Frank salió al pasillo, tambaleándose. El terrible sofoco de su cuerpo le estaba matando, así que se paró, apoyó la espalda contra una pared y se desnudó totalmente. Su polla parecía un ariete dispuesto para conquistar un castillo. El glande goteaba líquido preseminal en abundancia. Nunca se había sentido así e, interiormente, estaba asustado. Su mente sólo pensaba en satisfacer su lujuria, como una obsesión, frenando cualquier pensamiento racional. Prestó atención, pero no escuchó nada. No parecía haber nadie en las inmediaciones. Avanzó pasillo adelante hasta llegar al final, en donde desembocó en una amplia estancia vacía. Era una sala de baile, con espejo y pasamanos al fondo. Se detuvo un instante ante las fotografías de varias adolescentes vestidas con faldas de tul y mallas. Hubiera dado lo que fuese por tener a una de esas delante y follársela.
  Atravesó la sala de baile corriendo. Sus pies descalzos no hicieron ruido sobre el parquet. La puerta al fondo le llevó a un nuevo salón, más pequeño, y decorado con motivos orientales. Tampoco se veía a nadie. Recorrió otros pasillos y otras habitaciones y llegó a la conclusión de que se había perdido. La mansión era muy grande y él no estaba en sus cabales. De pronto, al torcer una esquina, escuchó un ruido metálico. Sonrió ferozmente y avanzó encorvado, como un depredador. Había encontrado la cocina, la amplia y organizada cocina. Se asomó con cuidado a la puerta abierta. De espaldas a él, una doncella se afanaba con una serie de platos. Sin duda, estaba preparando la cena. Sintiendo el fuerte pulso en las sienes, Frank la contempló. No debía tener más de veintidós años y era preciosa, como todas las chicas que trabajaban en la casa. Ahora que lo pensaba, como si una inspiración le hubiese asaltado, no había visto a ningún hombre en la casa, sólo mujeres.
  La chica llevaba uniforme, cofia incluida; un uniforme que le dejaba los muslos al descubierto y bastante ceñido al cuerpo. La chica era de estatura media, con un cabello castaño no muy largo y recogido en una cola de caballo. No pudo entrever bien su rostro, pero se le antojó atractivo, con unos ojos grandes y una boca sensual. Avanzó con cuidad a su espaldas, hasta tomarla por sorpresa y aferrarla por detrás. Le puso una mano en la boca y la otra se disparó hacia los esbeltos muslos. La chica intentó gritar, pero no pudo. Se debatió entre los brazos de Frank, pero éste se había convertido en un ser primitivo, ansioso de sensaciones fáciles. Frank metió la mano bajo la amplia falda, subiendo hasta la entrepierna, y la introdujo entre las bragas. El coño era cálido y con poco vello. Para impedir que se debatiera más, Frank la apoyó contra la mesa y se echó encima, sin dejar de sobarle el pubis. Rozó la polla contra la falda, deseoso de penetrarla. No supo cuándo sucedió, pero la doncella lamió los dedos que le tapaban la boca y sus manos bajaron para acariciarle las desnudas caderas. Parecía complaciente ahora que sabía lo que quería de ella. La soltó y le levantó la falda. Rompió las bragas de un fuerte tirón y condujo su polla, sin más preámbulos, hasta la vagina, desde atrás. La chica se quejó un poco.
—      ¿Cómo te llamas, puta? – jadeó él.
—      Eve… Eve.
—      Bien, Eve, muévete, cabrona, hazme gozar…
  Inclinó aún más a la chica sobre la mesa, haciendo que descansara su busto y su mejilla sobre los canapés que estaba preparando, llenándose toda. Le alzó una rodilla con una mano y embistió rápidamente. Pero aunque estaba muy cachondo, la droga no le dejó correrse tan fácilmente. Eve ya jadeaba, totalmente abandonada. Le sacó la polla y le dio la vuelta, cogiéndola a pulso. La llevó, de esa manera, hasta dejarla sentada sobre uno de los poyos de la enorme cocina. Ella le abrazó con sus piernas cuando se la volvió a meter. La tomó por la cola de caballo, haciendo que la cofia cayera al suelo, y la inclinó lo suficiente como para besarla profundamente en la boca. Mientras tanto, sus manos le arrancaron los botones de la oscura camisa, dejando sus redondos pechos al descubierto. Los apretó con saña, con terrible deseo. La sintió quejarse en su boca, pero no dejó de empujar. La chica se corrió con un fuerte estremecimiento e intentó apartarse, pero Frank siguió, haciendo oídos sordos a sus súplicas. Finalmente, con un rugido se corrió, sacando la polla a destiempo y acabando de rociar la entrepierna de la chica con su semen. Ella le miró con los ojos muy abiertos. Sin una palabra, Frank salió corriendo de la cocina, desnudo y con la polla totalmente tiesa y dolorida.
  “¿Dónde está? ¿Dónde está esa puta? ¡Quiero follarte, Desirée! ¡Joder! ¡Vaya con la criada. No ha puesto pega ninguna. Debe de estar acostumbrada a que la traten así o… ¡Espera! ¿Y si ha recibido órdenes de Desirée para entretenerme?”
  Frank no se daba cuenta de que era víctima de una aguda paranoia, producida por la droga. Siguió buscando en el piso bajo, hasta que se convenció de que allí no había nadie más. Así que buscó alguna escalera que subiera. La encontró al fondo de un pasillo secundario, seguramente utilizado por el servicio. La escalera era estrecha y de madera. Los escalones crujieron con su peso. Encontró varios trasteros al final de la escalera, ocupados con ropa de temporada y viejos muebles. Una nueva puerta, al fondo, le condujo a través de una galería cubierta con cristales. Los rayos del sol le calentaron la piel.
La galería le llevó hasta un invernadero. Supo que estaba en el piso intermedio, en un ala. El techo del invernadero se veía desde el exterior y le había llamado la atención al bajarse del coche. Si seguía adelante, pensó, se encontraría con el ala principal, donde deberían estar las habitaciones de los dueños. Se abrió camino entre las grandes plantas que se cultivaban allí. Más que un invernadero, parecía un terrarium gigante. Al pasar delante de un ficus de raíces colgantes, algo atrapó su mirada. Enganchadas a una de las ramas bajas, unas braguitas celestes, de seda, se balanceaban. Las cogió con la mano y las frotó contra su rostro. Las aspiró con anhelo.
—      ¡Sí! ¡Son tuyas, Desirée! Llevan tu olor; lo reconozco. Las has dejado aquí para que te encuentre, ¿verdad? – dijo en voz alta, frotando las bragas contra su erecto pene.
A toda prisa, salió del invernadero, acuciado por su necesidad. Se detuvo cuando atisbó el nuevo pasillo. Cuatro puertas permanecían cerradas. Abrió la primera. Era un dormitorio, pero no había nadie en el interior. Rezongando, abrió la segunda y la tercera; se encontró con lo mismo. Dormitorios de invitados, elegantes y vacíos. Sin embargo, en la cuarta puerta le esperaba una sorpresa. También se trataba de un dormitorio, pero, a diferencia de los demás, no estaba vacío. Frank se quedó quieto en la puerta, contemplando el chico que yacía sobre la cama, atado y desnudo. No debía tener más de trece o catorce años y, a su manera, como un dulce efebo, era hermoso. Frank nunca había experimentado una atracción homosexual, pero, en ese momento, su polla parecía pensar por él. Un largo escalofrío le recorrió el cuerpo mientras paseaba su mirada por las esbeltas caderas del muchacho. Éste se debatió sobre la cama, intentando desatarse, pero no lo consiguió. Lo miró, suplicante.
—      No… no me haga daño – le pidió, sabiendo que Frank no estaba allí para ayudarle, al verle desnudo y empalmado.
—      ¿Qué haces tú aquí? – gruñó Frank, acercándose.
—      No lo sé… Me… desperté aquí atado. Yo… iba al colegio. Por favor, no me haga daño… Seré bueno…
  Frank se sentó a su lado, sobre la cama, y le pasó una mano por el pelo, apartando el largo flequillo de los inocentes ojos. Sus dedos bajaron hasta deslizarse sobre los labios. Un nuevo estremecimiento se apoderó de Frank.
—      ¿Cómo te llamas? – le preguntó con un susurro.
—      Thomas.
—      Thomas… – repitió Frank, descendiendo con su mano sobre el pecho desnudo del chico. – Thomas, necesito que me ayudes.
—      Sí, sí, lo que usted diga, pero desáteme…
—      Lo haré, Thomas, lo haré, pero antes debes ayudarme. Me siento morir y necesito desahogarme. Eres hermoso…
  La mano de Frank bajó hasta el tierno sexo del muchacho y lo acarició. Era incitante y embriagante. No lo había experimentado antes. No era como hacer el amor con un hombre. El chico no tenía vello y era de una belleza casi afeminada.
—      Por favor, no… – suplicó Thomas, pero Frank ya no escuchaba.
  Se subió a horcajadas sobre el pecho del muchacho y le puso la polla en la boca, a la fuerza. Thomas se debatió, intentando apartarse de aquel órgano hinchado, pero un duro gruñido brotó de la garganta del hombre, como si fuese un animal salvaje, y decidió cooperar. Abrió la boca y se tragó el miembro. Frank gimió, pero no se dio cuenta de la pericia que el muchacho mostraba. Era evidente que no era la primera vez que hacía aquello. Culeó un poco dentro de la boca y se estirazó hacia atrás para aferrar, con una mano, el sexo de Thomas, que ya estaba empezando a crecer. Acarició su glande y sus testículos, con urgencia.
—      Te soltaré… cuando acabemos – susurró, apartando su pene de la boca que lo aspiraba. Se tumbó sobre Thomas y le besó largamente en la boca. Era como la de una chica, cálida y suave.
  Restregó su sexo contra la entrepierna del muchacho, dejando rastros de líquido preseminal en su vientre. Thomas, solo atado por las muñecas, se abrió de piernas y movió sus caderas para que el roce fuera más intenso.
—      Quiero probarlo… – musitó Frank, descendiendo su lengua sobre el ombligo hasta llegar a coger con los labios el pene de Thomas. Era un miembro delgado y pequeño, aromático cuando aspiró sobre él. Le gustó el sabor y la sensación cuando lo lamió. No supo parar, a pesar de saber que el chico estaba a punto de correrse cuando empezó a rotar sus caderas bajo la caricia. Dejó que eyaculara dentro de su boca y se tragó el esperma, curioso por saber a qué sabía.
Su polla era ya monstruosa y latía sordamente. Los testículos le dolían debido a la intensa excitación. Sin más palabras y sin soltarle las ligaduras, Frank giró al chico sobre la cama, dejándolo de bruces y con las manos cruzadas y estirazadas por la posición y las ligaduras. Escupió y embadurnó el ojete del ano, sin hacer caso de las protestas y súplicas del chico. Cogiéndole por las caderas estilizadas, se abrió paso en el ano con lentitud y firmeza. Thomas gritaba y se agitaba pero no podía apartarse. Pronto, Frank la tuvo toda dentro y se sintió exprimido. Era el culo más estrecho que había probado en su vida. Su polla ardía al contacto con las entrañas. Bombeó suavemente pero aprisa, deseando descargar, pues todo su cuerpo se lo pedía. Al hacerlo, cayó hacia delante, todo su peso sobre la espalda del chico, y gimió con desesperación. Quedó jadeante pero no desahogado. Su polla seguía estando dura y el orgasmo había sido pasajero, ínfimo.
—      Desátame…
—      Ahora no, pero volveré, no lo dudes – dijo con un inusual brillo en los ojos. Quería seguir probando a ese muchacho y lo haría.
  Salió al pasillo y giró a su término. Una nueva puerta al fondo, cerrando el pasillo, y otra en un lateral. Abrió la segunda, que era la que se encontraba más cerca en su camino. Lo primero que le llamó la atención, fue la cortinilla roja que cubría parte de la pared, a su izquierda. No se trataba esta vez de un dormitorio, sino de un tocador o algo así. Algunos sillones, un comodín y un armario completaban el mobiliario. Avanzó hacia la cortinilla y la apartó. Ésta cubría una ventana que no daba al exterior, sino a otra habitación. Era un falso espejo por el que se podía espiar. A través de la ventana, contempló a Desirée y jadeó al verla.
  Estaba sentada en una cama con dosel, vistiendo un salto de cama casi transparente que indicaba que no llevaba nada más debajo. Delante de ella, de pie y con las manos a la espalda, en una postura tímida, se encontraba una jovencita de unos catorce o quince años, vestida de colegiala. Desirée le estaba diciendo algo pero el sonido no llegaba hasta él, quizá debido al grueso cristal. Con la polla pegada contra la pared, vio como Desirée metía sus manos bajo la falda plisada de la chiquilla y las subía lentamente, poniendo al descubierto los esbeltos muslos. Sin quitarle la falda, le bajó las bragas hasta dejarlas en el suelo. Después, la obligó a arrodillarse en el suelo y se abrió de piernas, echando a un lado la transparente bata. Llevó el rostro de la chiquilla hasta su depilado coño y la dejó que la lamiera a fondo. Desirée se retorcía sobre la cama; sus manos colocadas sobre la cabeza morena de la chiquilla. De vez en cuando le tiraba de las coletas frondosas que nacían de las sienes.
  Frank no lo resistió más y salió corriendo de la habitación para abrir la otra puerta, esperando encontrarse con la escena. Pero la puerta del fondo del pasillo no accedía el dormitorio, sino a unas escaleras que bajaban. Sorprendido, se quedó quieto, intentando adivinar qué ocurría. Pronto comprendió que la ventana no era tal, sino una pantalla, y que lo que estaba viendo sucedía en alguna parte de la mansión. Regresó al tocador y siguió mirando, cada vez más frenético. En aquel momento, Desirée había tumbado a la chiquilla de bruces sobre la cama y le había levantado la falda por encima de la cintura, dejando al descubierto sus nalgas. Le abrió las piernas y fue su turno de lamer el coño de la colegiala, desde atrás, repasando tanto la vagina como el esfínter. La chiquilla tenía el rostro hundido en la ropa de la cama y sus manos, cerradas en puños, aferraban las sábanas al sentir el delicioso placer. Tras unos minutos, Desirée abrió un cajón de la cómoda que tenía a su lado y blandió un delgado consolador que lamió y humedeció. Después, lo insertó en el coño de la chiquilla, que se había vuelto y yacía boca arriba. La niña se abrazó a su cuello, besándola, mientras Desirée la penetraba con el artilugio, una y otra vez.
  Frank se marchó antes de empezar a golpear la pared con su pene. Bajó las escaleras pues era la única dirección que podía seguir y llegó al piso inferior. Atravesó un patio abierto, donde una cantarina fuente lanzaba chorros de agua hacia el cielo abierto. La primera puerta que abrió le condujo a una gran biblioteca y, en un extremo, otra criada, rubia, joven y hermosa, apareció ante sus ojos. Estaba subida a una pequeña escalera, quitando el polvo de los volúmenes allí guardados. Se giró cuando escuchó la puerta cerrarse y se quedó boquiabierta al contemplar al hombre desnudo que avanzaba hacia ella. Consiguió bajar de la escalera antes de que Frank la alcanzase, pero no pudo ir más lejos. Una mano de hierro la aferró por la muñeca y la obligó a encararse con su agresor.
—      ¿Dónde está Desirée? – la apremió Frank.
—      No… no lo sé…
—      ¡Vamos, hija de puta! ¡Dímelo!
—      Debe de estar en su habitación… – dijo ella jadeando por el dolor de la presión.
—      ¿Dónde está la habitación?
—      En la otra ala – dijo, indicando con la mano libre detrás de ella con un gesto vago.
—      En la otra ala… Demasiado lejos. No aguanto más… Ven, arrodíllate, ¡Vamos!
Frank la obligó a ponerse de rodillas, frente a su polla. Estaba ardiendo y la criada olía muy bien. Restregó su polla por la cara de la chica, sin hacer caso de sus protestas, hasta que consiguió que la tomara con la boca; una boca muy caliente y experta, se dijo. Así, allí de pie, con una mano apoyada contra una estantería, Frank regó la boca y rostro de la doncella, aliviándose lo justo para seguir su camino. Pero no quiso hacerlo solo. La tomó de nuevo por la muñeca y la obligó a mostrarle el camino. La criada le condujo a través de varias salas llenas de trofeos y colecciones diversas, hasta tomar un pequeño ascensor que los llevó a un ala trasera y desconocida para Frank.
—      Es ahí – le dijo la criada, señalando una puerta en el nuevo y amplio pasillo al que habían desembocado.
  Sin soltarla, Frank empujó la puerta y contempló la misma habitación y la misma cama con dosel que entrevió arriba, en la falsa ventana. Desirée estaba desnuda, recostada sobre la amplia cama, y le miraba fijamente, con una sonrisa algo torcida. A su lado, también desnuda, la colegiala se encontraba de rodillas y a un lado, como si fuese una esclava perfectamente educada.
—      ¡Vaya! Parece que, por fin, me ha encontrado, señor Warren – dijo ella.
  Frank dejó que la criada se marchase a toda prisa y entró en la habitación. Respiraba fuertemente, rabioso y excitado. No dijo nada, sino que se acercó a la cama lentamente, sin quitar los ojos de su premio.
—      ¡Te voy a follar hasta reventarte, mala puta! – exclamó con voz ronca, sintiendo como su polla tiraba de él.
—      Eso espero – dijo ella con una sonrisa.
  Frank se lanzó sobre ella como un poseso. Babeaba literalmente por ella. Podía oler su perfume, el aroma de su coño; todo ello encendía su estimulada pasión. La atrapó por las muñecas y la obligó a abrirse de brazos. Bajo su peso, Desirée estaba indefensa o, por lo menos, eso le parecía. Ayudándose con la rodilla, le abrió las piernas y se contorneó hasta hacer coincidir su sexo con el de ella. Empujó fuertemente y la clavó allí mismo, sin más preámbulos, sin necesidad de ellos. La chiquilla, a su lado, les miraba atentamente, sin moverse.
—      Aaah… Es usted muy fuerte… – jadeó ella, empujando sus caderas hacia delante.
  Frank no respondió. Gruñía como un cerdo ávido y culeaba con fuerza. Desirée levantó sus piernas y abarcó con ellas la cintura del hombre.
—      Paula, ven… – gimió Desirée, dirigiéndose a la niña. – Tócale, acaríciale…
  La niña se movió sobre sus rodillas hasta colocarse casi a la espalda de Frank. Alargó una de sus manos y le acarició la endurecida y sudorosa espalda, bajando su mano lentamente hasta sobar las apretadas nalgas. Frank gruñó de nuevo. La mano de la chiquilla se coló entre sus piernas y le cogió suavemente los testículos.
—      Son peludos – dijo Paula, curiosa.
—      Sí… sí, así soooon… – musitó Desirée, con los ojos cerrados. – Huevos de macho, preparados para descargar… Espera, te enseñaré…
 Con algo de trabajo, Desirée consiguió apartarse del hombre. Le tumbó sobre la cama, boca arriba, y se inclinó sobre su ingle.
—      Mira, Paula. Esto es lo que debe hacerse – dijo a la chiquilla, al mismo tiempo que tomaba la polla con la boca. Paula se acercó más, dispuesta a no perderse un detalle.
  La rubia lamió toda la extensión del miembro una y otra vez, deslizando su lengua por los testículos y el escroto, antes de introducirla completamente en su boca. Con una mano, obligó a Paula a inclinarse también y unirse a la lamida. La chiquilla lo hizo con algo de renuencia, pero, pronto, estuvo disputándose el cárnico trofeo con su profesora. Frank no podía estarse quieto sobre la cama; sus caderas no cesaban de saltar y su cuerpo parecía estar poseído por un temblor continuado que impedía a las dos mujeres profundizar plenamente en la caricia bucal. Se restregaba contra sus rostros, enloquecido, sin dejar de jadear.
—      Quiero correrme, quiero correrme… – susurraba, pero le era imposible por el momento.
—      No puede hacerlo, señor Warren. Por cada orgasmo que consigue, su sensación disminuye a causa de la droga. Su tiempo de respuesta se alarga cada vez más. Ahora mismo, es sólo un pene embravecido a mi disposición – le dijo Desirée, apartándose un momento.
—      ¡No! ¡Os voy a follar a las dos! – exclamó incorporándose.
  La mano de la rubia lo clavó de nuevo en la cama. Parecía tener más fuerza que él.
—      Si la toca a ella, no saldrá vivo de esta casa – dijo Desirée entre dientes y, por una vez, Frank supo que lo haría sin dudar. Algo asustado y sin poder controlar la situación, optó por dejarse hacer.
  Desirée se apartó y se puso a cuatro patas. Le susurró algo a Paula que Frank no entendió, pero contempló como la chiquilla humedecía con su lengua el trasero de la mujer, las dos apoyadas sobre sus manos. Desirée se lamía los labios y movía su trasero a cada pasada de la lengua.
—      Esto es para usted, en su honor – le dijo, volviendo el rostro hacia él. – Encúleme ahora…
  No tuvo que repetírselo. Frank se arrodilló a su grupa y tomó su polla con la mano, conduciéndola hasta el estrecho agujero. Paula se retiró de allí y se dejó caer, piernas abiertas, delante de Desirée que inclinó la cabeza y lamió el coñito juvenil al mismo tiempo que la sodomizaban. Durante un pequeño destello de lucidez, Frank intuyó que aquella mujer había experimentado de todo en su vida, pues su polla se movía muy bien dentro del ano.
  Ágata y Paula, entre risitas, se peleaban por tocarle la polla a Henry, el cual conducía el todo terreno muy despacio. Sus pantalones estaban desabrochados y su pene, de nuevo erguido, lidiaba con las manos de las chicas. Éstas, a pesar del desenlace amoroso por el que habían pasado, estaban tan cachondas que no le dejaban un momento. Necesitaban más placer y Henry estaba dispuesto a dárselo, pero, para ello, debían volver a la mansión.
  Por fin, llegaron ante las escalinatas. Los tres se bajaron y Henry se arregló los pantalones. Una doncella salió a recibirles y hacerse cargo del vehículo.
—      ¿Dónde está mi esposa? – le preguntó.
—      En su ala privada, señor – le respondió la criada.
—      Perfecto, vamos, pequeñas. Sigamos con lo nuestro – les dijo, abarcando sus traseros con ambas manos. Ellas rieron de nuevo y caminaron junto a él hasta entrar en la casa.
  Las condujo a través de un laberinto de pasillos, hasta tomar un pequeño ascensor que les dejó en un nuevo pasillo. Henry abrió una puerta y las chicas contemplaron a Frank arrodillado sobre una gran cama con dosel y sodomizando a la esposa de su anfitrión. Se llevaron las manos a la boca para contener la risa. Una desconocida chiquilla se aferraba a la nuca de Desirée, quien le comía el coño a grandes lengüetazos, y acabó corriéndose en esos instantes.
—      Vaya, vaya, parece que nuestro amigo Frank no ha perdido el tiempo – dijo Henry aproximándose. – Paula, será mejor que te vayas. Aún no ha llegado tu momento.
  La chiquilla miró a Desirée y ésta asintió con la cabeza. Se marchó corriendo, sin vestirse.
—      Es una de nuestras protegidas – explicó Henry a Ágata. – Vive con nosotros.
  Se arrodilló en la cama y se inclinó sobre su esposa, besándola en los labios.
—      ¿Gozas, cariño?
—      Sí… mucho… – articuló ella.
—      Me alegro. ¿Nos permites unirnos?
Desirée asintió y, poco después, se estremeció, disfrutando de su segundo orgasmo. Mientras tanto, Ágata y Alma se estaban desnudando y saltaron, una vez sin ropas, sobre la cama, lamiendo el cuello y orejas de Frank. Henry hizo lo mismo y se unió a ellos. Tomó a las chicas de las manos y las tumbó en un extremo de la cama, boca arriba y juntas. Se arrodilló ante ellas y les abrió las piernas. Las penetró al mismo tiempo con los dedos de cada mano. Los dedos entraban y salían con fuerza pero con delicadeza al mismo tiempo. Ágata giró el cuello hacia su amiga y se besaron, entrelazando las lenguas en el exterior. Henry se inclinó y participó de aquellas lenguas, besándose los tres con frenesí.
—      Ven, quiero ver cómo te corres en la boca de la pelirroja – le dijo Desirée a Frank, apartándole.
  El profesor caminó de rodillas hasta colocar sus pelotas sobre la boca de Ágata, quien levantó la mano y aferró la pringosa polla para llevársela a la boca. Henry, enardecido, le clavó su polla a Ágata, que se encontró tomada por ambos orificios. Desirée tomó el relevo de los dedos de su marido para con Alma, sin dejar de observar la escena. Finalmente, con un rugido, Frank descargó sobre el rostro de su alumna. Desirée tomó a Alma del cabello y la alzó.
—      Lame esa leche. No la desperdicies, hazlo por mi – le dijo al oído.
  Alma se inclinó sobre su amiga y lamió el semen con deleite. Por aquella belleza, era capaz de hacer cualquier cosa. Alma había estado fantaseando con un encuentro así durante todo el almuerzo. Desirée la había impactado de verdad. Mientras tanto, la rubia se apoderó de nuevo de la polla de Frank, quien había caído hacia atrás, el brazo sobre los ojos y el pecho martilleándole con fuerza. Protestó cuando sintió la mano que le cogía el pene.
—      No puedo más… – gimió.
—      ¡De eso nada, señor Warren! Debe estar dispuesto para mí, a todas horas.
  El pene de Frank perdía su rigidez poco a poco; el efecto de la droga se estaba disipando. Desirée se subió a horcajadas sobre él y se introdujo el pene en el coño, apoyando sus manos sobre el pecho del hombre. Descontenta con su potencia, indicó a Alma que sacara un consolador de la mesita de noche y se lo insertara al hombre en el culo. Alma lo hizo con mucho gusto. Escogió un delgado vibrador, de tamaño corto, y lo embadurnó con una crema que también se encontraba en el mismo cajón. Henry y Ágata, sin dejar de follar, la miraban hacer. Frank protestó cuando sintió el extremo romo del consolador hurgar en la puerta de su esfínter, pero el peso de Desirée, unido al tremendo cansancio que estaba empezando a sentir, no le permitieron rebelarse más. Intentó apretar las nalgas, pero Alma empujó con fuerza, haciéndole daño. Así que no tuvo más remedio que relajarse. El instrumento le penetró lentamente y sintió un tremendo calor en el culo. Al mismo tiempo, su polla creció dentro de la vagina de la rubia, con un vigor insospechado.
—      ¿Le gusta, señor Warren? Sí, ya veo que sí – musitó Desirée, metiéndole uno de sus dedos en la boca.
  Alma empujaba y sacaba el consolador, divertida por lo que estaba pasando. Aunque quería a Frank, quería hacerle sentir lo que ellas habían pasado para complacerle. Desirée saltaba cada vez con más fuerza, próxima al placer.
—      Sí, sí… ya me viene… ¡Cógeme las tetas con fuerza!
  Alma dejó el consolador y se irguió sobre las rodillas, abarcando los senos poderosos de la rubia desde atrás y retorciéndole los pezones. Desirée cayó hacia atrás, entre los brazos de la chiquilla morena, y se estremeció violentamente, gozando.
—      No dejes… que se cor… corra – le dijo a su marido.
  Henry se salió del interior de Ágata y tomó un cordón de seda del cabezal de la cama que recogía los cortinajes del dosel. De forma experta, anudó el cordón en el tallo del pene de Frank, en la base del miembro, y apretó con fuerza, cortando la circulación. Frank aulló y se debatió, pero Henry supo retenerle, atándole también las manos a la espalda con otro cordón.
—      Follároslo – dijo Desirée a las chicas mientras abrazaba a su marido. – Sin piedad.
  Ágata y Alma se turnaron sobre su amante, empalándose una y otra vez. Frank aullaba, loco por derramarse pero el cordón y el resto de droga que aún quedaba en su organismo se lo impedían. Ágata fue la primera en correrse. Cabalgando a Frank y con un brazo alrededor de los hombros de Alma, quien, al mismo tiempo, le acariciaba con un dedo el clítoris, chilló como si la hubieran herido. Se dejó caer de costado, hundiendo el rostro en las sábanas, jadeando fuertemente. Alma tomó el relevo y cabalgó con ahínco, con pasión. Detrás de ellos, Henry estaba sentado, las piernas estirazadas y la espalda apoyada contra una de las balaustradas de la cama. Su esposa se sentaba sobre él, dándole la espalda y atenta a lo que las chicas hacían con Frank. El pene de su marido taladraba su coño como a ella le gustaba.
  Alma se corrió largamente, cayendo sobre Frank y lamiéndole los labios, pero el hombre no respondió a la caricia, se debatía aún, sin fuerzas. Ágata y su amiga se situaron, una a cada lado, y le acariciaron la polla con manos y boca. El pene aparecía monstruosamente hinchado y violáceo por la falta de sangre. Enormes venas azules latían en su superficie.
—      Desatadlo. Va a reventar – dijo Henry.
  Nada más quitarle el cordón de la polla, ésta se convirtió en un surtidor. Con un aullido estridente, Frank dejó escapar un borbotón de semen hacia el techo, alcanzando al menos el metro de altura. El dolor que sintió al recuperar el riego sanguíneo se mezcló con el placer de la eyaculación. Ágata se dejó caer sobre la polla, aspirando el semen con glotonería. Frank se desmayó.
 Henry se levantó con la polla tan tiesa como si tuviera veinte años. La noche de descanso le había sentado muy bien. Ya no estaba para esos excesos. Sonrió recordando la velada. Aquellas dos chiquillas eran de muerte. Tuvieron que llevar a Frank a una habitación, desfallecido, y condujeron a las chicas a otro dormitorio. Después, él y Desirée se retiraron a sus aposentos para descansar. Ahora, le tocaba el turno a su esposa; de hecho, la idea había sido de ella. No podía negarle un capricho a Desirée; no lo merecía.
  Se giró hacia ella y la contempló, dormida y desnuda. Un ángel, eso era; un ángel que había cambiado toda su vida. La besó suavemente en la mejilla y se levantó. Debía marchar a la ciudad para ocuparse de unos asuntos. Se duchó y se vistió, bajando al comedor para desayunar. Karly fue la encargada de servirle el desayuno. La observó mientras lo hacía; siempre le había gustado esa muchacha. Rubia, con ese cabello tan largo y rizado en grandes tirabuzones… Le sobó el trasero cuando se puso a su alcance, subiendo la mano muslo arriba hasta topar con las finas braguitas. Karly le sonrió y meneó el trasero, contenta de que el patrón se fijara en ella aquella mañana y más después de la juerga de anoche.
—      Ven, Karly, alégrame el día – susurró él.
  La doncella se arrodilló entre sus piernas y le desabrochó el pantalón, sacándole el miembro ya erguido. Se lo metió en la boca y lo lamió con esmero, tal y como sabía que le gustaba. Henry, un minuto después, retiró un poco la gran silla, permitiendo que Karly se sentara en su regazo, mirando hacia la mesa y apoyando sus manos en ella. Con una mano, la doncella apartó las braguitas para que el pene alcanzara su vagina sin obstáculos. Se mordió el labio cuando notó la polla colarse en su coño. ¡El patrón follaba tan bien!
  Ágata se despertó al recibir la luz directa del sol cuando una de las criadas apartó las cortinas de la ventana. Se quejó y se dio la vuelta. Se sentía algo confusa y desorientada, así como muy cansada, como si padeciera una fuerte resaca.
—      Vamos, dormilonas – dijo una voz cantarina.
  Abrió los ojos y contempló a Desirée en la puerta de su habitación, portando una elegante bata de seda. Dos doncellas se atareaban colocando sendas bandejas con el desayuno sobre las respectivas mesitas, pues Alma dormía a su lado y despertaba en ese momento.
—      Dios, me siento fatal – balbuceó Alma.
—      Es normal después de lo de ayer, pero un buen desayuno y un buen baño después os dejaran como nuevas – dijo la anfitriona. – Os espero en la piscina.
—      ¡Uf! ¡Qué desmadre! – exclamó Ágata cuando se quedaron solas.
—      ¡Y que lo digas! No había follado así nunca.
—      La verdad es que me sentí totalmente viva, liberada – dijo Ágata, dando un buen mordisco a un croissant caliente. – Henry es un tío especial.
—      Y Desirée también.
—      Te gusta, ¿eh? – sonrió Ágata.
—      Me enloquece, cariño. Nunca había conocido a una mujer así.
—      Sí, parece de película. ¿Crees que lo hemos conseguido?
—      Yo apostaría a que sí. Oye, una pregunta, ¿te gustó que te azotara?
—      Bueno. Me dolió, pero me puse muy cachonda. Ese sótano es demasiado. Me gustaría repetir y hacerte gozar a ti esta vez.
—      Se lo preguntaremos a Henry. No sé, me da en la nariz que volveremos más veces a esta mansión.
  Acabaron de desayunar y se vistieron con unos sucintos bikinis que las doncellas habían dejado sobre la cama. Al salir del dormitorio, una criada las esperaba para conducirlas hasta la piscina. Ésta se encontraba en el interior de un domo acristalado enorme. La piscina era de dimensiones olímpicas y el agua estaba a una temperatura adecuada y deliciosa. Desirée estaba en el agua y las animó a nadar. Estuvieron retozando como crías durante un rato y después se apoltronaron en las grandes tumbonas que se encontraban en el borde. Una doncella les sirvió unos zumos frescos y pastelitos.
—      Ah, esto es vida – suspiró Ágata.
—      Sí, es lo que me digo todos los días cuando me despierto – rió Desirée.
—      Oye, Desirée, no sé si me meto en terreno privado o no, pero esta mañana estás muy diferente a ayer.
—      ¿Por la mañana o por la tarde? – sonrió la aludida.
—      Cuando llegamos.
—      Bueno, puede que lo comprendas más tarde. Dejémonos de eso ahora y tomemos un buen baño de vapor. Vamos a la sauna – dijo levantándose.
 Las chiquillas la siguieron hasta una puerta lateral y se encontraron en el interior de una vasta sauna con el suelo y paredes acolchadas. Se sentaron en un gran rellano alto, también acolchado, y Desirée manipuló los controles.
—      ¿Temperatura? – les preguntó.
—      No demasiada. No tengo muchas ganas de sudar esta mañana.
—      Muy bien.
  Desirée, sin ningún pudor, se despojó de su traje de baño, quedando totalmente desnuda. El vapor empezó a surgir lentamente.
—      Vamos, quitaros la ropa. El vapor debe penetrar en todos los poros.
  Las chicas la obedecieron entre risitas. Alma no cesaba de mirar a la rubia de reojo; se la comía con la mirada.
—      ¿Has sido modelo? – le preguntó.
—      No, aunque no me faltaron proposiciones.
—      Tienes un cuerpo perfecto y eres muy hermosa.
—      Muchas gracias. Procuro cuidarme.
—      Alma, límpiate la baba – bromeó Ágata.
—      ¡Víbora! – la reprendió su amiga con un codazo.
—      Vamos, chicas – rió Desirée.
—      Es que la tienes encandilada. Alma siente una predilección por las mujeres y sobre todo después de conocerte.
—      Eso es un halago. ¿Es cierto, Alma? ¿Te van más las chicas?
—      Bueno, sí – confesó, alegrándose de que el vapor la ocultara parcialmente y encubriera su enrojecimiento.
—      Me parece encantador. Me sucede lo mismo. Aparte de mi marido, no tengo apenas tratos con los hombres, a no ser algo alocado como ayer. ¿De verdad te gusto?
—      Esto… sí, mucho – confesó Alma.
—      Me alegro porque vosotras me gustáis mucho también. Desde el primer momento en que os vi. ¿Y a ti, Ágata? Te gustan las chicas también, ¿no? Sé que os acostáis juntas.
—      Alma me inició. Sí, no me disgusta una mujer hermosa como tú. Es más, hay ocasiones en que prefiero la suavidad de una mujer.
—      Os confesaré que ayer, cuando estabais desnudas en la cama, la una sobre la otra, me enloqueció el contraste de vuestros cuerpos. Una piel tan blanca sobre otra oscura… Sois perfectas, cada una a su manera. Venid aquí, a mi lado…
  Ágata se situó a su derecha y Alma a la izquierda. Desirée pasó sus brazos por los hombros de cada una y las atrajo hacia ella. Las besó en los labios dulcemente, alternando de una a otra, hasta que decidieron utilizar sus lenguas. Después, con parsimonia, cruzó sus manos delante de ella, aferrando el pecho de cada una, sopesando su firmeza y pellizcando los pezones hasta ponerlos duros. Alma le lamió la oreja y Ágata se encargó de su cuello. Desirée tomó una mano de cada una y las llevó hasta su entrepierna, al alcance cuando se abrió de muslos. Las chicas acariciaron el coño expuesto lentamente, con ardor y con dulzura. Desirée llevó sus manos atrás y se apoyó sobre ellas, retrepando un poco su cuerpo. Cerró los ojos y se lamió los labios. Aquellas chiquillas la volvían loca y no se atrevía a pensar si eso era bueno o no. No había sentido un deseo así por nadie más que por su marido.
—      Aaaah… mis niñas… me co… corro… – gimió, estremeciéndose.
  Una vez repuesta, les indicó que cada una se subiera a horcajadas sobre un muslo y frotaran allí sus coños, consiguiendo un placer exquisito debido a la firmeza y suavidad de las piernas de la rubia. Cada una de ellas apoyada en uno de los hombros de Desirée y con el cuello hacia atrás, restregaron sus coños húmedos una y otra vez. Desirée, de nuevo enardecida, se puso en pie.
—      Ya está bien de caricias. Subamos arriba y juguemos con unos buenos consoladores… – las tres se rieron.
  Las tres quedaron abrazadas y jadeantes sobre la gran cama; sus cuerpos perlados por el sudor del amor. Se acurrucaron mejor, musitando palabras afectuosas a los oídos.
—      No he visto a Frank. ¿Cómo estará? – se preguntó Ágata en voz alta.
—      Molido, no lo dudes. No se levantará hasta esta tarde, seguro – respondió Desirée.
—      Nunca le había visto tan extenuado y eso que lo ha hecho muchas veces con nosotras dos – dijo Alma.
—      Le hice correrse ocho veces. La droga le tenía loco.
—      ¿Droga? – se extrañó Ágata.
  Las dos chicas se incorporaron sobre un codo, mirando a Desirée que se encontraba entre las dos.
—      Creo que va siendo hora de que sepáis la verdad – dijo ésta, levantándose también. – Es la hora de almorzar. Os contaré todo mientras lo hacemos.
—      ¿Qué ocurre aquí?
—      Todo en su momento. Confiad en mí, por favor.
  Ágata y Alma estaban muy intrigadas, pero consintieron en esperar. Las tres se sentaron en el amplio comedor y fueron servidas por dos de las doncellas. Ahora sabían que no existía personal masculino y que trabajaban seis criadas en la mansión.
—      ¿Qué sabéis de Frank? – les preguntó Desirée mientras cortaba su filete.
—      Es un buen profesor de arte dramático y un buen amigo.
—      Nuestro amante – repuso Alma.
—      Frank Warren, divorciado, 47 años, sin hijos, condenado a tres años por corrupción de menores y proxenetismo enla Repúblicade California hace nueve años. Su especialidad son las alumnas y, de vez en cuando, mujeres cándidas y solitarias. A las primeras las convence de prostituirse para él; a las segundas, les saca el dinero como un gigoló.
—      Eso es imposible. Debes estar equivocada.
—      No, no lo estoy. Tengo incluso la copia de su ficha policial. No sois sus primeras víctimas, pero pretendo que seáis las últimas. No hay nada de ese guión, ni inversión ni nada. Él mismo nos llamó, proponiéndonos esa comedia para que no sospecharais nada.
—      ¡Eso no es cierto! ¡Frank no haría algo así! – exclamó Ágata, poniéndose en pie y derribando su copa de vino.
—      No es la primera vez que hacéis una cosa así, ¿verdad?
  Alma asintió pero sin decir nada.
—      ¿Cuántas veces? ¿Dos? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Más de diez? – se calló al ver los rostros circunspectos de las chicas. – Y nunca ha conseguido nada, ¿verdad? ¿Qué excusa os daba? ¿Una obra de teatro? ¿Unos inversores potenciales? ¿Algún favor personal? Frank ha estado ganando mucho dinero a vuestra costa, sin que sospecharais nada. Se aprovechó de vuestra juventud, de vuestra candidez e inexperiencia, de vuestro amor…
—      No puede ser… – musitó Ágata.
—      A Henry le van las adolescentes. Es un obseso pero inofensivo. Siempre está buscando alguna jovencita por ahí. Le hablaron de vosotras en aquella fiesta y le presentaron a Frank. El hombre que lo hizo, el anfitrión, nos dijo que pagó un buen dinero por acostarse con las dos. ¿Con qué excusa os mandó allí vuestro amante?
  Las chicas callaron; estaban comprendiendo finalmente.
—      Henry no ha pagado nada por vosotras, sino que llegó a un acuerdo con Frank. Desde hace algún tiempo, se me insinúa constantemente, pero nunca le he respondido. Mi marido me utilizó como moneda de cambio; Desirée por Alma y Ágata. Sencillo, ¿no?
—      ¿Y aceptaste? – preguntó Alma.
—      Siempre lo hago; se lo debo a Henry, eso y mucho más.
—      ¿Por qué nos lo cuentas ahora? – fue el turno de Ágata.
—      Veréis, es una larga historia. Desde siempre, Henry se ha apasionado con las colegialas. Fue el motivo de sus dos divorcios. Sin embargo, no fue hasta que estuvo casado por segunda vez cuando quiso algo más duradero que una conquista o una putilla. Entonces, me compró.
—      ¿Te compró?
—      Sí, yo tenía trece años y era una esclava. Existe una organización llamadaLa Granjaque se dedica a abastecer de niños a los pervertidos millonarios del mundo. Niños de toda clase, de cualquier edad y para cualquier cosa. Ellos mismos los entrenan y condicionan. No recuerdo gran cosa de mi infancia, pero sí sé que provengo de Sudamérica. Recuerdo a mis padres vagamente. Una noche de huida, disparos y gritos, sangre en mis manos. Por lo visto, los asesinaron. Acabé en un orfanato cuando tenía seis años yLa Granjame compró. Es muy fácil comprar niños en los países tercermundistas, sobre todo si son huérfanos. Me sometieron a toda clase de vejaciones y pruebas, hasta que me acostumbré a ello. Henry me sacó de allí. No le culpo de que me comprara, ya que me crió y educó como una hija. Me dio los mejores estudios y las mejores condiciones de vida. A cambio, retozaba conmigo, pero siempre fue muy amable y considerado. Yo había sido educada para complacerle en todo. Vivía en un confortable ático y una mujer anciana me cuidaba. Acudía al colegio, tenía amigas y una vida normal, salvo que algunos días follaba con un hombre mayor. Fueron los mejores años de mi vida. Cuando Henry se divorció de su segunda esposa y dejó bien claro su deseo de vivir solo, me trajo aquí y se casó conmigo. Por entonces, tenía veinte años. Me doctoré y le aconsejé en algunos negocios. Comprendió que no era sólo un coño divertido y hermoso, así que me dejó participar en sus negocios. Me respeta y creo que me admira. Deja en mis manos muchos asuntos importantes que no confiaría ni a sus hijos. Sin embargo, aunque sé que me quiere y yo le quiero a él, su vicio existe aún en él. No me opongo a ello y conseguí hacérselo más fácil. De ahí que nuestras doncellas sean hermosas y jóvenes. Pero, de vez en cuando, surgen chicas como vosotras o como Paula y, entonces, pierde la cabeza. Yo debo pensar por él.
—      ¿Y se lo consientes todo? ¿Por qué? – le preguntó Ágata.
—      Porque le quiero. Henry es feliz así y yo deseo su felicidad. Incluso compartimos algunas de sus jovencitas. Sin embargo, no culpéis a Henry de vuestro caso. No fue él quien se obsesionó con vosotras, sino yo.
—      ¿Cómo? – fue el turno de Alma de sorprenderse.
—      Me recordabais mucho a la joven que fui. Engañada y manipulada. Quise salvaros de ese cabrón. Además, vuestra belleza y juventud me turbó. Lo siento, quería teneros para mí.
—      Dios, esto es una locura. ¿Y ahora qué hacemos? – preguntó Ágata.
—      Os aconsejo que no hagáis nada. En este momento, Henry se está ocupando de todo. ¿Queréis volver con Frank?
  Las chicas negaron, dolidas. Habían abierto los ojos y no le perdonarían jamás.
—      Entonces, esperad el momento.
  Aquella noche, durante la cena, Henry se llevó a Frank aparte y le puso las cosas difíciles. Poseía grabaciones y testimonios de sus manejos con las menores. El trato era simple: Frank renunciaba a las chicas y a Desirée y se marchaba de la ciudad para siempre, a cambio, recibiría dos mil dólares. Si no accedía, todas las pruebas pasarían a poder de la policía. Frank no tuvo más remedio que capitular, contrito y cabizbajo, se dirigió hacia sus amantes para despedirse de ellas, pero éstas se apartaron. Se quedó asombrado cuando Ágata le escupió a la cara. Supo que todo había terminado para él. Se marchó furioso pero con un cheque en el bolsillo.
—      Mañana, mi chofer os llevará a casa – dijo Henry a las chicas. – Pero, antes, me gustaría que escucharais a Desirée. Tiene algo que proponeros.
  Estaban todos sentados en la confortable sala de música, tomando café y helado. Las chicas aún estaban nerviosas por la escena ocurrida. Desirée dejó su taza sobre la mesita y las miró.
—      Es bien sencillo. No quiero que os marchéis de mi lado. Henry está de acuerdo en ello. Os ofrecemos una oportunidad real para vuestras carreras. Seguiréis acudiendo a la academia y al instituto y, después, a la universidad. Henry os proporcionará un agente respetable y os presentará a algunas personas influyentes, sin necesidad de tener que acostaros con ellas. A cambio, viviréis aquí, en la mansión, disfrutando de toda su comodidad y con los gastos cubiertos.
—      ¿No es lo mismo que comprarnos? No es tan diferente de lo que nos contaste – dijo Ágata.
—      Es cierto, pero la vida es así. Pero, a diferencia de mi caso, podéis aceptar o no. En caso de no hacerlo, volveréis a vuestras vidas, con vuestras familias y se acabó. Yo no tuve opción, sólo la suerte de encontrar a Henry.
—      Es un buen trato. No haréis más de lo que vosotras mismas deseéis – repuso Henry. – No sois mojigatas y sé que os gusta lo prohibido como a nosotros. Nada de obligaciones, nada de esclavitud. No sois las primeras protegidas que mantenemos en la mansión y ninguna de ellas está en contra de su voluntad.
—      Tienen razón – dijo Alma de repente. – Es una oportunidad de oro y ya hemos comentado entre nosotras lo bien que lo hemos pasado.
—      Pero, ¿qué les diremos a nuestros padres? ¿Que vivimos en una mansión imponente, follando como locos y, que a pesar de vivir en la misma ciudad, no queremos volver a nuestras casas?
—      Ya he solucionado ese aspecto – dijo Henry. – Esta misma mañana, hablé con vuestros padres. He creado una beca con mi nombre, una beca que os pertenece y que os permite entrar en una de las mejores academias de arte del país.
—      ¿Has hablado con nuestros padres?
—      Sí y, la verdad, se han emocionado. Están muy orgullosos de vosotras – sonrió. – Les expliqué que la beca os obliga a manteneros dentro de un ambiente académico estricto y, por eso mismo, pernoctaréis en la academia. Podéis visitarles todos los fines de semana, si queréis. Han aceptado todas las condiciones y esperan el momento de vuestro regreso para comunicároslo. Así que lo mejor será que no les defraudéis diciéndoles que ya lo sabíais.
—      Entonces, ¿hay acuerdo? – preguntó Desirée, con el corazón encogido.
  Las chicas se miraron una sola vez y supieron que no podían dejar pasar esa oportunidad. Además, sentían que se habían encariñado con el matrimonio; con ese hombre rudo pero tierno a la vez y con su bella esposa, misteriosa y ardiente.
—      Aceptamos – dijo Ágata y Desirée se levantó de un salto para abrazarlas.
—      Veréis lo bien que nos lo vamos a pasar. Tengo tantas cosas que contaros y enseñaros…
—      Bueno, bueno, no nos echemos a llorar ahora, querida – dijo Henry. – Me alegro de que hayáis aceptado. No os arrepentiréis. Desde este momento, el personal está a vuestro servicio. Tiene órdenes explícitas para ello. Podéis moveros libremente por toda la finca y cuando tengáis el permiso de conducir, pondré un coche a vuestra disposición.
—      ¡Que sea un coche guay! – rió Alma.
—      ¡Esto hay que celebrarlo! ¡Esta noche desvirgarás a Paula, querido! – lo abrazó Desirée.
  Las dos jóvenes se miraron y sonrieron. Desde ese mismo momento, sabían que sus vidas entraban en un delirio de perversiones que las enloquecía. Ya se habían olvidado del hombre que las había engañado, pero que les había dado a conocer el mundo del desenfreno más absoluto.

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