Desde que su sobrina-nieta había salido oficialmente del armario, Eugenia era un alma poseída por fantasías, deseos y ardores.

Su soltería era responsable de una juventud mal aprovechada, con las vistas puestas en su exitosa carrera como abogada. Ahora, a sus cincuenta y ocho años, una crisis personal se acercaba como una inevitable tormenta en alta mar. Siempre se preguntó si su falta de apetito sexual fue motivo de su no reconocida orientación sexual. Admiraba la valentía de la nieta de su hermano mayor. Con sus dieciocho años, Sandra no había perdido el tiempo; y tenía toda la vida por delante. Siempre supo que ella sacó su inteligencia, pues Sandra es una brillante estudiante que iba a estudiar derecho, como ella. Seguramente entre en su bufete, de la que ella solo es ahora la mandamás con la pasión por la profesión perdida, en cuanto acabe la carrera, y seguramente la acabe jubilando por su brillantez e inteligencia.
Desde el momento en el que Sandra se declaró abiertamente lesbiana, Eugenia supo con certeza que ella también lo era. Aunque le faltaba la valentía de su sobrina-nieta para decirlo abiertamente. Tal vez ya no tenía edad para ello. Pero el deseo que poseía le hacía sentir una chica de veinte. Y la ilusión de recuperar el tiempo perdido le hacía sentir feliz, extrañamente feliz. La única lucha mental que mantenía era el deseo que había desencadenado hacia Sandra. Pensaba en ella, soñaba con ella, la necesitaba.
No podía vivir sin tener su primera experiencia con una mujer. Las experiencias heterosexuales le habían hecho perder el apetito sexual durante décadas. Sandra era dulce, morena con el pelo rizado sobre los hombros. Con un cuerpo de miel, pechos bien puestos y grandes. Su sonrisa era amable y afectiva y su mirada de caramelo. Se preguntaba si verdaderamente estaba enamorada de su sobrina-nieta o si solo era apetito sexual. Se preguntaba si llevaba mucho tiempo deseándola. No tenía respuestas a las preguntas, que no paraban de inundar su mente.
Decidió ser valiente consigo misma por primera vez en su vida fuera del ámbito profesional. Un día, al salir de la ducha de su lujoso y céntrico ático, Eugenia se observó completamente desnuda; planteándose si era un cuerpo útil para que Sandra se sintiera seducida:
Los años de gimnasia le habían mantenido algo terso todo su cuerpo. Sus muslos pasarían por los de una mujer de cuarenta y solo tenía un poco de celulitis en los glúteos; los cuales se mantenían más o menos en su sitio. El vientre estaba algo hinchado pero no grueso. Nunca fue una mujer gruesa, y el no haber sido madre la había ayudado a mantener una imagen decente con el paso de los años. Sus pechos estaban caídos, nunca se planteó operárselos pues siempre fueron inmensos. Pero su talla 110 había sucumbido al paso de los años y a la gravedad y ahora le colgaban como las ubres de una vaca lechera.
Bien vestida, pensó, soy una mujer de bastante buen ver, y desnuda merezco un respeto. Sumida en sus pensamientos se sintió algo aliviada.
Pidió cita en la peluquería, donde se tiñó entera de rubia, tapándose las canas que asomaban bajo su última teñida del mismo color. Luego fue a comprar algo de ropa, para modernizar un poco su vestuario.
Se sentía emocionada ante la perspectiva, pero se obligó a mantener la calma. Sabía lo que quería y se sentía con fuerzas y paciencia para intentarlo. Había llegado el momento de llevar a cabo un plan que le venía rondando la mente.
Telefoneó a Sandra mostrándose feliz por la elección de estudiar derecho. Le dijo que ella tenía libros en casa que podrían servirle de utilidad. Así que la invitó a pasarse por su casa cuando ella quisiese. Sandra se manifestó contenta por el ofrecimiento y dijo que iría al día siguiente, viernes, a la hora de la merienda; sobre las seis de la tarde.
Eugenia habitaba la última planta de un antiguo edificio de tres alturas, remodelado, de una estrecha calle del centro de la gran ciudad. El ático abarcaba toda la planta. Era muy amplio y soleado. Tenía una cuidada terraza en la que poseía una valiosa colección de plantas de todo el mundo, cada una en una urna que permitía un cuidado exclusivo, afín a sus necesidades de conservación. La botánica era su mayor afición; y en viajes para conseguir plantas exóticas, se había gastado centenares de miles de euros. En cualquier caso su economía era tan boyante, que podría permitírselo sin problemas.
A las seis y cuatro minutos de la tarde sonó el timbre. Eugenia avanzó por la casa camino de la puerta de entrada, donde esperaba Sandra. Vestía un cómodo traje color azul, sencillo a pesar de valer mil euros. Quizá con un escote algo escandaloso, bien cuidado, y con una caída hasta los pies, donde lucía unos preciosos zapatos de tacón rojos. Llevaba toda la tarde depilándose y aplicándose lociones suaves y amables, para inspirar confianza a su alrededor. Bajo el vestido solo llevaba un conjunto diminuto de braguitas y sujetador a juego con los zapatos.
Sandra sonrió al verla y piropeó lo guapa que estaba y lo bien vestida. Le preguntó si tenía alguna cita posterior; y ante la negativa de su tía-abuela, se disculpó por solo llevar ella unos vaqueros ajustados, con una camisa blanca y chaquetilla marrón.
Merendaron sobre la mesita del salón. Eugenia sirvió té y pastas. Charlaron sobre lo bien decorada que estaba la casa y sobre la gran vivienda en que habitaba. Sandra se sorprendió al saber que le costó cinco millones de euros comprarla, y se había gastado otro millón más en reformarla y decorarla a gusto.

Se la enseñó por partes. Tras la puerta de entrada se extendían los 250 metros cuadrados de salón y cocina diáfanos. Con una cristalera que ocupaba toda la pared izquierda, donde estaba la amplia y bien cuidada terraza. Tras una puerta situada frente a la cristalera, justo en la mitad de la pared de enfrente, un pequeño corredor que comunicaba a un baño, una habitación dedicada a gimnasio, otra, muy luminosa con el techo entero de cristal, con cortinilla, ambientada a modo de despacho. Por último estaba su habitación. Que perfectamente podría pasar por la suite de un hotel de cinco estrellas. 300 metros cuadrados entre la estancia, amplia y agradable, y un baño que a Sandra la pareció el más grande que jamás había visto. Todo ataviado con todo tipo de detalles lujosos.
Flipada por la casa, Sandra manifestó a modo de broma que su meta era ser como ella.
“para eso tienes que ser brillante en tu carrera y ganarte buena reputación lo más rápido posible. Mi bufete es el más prestigioso de la ciudad, te vendrá bien como trampolín, si lo deseas”.
Sandra se manifestó entusiasmada con la idea, mientras acababa los últimos sorbos del té rojo que bebía. Eugenia no sabía si estaba delirando o si era real; pero juraría que mientras Sandra apuraba su tacita, ésta la miro demasiado sus piernas y su escote. Eugenia había elegido una posición frente a ella, y se había sentado cruzando las piernas de modo que la parte inferior del vestido se quedara abierta hacia los lados. Dejándole a Sandra una visión inmejorable de sus depiladas piernas, sus brillantes muslos y hasta las braguitas rojas si agachaba un poco la vista.
Se sentía sucia y feliz. Pretendía acostarse con su sobrina-nieta. Tenía un plan y pensaba llevarlo hasta las últimas consecuencias, saliese bien o mal. Parte de ese plan era sentarse en esa posición y justo de esa forma, para que Sandra la viera.
Retirado el té, propuso que se sentasen en un sofá con vistas a la calle, justo en la intersección de la cocina con el salón. El rincón tenía un encanto especial, era una esquina acogedora, con una mesita entre ellas y la cristalera. Eugenia se sentó a su lado, dejando una pila de libros sobre la mesita. Cogió uno y se acercó a Sandra lo más que pudo. Lo abrió y dejó que ella lo hojeara sin levantarlo de su regazo. Cruzó las piernas y de nuevo sus muslos quedaron al aire. Sobre ellos colocó el libro; de forma que la rajita entre muslos quedara visible. Se le veían las braguitas, ella lo sabía y no dijo nada. Sandra tampoco dijo nada, por pudor.
Meneó su pelo para liberar el aroma suave de su perfume más caro y cada vez que comentaba algo sobre los libros se giraba hacia Sandra, colocándole el escote casi a la altura de sus pechos, grandes y bien tapados. Repasaron todos los libros, uno por uno. Poco a poco Eugenia iba consiguiendo vencer la timidez. En varias ocasiones, durante el último libro, exageró los movimientos hasta que sus pechos se encontraron. Notaba el roce con los de Sandra como un ángel nota la suavidad y ternura de una nube blanca y algodonada. Se estaba poniendo muy cachonda y deseaba que a Sandra nada de eso le fuese indiferente.
Confiando ciegamente en su plan siguió adelante con él.
“Ahora que lo pienso, tengo un libro fantástico en la mesita de noche, le estoy dando un repaso cada noche. Me llegó hace una semana, lo pedí por Internet. Acompáñame”.
Cuando Sandra entró en su habitación, Eugenia cerró la puerta, acto que a Sandra no le fue indiferente, pues se quedó mirando la puerta con extrañeza. Al volverse vio a Eugenia con un pié sobre un taburete, quitándose los zapatos de tacón. La observó sin decir nada. Tenía muy levantado el vestido para poder llegar fácilmente. Cuando fue a dejar el segundo zapato en el zapatero, éste se le cayó hacia el lado opuesto en el que se encontraba Sandra. Eugenia se agachó para recogerlo. Se puso de rodillas, cuidando dejar el trasero al aire. Durante unos instantes, Sandra pudo ver una bonita braguita roja medio metida en el culo de su tía-abuela. Y unas nalgas bonitas, sin duda no de una mujer de casi sesenta años.
Sandra se ruborizó. Intentó disimular cuando su tía-abuela se incorporó. Ahora la miraba descalza frente a la cama. Por primera vez la vio de otra forma. La caída de pelos sobre la frente, la belleza de su rostro levemente arrugado, la figura de mujer más joven. Se sintió confusa pero a gusto. Quería estar más tiempo allí. Quería seguir oliendo su perfume y sintiendo las carnes trémulas cerca de ella. Aunque solo fuera su fantasía incipiente, aunque solo fuera sin hacer nada.
Eugenia se tumbó sobre la cama llena de cojines mientras sostenía el libro que acababa de recoger del primer cajón de la mesilla. Siguiendo con el plan, invitó a Sandra a que se tumbara a su lado. Lo que Eugenia desconocía en ese momento, es que su plan ya había triunfado. Ya solo era cuestión de que se diese pie a que pasase lo que inevitablemente iba a pasar sobre aquella lujosa cama.
Sandra se quitó la chaquetilla y los zapatos y se tumbó a su lado. Ambas estaban bastante incorporadas por la colección de cojines que tenían tras de sí.
Le comentaba cosas del libro. Sandra no la escuchaba, solo asentía. Eugenia la sentía más cercana. De reojo podía intuir como los ojos de su sobrina-nieta no se dirigían precisamente al libro. Sentía que miraba sus piernas, el abultamiento de sus pechos falsamente bien colocados. Sandra se arrimaba un poco más cada cierto tiempo. Eugenia escuchaba como la olía; se sentía deseada, ¡no podía creerlo!. Era el momento de la verdad. O lo dejaba estar y huía de posibles arrepentimientos, o gastaba las últimas balas en aquella chica, que tanto le recordaba a ella cuarenta años atrás.
Eligió la segunda opción.

Cerró el libro y lo dejó sobre la mesilla de nuevo. Ambas permanecían tumbadas. “más o menos eso es todo, espero que te sirvan de ayuda, puedes llevártelos todos”.
Eugenia estaba atemorizada, no sabía actuar. Sandra, por su parte, empezaba a arder en deseos de aprender de aquella mujer algo más que no fueran conceptos de abogacía.
Se ladeó un poco hacia la chica y le pasó la mano por el vientre, sobre la camisa. “seguro que vas a ser una gran abogada, eres muy lista y viva”. Sandra se lo agradeció acariciando su mano. Ambas se quedaron así sonriéndose durante un instante. Eugenia se acercó un poco más, manteniendo la mano sobre el vientre plano de la joven. Sandra siguió acariciando la mano y extendió la caricia por el resto del brazo. Eugenia se pegó un poco más hasta abarcarla entera con la mano sobre su cadera. La besó en la frente y bajó la cabeza para mirarla. Sus ojos se cruzaron en silencio. Entonces Sandra cerró los ojos y metió la lengua en la boca de su tía-abuela.
Las respiraciones agitadas ponían la banda sonora al rato durante el que se besaron apasionadamente. Eugenia paseó sus manos sobre los pechos de Sandra, por encima de la camisa. Ésta desabrochó los botones y se quitó el sostén. Eugenia dejó de besarla y se centro en aquel regalo que acababa de aparecer ante sus ojos.
Dos pechos enormes, más grandes de lo que parecían con la elegante ropa con la que solía vestir la chica. Perfectamente distribuidos sobre el busto. Con el mismo tamaño aparente. Cada uno coronado con una oscura y amplia aureola y dos botoncitos simétricos en forma de guinda final de la tarta. Relamiéndose los acaricio. Luego se acomodó para comérselos. Y lo hizo con delicadeza y parsimonia. Saboreando cada poro de aquellos inmejorables pechos. Los primeros que saboreaba en su vida. Más ricos de lo que hubiera imaginado jamás. Suaves y duros. Cuando volvió a besarla, Sandra tenía los melones tan mojados que brillaban como si tuvieran luz propia.
“Ahora me toca a mi”. Entonces se levantó y se colocó sobre Eugenia, descubriéndole los pechos. Estos, al quitar el sostén, cayeron hasta el ombligo. Sandra se agachó para lamerlos. Los levantó con las manos para tener mejor acceso. La acarició y le levantó el vestido por encima de la cintura. Le bajó las braguitas muy despacio dejando el coño al aire, de la que podría ser su abuela. Este estaba perfectamente depilado y era realmente bello.
“tienes un coñito muy bonito tita. Más bonito que el mío”.
La abrió de piernas y se metió entre ellas. Abrió el coño con una mano, lamiéndolo como un higo. Le mordió los labios y se entretuvo con el clítoris. Eugenia se vio inmersa en un mar de gozos y sus gemidos, delicados y profundos, llenaron de satisfacción los oídos de Sandra; la cual, se esmeró en rematar la faena como aquella mujer se merecía. Haciéndola correr varias veces antes de levantarse, desnudarse por completo y acudir al calor de su maduro cuerpo. El cual esperaba, también completamente desnudo, a que la juventud de la otra piel le quitara años de encima.
Se abrazaron y comieron durante largo rato. Eugenia puso a Sandra a cuatro patas y fue a por uno de sus juguetes. Se trataba del clásico consolador con vibración. Sandra se dejo caer manteniendo las caderas arriba, para facilitarle el trabajo. Antes, Eugenia le lamió su coñito húmedo y con no demasiados pelos. Luego se entretuvo pasándole la lengua por el ojo del culo. Se lo dejó todo muy bien humedecido para facilitar la labor al aparato.
Estuvo unos quince minutos trabajándole. Sandra mordía uno de los cojines evitando chillar. Cuando terminó se quedó exhausta sobre la cama, boca arriba y con las piernas abiertas. Eugenia no tenía intención de terminar. Se colocó sobre ella dándole el culo y propuso un 69. Sandra lo admitió de buen grado y se esmeró el coñito de su tía abuela. Ésta se movía a veces intentando conseguir que Sandra la lamiera el culo. Supo entender su deseo y se lo trabajó, metiéndole uno, dos y hasta tres dedos una vez lo dejó bien mojado. Escupiéndole para poder penetrarlos un poco más. Eugenia chillaba desgarrada. El dolor le llegaba en forma de placer y tenía toda la piel de gallina.
Se había hecho noche cerrada y aun continuaban en la cama. Ahora charlando desnudas. Sandra le propuso cenar algo y Eugenia preparó un poco de ensalada. Tras la cena se quedaron viendo una película en el sofá. Al finalizar empezaron a besarse de nuevo. Se lo volvieron a montar sobre el sofá. Eugenia se sentía suelta y desinhibida. Colocó boca arriba a la chica y le restregó todo el coño por la cara, deteniéndose finalmente en la boca. Le dieron ganas de mear u, tras aceptarlo Sandra, se lo hizo sobre la boca y el cuerpo. Sandra acabó empapada y Eugenia, muy caliente y sobre excitada, la beso y lamió para limpiarla un poco.
Finalmente le acompañó a la ducha y allí Sandra le hizo tumbarse en la amplia bañera. Le trabajó el clítoris con la alcachofa. Ayudándose del agua tibia que soltaba le fue abriendo poco a poco y amoldándola a sus labios vaginales. La acabó penetrando salvajemente. Eugenia se sostuvo como pudo, abriendo las piernas al máximo. Tuvo un orgasmo brutal y sus voces se tuvieron que escuchar por todo el viejo edificio:
Se despidieron besándose en la puerta. No hablaron de volver a verse pero ambas sabían que ocurriría en bastantes ocasiones
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