—     ¿Al cine? ¿Los tres? – preguntó Alma.
—      Sí, Frank me ha llamado. Tiene entradas para la pri
micia. Quiere que vayamos los tres. Después, iremos a cenar y nos traerá de vuelta a tiempo – batió palmas Ágata.
—      No sé. Me sentiré un tanto violenta.
—      Vamos, no seas tonta. Después de todo, has follado con él.
—      Está bien.
—      ¡Perfecto!
  Se encontraron con Frank en los aparcamientos del cine. Besó a Ágata en los labios, fugazmente, y se inclinó sobre Alma. Ésta le dejó que la besara en la mejilla, como buenos amigos.
—      Nos vamos a divertir esta noche. ¡Me encanta las pelis de monstruos! – exclamó Frank, colocando sus manos en los hombros de las chicas y empujándolas hacia la rampa.
  La sala del cine estaba repleta de gente y tuvieron que sentarse bastante cerca de la pantalla. Compraron palomitas y refrescos. La gente iba bien vestida para el estreno de la película, aprovechando el fin de semana. El verano estaba cerca y los vestidos eran livianos. Frank se sentó en medio de las dos chicas, bromeando y robándoles las palomitas. La película empezó y la sala quedó a oscuras. Como toda buena película de monstruos que se preciase, las escenas eran oscuras y tétricas y la sala apenas se iluminaba con los reflejos de la pantalla. Frank pasó uno de sus brazos por los hombros de Ágata, dejando descansar su mano sobre uno de los senos, que pellizcó y sobó a placer. Intentó hacer lo mismo con Alma, pero la morena se tensó y tuvo que apartar la mano. Era demasiado pronto. Ágata se dio cuenta y se giró en el asiento, quedando de perfil, apoyada sobre una cadera. Llevó su mano todo lo lejos que pudo, posándola sobre una pierna de Alma. La morena solía llevar faldas desde su relación con Ágata. Ésta la notó tensarse y juntar las piernas, pero no se amilanó. Empujó su mano con más fuerza, insertándola entre los muslos.
—      Ábrelas – le susurró y Alma, a pesar de que Frank la miraba, obedeció.
  Los dedos de Ágata juguetearon sobre sus bragas, incitándola. Poco después, meneaba las caderas, enardecida. Ágata había introducido dos dedos bajo las bragas y le acariciaba el clítoris. Mientras tanto, Frank lo había intentado de nuevo con su brazo y, ahora, la morena no se opuso. Le acaricio ambos pechos mientras su amante se dedicaba a la entrepierna. Ágata retiró su mano cuando intuyó que su amiga estaba a punto de correrse. Entonces, desabrochó la bragueta de Frank y le sacó el pene. Volvió a estirazar el brazo y se apoderó de una de las manos de Alma, llevándola hasta el regazo del hombre y colocándola sobre el erguido miembro. Alma no retiró la mano, sino que empuñó la polla y se peleó con la mano de Ágata por su posesión. Sin embargo, no giró ni un solo instante la cabeza, la vista fija en la pantalla.
  Ágata se abrió de piernas, sin soltar la polla de Frank, cuando notó como la mano de éste subía por sus muslos hasta apoderarse de su coño. En el otro asiento, Alma la imitó. De esta manera, Frank las masturbó a las dos mientras que le pajeaban a él. Cuando salieron del cine, los tres sonreían y Frank caminó con ellas, aferrándolas de la cintura. Se sentía Dios en ese momento.
  Encuentros de este tipo se repitieron a lo largo de tres semanas. No importaba el lugar donde se encontraban, siempre había una buena ocasión para meterse mano. Alma le hizo una felación a Frank en el metro mientras Ágata vigilaba que no llegara nadie. Frank se folló a Ágata en el teatro mientras Alma les servía de pantalla y se masturbaba ella misma, al mirarles de reojo. Frank penetró a Alma en el túnel del amor de la feria mientras Ágata le masajeaba los testículos para que se corriera rápidamente, antes de salir por el otro extremo. Ágata y Alma se amaron en los lavabos de un restaurante mientras Frank pedía los postres y le llevaron los humores de sus coños recogidos en una copa para que los catase. Todo eran travesuras con las que se reían y se excitaban muchísimo, pero aún no lo habían hecho en serio, los tres en una cama, en la intimidad, y llegó el día.
  Las chicas se excusaron ante sus padres, diciéndoles que una dormía en la casa de la otra y viceversa. Fueron hasta la casa de Frank, que las esperaba impaciente. No podía creer su triunfo. Las chicas se llevaban de maravilla entre ellas y acataban sus caprichos. Ni siquiera cenaron, a pesar de que la mesa estaba puesta. Las chicas sentaron a Frank en uno de los sillones y se arrodillaron entre sus piernas, lamiéndole el endurecido miembro por turnos y besándose ellas mismas apasionadamente. Entre risas y caricias, subieron al piso superior, en donde se desnudaron presurosamente. La gran cama fue testigo de todo el desenfreno, pues Frank había preparado una buena dosis de Loto Azul para cada uno. Se corrió la primera vez al contemplar como Ágata devoraba todo el coño a su amiga. El semen se derramó sin tocarse siquiera la polla, pero ésta siguió tan dura como estaba. Las penetró dos veces a cada una y sodomizó a Ágata. Alma se tumbó a su lado para ver muy de cerca como la polla entraba en el culo de su amiga. Finalmente, cayeron rendidos y se durmieron.
  Al día siguiente, Ágata introdujo el ensanchador en el culo de Alma, las dos a solas en casa de la primera.
—      Tienes que llevarlo cuatro semanas y te sentirás otra – le dijo.
—      Me da miedo, pero me gustaría probar – le contestó Alma.
Días más tarde.
—      Necesito ese ascenso. Lo llevo esperando toda mi vida. Quiero ser director de la academia – dijo Frank mientras cenaba con Ágata, a solas, en casa. Alma tenía compromiso con su propia familia; en otras palabras, no podía salir cada noche sin una buena excusa.
—      ¿Y qué problema hay?
—      Dimitri Pasco se opone a mi nombramiento y rompe el consenso.
—      ¿Por qué?
—      Apoya a uno de sus antiguos alumnos, un petimetre de Londres que ha participado en algunas obras en Picadilly. Pero, cambiemos de tema, ¿cómo lo lleva Alma con el ensanchador?
—      Bastante bien. Le he puesto la segunda pieza y me caben dos dedos con holgura. Parece disfrutar mucho.
—      Es toda una viciosilla. Tengo ganas de sodomizarla.
—      Tendrás que esperar. No quiero que la dañes. Ayer la sorprendí masturbándose en clase de francés. Dice que el idioma la pone cachonda, pero creo que es el ensanchador. Goza como una loca.
Frank se rió, pero su semblante parecía preocupado.
—      ¿Tan malo es? – preguntó ella, dándose cuenta de ello.
—      Pienso que si, querida. Si no consigo ese puesto, tendré que marcharme.
—      ¿Por qué?
—      No te lo quería decir para no preocuparte, pero va a haber un recorte de presupuesto. Quieren anular mis clases. Tendré que solicitar plaza en otra ciudad, quizás fuera del país…
—      ¡Eso no puede ser verdad! ¡No puedes marcharte! – exclamó ella, asustada.
—      Tendré que hacerlo; debo trabajar.
—      ¿Qué puedo hacer para ayudarte?
—      ¿Qué puede hacer una estudiante?
—      No lo sé. Quizá si hablo con Pasco…
—      Tendrías que hacer algo más que hablar.
—      ¿A qué te refieres?
—      Pasco es famoso por sus amantes. Le encantan las chicas, las jovencitas, pero nadie dice nada porque tiene buenas conexiones. Se le van los ojos detrás de las chicas en clase y en los pasillos. Incluso le he visto fijarse en ti en más de una ocasión. Solo una cosa así puede hacerle cambiar de opinión, pero no puedo pedirte eso. Mañana mandaré solicitudes a otras academias y…
—      Lo haré.
—      ¿Qué has dicho?
—      Lo haré – dijo con determinación. – Me lo follaré por ti, si quieres. Le haré cambiar de opinión.
—      Ágata, no quiero que…
—      Si es la única forma de que te quedes, lo haré.
  Ágata tomó aire y pasó las manos por la estrecha minifalda, alisándola. Después, se lanzó al maremagno del pasillo y levantó una mano.
—      ¡Señor Pasco! ¡Profesor Pasco! – llamó.
  El aludido se dio la vuelta y la miró. Pasco daba clases de teoría teatral y técnicas de ambientación a los cursos superiores. No tenía aspecto de actor y parecía más bien un gorila. Bajo, peludo, ancho y fuerte. Debía de tener cerca de los cincuenta años, pero no había ni una sola cana en su pelo oscuro y ensortijado. La miró de arriba abajo cuando se le acercó.
—      ¿Sí?
—      Tengo que hablarle de un asunto privado, señor Pasco.
—      ¿No puede esperar? Es la hora del desayuno.
—      No le entretendré demasiado.
—      Está bien, señorita…
—      Ágata.
—      Ágata. Muy bien. Podemos ir a mi despacho.
  Ágata tragó saliva al caminar a su lado. Aquel hombre le daba asco, pero era necesario hacer lo que estaba dispuesta a hacer; por el bien de Frank y de ellas.
—      Siéntese – le dijo el hombre señalándole la silla ante su escritorio. Él tomó asiento detrás. — ¿De qué se trata?
—      Señor Pasco, me envía Frank Warren… – dijo Ágata, soltando el aire que mantenía en su interior y enrojeciendo.
—      Ah, entiendo. Es usted una especie de regalo, ¿no? – la sonrisa que brotó en el rostro del hombre era totalmente depravada.
—      Algo así.
—      Entonces, será mejor que venga aquí y se siente en la mesa. Está demasiado lejos para mi gusto – le dijo, golpeando con dos dedos su lado del escritorio.
  Ágata se levantó y, subiéndose la falda para que no le impidiera el movimiento, se sentó en el borde de la mesa. Tragó nuevamente saliva y se obligó a relajarse.
—      Ábrete de piernas, corazón – le dijo el hombre, tuteándola. – Veamos ese dulce coñito.
  Ágata le obedeció y se abrió de piernas, mostrando sus bragas. Las apartó a un lado. El hombre se acercó mucho, resoplando sobre sus muslos.
—      Ah, también es pelirrojo. Lo suponía – musitó al introducir un dedo. – Sí, muy suave y tierno.
  El dedo de Pasco se cebó sobre el clítoris. Ágata sintió su coño reseco y las arcadas estuvieron a punto de dominarla. Se controló lo mejor que pudo y cerró los ojos, imaginándose que era Frank quien la tocaba. Sintió el chirrido de las ruedas de la silla al acercarse más a la mesa. Al segundo, la lengua del profesor se aplicó a su coño, ensalivando suavemente. Un estremecimiento le recorrió la espalda. Se estaba excitando cuando no lo creía posible. Apoyó sus manos atrás, sobre la mesa y se abrió aún más. Sus caderas rotaron, siguiendo el ritmo que le imponía la lengua masculina.
—      Tienes un aroma muy peculiar – le dijo. – Me gusta. Ven, es hora de que me colmes.
  Ágata abrió los ojos y le miró. Pasco estaba retrepado en su silla, con las piernas abiertas y sobándose la entrepierna, por encima del pantalón. La chica se bajó de la mesa y se arrodilló en el suelo, entre las piernas de Pasco. Desabrochó la bragueta e introdujo sus dedos. Se impresionó cuando sacó el miembro. No era excesivamente largo, pero si muy grueso, surcado por gruesas venas azules. Una polla monstruosa.
—      Te ha asustado, ¿verdad? A muchas le sucede lo mismo. Venga, chúpamela.
  Ágata se la llevó a la boca y lamió su glande. Tuvo que abrir su boca al máximo para poder abarcarla. Casi se asfixió con ella dentro. El hombre gruñó y culeó dentro de su boca, follándola. Pasco no aguantó demasiado. La retiró con un movimiento y se puso en pie. La ayudó a subirse a la mesa y echarse allí, las rodillas en alto, los tirantes bajados. Con una mirada lujuriosa, le acarició los pezones mientras dejaba que su gruesa polla golpeara la entrepierna. Ágata estaba asustada pero, al mismo tiempo, muy excitada. No sabía si podría dar cabida a ese miembro. Lo supo enseguida. Pasco la penetró con fuerza y ella gimió. Tuvo que moverse bajo las embestidas para adecuar su coño al pistón de carne. Pasco le metió un dedo en la boca y la obligó a abrirla. Dejó caer un buen hilo de baba dentro y le escupió en la cara. Ágata se retorció, asqueada, pero la fuerza del hombre era descomunal. La mantenía clavada sobre la mesa. Pasco restregó el escupitajo por todo el rostro de la chica al mismo tiempo que incrementaba sus embistes. Ágata lamió aquellos gruesos dedos húmedos, sintiéndose desfallecer por el placer. Nadie la había follado de aquella manera. No fue capaz de articular más que unos gemidos cuando el fuerte orgasmo la traspasó. El hombre, sin embargo, no había terminado aún; se salió de ella y la tiró al suelo, sobre la alfombra, de bruces. Se echó encima de ella, acariciándole las nalgas con la polla.
—      Por el culo no, por favor… – suplicó ella.
—      No te preocupes, sé que no te cabe. Sólo quiero follarte otra vez, por detrás.
  Aplastada contra el suelo, Ágata soportó el peso y el aliento del hombre sobre su nuca, las piernas bien abiertas y la mejilla pegada contra el pelo polvoriento de la alfombra.
—      Aaah, putilla, ¡qué bien te mueves y qué estrecha eres! – le susurró.
—      Oooh, sigue, sigue… ¡por Dios, no pare! – consiguió articular ella.
—      Me voy a correr… dentro de ti. Lo sabes, ¿no? Espero que… tomes algo…
—      Hazlo, hazlo…
  Pasco la empaló completamente al tensar los riñones en el momento de eyacular. Ágata gimió, dolorida, pero al borde de otro orgasmo al mismo tiempo. Se corrió cuando sintió el semen resbalarle por el muslo.
—      ¿Apoyará usted al profesor Warren? – no pudo dejarle de preguntarle mientras arreglaba su ropa.
—      Ya hablaré personalmente con él, no te preocupes. Ahora, debes marcharte. Llego tarde a mi clase.
  Frank levantó la cabeza al ver entrar a Dimitri Pasco en su despacho. Le sonrió y se levantó de la silla. El griego le tendió la mano y se la estrecharon.
—      Fenómeno ese regalo tuyo; me ha gustado mucho. Siempre has tenido buen gusto en mujeres. Quedamos en paz, desde luego, pero no te acostumbres a pagarme las deudas del póquer de esa manera, aún sigo prefiriendo los billetes de curso legal.
—      Lo siento, Dimitri. Era una buena suma de dinero y no disponía de ella. Espero que hayas disfrutado.
—      No lo dudes. Hasta luego.
  Frank se quedó pensativo. Ágata y Alma podían serle de mucha utilidad en un futuro; sólo debía mantenerlas contentas y engañadas.
  Frank abrazó a Ágata cuando la vio llegar a su casa. La llevó hasta el sofá y la sentó allí, sin dejar de abrazarla.
—      ¿Cómo estás? – le preguntó.
—      Bien, aunque un poco cansada.
—      He estado a punto de correr detrás tuya para impedirlo, pero soy un cobarde en el fondo.
—      Quería hacerlo, Frank. Me resultó desagradable, pero lo hice. Haría lo que fuese por ti.
—      Gracias, amor mío. Al final de las clases tuve la contestación. Una lástima. No he conseguido el puesto, pero tampoco mi oponente de Londres. Bersens sigue con el puesto. Se lo ha pensado mejor y no se marcha. Pero tu esfuerzo ha servido para algo. Pasco me ha apoyado incondicionalmente cuando le he dicho a la junta rectora que mis clases son necesarias. No me despiden; sigo al frente – mintió él, con toda facilidad.
—      ¡Es una magnífica noticia! – exclamó ella, besándole.
—      Sí, lo vamos a celebrar a lo grande. Llamaremos a Alma y le desvirgaré ese culito apretado.
  Ágata se rió con aquellas palabras pero, en el fondo, se sentía algo culpable por haberse corrido dos veces con Pasco. No se lo diría nunca a Frank.
  Alma llamó a la puerta del despacho de Frank y entró. No sabía lo que quería, pero la había mandado llamar al acabar su clase de dicción. El profesor estaba repasando unos papeles y se levantó sonriente cuando la vio.
—      Ah, Alma, mi querida niña. Pasa y ponte cómoda.
—      ¿Qué pasa, Frank? – preguntó ella, sentándose.
—      Tengo algunas noticias para ti. Pero, antes de nada, ¿qué tal tu trasero? Ágata me ha dicho que has acabado con las cuatro semanas del ensanchador.
—      Deberías saberlo mejor que nadie en el mundo. Tú mismo me desvirgaste la semana pasada.
—      Sí, es cierto. Era necesario. Lo siento, te hice daño – le dijo, colocándose a su lado y paseándole un dedo sobre los labios.
—      No pasa nada, me gustó. Creí volverme loca de gusto en estas semanas, con ese aparato en el culo.
—      ¿Sí? ¿Te gustaría hacerlo ahora, mi vida? – su mano se deslizó por las desnudas piernas de la morena, haciendo diabluras.
—      Frank, Frank, tengo una clase enseguida…
—      Puedo darte un pase. Me tienes loco, chiquilla. Quiero follarte de nuevo por el culo – dijo besándola repetidas veces. – Mira, compruébalo tú misma – le dijo, cogiéndole la mano y llevándola hasta su aprisionada polla.
—      Oh, Frank…
  Alma se atareó en sacársela y meneársela. Finalmente, se la llevó a la boca, haciéndole una mamada a fondo, tal y como había aprendido. Frank la puso en pie y la apoyó, inclinada, contra la mesa. Le levantó la falda y se arrodilló detrás de ella, lamiéndole el trasero, ensalivándolo a consciencia. Alma movía sus caderas, deseosa de sentir de nuevo aquella polla en su culo. No tuvo que esperar demasiado. Con tiento y lentitud, Frank se la coló dentro, haciendo que Alma aplastara su torso sobre la mesa, tirando al suelo varios papeles y un juego de lápices.
—      Oooh, Frank, me quema… tócame el coño… estoy a punto… de correrme… – gimoteó Alma, sacudiendo todo su cuerpo.
—      No, aún no – le dijo él, levantándola y cogiéndole los senos desde detrás. – Tengo que contarte algo importante.
—      Entonces, ve más… despacio…
  El hombre la hizo caso y se frenó. Le colocó la boca en el oído y empezó a hablar.
—      Hoy ha venido una persona buscando nuevos talentos. Produce una obra en el Transium, una de esas obras modernas y delirantes que gustan tanto. Quería alguien nuevo, buscaba talentos. Uno de sus personajes coincidía con tu perfil.
—      Oh, Frank…
—      Te recomendé de inmediato y quedó contenta con tu foto. Sin embargo, quería alguien del último curso. Al final, conseguí que te hiciera una entrevista informal, en su casa, para conocerte mejor. ¿Te interesa?
—      Sí, Frank, sigue…
—      ¿Follando o hablando?
—      Las dos… cosas…
—      Ya no es el momento – dijo incrementando su ritmo.
  Alma se llevó una de sus manos al coño, acariciando su vulva y clítoris mientras el hombre bombeaba en su recto. Ella tampoco podía más; estaba a punto de correrse. Consiguió esperarse hasta que Frank se derramó en su interior, entonces, se dejó ir, gimiendo y estremeciéndose.
  Sentada en el váter del pequeño cuarto de baño del despacho, se limpió bien el trasero y limpió, de paso, la polla de su amante. Frank siguió con el tema.
—      Alma, ya sabes cómo es el mundo del espectáculo. Nadie te da una oportunidad sin algo a cambio. Seguramente, querrá acostarse contigo. Vi sus ojos cuando miraba tu foto. Debes estar completamente segura de que quieres hacerlo, sino, te arrepentirás después. No quiero que te hagan daño. Sé cómo son esas cosas.
—      Pero, Frank, yo no quiero acostarme con otro hombre.
—      Ni yo, tonta. Me sentiría celoso. No es un hombre, es una mujer, y muy hermosa por cierto.
  Alma se quedó atónita.
—      ¿Una mujer?
—      Sí. Sé que te gustan y que no te sentirías violenta en ese caso. Por eso pensé en ti inmediatamente. Quiere verte, mañana noche, en su casa, para cenar.
—      ¿Cenar?
—      Sí, a las ocho. Tengo su dirección apuntada. Es una persona importante y te podría ayudar mucho aunque no consigas ese papel. ¿Te interesa? – le volvió a preguntar.
—      Sí, creo que sí. Es una buena oportunidad. Además, tienes razón. No me sentiré violenta con una mujer. Pero quiero pedirte un favor, Frank.
—      Dime.
—      No le digas nada a Ágata de esto.
—      Descuida. Será nuestro secreto – le dijo, besándola para despedirla.
—      Gracias, Frank.
Alma contempló el lujoso edificio cuando se bajó del taxi. Esa mujer vivía en el ático y debía costar una fortuna. El portero la dejó pasar después de comprobar por el teléfono interior que la señora la esperaba. El ascensor la subió sin un ruido. La señora Denisson la esperaba en la puerta. Alma no se sintió defraudada. Frank tenía razón, era hermosa. Aparentaba unos cuarenta años, muy bien llevados. Su figura era espléndida aún y poseía una hermosa mata de pelo, teñido de rubio.
—      ¿Alma, no? – le preguntó.
—      Sí, señora Denisson.
—      Por favor, vamos a cenar juntas. Llámame Andrea.
—      Claro, Andrea.
  Alma admiró el ático cuando entró. Espacioso, con grandes ventanales y muebles caros y bien distribuidos. En medio de la amplia estancia que servía de salón y comedor, se encontraba una mesa redonda dispuesta con la cena.
—      Eres mucho más bonita en persona. Esa foto no te hacía justicia – le dijo la mujer mientras escanciaba un poco de vino en unas copas. Se inclinó sobre el estéreo y puso algo de música suave.
—      Gracias.
  Se sentaron a la mesa, una frente a la otra. Alma recordó lo que Frank le había dicho antes de venir, “No saques el tema a relucir. No es una cena de negocios. No la presiones, es muy quisquillosa. Síguele el juego”. Andrea sirvió ensalada con pastas y más vino. Hablaron de sus estudios y de sus gustos. Andrea le contó algunas anécdotas de su propia juventud, de cuando trabajaba de modelo. Ambas se rieron. Se sirvieron el segundo plato, una exquisitez a base de carne con crema dulce.
—      Posees una buena estructura facial. Eso me gusta – le dijo Andrea, al servirle el postre. Estaba a su lado y le acarició la mejilla con el dorso de los dedos. – Define tu carácter. ¿Te has planteado hacer algo como modelo? No sé, quizá televisión o pasarela.
—      No, nunca. Siempre he pensado en ser actriz.
—      Ya veo.
  Se tomaron el postre y Andrea se levantó para sentarse en un mullido sofá. Alargó una mano y tomó un cigarrillo de una caja plateada y lo encendió con un gesto lánguido. Se sirvió una copa del mueble cercano.
—      Ven, aquí a mi lado. Seguiremos charlando, Alma.
  La joven obedeció y se sentó a su lado, algo tímida. Esa mujer la impresionaba y no sabía cómo actuar. En un principio, creyó que por ser mujer estaría más cómoda, pero la verdad no era esa. Andrea la atraía con su hermosura y su experiencia, pero también le daba miedo meter la pata, así que esperó acontecimientos.
—      Tienes una piel increíble – la volvió a acariciar el rostro con sus dedos. — ¿Es natural este color?
—      Sí. Tengo alguna mezcla de sangre por mis antepasados.
—      Envidio tu juventud. Cuando se es joven, se piensa que todo es banal, que se puede conquistar el mundo con solo pretenderlo. Los años te enseñan que no es así – susurró Andrea al mismo tiempo que le acariciaba la rodilla que su falda dejaba al descubierto.
—      Parece que usted ha conseguido llegar lejos, Andrea – musitó Alma nerviosa. La mujer se inclinaba cada vez más sobre ella.
—      He luchado mucho para conseguir lo que poseo. Me gusta luchar, pero no en este momento. Voy a besarte, Alma, quiero gozarte, y no pienso luchar para conseguirte, ¿lo entiendes?
  Alma no pudo contestar, sólo asentir. Los labios de Andrea se pegaron a los suyos; su lengua se convirtió en una voraz serpiente que buscaba robarle el aliento. La cálida mano que mantenía sobre la rodilla de la chica, se movió lentamente, buscando un tesoro oculto bajo la falda. Alma notó su propia pasión cuando se abrió de piernas inconscientemente; lo deseaba tanto como Andrea. Mientras se besaban apasionadamente, Andrea fue subiendo la falda hasta dejar al descubierto sus bragas. Introdujo su mano bajo ellas y le acarició impúdicamente, haciendo gemir a la chica.
—      Ah, qué sexo tan virginal – musitó Andrea, apartándose y mirando hacia abajo. – Voy a besarlo, voy a adorarlo, pequeña…
  Se inclinó hasta quedar con la cabeza entre los muslos de Alma, que se abrió aún más de piernas, colocando uno de sus talones contra sus nalgas. Andrea le bajó las bragas y las dejó en el suelo. Aplicó su lengua al coñito, con dulzura, con sabiduría. Alma cerró los ojos y colocó una mano sobre la cabeza de la mujer. Se agitó y gimió, enardecida por la lamida. Andrea, sin variar su posición, le cogió una mano y la llevó hasta su propio sexo, a través de una apertura que su larga falda escondía. No llevaba bragas. Alma hundió sus dedos en aquel coño profundo y experimentado, notando como se humedecía tremendamente.
—      Ven, vamos al dormitorio. Estaremos más cómodas – le dijo Andrea, tomándola de la mano.
  Frank, sentado en la cocina de su casa, miró el cheque entre sus manos. Cinco mil dólares. Una pequeña fortuna. Sabía que aquellas chiquillas podían serle de utilidad cuando fue a ver a Andrea con la foto de Alma. Conocía a Andrea desde hace años, desde que usó a varias de sus estudiantes para un pase de modelos, del cual se embolsó los beneficios, claro estaba. Andrea no era ninguna productora, sino la dueña de una cadena de tiendas de moda exclusiva. Pero eso, Alma no lo sabría nunca. Podía estar dándole largas todo el tiempo que hiciera falta. Andrea se pirraba por las menores, hermosas y dúctiles. Alma lo era y, además, lesbiana. Todo encajaba.
  Los tres se hallaban desnudos sobre la cama. Acababan de hacer el amor. Frank encendió un cigarrillo y expulsó el humo hacia el techo.
—      He decidido ser vuestro representante – dijo de sopetón.
—      ¿A qué te refieres? – inquirió Ágata.
—      Ya sabéis que sois unas chicas con futuro, de lo mejor de la academia. Tengo una reunión mañana por la tarde con unos productores japoneses que están dispuestos a invertir en una obra nueva.
—      ¿Qué obra? – preguntó Alma.
—      “Por techo el cielo”, de Ivanoski. Hace tiempo que tengo un proyecto para hacerla en una sala comercial y no en la academia, pero para eso necesito dinero.
—      ¡Woah, Ivanoski! No nos habías dicho nada.
—      Bueno, lo he intentado tantas veces sin resultado que no me gusta hablar de ello.
Pero ahora, tengo una buena oportunidad. Pero estos japoneses son muy puntillosos; no arriesgarán su dinero sin estar seguros o, por lo menos, contentos. Por eso mismo, quiero pediros que me acompañéis a la reunión.
—      ¿Nosotras? ¿Para qué? – se extrañó Alma.
—      Porque sois las protagonistas, porque si no – dijo, cogiéndolas por sorpresa.
—      ¡Estupendo! – exclamó Ágata, besándole.
—      Sí, pero, ¿qué vamos a hacer en esa reunión nosotras? – preguntó Alma.
—      Sois mis socias. Así que os llevaréis parte en esto. Quiero que esos japoneses os vean bien, que se enamoren de vosotras, de vuestro talento. ¿Me ayudaréis?
—      Claro que sí, cariño – contestó Ágata sin dudarlo.
—      Bueno – dijo Alma. — ¿Y qué haremos?
—      Nada, sólo dejar que os miren y ser muy amables, pero que muy amables – dejó la frase en suspenso mientras miraba a Alma. Ésta le comprendió y le dolió. Frank se estaba cobrando el favor que le debía.
 Su asunto con la Denisson ya duraba un mes, una noche por semana, y aún no había tenido noticias. Pero ahora, Frank implicaba a Ágata. Estuvo a punto de saltar, pero se lo pensó mejor. También sería un triunfo para ellas si conseguían el dinero. Valía la pena aguantar a unos japoneses y se aseguraría que Ágata lo comprendiera.
  Frank entró solo en la sala de reuniones. Las chicas se quedaron en la sala de espera, vigiladas por la atenta mirada de una nipona que hacía de secretaria. Las chicas alucinaban con todo lo que veían. Frank las había llevado a Numasi Inc., una de las grandes corporaciones japonesas del país y le habían hecho pasar enseguida. Ágata estaba un tanto nerviosa. Alma había hablado con ella muy seriamente aquella noche, explicándole lo que seguramente deberían hacer con los japoneses. Finalmente, comprendió su punto de vista y acordaron no decirle nada del asunto a Frank. Éste podía sospechar a lo que las estaba enfrentando, pero lo hacía con buen corazón.
—      Bueno, chicas, es vuestro turno. Me han dicho que quieren que les recitéis algo. Suerte, os esperaré en el hall – dijo Frank, saliendo de la sala.
  La sala de reuniones era amplísima, con una descomunal mesa oval en el centro, rodeada de confortables sillones. Todo el mobiliario era de corte modernista y el suelo estaba enmoquetado. Cuatro orientales estaban sentados a la mesa y se inclinaron cuando entraron.
—      Por favor, ocupad estas sillas – les dijo uno de ellos en un perfecto inglés.
  Les entregó unas cuantas páginas sueltas y volvió a inclinarse.
—      Quisiéramos que nos leyeran esto, por favor. Utilizad un tono agresivo y realista. Primero una de ustedes, después la otra.
  Ágata reprimió una carcajada cuando leyó sus folios. Era una larga lista de insultos y obscenidades.
—      Pero esto es… – intentó decir.
—      Por favor, empezad – la atajó un nipón. Los cuatro habían vuelto sus sillones hacia ellas y las observaban, atentos.
—      Bueno, allá va – dijo Alma y empezó a leer. – Desgraciado hijo de una perra amarilla, tu padre era un alcohólico que se bebía los orines de las camareras para suplicarles una copa. No mereces más…
—      Por favor, nos han dicho que sois actrices. Demostradlo. Tenéis que sentir lo que decís.
  Alma carraspeó y tomó aire.
—      ¡No mereces más que lo que tienes, rata de alcantarilla! – exclamó con desprecio. – Tu esposa se humilla a mis pies cuando te vas a trabajar, lamiendo mis tacones que antes he restregado sobre una mierda de perro. Se baja las bragas a un chasquido de mis dedos y me ofrece sus dones de mujer con toda impunidad. Cuando me corro, llama a tu hijita para que limpie la lefa de mi vagina con su lengua y, después, le ordeno que le coma el coño a su madre. Utilizo a tu hijo para contentar a mis amantes, que se apasionan con un efebo como él…
  Alma se quedó muda cuando contempló cómo los japoneses abrían sus braguetas y extraían sus penes ya endurecidos.
—      Prosigue – ordenó uno. Ella lo hizo, alternando su mirada entre los papeles y los nipones que se estaban masturbando mientras la escuchaban.
  Ágata se remojó los labios, aturdida y confusa.
—      Su semen salpica las paredes de tu casa y escribo tu estúpido nombre mojando mi dedo en él. Eres la personificación de la deshonra, de la estupidez. Todo lo que posees, lo ha conseguido tu esposa a golpes de coño y, ahora, tus hijas la ayudan en su tarea.
  Los hombres seguían masturbándose lentamente, como si no tuvieran ninguna prisa, gozando con las obscenidades y la voz de Alma. Ésta acabó pronto su lista y Ágata siguió con la suya.
—      Ahora es el momento de gozar de preciosas chicas occidentales – dijo uno de ellos, señalando con el dedo delante de ellos, sin dejar de acariciar su pene.
  Ágata y Alma se miraron. Todas aquellas obscenidades y contemplar la masturbación de los hombres, las habían enardecido. Se levantaron de las sillas y se acercaron a ellos. Ágata se arrodilló entre dos de ellos y Alma la imitó. Cogieron con ambas manos aquellas pollas, alternando sus labios con el movimiento cadencioso de sus manos. Los nipones sonreían, extasiados. Se levantaron de sus sillones al cabo de unos minutos y las desnudaron. Entonces, sobre la moqueta, Ágata y Alma fueron poseídas una y otra vez por aquellos pequeños hombres de ridículos miembros pero que parecían disponer de una energía descomunal. Fueron embestidas por todas partes, en todas las posturas; tragaron sus pollas con la boca, una y otra vez; fueron sodomizadas por los cuatro, uno detrás de otro, hasta que rendidas y colmadas, acabaron regadas por el esperma de los cuatro.
  Cuando bajaron para reunirse con Frank, estaban duchadas y algo más frescas.
—      ¿Qué ha pasado allí dentro? ¿Qué os han dicho? – preguntó Frank.
—      Nos hicieron un par de pruebas y ya está. No nos dijeron nada más.
—      Parecéis agotadas.
—     Fueron unas duras pruebas – dijo Ágata, con una sonrisa de complicidad hacia su amiga.

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