Otra vez Pepito Grillo.

 

 

Nota de la autora: se agradecen todos los comentarios recibidos de los lectores, si alguien quiere comentar algo, opinar, simplemante charlar sobre El Legado, aquí les dejo mi dirección  janis.estigma@hotmail.es

 

Hoy se cumplen cuarenta días que mi nueva vida como esclavo de Katrina. Me he acostumbrado algo a su rutina, controlando cada vez mejor mis impulsos. Sin embargo, mis pequeños juegos de desahogo han aumentado en rudeza, y, lo que es peor, los utilizo con cualquiera que esté a mi alcance. Maby y Pam los han sufrido en carnes propias, así como Sasha, en un par de ocasiones. Pero no solamente ellas se han visto arrastradas por esa rabia que debo expulsar. Estampé contra la pared a un vecino que me había quitado la plaza de garaje. Destrocé a patadas la moto de un niñato que piropeó de mala manera a Elke, al salir del cine, y casi maté a ostias a uno de los hombres de Víctor, por una tontería.

Estoy muy irascible, en ocasiones. Rasputín no se conforma apenas con ese daño menudo y controlado. Quiere sangre y vísceras. ¡Quiere a la perra de Katrina, por encima de todo! Creo que no le importaría morir de nuevo, con tal de tenerla, una sola vez, entre sus manos. Pero mi voluntad es cada vez más fuerte, sujetando con mano férrea sus primarias tentaciones.

He tenido una larga charla con las chicas. Son las que mejor me conocen, las que pueden darse cuenta si mi personalidad cambia demasiado, cayendo en manos del Viejo. Yo no dispongo de perspectiva para ello, me pierdo en mis propias elucubraciones, pero ellas si pueden alertarme. Las utilizo como mecanismo de control, como alarmas que me pueden alertar de que estoy cruzando una línea intolerable.

Con todo, creo que estoy mejorando, acostumbrándome a la rutina de Katrina, la cual, todo hay que decirlo, no deja de usarme y humillarme. Eso le viene bien a Sasha y Niska, a las que molesta muchísimo menos. Las usa para vestirse, bañarse, para que la acaricien por las noches, antes de dormir, y para pequeños servicios domésticos. Todos sus otros caprichos, por muy sucios que sean, los reserva para mí. Sus esclavas están muy contentas, por ello, y eso se traduce en numerosos piquitos y achuchones, que me ofrecen a la mínima ocasión. Niska me tiene en un pedestal, como si fuera el héroe del pueblo, el salvador de todo su universo, oculto aún tras un velo de esclavo, que solo espera el momento adecuado. Demasiado infantil, pienso, pero, si le pidiera que matara por mí, creo que lo haría, sin dudarlo.

Con mis niñas, la cosa va mucho mejor, ahora que Elke me ha aceptado totalmente. Se sigue definiendo como la novia de Pam, sobre todo para el público, en general, pero… me llama “mitt skjold”, con reverencia, su escudo… Según Pam, no aceptaría a otro hombre en su vida, ni en su cama. Sigue desconfiando de todos ellos, pero yo me muevo en otra dimensión para ella. Es como si hubiera surgido de un cuento, de una leyenda, para ser su brillante caballero, el paladín que siempre esperó.

En una palabra, no soy un hombre para Elke, sino un icono, un estereotipo de su imaginación, en el que puede confiar siempre. Eso la tranquiliza y la fascina, al mismo tiempo. No siente que engaña a Pam conmigo. No solo soy su hermano, sino un valor moral al que ella se puede aferrar siempre.

Complicado, lo sé, pero así está la cosa, y a mí me vale.

Hemos vuelto a tener varias sesiones de cama múltiple, jejeje… Así es como lo llaman mis niñas

Por otra parte, he dejado de ver a Dena. Se ha convertido en la más sumisa de las madres. Me sigue llamando Amo cuando bajo a ver a Patricia, pero no ha mostrado la mínima actitud sexual hacia mí, ni yo se la he reclamado. Vive totalmente pendiente de los deseos de su hija. No sé si es algo muy bonito, o insólitamente depravado, pero Patricia está muy a gusto con todo esto. Aún jugamos algunas tardes, los dos, a solas. Al parecer, sigue sin gustarle que su madre me toque, ¿o puede ser al revés? De todas formas, me ha hecho prometerle que la desfloraré para su cumpleaños, este verano.

Pero lo que me preocupa, en sobremanera, es otro de mis frentes abiertos, Anenka.

Desde un principio, sé que es peligrosa y ambiciosa, y que, posiblemente, tiene sus propios planes, pero sabe utilizarme y enredarme en sus diabólicos juegos. Siempre me digo que puedo alejarme de ellos cuando quiera, pero… ya no estoy tan seguro. Bajo su apariencia de entrega, de falsa dependencia, la mente analítica de la agente del KGB, me sonsaca muchos datos de los herméticos negocios de su esposo. A veces, soy consciente de ello, pues una parte de mí es tan zorro como ella, pero, en otras, caigo en su juego con demasiada facilidad, empujado por la pasión, por el deseo, y por su maravilloso cuerpo.

Sniff… ¿Qué le voy a hacer? Nosotros, los hombres, somos así de débiles. Me pone cantidad informar a mi jefe y subir a follarme a la puta de su esposa.

Ah, otra cosa de la que tengo que hablaros… mi cuerpo. ¡Pienso que lo he conseguido! Parezco uno de esos chicos de póster. A veces, me quedo embobado mirando el espejo al vestirme, recordando como era y como soy, ahora. Cuido de mi pelo, bien cortado y aseado. Me veo guapo, con una mandíbula fuerte y una nariz agresiva (por la rotura), y, en este momento, peso ochenta y siete kilos. He modelado mi cuerpo, machacándolo a ejercicios de pesas y flexiones, disciplinándolo con artes marciales, y llevándolo al límite mil veces. Me veo muy definido, con los músculos como esculpidos por un artista. Según Maby, estoy igual de bueno que Taylor Lautner, el chico lobo de Crepúsculo, pero más alto, jeje.

Mis estudios de rinoshukan van muy bien. Mi sensei alaba mis reflejos y mi sangre fría. Según él, no ha visto muchos alumnos como yo, que siendo aún novatos, realicen las katas con tanta precisión. Le parece algo innato. En verdad, imitó cada movimiento que el viejo brasileño realiza, incluso cuando no está enseñando. Hay momentos, en que nos cuenta anécdotas, o relata una leyenda japonesa, o nos habla de su familia, allá en Brasil, yo sigo mirando sus fluidos movimientos, como controla su respiración, la mínima expresión de su rostro, todo me sirve para meterme en su piel. No trato de aprender su mecánica, ni comprender el por qué de ese giro o de ese golpe. Simplemente, le imitó y el movimiento surge, bello y perfecto, y queda fresco en mi memoria, con lo cual, me permite seguir realizando todos esos movimientos en todo momento. En la ducha, en el trabajo, corriendo por las calles, en casa… Esto me hace aprender y perfeccionar muy rápidamente, pues estoy a todas horas entrenando.

He instalado un makiwara – un poste de madera, clavado al suelo y recubierto de cáñamo, para golpear como un saco, pero mucho más duro – en la azotea del piso. Le dedico media hora todos los días, sin vendarme ni manos, ni pies. Contacto directo con la madera y el cáñamo. Los secos golpes resuenan en casa secamente, por lo que no suelo hacerlo cuando están allí las chicas. Hay días que me pasó por casa, solo para darle unos cuantos golpes y así soltar rabia y tensión.

Víctor me llama para desayunar con él, en el invernadero. Estamos a solas, bebiendo café y comiendo tostadas con mermelada, cosa fina. Me mira fijamente y deja la taza sobre la mesita de hierro forjado.

―           Es hora de que vuelvas al Años 20, Sergio – me dice. – Hemos dejado que las cosas se tranquilicen…

―           Si, señor Vantia. ¿Sigo haciendo lo mismo?

―           Si. Hay que empezar por abajo, pero te daré más control sobre las chicas. Hay rumores entre ellas.

―           ¿Qué rumores?

―           Están asustadas por algo, pero Pavel no consigue nada. Temo que alguna se vaya de la lengua.

―           Sería interesante poder hacer un par de favores, señor Vantia.

―           ¿A qué te refieres?

―           Antes de mi… accidente, una chica me pidió que ayudara a su madre y a su hermana, atrapadas en una red local. Ayudarla podría significar disponer de informadoras entre ellas, sin alertar a nadie… ni a Pavel, ni a Konor…

Me mira, sonriendo como un lobo. Asiente.

―           Si necesitas material o ayuda, llama a Basil. Te atenderá personalmente.

―           Gracias, señor Vantia – Basil es el “mayordomo” personal de Víctor, el mismo que me entregó toda mi documentación el primer día que llegué a la mansión.

―           ¿Algún problema con mi hija? – preguntó, de sopetón Víctor, acariciándose la oscura barba.

―           Los propios de cualquier chica universitaria. Nada complicado, señor – respondo rápidamente.

No voy a decirle que, últimamente, Katrina abusa de mis lamidas. Todos los días, antes de dejarla en el campus, debo alegrarle el día, comiéndole el coño. Una finura de chica. Gracias a Dios, aún no se ha interesado por más partes de mi cuerpo. No quiero ni pensar en que pasará cuando averigüe las dimensiones de mi querido miembro.

 Mi regreso al Años 20 pasa casi desapercibida. He pasado varias semanas fuera, y muchas de las chicas no me conocen, pues han llegado nuevas. Mi camarera favorita también ha desaparecido. Una lástima, la tenía anotada en Asuntos Pendientes…

Como siempre, Konor ni da señales de su presencia. Subo a saludar a Pavel, el cual si se alegra de verme, aunque deba soportar unos pocos de pellizcos en el trasero.

―           Eres un tipo duro, ¿eh?

―           Lo intento, aunque soy muy bisoño aún – me encojo de hombros.

―           ¿Bisoño? – es una palabra nueva para él.

―           Joven, novato… — le explico.

―           Ah…

Se me queda un rato mirándome. Parece rumiar algo en su interior.

―           Sergei… yo… lamento muchísimo lo que te sucedió…

―           No te preocupes, Pavel. Tú no fuiste el culpable.

―           No, pero sabía que iba a ocurrir – me dice, bajando los ojos al suelo. El viejo homosexual parece arrepentido de verdad. – Sabían que iban a por ti, pero me amenazaron con dejarme baldado si te avisaba. Intenté que te dieras cuenta… haciéndome el borde…

―           Tranquilo, Pavel – le digo, colocando mi mano sobre su brazo. – Todo ha pasado. Estoy vivo y de vuelta. Lo demás no importa…

Asiente y me aferra del antebrazo, de la misma forma que un gladiador saludaba a un compañero. Es mi turno de hacerle unas preguntas. Con discreción, le refiero si ha notado algo raro en las chicas, últimamente. 

―           No, pero están más reservadas que nunca. Apenas chismorrean y eso siempre es malo.

―           Bueno, tendré la oportunidad de darme cuenta por mí mismo. Desde ahora, somos socios, con respecto a las chicas.

―           ¿Socios?

―           Me han ascendido un peldaño más. Tengo que controlar las necesidades de las chicas y calibrar sus peticiones. Hablaré con ellas, escucharé sus quejas y sus sugerencias, y estudiaré todo ello.

―           ¿Y yo? – me pregunta, preocupado.

―           Tú seguirás como siempre. Te ocupas de hacer que las cosas funcionen y que ellas reciban lo que piden. Yo mismo te pasaré lo que haya decidido conceder o aumentar, y lo conseguirás, como siempre.

―           Me parece bien – afirma, sonriendo.

―           Ah, otra cosa. Puede que necesite una habitación en el club, en esta planta, si puede ser.

―           Mañana la tendrás dispuesta.

―           Perfecto… ¡Oye! Mariana, la bielorusa… ¿Está aún en el club?

―           Si, habitación 23 – me informa.

―           Gracias. Hasta luego, Pavel.

Mariana se queda contemplándome al abrir su puerta. Sus serenos ojos celestes recorren mi figura, como si se aseguraran que aún estoy vivo. Viste con una bata gruesa y lleva el pelo rubio suelto. Puedo comprobar que es muy largo, casi llega hasta su trasero.

―           Hola, Mariana.

―           Hola, señor – balbucea.

―           Sergio o Sergei, como gustes, pero no soy señor de nadie – le hablo en su idioma natal, cosa que ella no espera, en lo más mínimo.

―           ¿Cómo sabe…?

―           Sssshhh… es un secreto – le digo, empujándola al interior de su habitación. Cierro la puerta, al entrar. – Nadie debe saber que hablo bieloruso.

Ella asiente, llevando una mano para cerrar su bata. Se sienta en la cama y me señala la silla. Me siento, con las piernas abiertas, y acomodo mis codos sobre mis rodillas, inclinándome hacia ella y mirándola intensamente. Mariana se lame los labios, de repente secos.

―           No pude ayudarte, Mariana. He estado un tanto… impedido.

―           Lo sé, Sergei. Todas lo sabemos. Una mala caída…

―           Sí, algo así. Pero ya estoy recuperado y me gustaría saber si aún necesitas mi ayuda.

Mariana asiente fervientemente, sus ojos azules enviando señales desesperadas, sin despegarse de los míos.

―           Bien. ¿Siguen en la misma situación?

―           Si, Sergei, y en el mismo lugar.

―           Necesitaré una fotografía de ellas, así como un poco más de información…

Mariana busca con la mano bajo la cama, sacando una pequeña caja metálica, donde guarda los escasos recuerdos que sacó de su patria.

―           ¿Sabes montar a caballo? – me pregunta Anenka, acariciando el testuz de una blanca yegua.

Nos encontramos en las caballerizas de la enorme finca. Es fin de semana. Me he encontrado con la esposa del jefe al bajar de los aposentos de Katrina. La puta de mi ama aún está durmiendo tras una noche de locura en Kapital. La tuve que sacar borracha y durante todo el trayecto me pidió mil veces que le comiera el coño. ¡No me salió de los cojones poner mi lengua en ese coño borracho!

El caso es que Anenka, con una sonrisa de complicidad encantadora, me pidió que la acompañara hasta los establos.

―           Aprendí en la granja. Tuvimos un par de caballos, pero se cansaban rápidamente de mí.

―           ¿Por qué?

―           Pesaba ciento treinta kilos.

Anenka me mira, sorprendida, y se ríe, como si fuese una de mis bromas. ¿Qué importa?

―           Ensilla aquel y saldremos juntos – me señala un pinto robusto.

Aún recuerdo como se ensilla y se ciñe un caballo, creo. Es como montar en bici… Anenka se pone rápidamente en cabeza, alzando su trasero de la silla de montar, exhibiéndolo para mí. Tengo que decir que está realmente estupenda con aquellos pantalones, color crema, tan ceñidos que parece que se los ha metido con crema lubricante. Su trasero es realmente de primera.

Me hago pronto con el paso del caballo y con la silla. Ahora peso mucho menos y puedo colocarme como se debe. Es agradable. Anenka me lleva hasta un bosquecillo con una serie de peñas y rocas sueltas, entre los árboles. Escoge una de las más grandes y se oculta tras ella. La sigo, intrigado.

―           Este es uno de mis rincones secretos. Suelo venir aquí cuando cabalgo. Ato mi caballo y le dejo pastar a su gusto. Nadie puede verlo desde el camino, ni desde el aire, ni a mí tampoco – dice subiéndose a otra roca, plana y ancha.

―           ¿Te gusta esconderte?

―           No – contesta, con una sonrisa, mientras se desabrocha la chaqueta de montar. – Me gusta masturbarme…

La sonrisa se me petrifica en la cara. No esperaba la respuesta.

―           Me encanta hacerlo en la naturaleza, sentir la brisa sobre mi cuerpo caliente… pero no soporto los mirones – me reclama, al quitarse la camisa y mostrarme sus senos, libres de sujeción alguna.

No me deja desnudarme, sino que me tumba sobre la piedra. Noto la superficie dura y fría en mi espalda. Anenka termina quedándose totalmente desnuda y me desabrocha el pantalón.

―           ¿Tienes esa maravilla ya preparada?

―           Aún no… me has tomado por sorpresa…

―           ¿Qué pensabas? ¿Qué te había invitado a recoger setas? – se ríe.

―           No, pero veo que tú necesitas un gran champiñón.

―           Todos los días – me susurra al oído.

―           Podrías reclamarme, como ha hecho Katrina.

―           Lo he intentado – me dice, mirándome a los ojos. Lo dice en serio, la tía… –, pero Katrina no deja de poner impedimentos.

Claro, como no. De ella y de nadie más, ese es su lema.

―           Bueno, ahora soy tuyo – sonrío.

―           Si… todo mío – se frota contra mi miembro, que aún no ha cobrado toda su rigidez.

Atormento sus senos y sus caderas, tal como le gusta. Ella no deja de frotar su entrepierna, arriba y abajo, dejando mi polla húmeda de sus flujos. Ya está medio rígida, pero ella la desea totalmente dura.

―           Dime, Sergei… ¿Te acuestas ya con las chicas del club?

―           No – gruño.

―           Pero lo harás… seguro… son muy bellas.

―           Si, lo son. Las mujeres eslavas sois bellísimas – la adulo.

―           Parte de mis antepasados eran mongoles… cosacos… así que no soy totalmente eslava…

―           Bueno, serían de los cosacos más guapos – ironizo.

―           Si – se ríe y me coge la polla, acariciándola con ambas manos. — ¿Y tú? ¿De dónde has sacado este particular gen?

―           Oh, ese. Es de Rasputín. No sé como llegó a nuestra familia.

Mi comentario la pilla en el justo momento de empalarse en mi pene. Se queda quieta, mirándome, sin poder distinguir si lo he dicho en broma o en serio. Puede que, como buena rusa, sepa del tamaño del perdurable miembro del Monje.

Se deja caer lentamente, acomodando mi polla en su interior, con esa increíble capacidad que dispone su coño.

―           Yo vi el miembro cortado de Rasputín en el viejo museo del ministerio de Sanidad – me dice, muy bajito. – Es monstruoso, hinchado por el formol, y degradado por una mala conservación.

―           Yo la vi por Internet. Se parece a esta, ¿verdad? Tiene una disposición parecida… un glande pequeño, un tallo que se ensancha en la base…

¿Soy yo el que habla? Las palabras son mías, la voz también, pero no estoy seguro de que la intención sea la mía. El movimiento de Anenka es lento, casi forzado. No responde, pero no deja de mirarme. Los pequeños signos del placer aparecen en su rostro.

―           No me había… dado cuenta… tienes sus… ojos… — jadea.

―           ¿Los ojos de quien? – la incito a seguir.

―           Del Monje Loco…

―           ¿Crees en la reencarnación? – bromeo, mientras le aprieto los pezones.

―           Puede… una vez me llamaste… zarina… — se abandona a la sensación de calor que la embarga.

―           Si, lo sé. En verdad que mereces serlo, toda una zarina.

―           Aaaah… dímelo otra vez…

Se abraza a mí cuando me quedo sentado sobre la piedra. Ambos abrazados y pegados, como una frágil escultura de carne sobre una base de piedra. Una obra viviente expuesta en plena naturaleza. Anenka jadea roncamente. Me muerde un pezón.

―           ¿Serás… mi Rasputín? – me susurra, antes de entregarme su lengua.

―           ¿Es que deseas que… te controle?

No contesta pero devora mi boca al mismo tiempo que aumenta el ritmo de sus caderas. Cabalga hacia su inminente orgasmo.

―           No, deseo que… conspires… conmigo… tú y yooooo… aaaaahh… si… siiiii… Sergeiii… tú yo… zaressssss…

Su boca se abre más, pero ya no surge ningún sonido. Se corre en silencio, los ojos cerrados, las aletas de su nariz venteando, como una fiera. ¡Que hermosa es!

A medio recuperarse de su orgasmo, se tumba sorbe mí, aferrando mi polla con las manos y otorgándome una intenso masaje labial que acaba como ella desea, con una ducha de semen en su cara. Dos minutos más tarde, la ayudo a limpiarse con unos pañuelos, y nos vestimos.

Regresamos a los establos, ella con una trote alegre, siempre delante de mí, girándose a cada instante y sonriéndome; yo, algo meditabundo, pensando en lo que me ha querido decir ella, cuando se corría.

¿Ella y yo, zares?

No me cuesta demasiado dar con la comuna de bielorusos, en Griñón, una pequeña ciudad de la comarca sur de Madrid, a unos veintisiete kilómetros. Estaba fuera del núcleo urbano, en una extensa vega. Una treintena de cabañas prefabricadas y un par de naves industriales formaban el núcleo habitado. A su alrededor, diversos cultivos extensivos y un par de zonas de árboles frutales. Según me habían dicho, podía vivir allí algo más del centenar de personas.

Dejo el coche algo retirado, en un ancho camino de tierra asentada, y me acercó andando. Repaso de nuevo la fotografía que me ha dado Mariana. La mujer se llama Juni y la niña Lena. En la foto están abrazadas, la madre toma a Lena en brazos. Una mujer joven y fuerte, de rostro ancho y simpático, franca sonrisa. Tiene el pelo rubio como su hija y los ojos más oscuros. Mariana le ha dicho que no tiene aún cuarenta años. Su hermana Lena, de seis años, es un calco de Mariana.

Varios chiquillos están jugando bajo la atención de un anciano, que teje una canasta de mimbre. Meto la mano en el bolsillo y reparto unos pocos de chicles. Los niños alborotan, contentos. El viejo me mira con mala ostia, como preguntándose que hago yo allí. Me acerco a él y le pregunto, en su lengua.

―           ¿Dónde está la gente?

Me mira con el seño fruncido. Quizás intenta situar mi acento.

―           Trabajando en los campos – me responde.

―           Estoy buscando a una mujer, Juni, y su hija Lena – le digo, mostrándole la foto.

Niega con la cabeza, pero sé que miente. Me vuelvo hacia los niños, los cuales me observan atentamente. Saco más chicles y se acercan prestamente. Enseño la foto y dos de ellos se marchan. En menos de un minuto, traen a Lena ante mí. Acabo de repartir las golosinas de mi bolsillo.

―           Me envía Mariana, tu hermana – le digo a la niña, enseñándole la foto y dándole una piruleta que guardo para ella.

―           ¡Mariana! – sus ojos brillan, contentos.

―           ¿Dónde está tu mamá?

―           Recogiendo nabos. ¿Te gustan los nabos?

―           No – digo, riéndome.

―           A mí tampoco. Sopa de nabos… ¡Buag!

―           ¿Sabes dónde recogen los nabos?

―           Si, allí – me dice, señalando la llanura. Puedo ver tractores y gente. Siento la mirada del anciano, a mis espaldas.

―           Vamos a ver a mamá – le doy la mano.

Retrocedemos hasta el 4×4. Puede que lo necesitemos para salir rápidos. Cuando llegamos, puedo contar una docena de mujeres sacando matas del suelo, y cinco o seis hombres cargando los remolques. Le digo a Lena que salga fuera, subida al escabel del coche. Al rato, veo a una mujer llevarse una mano de visera y mirar un largo minuto hacia nosotros. Viene hacia nosotros, perfecto.

Mi presencia ya ha llamado la atención de los hombres. Se preguntan entre ellos, decidiendo qué van a hacer.

―           ¿Es aquella tu mamá? – le pregunto a Lena, llamándola de nuevo al interior.

―           Si, ya viene.

―           Bien. Espérala sentada aquí dentro, ¿vale?

―           Si, señor.

Salgo fuera. Remango los puños de mi camisa. Es probable que tenga mi prueba de fuego y me preparo para ello. Juni se acerca ya corriendo. No sabe lo que pasa y está preocupada por su hija. Los hombres también se acercan. Al menos, no traen herramientas.

Juni llega antes y se asoma a la ventanilla del coche.

―           ¿Lena? ¿Lena?

―           Toma esto – le digo, entregándole la foto. – Me envía Mariana. Entra en el coche, voy a sacaros de aquí.

Su rostro se demuda, comprendiendo por qué se acercan los hombres, pero sube rápidamente al coche. Dos de los hombres arrancan a correr hacia mí. Hay que actuar, sin dudas, sin miedo. Desconcentra a tu enemigo, no le dejes pensar. No espero a que lleguen a mí, sino que también salgo a su encuentro. El primero se lleva una patada en la rótula que no se esperaba, en lo más mínimo. Le dejo que caiga a mi lado, revolcándose de dolor, y me despreocupo de él. Espero a su compañero con los pies bien plantados. No dispongo ni de un segundo. Aguanto su encontronazo y expongo mi cadera mientras tiro de su brazo. Parece emprender un incomprensible vuelo hacia el Toyota. El sonido de su cabeza contra la chapa no es agradable.

Los otros tipos se frenan y se abren. Han visto que no soy un peso pluma. Sonrío, no solo para darme confianza, sino la acojonarles. Un tío como yo, que se enfrenta a todos ellos, con una sonrisa, no es como para cantarle villancicos. Además, saco un juguetito que llevo metido en los pantalones. En la parte de atrás, coño, que mal pensados sois… una porra con núcleo de plomo, fina y extensible… la caña de España.

Al primero que se pone al alcance le vuela casi una fila de dientes, al completo. Visto y no visto. Golpe en los dedos de la mano al siguiente, lo que me da el tiempo suficiente para darle una buena patada en el bajo vientre. El tercero se tira en plancha, aferrándose a mi cintura. Me hace retroceder hasta el coche. Fútil y vano, lo único que ha conseguido es que tenga la espalda cubierta, apoyada contra el vehículo. El codazo que se lleva en los omoplatos hace daño solo con escucharlo. El último se lo piensa mejor, y decide buscar refuerzos. No sabía yo que un bieloruso podía correr tanto…

Miro a mi alrededor. Nadie rechista, solo se escuchan quejidos de dolor. Mola esto de las artes marciales. Me subo al Toyota y le digo a Juni, que está abrazando a la pequeña para que no mire la masacre:

―           Nos vamos.

―           ¿Quién eres? ¿Nos llevas con Mariana?

―           Si. Dentro de un rato, os veréis…

Durante el viaje, consigo sacarle que sus propios compatriotas tienen a la mayoría de las mujeres de la comuna esclavizadas. Las hacen trabajar en los campos y las usan por las noches, para calentar sus camas, o bien prostituirlas. Han cambiado un amo por otro, se lamenta. Me jode no poder ayudar más, pero cuando es su propia gente quien abusa de estos desgraciados, ¿qué puedo hacer yo?

Saco a Mariana del club. No quiero que su madre vea donde trabaja. He dejado a Juni y a la niña tomando café y bollos en una cafetería. El reencuentro me arranca un par de lágrimas. ¡Joder! ¡Que soy un tío sensible! Le entrego un teléfono de prepago a la madre. Así podrán estar en contacto.

―           ¿Dónde las llevas, Sergei? – me pregunta Mariana.

―           El jefe se ocupará de ellas. No te preocupes, estarán bien. Puede que le convenza de actuar contra esos esclavistas. Ya veremos.

―           Gracias, Sergei. Estoy en deuda contigo – me dice ella, dándome un beso en la mejilla.

―           Vale, vale. Venga, despediros, que nos vamos.

Es cierto. Víctor también posee un corazoncito, aunque solo sea a la hora de ver Sonrisas y Lágrimas. Lo estuvimos hablando y ha decidido dar comienzo a su recogida de huérfanos. Hay obras de acondicionamiento en marcha, en la segunda planta de la mansión. Al saber que iría a por una joven madre y su hija pequeña, Víctor ha pensado en convertirla en gobernanta de los huérfanos que pronto llegarán. De esa forma, puede criarles al mismo par que su hija.

Bueno, no sé si es corazoncito o no, pero no me podréis negar que tiene una vista comercial de primera, ¿eh? Lo que no me ha dicho aún es que piensa hacer con esos niños… Tendré que estar atento. ¡Joder, se me acumula el trabajo!

Pam emprende una campaña que la tendrá fuera de casa casi dos meses, una especie de gira a toda España, presentando un nuevo tipo de bebida isotónica. Maby tiene también algunas sesiones intermitentes, que la sacan de la cama a horas intempestivas. Elke es la única que queda en casa, lo cual me viene bien, porque, últimamente, Katrina está muy insoportable. Apenas me deja en paz, ni siquiera puedo irme a casa algunos días.

Hoy, la he notado especialmente fría, como nunca la he visto. La he recogido en el campus y no me ha dicho nada en todo el trayecto. Solo ha hablado por teléfono. Al llegar a la mansión, me ha dicho, antes de bajarse:

―           Quiero verte en mis aposentos en diez minutos. Si llegas tarde, mejor será que desaparezcas para siempre.

Claro y explícito, ¿verdad? Así es Katrina. Me presento a los nueve minutos y algunos segundos, todo por joder, claro. Sasha y Niska están presentes, con sus mini uniformes de doncellas, de pie, a un lado de la cama. Puedo ver el miedo en sus ojos. ¿Qué ocurre? Katrina está ante su comodín, en ropa interior, como siempre que regresa de la uni.

―           Ven, acércate, perro – me dice, mientras se pinta los labios.

Echo a andar hacia ella, cuando se gira, el ceño fruncido.

―           ¡A cuatro patas, como el perro que eres! – me chilla.

Suspiro y me pongo de rodillas, avanzando hacia ella, mirándola.

―           ¡No oses mirarme! – se acerca y me suelta una tremenda bofetada. No creo que uno de sus matones me hubiera soltado una hostia así, con tanta fuerza. — ¡No te has ganado el privilegio de mirar a tu ama, perro!

Me da un par de patadas en el costado. Apenas me hace daño. No sabe pegar, pero mi parte loca se inflama, de repente. Aprieto los dientes y me obligo a seguir a cuatro patas, sobre la alfombra.

―           ¿Por qué, Ama? – pregunto, sin levantar la cabeza.

―           ¡Porque me da la gana! ¡Porque me sale de mi precioso y real coño! ¿Te enteras, perro?

―           Si, Ama Katrina, soy tuyo para sufrir, para ser humillado – le respondo, muy suave.

Sin embargo, en mi interior se está originando una erupción que tengo que contener. Esta puede ser la prueba decisiva de mi voluntad. Puede que salga sobre mis pies, o dentro de una caja. Todo depende.

―           ¡Sasha, trae la fusta larga!

La esclava abre el armario y escoge entre la colección que se guarda dentro. Una fusta de cuero, de casi un metro, usada para domar caballos. Me digo que esto va a doler.

―           ¡Niska! ¡Quítale la camisa! – noto como la romaní titubea. No quiere hacerlo. Tengo que indicarle que lo haga, con un gesto. — ¡Esclavo! ¡De rodillas, los brazos en cruz!

Adopto la postura. Sentado sobre mis talones, los brazos alzados, extendidos desde los costados. La fusta zumba al cortar el aire y cae sobre mi pecho. Rompe la piel, macera mi carne, y duele. El segundo fustazo duele aún más, pues los nervios están alterados y sensibilizados, pero me niego a moverme, ni gritar.

―           Eres un perro orgulloso y altivo, ¿verdad? Eso me gusta… te voy a domar de una vez…

Dos fustazos en mi espalda que me hacen cerrar los ojos.

―           Me voy a divertir arrancándote la piel…

Uno más cae sobre mi muslo izquierdo. Aún con el pantalón, la sensación es angustiosa.

―           ¡Vas a llorar sangre, puto esclavo!

Me cruza el bíceps con una fuerza imprevista, que me hace creer que una voz, en mi interior, me ha gritado que la mate. El suplicio sigue. Ella me insulta y me azota, con frenesí. Me está destrozando y no permito moverme. No puedo ceder. Está destrozando mi torso, mi espalda, mis brazos, y mi cintura, pero no ha tocado mi cara ni una sola vez. La puerca está jugando, a pesar de sus aires furiosos.

Un nuevo golpe hace surgir sangre de mi espalda y, entonces, vuelvo a escuchar, como si viniera de muy lejos, una voz que suplica que pare, que la detenga. ¡Mátala!, exclama con maldad.

La fuerte carcajada brota de mis labios, de repente, haciendo que Katrina me mire, sudorosa y asombrada.

―           ¿Te ríes, perro? ¿Te has vuelto loco con los golpes?

Pero no puedo pararme. La risa ha surgido con fuerza, inquebrantable, indisoluble. Una risa que hace brotar lágrimas, que provoca calambres en el estómago. Una risa que no transmite alegría alguna; una risa que es un mal agüero.

―           ¡CÁLLATE, MALDITO HIJO DE PUTA! – grita Katrina, poniendo toda sus fuerzas en cada golpe.

Caigo al suelo, derribado por el dolor. La risa afloja, pero no cesa. Es el momento de poner condiciones. “Ya sabes lo que debes hacer si quieres escapar al dolor y a la humillación… Rasputín”. La voz distante, que parece llegar rebotando en cada ángulo de mi mente, se niega.

―           ¡Ama Katrina! ¡No te merezco, soy indigno de tus atenciones! – jadeo, aún sacudido por algunas risotadas. — ¡Debes castigarme con más rigor! ¡Usa el látigo y las tenazas!

―           ¿TE BURLAS DE MÍ, ASQUEROSO DESGRACIADOOOO?

Debo tener cuidado. Como siga así de furiosa, puede darle una apoplejía, o algo de eso. Me río de nuevo, pero, esta vez, por ese pensamiento ridículo. Deja caer la fusta y corre hacia el armario, sus esclavas, se apartan, muertas de miedo. Tiene los ojos enloquecidos y está totalmente despeinada, el pelo pegado por el sudor. Vuelve a mi lado, aferrando una pica eléctrica que no duda en aplicarme. Eso si que me corta la risa y me deja tirado, contrayéndome espasmódicamente.

“¿Te gusta esto más, viejo?”, preguntó mentalmente, mientras intento recuperar el aliento.

―           No, Sergio – esta vez, la voz suena más cerca y más clara.

“Puedo estar así mucho tiempo. Creo que sabes el aguante que mi cuerpo tiene, ¿verdad?”

―           Si, lo sé. Ya me he soltado…

“Bien. Tendremos que estipular un nuevo trato para nosotros, viejo. Ahora tengo que calmar esta perra, o moriremos, de una forma u otra”.

Sé que lamiéndole los pies, la calmaré. Es su punto débil. Una lengua entre sus pequeños dedos y sonríe como un Buda feliz. Pero hay un pequeño problema. Katrina no me deja acercarme. La pica no deja de pincharme y dejarme tirado, jadeante. Me estoy quedando sin fuerzas

Creo que se ha vuelto totalmente loca. Ahora es ella la que ríe. Acerca las dos púas a mi cuerpo y se ríe cuando salto sin control.

―           El grande y poderoso Sergio… jajaja… mírenlo… es una marioneta, un títere… ¡Salta, Sergio, salta!

Solo me queda una carta por jugar y puede que haga empeorar todo. Aprovechando que se sigue riendo, tironeo de mi pantalón, medio rompiéndolo, medio bajándolo. Katrina ríe con más fuerza.

―           ¿Ahora quieres ponerte desnudo, perro?

Consigo bajarme el boxer hasta las rodillas y mi polla aparece en todo su esplendor, tiesa por las descargas eléctricas. Durante un segundo, puedo ver el desconcierto en el rostro de Katrina.

―           ¡Ama… Katrina! ¡Ama, mira… como me… tienes…! ¡Te deseo como… nunca, mi Ama…! – jadeo antes de quedar inconsciente sobre la alfombra.

Cuando despierto, Niska está curándome las marcas de fustas. Me sonríe con esa mueca tan peculiar suya, que la hace mordisquearse el labio inferior.

―           ¿Cómo te sientes, Sergei?

―           Tengo todo el cuerpo…tieso. ¿Qué me has puesto?

―           Un spray cicatrizante. Impide que entre polvo y se te peguen cosas, mucho mejor que las vendas.

―           Gracias, Niska. ¿Qué pasó?

―           Que te desmayaste. Aguantaste mucho, pero ese pincho eléctrico hace mucho daño. Pero Ama Katrina, cuando vio… eso… — dice la joven, señalando hacia mis piernas – dejó de hacerte daño, inmediatamente.

―           Vaya, funcionó.

―           Nos ordenó, a Sasha y a mí, que te pusiéramos aquí, sobre el sofá, y que te cuidáramos.

―           ¿Dónde está ella?

Se encoge de hombros.

―           Ahora, busca a Basil, que te de algo de ropa para mí.

―           Si, Sergei – contesta, poniéndose en pie, pues se encuentra de rodillas, al lado del sofá.

―           Ey, ¿y mi beso? – la reclamo.

―           No hay beso. Ama Katrina ha dicho que matará a quien te toque…

Ya sabía yo que me iba a costar caro enseñarle la polla…

―           Esa jovencita es terrible – me sobresalta la voz.

―           Creía que te había soñado, Rasputín. Pensé que no volvería a oír nunca esa voz cascada. ¿No te habías fundido conmigo?

―           Algo así.

―           Si, si. Algo así. ¡Pretendías adueñarte de mi cuerpo! ¡Usurparme y vivir a través de mí! ¿No es eso? – casi escupo.

―           Si, Sergio, pero me has obligado a soltarte. Hemos vuelto donde lo dejamos.

―           ¿Y no es mejor así? Tenemos agradables conversaciones, das tu opinión, me aconsejas…

―           ¡Pero no puedo sentir! ¡No dispongo de terminaciones nerviosas!

―           Y, claro, en vez de pedir las mías gentilmente, intentabas quitármelas.

Esta vez, no contesta. Sabe que ha perdido.

―           Está bien. Veamos si este nuevo trato te parece aceptable, aunque… bueno, es igual… Te quedas así, tal y como estamos ahora mismo. Me susurras, me aconsejas, y yo, a cambio, te dejo participar de ciertos “banquetes”, con la condición de que, al acabar, vuelvas a esta posición de nuevo. Podrás paladear de nuevo la vida, Rasputín, pero con restricciones. Es mucho mejor que nada, ¿no?

―           ¿Y si no acepto?

―           Bueno, solo decirte que, en estos días, he descubierto cual es mi límite para el dolor, y está bastante lejano en el horizonte, viejo chocho. Puedo hacerte la vida imposible durante mucho tiempo. Al final, mi cuerpo no lo resistiría y moriría, y se acabaría el chollo para los dos.

―           Comprendo. Acepto tus términos.

―           Bien, perdona que no te de la mano, jejeje…

―           ¿Qué va a pasar con Katrina?

―           Depende de ella, ¿no crees? Tiene la última palabra. Es la hija del “boss”, pero, me da en la nariz que se está obsesionando…

―           ¿Con nuestra…?

―           Posiblemente, pero la otra posibilidad es que se le hayan fundido los plomos y haya ido a comprar un látigo de nueve colas. Y, la verdad es que no mola.

―           No, no mola…

―           Una preguntas, Ras… ¿Por qué te jode tanto Katrina? Nunca te había sentido tan rabioso como cuando me humillaba.

―           Hay algo en ella que me enciende como una mecha de dinamita. Me excita, me enerva, me hace desearle daño y lágrimas, pero, en el fondo, la furia procede más de la humillación que me hace sentir. Nunca he sido dominado, ni humillado, por nadie. Que una chiquilla apenas convertida en mujer lo haga, me… Bueno, he matado por menos, Sergio.

―           Comprendo, pero, por ahora, seguirá siendo así. Espero haber conseguido algo, al enseñarle nuestro pene…

Pero cuando Katrina regresa, trae ropa para mí (se ha encontrado con Niska) y se comporta de una forma extrañamente dulce. Mira de reojo mi pene, que sigue estando al descubierto, y se muerde el labio.

―           ¿Qué tal estás, Sergei? – pregunta suavemente.

―           Me duele todo el cuerpo, Ama – me quejo, con algo de exageración.

―           Se me fue la cabeza. no quería hacerte tanto daño, Sergei – me acaricia la mejilla, mirándome esta vez a los ojos.

―           Eres mi dueña, Katrina, puedes hacer lo que quieras conmigo.

―           Sergio, cuidado…

“¡Ssssh! ¡Tú ahora, de mirón!”.

―           Pero ya no razonaba. Podía haberte matado… ¿Sabes que para estos casos, se pacta una palabra y, cuando se pronuncia, se debe parar todo?

―           Si, pero eso es para la gente que se toma eso como un juego. Yo no juego. Me he entregado a ti, totalmente.

―           Oh, perrito mío, que maravilloso eres… ahora, descansa, y, cuando te sientas mejor, vete a casa… Si lo prefieres, Basil puede prepararte una habitación.

―           Lo preferiría, Ama…

―           Mañana te lo tomarás libre. Cura esas heridas y entonces, hablaremos.

―           Si, mi Ama.

Antes de marcharse, le echa otro vistazo a mi péndulo, y, con un suspiro, se aleja.

Al día siguiente, aparezco por el despacho de Pavel, con una buena botella de vodka. Bebemos y hablamos, sobre todo de chicas. No conozco a otro gay que hable tanto sobre chicas… Le pregunto por Erzabeth, la rumanita, pero me dice que la enviaron a otro club, y no sabe a cual. Últimamente, hay mucho descontrol con los destinos, desde que Konor mete las narices en los transportes. Envía a sus hombres a sacar las chicas de sus dormitorios, sin comunicarles sus destinos, casi por sorpresa.

Eso me escama, Víctor no suele hacer las cosas tan chapuceramente. Voy a la habitación de Mariana, quien me saluda con alegría. Con mucho tacto, le comento lo que pienso y lo que quiero que haga. Lo pilla todo a la primera. Chica lista.

Esa noche, me encuentro, por primera vez desde la paliza, con Konor. Lleva una nueva chica del brazo y, como siempre, le acompaña un matón. Me mira y me saluda con una inclinación de cabeza. Cuando se aleja, le dice a su matón, en búlgaro:

―           Ahí lo tienes, totalmente domado. Ahora, su ama le deja salir de casa por las noches.

Los dos hombres se ríen, con fuerza. Si supiera que le he entendido perfectamente, creo que se le cortaría esa risa petulante. Acabo con mis tareas y decido irme a casa. Quiero descansar.

El piso está demasiado callado, ocupado solo por Elke. Está sentada en el sofá, viendo la tele y vistiendo un camisón que tendría que estar codificado por indecente. Sonríe y se pone en pie, casi de un salto. Me da un dulce y largo beso. Apoya la cabeza en mi pecho, como si tratase de escuchar mi corazón, y me dice:

―           Hay asado frío en el horno, ¿quieres que te haga un sándwich?

―           No, déjalo, Elke. Prefiero darme una ducha. Ya veré después. ¿Qué estás viendo?

―           Una peli vieja.

―           Bueno, ahora me la cuentas.

―           Vale – me voy, dándole un pico.

Tengo que quitarme todo ese spray que me puso Niska. Es como si llevará una venda rígida invisible. Me siento pegajoso y tieso. Las marcas cárdenas se han rebajado. Las que sangraban ya están cerradas. Ya es más aparatoso que grave. Bendita sea mi constitución.

Salgo solo con los boxers. Elke ya está acostumbrada a verme así, sin que me afecte el frío. En ocasiones, dice que debo tener algo de ascendencia finlandesa. Me siento a su lado. Se acurruca contra mí, aferrándose a mi brazo y, con curiosidad, sigue una de las marcas de la fusta con el dedo.

―           ¿Te han hecho daño, kongen av min sjel? – me pregunta, sin espantarse.

―           ¿Qué significa eso?

―           “Rey de mi alma”.

―           Es bonito. Parece que te van mucho los términos medievales…

―           A tu lado, me siento como una de aquellas mujeres vikingas, o quizás, una valquiria – se ríe. — ¿Qué te ha pasado?

―           Una mujer me ha azotado – la digo, seriamente.

―           ¿Te has dejado azotar?

―           Si, pero era necesario. He hecho volver a Rasputín…

Ahora si se sobresalta. Por lo que las demás le han contado, Rasputín puede ser peligroso.

―           ¿Sabes lo que estás haciendo? – me pregunta, sus grandes ojos clavados en mí.

―           No, pero… ¿Quién lo sabe? – emito una risita que la calma.

Pasa sus manos por mi cuello, acurrucándose como una niña, nuevamente. Mordisquea uno de mis hombros.

―           ¿De qué va la peli?

―           Qué importa… llévame a la cama, min prins jævelen…

¿Cómo puede uno sustraerse a tal petición y, además, hecha con un susurro tan erótico? Me encanta Elke, la forma en que se entrega, en que deposita toda su confianza en mí, para lo bueno o lo malo. Esas mejillas tiñéndose de rojo, aflorando más pecas sobre la piel…

―           Sergio… ¿puedo?

―           Únete a mí, viejo, y disfruta.

Katrina está inusualmente callada esta mañana, camino del campus universitario. A través del retrovisor, la pesco mirándome la nuca, como si estuviera sopesando su próximo paso. Hoy va vestida de diferente forma, algo no habitual en ella. Lleva pantalones jeans de fina pana, de color claro, remetidos en unas botas peludas, negras. Un grueso y amplio jersey de lana, tejido a mano, oculta su pecho. En verdad, es un día frío, pero no para tanto.

Detengo el Toyota en el sitio de siempre, bajo el árbol. Aquí suelo “alegrarle” la mañana. Pero hoy no hace ningún gesto, solo me mira.

―           ¿Me paso atrás, Ama?

―           Si, perrito – contesta ella, suave y dulce.

―           Allá vamos.

Pero no deja que me arrodille, como hago siempre. Me sienta a su lado y me mira a los ojos.

―           ¿Por qué no me dijiste nada? – me pregunta.

―           ¿Sobre? – quiero que lo diga.

―           Sobre esto – pasa un dedo por mi entrepierna.

―           Porque, entonces, nuestra relación no hubiera sido la misma. Yo quiero ser su esclavo, Ama, pero… con esta “pieza” hubiera sido al revés.

Ni siquiera contesta. Creo que he dado en el clavo, pero me da una seca bofetada. Se humedece los labios.

―           No seas engreído. Sácala…

―           Es que la odio… tan altiva, tan perra y tan joven…

“Pues yo no la odio. Más bien, me estimula. Saca lo peor de mí, me hace más fuerte”. Ahora tengo la seguridad de donde venían esos sentimientos furiosos. Obedezco y me desabrocho los pantalones. Expongo mi pene ante sus ojos, en su mínima expresión. Ni siquiera está morcillón. Aún así, se extasía, pues no mide menos de quince centímetros en su tamaño mínimo. Extiende sus dedos y lo toca, casi con miedo.

―           ¿Cuánto te mide? – pregunta, casi en un susurro, sin dejar de acariciarlo.

―           Supera los treinta centímetros, Ama.

―           Diossss… ¡Esto no cabe dentro de una mujer!

―           Esta tía es virgen, te lo digo.

―           Si cabe, Ama. Al principio cuesta, pero todo dilata…

―           ¡Escúchame bien, esclavo! Esta polla es mía y de nadie más, ¿entiendes?

―           Si, Ama.

―           No vuelvas a follarte a ninguna puta… ¡Ninguna!

“¿Qué es lo que sabe? ¿Me ha visto con Anenka?”

―           Seguramente.

―           Si, Ama, ninguna.

―           No estoy hablando en broma, Sergio – sus ojos chispean, peligrosos. Ha regresado la zorra. – Si me entero de que me engañas, no me contendré.

―           Si, Señora, se hará como diga – cabeceo, mirando como mi polla va endureciendo y creciendo, bajo su mano.

―           Deberás tener cuidado en la mansión. Esta mala puta es capaz de hacer una locura.

“Más control. Sigue y suma”.

―           Pero dejémonos de recriminaciones. Voy a saborear esta maravilla…

Me estremezco, pensando que esos sensuales y perfectos labios, hoy rosas por el carmín, van a posarse sobre mi polla. La zorra es lo más bonito que he visto jamás, con total perfección, y, lo peor, es que ella lo sabe. Echa su pelo rubio hacia un lado. Lo lleva suelto y no quiere que le estorbe. Es como si quisiera que le viera la cara mientras se dedica a la tarea.

―           Mala pécora…

“Calla y disfruta”.

―           No, me niego a sentirla, ni a verla.

No sé lo que ha hecho, pero no vuelve a interrumpir de nuevo. Creo que se ha enquistado de nuevo. Ya reaparecerá, de eso no tengo dudas. Es como la mala hierba…

Katrina se ha entretenido en llenar mi pene de pequeños besos, recorriendo toda su plenitud con los labios y la punta de su rosada lengua, casi con timidez. Aferra mis testículos, sopesándoles. De pronto, se inclina más y desliza su lengua por mi escroto.

―           Que suave – murmura.

Gracias a los pocos besos que me ha dado, he descubierto que Katrina posee una lengua voluble y bastante ejercitada, pero no sabía hasta que punto. Es larga y ágil, dotada de fuerza y pericia, como si estuviera muy acostumbrada a comer coños y pollas. De hecho, me hace una de las mejores mamadas de mi corta vida. Podría competir perfectamente con Anenka, en ese arte.

Consigue poner mi polla totalmente erecta, usando solo su boca y una mano para sostener mi herramienta. Eso ya es un éxito. Usa un delicioso juego bucal, consistente en pequeños mordiscos y en largas pasadas de su lengua, muy mojada. Pero sus labios son los que consiguen hacerme acabar. Esos labios pulposos y definidos, tremendamente sensuales, siempre húmedos, siempre incitantes… Verles fruncidos en un delicioso mohín, dispuestos para servir de colchón a mi glande… Ese es el último juego de Katrina. Balancea mi polla para que mi glande golpee sus labios, usados como freno. Una y otra vez, sin prisas. Sus manos de seda acarician el tallo de mi polla, mientras el capullo golpea sin cesar sus labios y, en algunas ocasiones, su barbilla y sus mejillas.

Los ojos de Katrina están clavados en los míos, por lo que puedo ver la increíble cara de vicio que pone. Si tuviera una cámara para inmortalizarla…

―           Ama Katrina… no siga… voy a… voy a soltarlo…– la aviso.

Sonríe, sus ojos se achinan, tan celestes como el cielo de esta mañana.

―           Hazlo, perrito… hazlo en mi cara… — susurra.

Llevo una mano a su rostro. Uno de mis dedos busca entrar en su boca, al mismo tiempo que mi espalda se arquea. Ella lo acepta. Su lengua atrapa mi dedo corazón y su boca se abre ante mi primera emisión. Ha calculado mal, o bien, no esperaba que eyaculara tan fuerte, porque los dos primeros pulsos de semen caen sobre su pelo. Katrina se afana en atrapar los dos siguientes, para degustar mi esperma.

―           Así, así, perrito… Vacía tus huevos – me dice, agitando mi pene con una mano, dispuesta a no dejar ni una sola gota.

Me la deja completamente limpia y, luego, busca con los dedos los goterones que han caído sobre su pelo, para llevarlos a su boca. Esta chica ha chupado más de una polla y más de dos…

―           Recuerda, perrito. Tu polla es mía y de nadie más – me dice, al bajarse del coche.

―           Si, mi Ama – la contemplo caminando hacia el grupo de chicas que la espera cada mañana a la entrada del campus.

Tras dejar a Katrina en la universidad, me dirijo al Años 20. Tan temprano, no hay nadie de la gente de Konor vigilando su oficina. Mariana, a la que he llamado por teléfono minutos antes, me está esperando, junto a otra chica, menuda y esbelta, con el pelo cortado como un chico, erizado en sus puntas y negro como la noche. Hace las presentaciones. Se llama Irma y trabajaba para una banda de ladrones. Puede abrir cualquier cerradura. No hay nada como disponer de los hábiles dedos de una ladrona para fisgonear en unos archivadores cerrados.

Mientras Mariana vigila fuera, examino carpeta tras carpeta, pero no hay nada relevante, nada que implique algo sucio. Me desespero. Debo conseguir algo como prueba…

―           Sergei – musita Irma, que está revisando los cajones del escritorio, buscando algo que ratear – ¿qué hay en Machera?

―           ¿Machera? Ni siquiera sé donde está eso – le digo, encendiendo el ordenador que hay sobre la mesa.

―           Pues hay unas pocas de facturas de una gasolinera de ese sitio. Al menos quince, todas de la misma gasolinera – me sonríe la chica, mostrándome los recibos.

Conecto con el Google Map y pronto averiguo que es una población española fronteriza a Portugal. ¿Por qué van los hombres de Konor a echar gasolina allí? Ya me enteraré. Copio los datos que me interesan y procuramos dejar todo tal y como está.

Subimos a la última planta y, tras darles las gracias a las chicas, le hago una pregunta a Pavel, mucho más al día con la intendencia del club.

―           Pavel, ¿por qué se guardan los recibos de una gasolinera? Me refiero al club.

―           Pues para desgravar, si son vehículos de la empresa, o bien para las dietas. Si algún empleado llena el tanque con su dinero, pide el recibo para ser reembolsado.

Me río cuando mi cerebro encuentra la conexión.

―           ¿Algo gracioso?

―           Puede que si, pero aún no estoy seguro.

Necesito ver a Basil y esto tiene que ser cara a cara. Nada de teléfonos. Llamo a la mansión al subirme al coche. Tengo suerte, el jefe está presente y le digo que puede que tenga algo importante.

―           Esperarré a que llegues, Sergio.

Menos de una hora más tarde, Víctor me mira con el ceño fruncido. Como yo esperaba, no tiene asunto alguno en Machera, ni tampoco en Portugal. Basil tampoco sabe que pueden hacer allí esos hombres.

―           ¿Así que Konor es tan rata y tan avaro que lo hemos trincado por unos recibos de gasolinera? – digo, riendo.

―           ¿Cómo? – Víctor no cae, en ese momento.

―           ¿Por qué cree que Konor ha guardado estos recibos, si no tienen nada que ver con el club?

Basil si me ha entendido, y también sonríe.

―           Suponga que envía a sus hombres a hacer algo tras la frontera de Portugal. A su regreso, echan gasolina en Machera por alguna razón. Quizás es más barato, o es más cómodo, o, seguramente, están de acuerdo con alguno de los empleados para sisar al jefe unos cuantos euros en los recibos de carburante – empiezo.

―           Al llegar al club, entregan sus recibos para que les paguen lo que se supone que han abonado ellos de su bolsillo – continua Basil.

―           Y el cabrón de Konor, en vez de destruirlos, los ha guardado para pasármelos con los gastos conjuntos del club, porque sabe que no los miraremos apenas – atrapa la idea Víctor.

―           Se ha delatado por miserable – suelto la carcajada.

―           Típico de Konor – me secunda Víctor.

―           Bueno. Ahora tengo que afinar la puntería y ver dónde van realmente. Me voy a quedar a dormir en el club.

―           Me parece bien. ¿Cómo va tu red de chicas? – me pregunta el jefe.

―           Activada. Pronto tendré jugosos comentarios.

―           Bien. Si necesitas algo, solo tienes que pedirlo.

―           Señor Vantia, ¿ha leído mi informe sobre la comuna bielorusa?

―           Si, me parece una propuesta interesante, pero tengo que posponerlo hasta que solucione el orfanato.

―           Por supuesto, señor.

―           Sigue así, Sergio. Estás demostrando tener mucha iniciativa.

―           Gracias, señor Vantia.

Tengo que decir que junto con la madre y la hermana de Mariana, le entregué un informe sobre la coacción y proxenetismo de ese lugar y de otros de su misma condición. Ya que esas extensiones de terreno eran arrendadas para cultivo y que casi se autofinanciaban, ¿por qué no utilizarlas para traer a los familiares de las chicas de la organización? Se podrían establecer colonias rentables que servirían para lavar una buena parte del dinero negro que se generaba con la prostitución, además de tener muy contentas y agradecidas a las chicas.

Sin duda, Víctor habría visto aún más ventajas que yo no conocía, pues no estaba metido en ese mundo, pero las ventajas eran muchas. Solo había que arrancar la mala hierba.

Es casi la hora de recoger a mi Ama.

Anenka insiste en que me quede a almorzar. Víctor ha marchado a una reunión importante. Sin embargo, no nos quedamos solos. Parece que Katrina se ha olido el asunto, y se une a nosotros, como una diva. Con la ayuda de Rasputín, quedo como el más encantador de los invitados, sacando temas interesantes que las involucra. No se tragan, pero, al menos, se portan civilizadamente.

Por la cara que pone Anenka, estoy seguro que tenía previsto uno de sus encuentros, pero no puede proponerme nada con su hijastra delante. Al final, Katrina, con una tonta excusa, consigue arrancarme del lado de su madrastra y llevarme a sus aposentos.

Debo decir que su intención es buena. Se interesa por mis heridas, aunque sea ella la que las ocasionó. Me ordena que me desnude y le pide a Sasha y Niska, que traigan agua, esponja y apósitos para curarme. Intento decirle que no hace falta, que ya están mucho mejor, pero no me hace caso. Cuando las tres se inclinan sobre mí, examinando las heridas, que casi han desaparecido, sus ojos no hacen más que posarse sobre mi pene desplegado.

―           Tienes razón. Ya están casi curadas – me dice Katrina, acariciando mi glande con el dedo gordo de su pie, pues está sentada a mi lado en el sofá, descalza. — ¿Qué pensáis vosotras, perras?

―           Si, Ama.

―           Mucho mejor, Ama – asiente Niska. – Y se está poniendo dura…

Katrina se ríe del comentario de la impresionada romaní.

―           ¿Te atrae, Niska? – le pregunta.

―           Si, Ama. Nunca he visto una así.

―           ¿Sabes que Niska es aún virgen? – me comenta Katrina.

―           Parece que aquí abundan, aunque no sé cómo, ni por qué…

“Ni yo. Katrina parece tener mucha experiencia en otros asuntos”.

―           No, mi Ama, no lo sabía.

―           ¿Te gustaría que fuera mi perrito el que te desflorara? – le pregunta Katrina a la joven.

―           Será quien desee usted que sea – contesta ella, astutamente.

―           Buena respuesta. Pero, ¿si tuvieras que elegir…?

―           Me da un poco de miedo. Es muy gorda y larga, Ama, pero también sé que Sergei es un buen chico y que no me haría daño – se sincera la chica morena.

―           Puede que me decida alguna tarde de estas. Sería interesante dejarte preñada…

Niska agacha la cabeza. No puede tener opinión en ese asunto, pero pienso que es muy joven para eso.

―           Podéis marcharos. Que nadie me moleste – las despide, agitando la mano.

―           Si, Ama.

Katrina me sonríe, demostrando su lujuria. Se inclina y aferra mi rabo, con ganas. Me mira y se relame.

―           ¡Te voy a sacar todo el jugo, perrito mío!

―           Como desee, Ama… pero puede utilizarme como quiera… puede que le guste penetrarse – propongo con sutileza.

―           ¿Esa cosa dentro de mí? ¡Ni hablar! No profanaré el interior del templo de mi cuerpo.

―           Excúseme, Ama… no sabía que siguiera un credo de pureza – le beso la mano libre.

―           Pelotas.

―           Pronuncié unos votos cuando cumplí los doce años. Reservaré mi pureza para un individuo que sea absolutamente digno de mí, que demuestre poseer el auténtico poder que rige el mundo. No importa que sea hombre o mujer, solo me entregaré a esa persona – me confiesa, levantando mi pene con sus caricias.

―           Espero que encuentre a esa persona muy pronto – la halago.

―           Si, yo también – se ríe – pero, mientras, te tengo a ti, polla maestra… jajaja… un buen apodo…

Y se inclina para metérsela en la boca. En esta ocasión juega de forma distinta. Tras un rato de chupar, lamer, y morder, se sienta sobre mi regazo, frotando su clítoris y sus labios mayores contra mi polla, sin dejar de besarme con ahínco. Cuando ya no puede más, se pone en pie y coloca su coño en mi boca, gritando:

―           ¡Cómetelo! ¡Oh, por Dios Bendito, cómetelo todo, pedazo de perro con picha! ¡Te voy a ahogar en mis jugoooos!

No sé, pero me parece un poquito desquiciada esta tarde, por la manera en que se corre, soltando tacos y flujo por doquier. Y, revoloteando dentro de mi cabeza, como una mosca cojonera, los irritantes comentarios despectivos de Rasputín, ese nuevo Pepito Grillo que comparte mi vida.

                                                               CONTINUARÁ…

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