. Pero yo quería meterla ya.

Dándole una palmada en el culo, obligué a Carli a descabalgarme. Ella protestó, con sus labios aún prendidos de mi polla, pero yo la obligué a dejarlo.

–          Quita zorra, que tú ya te has corrido. Y yo quiero hacerlo en tu coño.

Carlota obedeció y se tumbó en el sofá, despatarrada, con una pierna apoyada en el respaldo. Yo la miraba de pié junto al sofá, con la verga latiendo y apuntando al techo. La puta libidinosa llevó una mano a su coño, abriéndose los labios, ofreciéndomelo, mientras con la otra se acariciaba los pechos. Era una actriz porno. De las buenas.

No aguanté más. Me arrodillé entre sus piernas mientras ella levantaba las caderas, brindándome su coño para que lo usara a placer. La coloqué en posición y, bruscamente, eché el culo para delante hincándosela en las entrañas de un tirón, hasta los huevos.

–          ¡AAAAAAHHHHHH! – gimió Carlota cuando el émbolo de carne la arrasó por completo.

–          Jodeeeeeeeeer – coreé yo cuando mi polla se clavó en aquel exquisito y ardiente coño, que parecía apretar y estrujar por todas partes.

Empecé un mete y saca feroz, demencial, agarrando las caderas de Carlota y levantándolas del sofá. Ella, gritando de placer, se arrancó el sostén y exhibió para mí sus magníficas tetas, que estrujó y acarició con lujuria mientras yo seguía martilleando su chocho.

Me iba a correr, lo sabía, lo notaba, estaba a punto de estallar, pero quería darle a aquella zorra lo suyo, así que cogí el mando y lo puse de nuevo al máximo.

–          ¡NOOOOOOOO! ¿QUÉ HACES? ¡MI CULO NOOOO! ¡AAAAAAHH! ¡CABRÓN! ¡APAGA ESOOOOOOO!

Fue peor el remedio que la enfermedad, pues cuando el maldito chisme empezó a vibrar a lo bestia, las vibraciones se transmitieron a mi rabo, provocándome un placer indescriptible. Y estallé, llenando a Carlota hasta arriba de leche. Por fortuna, al notar mi copiosa corrida desparramándose en su interior, Carli también alcanzó el orgasmo. Me derrumbé sobre ella, berreando, con mi polla vertiendo litros de semen en su interior, mientras Carlota buscaba mis labios con los suyos, besándonos con pasión, mientras el orgasmo arrasaba nuestros cuerpos.

Minutos después, exhaustos, ambos compartíamos un cigarrillo, sentados cada uno en un extremo del sofá, con las piernas encima del asiento, mirándonos el uno al otro. El juguetito, que Carlota había extraído de su culo, reposaba en el suelo encima del montón de ropa.

–          Bien – le dije serenamente – Has ganado. Te has salido con la tuya. No he sido capaz de resistirme. Soy un cerdo como todos los tíos.

Ella me miró con una extraña sonrisa en los labios.

–          Dejémoslo en empate – dijo alargándome el cigarrillo.

–          ¿Y eso? Qué magnánimo por tu parte.

–          No, no es eso. Es la pura verdad.

–          No te entiendo.

Carlota volvió a mirarme, movió la cabeza y se rió levemente antes de contestar:

–          Mi plan era volverte loco de deseo y luego, cuando te tuviera a punto de caramelo… dejarte con las ganas, cabrón.

Me quedé parado un momento, incrédulo, hasta que acabé por echarme a reír.

–          Ja, ja. Ese plan no podía salirte bien. Si llegas a intentar pararme hoy, hubiera acabado en comisaría, acusado de violación.

–          No, ese era el plan hasta ayer. Hoy yo tampoco hubiera sido capaz de parar – concluyó ella guiñándome un ojo.

Yo también sonreí.

–          ¿Te sientes culpable? – me interrogó inesperadamente.

–          Creo que no – respondí tras pensármelo unos segundos – He disfrutado demasiado para sentir remordimientos.

–          ¿Y Jessica?

–          Luego me la follaré también.

Joder. Me estaba excitando otra vez, mi polla empezaba a despertar y a ponerse morcillona. Carlota se dio cuenta y me dirigió una sonrisilla de las suyas mientras decía:

–          Vaya, por lo que veo en la oficina van a tener que esperarte un ratito más.

–          Luego echaré todas las horas que hagan falta.

–          Pídele ayuda a Tere, estoy segura de que estará encantada de quedarse contigo y echarte una mano.

No respondí. Me puse en pie y la tomé entre mis brazos, levantándola en volandas. Bastó el contacto de su cuerpo para devolver mi excitación al máximo, de forma que, cuando entramos al dormitorio, mi polla ya estaba apretándose contra su culo.

Nos echamos en la cama, nos besamos, nos acariciamos, nos devoramos mutuamente, metiéndonos mano por todas partes. No permití que se quitara la minifalda, ni las medias, me excitaba lo indecible verla con la falda enrollada en la cintura.

La puse a cuatro patas, deseando probar el tesoro que Jessica me ofrecía en tan pocas ocasiones.

–          Te voy a follar el culo – siseé mientras ella ronroneaba como una gatita.

Entonces me acordé del vibrador que se había quedado en el salón. Me levanté de un salto y me dirigí al salón, con mi enhiesta verga cabeceando entre mis piernas.

–          ¡Espera! ¿Adónde vas?

–          A por el vibrador.

–          Abre ese cajón, idiota – dijo Carli apuntando a su mesita de noche.

Joder. Allí había de todo. Consoladores, vibradores, esposas… Sonreí al reconocer uno de los dildos, aquel cuya imagen estaba grabada en mi cerebro desde el día en que lo vi por primera vez.

Sacándolo del cajón, lo besé y lo acaricié con cariño, mientras Carli me miraba, mitad extrañada, mitad divertida.

–          ¿Se puede saber qué haces? – me preguntó.

–          Le daba las gracias a este amiguito. Es por él que hoy estoy aquí.

Los ojos de Carli se dilataron cuando el entendimiento penetró en su cerebro. Echándose a reír, me hizo gesto con el dedo para que me reuniera con ella. No la hice esperar.

Carlota estaba a cuatro patas sobre el colchón, mientras yo besaba y acariciaba su culito, donde estaba deseando meterme. Mientras lo hacía, me las apañé para abrir el bote de vaselina que también me agencié en el cajón y extendí una generosa capa en su ano, haciendo que la chica se estremeciera.

Con cuidado, introduje un dedo en su interior, deslizándolo fácilmente en su culo. Pronto el dedo fue sustituido por el consolador, que se enterraba en las entrañas de Carlota sin problemas, mientras ella gemía como una perra y se frotaba el coño con una mano.

Ya no podía más, así que el dildo dejó rápidamente su lugar a mi verga, que se enterró en su culo hasta el fondo.

–          ¡AAAAAHHH! ¡CABRÓN! MI CULO, ME ESTÁS FOLLANDO EL CULO… SIGUE CABRÓN, NO TE PARES, MÉTEMELA HASTA EL FONDO…

Como si yo necesitara instrucciones. Aferrándome a su grupa, empecé a moverla adelante y atrás, clavándole el cipote hasta el fondo, hundiéndome en su culo, regalándome con el exquisito placer de sodomizarla. Ella, ni corta ni perezosa, agarró el consolador que estaba sobre el colchón y se lo embutió en el coño, recibiendo así un doble tratamiento que logró llevarla al orgasmo enseguida.

Yo seguí follándola un rato más, hasta que sentí que iba a correrme de nuevo. Pensé en llenarle el culo de semen como antes le había llenado el coño, pero me di cuenta de que era hora de marcharme ya, así que me corrí encima de su cuerpo, pringándole el culo, para que se acordara de mí mientras se lavaba.

Agotados, nos derrumbamos el uno al lado del otro, recuperando el resuello, yo mirando al techo y ella con la cabeza reposando en mi pecho.

–          No ha estado mal, ¿verdad? – jadeé.

–          Nada mal. Por lo menos un siete.

–          ¿Un siete? ¿Serás puta! ¡Si te has corrido un montón de veces!

–          Tengo un amigo japonés que tiene un rabo como mi brazo de grande. Hace que me corra sólo con vérsela. Es el que me hizo el tatuaje…

–          Precioso trabajo – dije estirando la mano para acariciar la zona tatuada y de paso darle un repasillo a su chocho.

–          ¿Quieres jugar más? – dijo ella sonriendo.

–          No guapa. Fernández debe estar cagándose en mis muertos. Otro día.

–          ¿Otro día? Vaya, vaya, quien te ha visto y quien te ve – dijo ella jocosamente.

–          Si tú estás dispuesta… – dije dubitativo.

–          Claro que sí – respondió Carli estirándose voluptuosamente sobre el colchón – Te enseñaré algunos jueguecitos nuevos, a ver si podemos subir tu nota media.

La besé y salí del cuarto.

Tras recoger mi ropa, empecé a vestirme, arreglándome lo mejor que pude. Entonces vi el vibrador por allí tirado y lo recogí, buscando el mando a continuación. Una vez vestido, regresé al dormitorio y, enseñándole el juguete a Carli, le dije:

–          Perdona, Carlota, ¿me lo prestas?

–          Te lo regalo.

–          Vaya, gracias – respondí guardándolo en el bolsillo de la chaqueta.

–          Veo que Jessica está a punto de descubrir nuevos horizontes.

–           Sí – dije sonriendo – Nos vemos mañana.

–          Mañana creo que me voy a coger el día. Dile a Fernández que estoy hecha polvo.

–          Así que un siete, ¿eh? Creo que te he dejado satisfecha para una temporada.

–          No te lo crees ni tú – dijo ella sacándome la lengua.

A punto estuve de mandar a tomar por culo el trabajo y quedarme todo el día allí.

Mientras conducía de regreso, no paré de darle vueltas a la cabeza. Me sorprendía no sentir el más mínimo remordimiento. Quería a Jessica, eso no había cambiado, pero los escrúpulos a la hora de serle infiel habían desaparecido. Era hora de pasarlo bien.

Tras soportar el rapapolvo del jefe por haber tardado tanto (atasco de tráfico le dije), me reincorporé al trabajo. Tenía mogollón acumulado, pues, además del tiempo perdido en casa de Carli, lo cierto era que tampoco había hecho absolutamente nada antes de irnos.

Casi a la hora de salir y siendo el único pringado que iba a tener que quedarse, escuché unos golpecitos en la entrada de mi habitáculo. Alcé la vista y me encontré con Tere, que me sonreía un poquito nerviosa.

–          Hola, David. Venía a preguntarte por Carlota. La he visto bastante mal y estoy un poquito preocupada.

–          La he dejado en casa. Ya se encontraba mejor, aunque ha dicho que mañana probablemente no vendrá.

–          Vaya. Pobre chica. Es que eso del azúcar es muy jodido.

–          Sí, que lo es. Pero esta vez creo que se trataba de otra cosa.

–          ¿Otra cosa?

Entonces apareció Fernández.

–          Vaya David, ¿todavía tienes tiempo de cháchara? Ya te he dicho que quiero esos papeles en mi mesa a primera hora, así que tú verás…

Sin añadir nada, el tipo se largó a su casa, dejándonos a ambos mirándole con odio.

–          Gilipollas – dijo Teresa mientras el tipo se alejaba.

–          Vaya que sí.

–          Oye – dijo la chica mirándome con cara de preocupación – ¿Qué papeles son esos? Quizás podría ayudarte…

Le sonreí de oreja a oreja, sin poder evitarlo.

–          Te estaría super agradecido. Si no, a mí solo me van a dar las uvas. Cógete la silla de Carlota, anda.

Sonriéndome, Teresa fue al habitáculo de nuestra compañera a por su silla, mientras yo calibraba su hermoso culito embutido en su falda de ejecutiva. Algo empezó a agitarse dentro de mi pantalón.

–          Si quieres, puedo explicarte exactamente lo que le pasaba hoy a Carlota. Se trata de algo un poco… extraño.

Mientras le decía esto, apoyé suavemente una mano en su rodilla enfundada en la media. Noté perfectamente cómo sus pupilas se dilataban y el ritmo de su respiración se alteraba.

–          Cla… claro – dijo ella con voz temblorosa.

–          Verás, tengo que enseñarte algo que llevo en el bolsillo de la chaqueta. Mete la mano y sácalo. Te va a encantar….

………………………………….

Ayer, yo era un buen chico, feliz con mi novia, fiel, honrado y trabajador.

Gracias, Carlota. Gracias por liberar al depravado que hay dentro de mí. Ahora sí que soy feliz…

TALIBOS

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2 comentarios en “Relato erótico: “Historias de un ascensor 02: Compañeros de oficina” (POR TALIBOS)”

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