Durante los dos días siguientes pensé seguido en renunciar definitivamente al trabajo en el colegio.  Pero cuando una está enredada en algo, salir se vuelve mucho más difícil que entrar.  Tal como las cosas estaban dadas ahora, renunciar implicaba más tormentas que sosiego, más sospechas que disuasiones, más dudas que certezas… alimentaría la imaginación en los chicos del colegio, en los directivos, en los dueños y, sobre todo, en Damián.  A propósito traté en esos días de estar en casa la mayor cantidad de horas que pudiera y compartir tiempo con él.  Pero en realidad mi motivación era estratégica, ya fuera de modo consciente o inconsciente.  Sabía que se aproximaba el fin de semana y que de un momento a otro recibiría un llamado o un mensaje de texto requiriendo mis “servicios”.  De ser así tendría que ausentarme en casa y, una vez más, debería recurrir a las excusas típicas de una médica, lo cual, si consideraba que ya venía de una parecida con lo de las escaleras y todo eso, sembraría nuevas sospechas y sería seguramente difícil sostener una nueva mentira.  Debía, por lo tanto, hacer la mejor letra posible antes de que llegara el día del llamado.
 
             Una cosa imperdonable fue que con tanta conmoción y con semejante experiencia vivida en la noche del hotel sobre el Acceso Oeste, me había olvidado de hacer la denuncia correspondiente al toque que había tenido con el Fiat Palio.  Damián se enteró de la peor manera: porque lo llamaron del seguro consultándole al respecto.  Yo no sabía cómo salir del entuerto: ¿cómo justificar mi olvido?  Lo que dije fue que eso ocurrió cuando estaba yendo al lugar de las escaleras tras un llamado de urgencia, que había parado para hablar por celular y que al retomar la marcha no vi el auto.  Pareció funcionar pero para esa altura yo ya no estaba segura de nada y no podía darme cuenta con certeza de si Damián compraba mis explicaciones o, si por el contrario, estaba desconfiando cada vez más.  Por suerte, cuando en mi noche con Franco en el auto y en el hotel, había recibido el llamado de mi marido, yo no le había dado ninguna especificación geográfica acerca del lugar y ello me permitía ahora dibujar bien la situación para darle un contexto al accidente.  Si Damián no había notado nada era porque el auto no tenía realmente nada, apenas un roce muy imperceptible en el paragolpes que se camuflaba con algunos otros roces menores.  Pero bueno, la denuncia llegaría tarde o temprano.  Era increíble que yo no me hubiera acordado más del episodio.  O quizás sí era creíble: me hallaba totalmente absorbida por mi historia con Franco y por todo en derredor de ese endemoniado chico.  Un roce en la calle sólo podía, en tal contexto, constituir una absoluta nimiedad.
             No hubo novedad durante el viernes y me alegré por ello.  En algún momento había pensado en advertir a Damián que era muy posible que se me requiriera para algo durante el fin de semana pero me abstuve: sonaba demasiado sospechoso, como queriendo liberar mi terreno, lo cual después de todo era cierto, aunque no por voluntad mía.  El sábado fue finalmente el día.  Serían las cuatro de la tarde cuando sonó el celular: por suerte mi marido, circunstancialmente, no se hallaba en casa: eché un vistazo al número y no lo reconocí.  Al contestar, me encontré con lo que esperaba y ansiaba pero a la vez temía: la voz de Franco.
              “Hoy es la noche – me anunció -.  Coordinemos una esquina para encontrarnos a las siete y media”
              “¿A las siete y media? – pregunté, extrañada -.  ¿Tan temprano hacen las fiestas tus amigos?”
               “No… es que te quieren producida.  Y me pidieron que me haga cargo de eso…”
               La cabeza me dio vueltas.
              “No entiendo…”
              “Mirá… primero que nada cargá en un bolsito toda la lencería sexy que tengas.  Vamos a ver qué se puede usar de eso y si vemos que no es suficiente, vamos a hacer unas compras antes de que cierre todo”
                ¡Dios mío!  ¿Era verdad lo que estaba oyendo?  ¿Lencería sexy?  ¿Producción?  ¿Me estaban tratando como una prostituta, un objeto o una muñeca inflable?  ¿Cuál era el plan que tenían en la cabeza esos pendejos maniáticos?  Por lo pronto, la única forma de saberlo era reunirme con Franco.  Y, por otra parte, como ya se imaginarán, moría de ganas de verlo. Acordamos, por tanto, una esquina y allí volvió a subir a mi auto.  Fue muy fuerte verlo otra vez.  El corazón comenzó a latirme como un tambor y sólo tenía ganas de llevarlo otra vez al hotel; lo besé, por supuesto, pero se despegó de mí muy rápido, como si urgieran cosas para hacer.
                   “A ver – dijo, algo secamente y con tono de prontitud -.  Mostrame lo que trajiste”
                  Mientras ponía en marcha el auto, le señalé con el pulgar hacia el asiento de atrás, en el cual se encontraba el bolso que había traído.  No se dan una idea del trabajo que me había costado recolectar todas esas cosas considerando que mi esposo había vuelto a casa poco después del llamado de Franco.  Pero lo logré y allí estaba; había salido de casa argumentando una llamada del hospital (luego me di cuenta que no estuve tan astuta; Damián podía llamar al lugar para ver si allí me hallaba) y ahora me encontraba enseñándole a Franco todo mi ajuar de ropa interior.  Increíble.  Y degradante.  Revisó cada una de las prendas como si hiciera gala de un ojo experto (quizás, después de todo, lo tenía): la mirada seria, el ceño fruncido.   Mientras yo manejaba, veía de soslayo cómo por sus manos y ante sus ojos iban desfilando mis sostenes, tangas, medias, ligas… Las había bastante sugerentes, por cierto, pero, a juzgar por el gesto adusto de Franco, daba la impresión de no estar conforme del todo, como si buscara algo más… atrevido por así decirlo.
             “Vamos para avenida Santa Fe – me espetó, haciéndome recalar con ello en el hecho de que yo estaba, en realidad, manejando sin rumbo -.  Va a haber que comprar algunas cosas más…”
                En efecto instantes después  y tras estacionar el auto, caminábamos por la avenida.  Me sentí extraña al hacerlo junto a Franco.  De algún modo era estar expuesta junto a él aun cuando el riesgo de que alguien nos reconociese entre el gentío del centro era mínimo… aunque existía; por eso traté de marchar lo más separada de él que podía.  Entramos en una galería: daba la impresión de que él sabía bien hacia dónde nos dirigíamos; no improvisaba.  Por momentos temí que estuviéramos yendo hacia un porno shop pero mi alivio fue grande al descubrir que entrábamos en una tienda de lencería: erótica, sensual pero lencería al fin.  No había a la vista consoladores, arneses, esposas, ni nada por el estilo.  No era uno de esos locales cuyas vidrieras van cubiertas de tal modo que no se pueda ver prácticamente nada desde afuera sino todo lo contrario: el lugar era expuesto y bien público aunque… no sabía yo hasta qué punto eso sería mejor  Una empleada que no debía pasar de veinte años se acercó para atendernos y pude advertir cómo devoró a Franco con un rápido movimiento de ojos antes de encararse hacia mí con una sonrisa dibujada en su rostro juvenil.
              “Estamos buscando algo para ella” – dijo Franco, adelantándose a lo que la vendedora pudiera preguntarme.  Al hacerlo, obviamente, me subsumía en una indescriptible vergüenza, pues el pendejo dejaba en claro que era él quien decidía sobre mí.
               La chica pareció algo sorprendida.  Miró a uno y a otro y lo único que atinó a hacer fue a ampliar su sonrisa.
              “Ah – dijo, como tratando de captar la situación -.  Perfecto, síganme…”
             Dio media vuelta no sin antes volver a clavar en Franco una mirada que rezumaba deseo.  La chica era bonita, había que admitirlo: rubia y de preciosos ojos marrones y al marchar por delante de nosotros pude ver cómo Franco, por un momento, mantuvo la vista clavada en sus caderas.  Estoy segura de que ella lo percibió ya que aumentó su contoneo al caminar.  Yo miré de reojo y con furia a Franco pero él pareció no notarlo o, más posiblemente, no importarle.
               “¿Algo como qué? ¿Qué plan tenían?” – preguntó la joven, siempre exageradamente solícita y sonriente.
                “Algo bien sexy – dijo él, sin dejar el más mínimo margen para que yo pudiera meter bocado -, sugerente, salvaje… bien erótico…”
               “Ah,jaja… bien… – rio la chica, se giró hacia mí y me recorrió con la vista de la cabeza a los pies; no pude evitar sentir pudor -.  La dama tiene un cuerpo hermoso y va a lucir muy bien algunas de las cositas que tenemos” – remató la frase echándome una mirada de divertida picardía.
             A continuación nos llevó a través de exhibidores y percheros; nos mostró tantas cosas que me mareó: baby dolls, catsuits, bodies, tangas, vedetinas o colas less de lo más atrevidas.  Pero lo llamativo del caso fue que cada vez que nos enseñaba algo nuevo, me lo mostraba en primer lugar a mí; sin embargo, apenas advertía que era Franco quien vertía opinión y no yo, la muchacha se desentendía de mí y a partir de ese momento sólo le enseñaba las prendas a él, como a la espera de un dictamen.  Definitivamente mi opinión no contaba; lo que sí contaría, seguro, sería mi billetera a la hora de pagar.  No puedo poner en palabras la humillación que sentía y contra la cual, sin embargo, no conseguía oponer resistencia.
           Franco analizó varias opciones.  Desplegaba las bragas ante sus ojos y las observaba con una frialdad que, en ese contexto, resultaba terriblemente obscena.  No pudiendo decidirse por una sola prenda o un solo conjunto, fue seleccionando varias, las cuales la vendedora se encargó de colgar sobre su antebrazo.  Las miraditas entre ellos ya me tenían harta y me hacían hervir por dentro; estaba claro que la estúpida esa estaba totalmente regalada a Franco y que él le seguía el jueguito.  ¿Sería consciente el pendejo de los celos que con eso me generaba y se divertiría con ello?  ¿O bien simplemente estaría desplegando sus armas de macho seductor capturando a la hembra como quizás lo hiciera siempre y con la más absoluta naturalidad?
            Nos dirigimos hacia los probadores y la empleada descorrió la cortina de uno de ellos para que yo entrara.
            “¿Qué le probamos primero?” – preguntó mirando a Franco -.   Lo que sí les comento es que las medias no se pueden probar… o sea, si se las prueba…”
             “Tenemos que llevarlas, sí – le interrumpió él captando la idea o, quizás, como si ya estuviera al tanto del tema.  Créanme: en ese momento costaba ver a Franco como un adolescente.  La seguridad de sus palabras y las artes de seducción que ponía en práctica lo hacían parecer un tipo realmente experimentado… y tenía sólo diecisiete años -.  Empecemos con éste “ – dijo y me extendió un baby doll abierto a los costados que daba vergüenza de sólo verlo.  Bajando la cabeza, lo tomé, corrí la cortina y me despojé de mis ropas para probármelo.
             Y así, las prendas fueron desfilando unas tras otras.  No podría ni aunque quisiese dar una idea acerca de cómo me sentía yo apenas las veía y mucho menos al tenerlas puestas.  Me probé, además del baby doll, un body de satén y otro de brocato.  Este último, de tan ceñido, me hizo ver las estrellas al tratar de encajármelo y eso provocó que la vendedora, apenas se hubo percatado de mi demora, ingresara en el probador a los efectos de ver si estaba en problemas.  Ella misma se encargó de ajustármelo y de descorrer luego la cortina para exponerme a los ojos de Franco… y no sólo de  Franco: un par de chicas pasaron casualmente por ahí, procedentes con seguridad de algún otro probador.  Mi cara se puso de todos colores y me quería morir allí mismo.  Ni a la vendedora ni a Franco pareció importarles el grado de exposición a que me sometían: más bien parecieron actuar como si las chicas no existiesen.  Luego me hicieron probar un catsuit de red, terriblemente transparente salvo en las partes mínimas.  Lo peor de todo era que cada vez que la cortina se corría y yo quedaba sola con mi imagen reflejada en el espejo, no sólo podía adivinar del otro lado a Franco y la vendedora intercambiándose todo tipo de sonrisitas y miradas seductoras, sino que hasta podía escuchar sus voces: hablaban y se reían todo el tiempo, aun cuando no lograba definir las palabras.  ¿Se reirían a mi costa o estarían, simplemente, haciendo planes para la noche?
 

Era tanta la rabia interna que me consumía que comencé yo misma a requerir el auxilio de la vendedora incluso mucho más de lo que realmente lo necesitaba.  A veces realmente no podía con las prendas (algunas eran de verdad complicadas para calzárselas) pero otras… sencillamente fingía no saber manipularlas tan sólo a los efectos de alejar a la chica de las garras de Franco… o a Franco de las garras de ella.  Si tenía a la joven de mi lado de la cortina, entonces me sentía más segura en cuanto a lo que pudiese o pudiesen hacer.  Pero, claro, a veces no se sabe qué es peor: si el remedio o la enfermedad.  Recurrir a la “ayuda” de la vendedora implicaba también la humillación de que una mujer madura, de más de treinta años, fuera prácticamente vestida y desvestida todo el tiempo por una jovencita veinteañera con aires de zorrita trepadora.  La humillación era aun mayor cuando ella (como ocurría la mayor parte del tiempo) trabajaba a mis espaldas.  Era inevitable, además, que sus dedos me rozaran todo el tiempo puesto que, en definitiva, era lencería lo que ella me estaba probando.  Ni qué decir cuando, en una oportunidad, me calzó una tanga diminuta y me la llevó bien arriba hasta que la casi inexistente línea de tela entró en mi culo cuan larga era e incluso en mi sexo.  No pude evitar que  se me escapara una interjección: una mezcla de quejido y suspiro.  Ella, sin dejar de sostener la tanga bien calzada, acercó su rostro por detrás y me susurró al oído:

             “Con esto lo matás – dijo -.  Te va a querer comer… La verdad que te envidio por el bomboncito que te vas a comer esta noche…”
              La vergüenza me invadió de la cabeza a los pies y, en un acto más bien reflejo, hablé para aclarar:
             “N… no.  No es con él con quien voy a estar…”
             Sin verle la cara, pude así y todo sentir que la chica daba un respingo.
             “Ah, mirá vos… Es para otro” – susurró, divertida.
              En ese preciso momento lamenté haber sido tan franca.  Al haber confesado que no sería con Franco con quien iba a estar a la noche, acababa de levantarle la barrera para que tuviera vía libre en sus intenciones con el chico, pues estaba claro entonces que él no estaba conmigo… Touché.  Qué tonta fui…  Hasta pensé en la posibilidad de que ella lo hubiera preguntado deliberadamente…
             Ya ahora la chica se movía con absoluta libertad en todo sentido.  De un modo totalmente desprejuiciado descorría la cortina de un veloz manotazo cada vez que quería mostrarle a Franco cómo lucía yo.  ¿Qué pensaría ella que yo era?  ¿Una prostituta?  Posiblemente… y con un “cafishio” sorprendentemente joven e irresistiblemente hermoso.  Lo peor fue cuando me probó un conjunto de corpiño y tanga casi inexistente pero coronada en plena cola por un pompón que remitía al rabo de un conejo.  Me moría de vergüenza al verme en el espejo.
              “¡Franco! – espetó ella al tiempo que apartaba la cortina -.  Decime cómo la ves”
                Maldita zorrita hija de puta.  Ya lo llamaba por el nombre.  Se estaba tomando con él todas las atribuciones inherentes a la libertad de movimientos que yo, sin querer, le había dado negando mi relación con el joven.  Franco me miró acariciándose el mentón y ella, por detrás de mí, apretó el pompón de mi cola con sus dedos a la vez que reía.  En todo el tiempo de humillación vivido adentro de ese probador, debo decir que fue ésa la primera ocasión en que mi resistencia estuvo a punto de imponerse por sobre mi conducta sumisa.  Estaba por girarme y estrellarle a la insolente jovencita un puñetazo en el rostro pero cuando iba a hacerlo me topé con los ojos escrutadores de Franco.  Su talante severo parecía adivinar y adelantarse a mis movimientos.  No sé qué me pasó: el influjo de aquel muchacho era, como ya he dicho antes, difícil de explicar.  Agaché la cabeza simplemente y toleré la humillación.
                “Hmmm… ése me gusta, sí” – dijo Franco, vacilante y pensativo, aunque aparentemente no del todo conforme aún.
               “Le podemos agregar un detalle” – anunció alegremente la vendedora y ese momento sentí como si algo me ahorcara.  Viré mi cabeza levemente para otear el espejo y descubrí que lo que me había puesto era una especie de gargantilla (prácticamente una cinta en realidad) muy ceñida alrededor de mi cuello y coronada con un moñito de color violeta por delante.
               “¿Y ahí cómo va? – preguntó la joven volviendo a dirigirse a Franco -.  Queda como envuelta para regalito, ¿no? Jiji…”
                “Sí… – concedió Franco con una sonrisa -.  Ese detalle me gustó.  ¡Eso va!  Ahora… el resto no está mal pero…”
              “Te digo que lo del pompón “garpa” bien eh – le interrumpió la vendedora y volvió a estrujarlo, lo cual, una vez más, me llenó de odio pero, aun así, me mantuve pasiva -.  A los hombres los ratonea mucho…”
               “Ah, mirá vos… – dijo Farnco enarcando las cejas como mostrando sorpresa -.  ¿Y cómo sabés…?”
                “Jajaja… Y…una sabe…” – respondió la chica con picardía.
               “Se nota que probaste las prendas que vendés,  ¿no?”
                “Jaja… eeh…hmmm… no me acuerdo, jaja… – esta vez soltó casi una carcajada; en cuanto a mí, estaba totalmente excluida de la conversación -.  Sí, ¡no todas eh! Jaja… pero algunas sí”
                “¿Ésta del pompón qué onda? ¿La probaste?”
                “Hmmm… jaja,  ¡no recuerdoooo! Jajajaja…”
                 “¿Y qué tal te queda?”
                No puedo describir el hervor que sentía por dentro.  Cuánta rabia, cuánta impotencia.  Ella se le entregaba impunemente y él la seducía como si fuera su trabajo sin importarle en lo más mínimo que yo estuviera presente.
               “Y… no sé… Eso no lo puedo decir yoooo, jaja”
 
               Más obvia no podía ser la guacha.  Tenía yo ganas de girarme y abofetearla pero la presencia escrutadora de Franco me cohibía y me compelía a mantenerme callada y pasiva como hasta ese momento.   Lo miré de soslayo y noté que él estaba mirando a la vendedora con una sonrisa de oreja a oreja.
              “Bien – dijo finalmente -.  Ese conjunto lo llevamos pero… le tengo otros planes.  El moñito dejaselo” – persistían en hablar de mí como si yo fuera sólo un objeto.
              “Hmmm… muy bien – aceptó la vendedora mientras con rápidos y hábiles movimientos me quitaba tanto la tanga como el sostén dejándome desnuda, sólo con el moño y los zapatos.  Ni siquiera había tenido esta vez la delicadeza de volver a correr la cortina – ¿Y cómo la vestimos entonces?  Hmm… ojo, tal vez a tus amigos les guste más así eh, jajaja”
              Touché.  Cuánto odio.  Cuánta vergüenza.  Cuánta humillación.  El pendejo de mierda una vez más había hecho de las suyas y había puesto a la vendedora al tanto del verdadero objetivo final de la búsqueda de mi atuendo.  De lo contrario, ¿por qué ella había dicho “tus amigos”?  Y, en tal caso, si la putita lo sabía todo, ¿por qué había sugerido que yo pasaría la noche con él?  No era tan estúpida después de todo, al menos no para ciertas cosas.  Resultaba obvio que había sido una forma de cotejar y así chequear que lo que Franco le había dicho era cierto y que, por lo tanto, el chico estaba enteramente disponible para sus habilidades de seducción, las cuales, en verdad, eran más bien artes de zorrita.   Era el juego de ella y era evidente que sabía cómo jugarlo: su único objetivo era llevar a Franco a la cama.  Y no iba a parar hasta lograrlo.  Le eché a él un nuevo vistazo; se seguía acariciando el mentón.
                “Mirá… – dijo después de una larga pausa -.  Yo diría que ya que la tenés tan clara – dibujó una nueva sonrisa al decir eso -… eehh… hmmm… sorpréndeme”
               Di un respingo que fue producto de mi incomprensión y tuve la sensación de que la empleada tampoco había entendido mucho.  Franco debió detectar eso porque ahondó un poco más:
              “Vestila vos – dijo -.  Armale algo que la haga lucir bien sexy y perrita”.
              No podía creerlo.  Me estaba dejando en manos de una muchachita de cascos ligeros.  Giré la cabeza hacia mi derecha para mirar al espejo y advertí que la empleada sonreía triunfalmente.  Volvió a tomar el nudo de la gargantilla sobre mi cinta y lo ciñó un poco más, dejándome por un instante sin respiración.
                “Hmmm… va a ser un placer – dijo, hablando deliberadamente sobre mi oreja -.  Dalo por hecho, Fran… Yo te la voy a dejar bien linda… Despreocupate y esperá allá adelante…”
               Franco se alejó, en efecto, y la vendedora también lo hizo.  Durante unos segundos escuché su taconeo sobre el piso de parquet.  Yo misma tuve que correr la cortina porque ella ya casi ni se ocupaba en hacerlo.  Permanecí allí, desnuda, en el probador.  Me miré al espejo sin poder creer en qué me había convertido en tan poco tiempo.  ¿Qué quedaba de la doctora Ryan a la vista de la decadente imagen que me mostraba mi reflejo?  Desnuda y con un moño al cuello… Por más que me lo preguntara, no conseguía explicarme cómo era que las cosas habían terminado así.  Y lo peor de todo era que ni siquiera habían terminado: todo eso que estaba viviendo en la tienda de lencería era tan sólo un prólogo para la noche que se venía y que, aun cuando pudiera yo hacer ciertos cálculos sobre lo que me esperaba, constituía en sí una verdadera incógnita.  Además no podía evitar pensar qué estarían hablando ahora Franco y la vendedora; era mejor no imaginarlo considerando que en sus cuchicheos mientras yo estaba adentro del probador, el pendejo le había puesto al tanto de lo que esa noche me esperaba.   Ignoraba qué tanto le hubiera contado… pero le había contado.
               Otra vez el taconeo, esta vez aproximándose.  Sensaciones encontradas.  Por un lado alivio de saber que la turrita ya no estaba con Franco y, por otro,  la ansiedad de no saber qué me esperaba o con qué se vendría.
Descorrió la cortina y se quedó un instante allí, bajo el barral, mientras flexionaba una pierna sobre la otra y exhibía las prendas que venía portando.
                “Ta… taaaaaan” – espetó, imitando una fanfarria o algo así.  Eché un rápido vistazo a lo que traía; algunas cosas, de todos modos, no lograba definirlas bien, aunque sí reconocí un sostén, unas medias y un portaligas.  Pero como suele ocurrir en la lencería, a veces ver las prendas en sí no da una idea más que aproximada acerca de cómo se verán una vez puestas.
                Esta vez corrió, por suerte, la cortina, tal vez a los efectos de crear más privacidad para trabajar tranquila y, resueltamente, se avocó a la labor que Franco le había encomendado.
                “Qué chico simpático que es Franco…  – dijo la atrevida -.  ¡Y qué lindo!”
                 La sangre me entró en ebullición y me subió hasta la cabeza.  Conté hasta diez para no estallar.  Lo peor de todo era que yo sabía que no tenía derecho alguno a reclamo ya que no había ninguna relación formal con Franco.  En ese momento y mientras la jovencita empezaba a “vestirme” sonó el celular.  El corazón me saltó dentro del pecho y tomé mi teléfono presurosamente de la banqueta sobre la cual se hallaban apoyadas mis prendas de vestir “normales”.  Era Damián, tal como suponía:
              “Ho… hola… Fra… Damián… hola amor” – me puse de todos colores; con los nervios casi lo llamé “Franco”… ¡Por Dios!  ¡Qué locura!  Mi esposo me preguntó en qué andaba y expliqué, con voz nerviosa y otra vez tartamudeando, que había surgido una emergencia en relación con la señora que había atendido en la semana.
              “Ah… – Damián no pareció advertir mi desliz al comenzar a pronunciar el nombre o, por lo menos, no lo demostró.  Agradecí al Cielo que así fuera aunque no quedé del todo convencida al respecto. – ¿Estás subiendo escaleras otra vez?”
               Me puse tan nerviosa que miré en derredor.  La chica seguía dedicada a su trabajo y pude ver cómo, desde el espejo, me echaba una mirada que buscaba denotar picardía o tal vez complicidad.  Me guiñó un ojo.  Me había visto obligada a mentir delante de ella.  Si Franco no le había contado que yo era casada, ahora lo sabía bien.
              “N… no… ¿por?” – pregunté, tratando de sonar extrañada.
              “Ah, no,nada, me pareció por un momento que te notaba agitada y además tu voz parece sonar otra vez en un ambiente chico y cerrado”
               “Estoy en el auto – me apresuré a explicar.  La vendedora soltó una risita que, si bien fue apenas audible, me sobresaltó y temí que mi esposo la hubiera oído.  La miré en el espejo y le dediqué una mirada de odio; no se inmutó, sin embargo: siguió, sonriente, con su labor. – No sé a qué hora vuelvo a casa… o tal vez vuelva pero después me tenga que ir nuevamente.  La señora está realmente mal”
                La chica gesticuló agitando la mano mientras en sus labios podía leerse un “uuufff” que, por supuesto, nunca sonó.  Me despedí de Damián como pude, buscando aparentar apuro.  Una vez que colgué, la vendedora, como era de esperar, habló:
                “Pobre marido, ¿no? Jaja… O novio, no sé, pero pobre… No tiene invitación a la fiesta, jajaja”
                  La vergüenza más profunda volvió a adueñarse de mí.  No sólo acababa de mentir a mi esposo sino que además esa chiquilla había sido testigo privilegiado del hecho y lo disfrutaba.  Ella fue colocándome una a una las prendas; lo hacía alegremente y con un entusiasmo casi adolescente, desprejuiciado.  El corpiño era hermoso, negro y calado, no demasiado atrevido dentro de todo y eso fue un alivio, pero cuando se dedicó al resto… ay, mi Dios… Mejor paso a contarles cómo me vi una vez que la chica hubo terminado con su trabajo y me tomó por la espalda para hacerme girar hacia el espejo.
 

Ok… las medias, al igual que todo el conjunto, eran negras.  Y de red.  Estaba dentro de lo esperable.  Eran, por decirlo, de alguna manera, del tipo bucanero y terminaban en la parte alta de mis muslos con sendas ligas de las cuales subían las tiras que las sostenían al liguero.  Pero el detalle saliente era que no había bragas: ninguna tanga, ni vedetina ni cola-less… Se trataba de una especie de faldellín corto (o bien una faja, no podía definirlo) y muy ceñido que, sobre la cintura, llevaba el liguero: era algo así como un “culote” cortado en el cual faltara la mitad inferior.  La tela era de tul con encaje pero a medida que el faldellín iba bajando, se volvía transparente, aunque siempre sobre negro… y terminaba, con detalles de puntilla,… a la mitad de mi cola o, lo que es lo mismo, la mitad de mi culo quedaba visible.  Por delante, obviamente, era mi conchita lo que quedaba al aire.

           “¡Pre-ciosa! – sentenció la joven, celebrando su propia obra – ¿Qué te parece?”
             Ya había olvidado, prácticamente, lo que era que me pidieran opinión.  De hecho, llevaba largo rato callada y no había pronunciado palabra alguna durante el tiempo que la joven dedicó a vestirme y prepararme del pervertido modo en que lo había hecho.  Quizás fue la sorpresa de que se me requiriera un parecer lo que me hizo vacilar al responder o bien haya sido, simplemente, el shockeante impacto de verme de aquel modo en que me veía en el espejo.  ¿Qué podía decir?  Abrí la boca estúpidamente y no sé si llegué a pronunciar alguna sílaba ya que, de todas formas, la joven me interrumpió y me dejó en claro que la pregunta había sido sólo una formalidad y que mi opinión, después de todo, no era importante.
             “Voy a llamarlo a Franco” – soltó alegremente y como si hablara de alguien a quien conocía de toda la vida.  De todas formas y si lo pienso objetivamente, era muy loco que eso a mí me irritase tanto cuando la verdad era que yo sólo contaba con un par de semanas más que ella conociéndolo al joven.  Ella se alejó y otra vez escuché el taconeo, pero ahora a la carrera; se notaba que estaba ganada por la ansiedad de mostrar su “obra”.  Otra vez volvió a dejar la cortina descorrida así que la corrí de un manotazo: más que nunca tenía pánico de que alguien me viera; suena raro si se considera que antes me había dejado allí desnuda, pero sin embargo tenía en parte su lógica: ver una mujer desnuda en un probador puede estar dentro de lo medianamente esperable, pero lo que se veía en el espejo ahora… era otra cosa…
              Ambos regresaron, esta vez juntos.  Otra vez la cortina descorrida de un solo tirón.  La chica no paraba de reír y saltaba en el lugar, como una adolescente ganada por un entusiasmo que no lograba controlar.
                “¿No está bárbaro? – preguntaba, pareciendo por momentos fuera de sí -.  ¿No está encantadora?”
                 Me hubiera gustado, en ese momento, un gesto desaprobatorio por parte de Franco, pero eso no ocurrió.  Por el contrario, frunció los labios, abrió bien grandes los ojos y asintió con la cabeza varias veces antes de hablar:
 
                  “Im- pre- sio- nante – dictaminó -.  La verdad que sos toda una artista”
                 “Jaja… ay, ¡gracias!” – reía la jovencita, cuyo rostro no cabía en sí de la alegría ante el visto bueno de Franco.  Se paró junto a mí y me giró tomándome por los hombros varias veces ya que yo, deliberadamente y debido a mi pudor, me estaba hasta ese momento exhibiendo de perfil hacia ambos a los efectos de no mostrar demasiado ni mi cola ni mi sexo.  De hecho, me cubría este último con las manos. Pero al girarme le mostró a Franco mi media cola descubierta y luego, al exhibirme en mi parte delantera, me apartó las manos de mi concha sin siquiera pedir permiso para dejarla así también expuesta.  Franco no paraba de asentir con la cabeza.  De pronto la joven se puso algo más seria y abrió los ojos enormes; nunca dejó de lucir alegre sino que más bien fue como si se le hubiera ocurrido o recordado algo de repente.
               “¡Le falta algo!” – exclamó y sin explicar nada, volvió a alejarse a la carrera sobre sus tacos.
               Yo quedé allí, con la cortina corrida y Franco recorriéndome con la vista de arriba abajo.  Si bien él ya me había visto, obviamente y mucho, mis partes íntimas, no podría nunca comparar tal experiencia con la vergüenza de estar así expuesta en un lugar céntrico y público.  Rogaba que no pasara nadie.  De pronto todo fue muy rápido: no sé en qué momento ocurrió pero antes de que pudiera darme cuenta de nada, Franco había extraído su celular del bolsillo trasero y me había tomado una foto.  Mi rostro enrojeció de furia:
               “¿Qué hacés, pendejo?” – le recriminé, en uno de esos pocos momentos de arrebato en los cuales parecía yo querer recuperar alguna dignidad -.  Otra vez volvemos a pelotudear con el celular?”
                Franco ni se inmutó.  Sólo echó un vistazo a la foto.
                “Se la voy a enviar a los chicos para que me den el ok final” – explicó, con la misma naturalidad que si estuviera contando que les enviaba un mensaje para ponerse de acuerdo sobre ir a jugar un partido de fútbol.
                  Yo lo miraba, incrédula.  El pecho me subía y me bajaba debajo del erótico sostén negro que me habían puesto.  Una mujer pasó caminando por detrás de Franco y me miró de reojo.  Touché.  La vergüenza me invadió y mi pequeño arrebato de dignidad pareció quebrarse; me cubrí con los brazos pero la verdad era que no sabía qué cubrir.  La empleada regresó.  Traía en sus manos un moño, también de color violeta al igual que el que yo tenía al cuello pero de tamaño mayor.
                 “A ver… date la vuelta” – me dijo, al mismo tiempo que me tomaba por la cintura para instarme a cumplir con su “orden”.  Pasó una estrecha cinta por mi cintura, siempre por encima del “culote cortado” y dejó un gran moño luciendo justo arriba de mi cola, con su cinta principal cayendo sobre la raya entre mis nalgas.
                “¡Perfecto! – aprobó Franco -.  Ahora sí que está envuelta para regalo” –y,sin más trámite, disparó otra foto.  Casi de inmediato, sonó el ringtone del celular anunciando la llegada de un mensaje; le echó un vistazo -.  Les gustó – anunció, sonriente -.  Están como locos, jaja”
               Pocos segundos después volvió a sonar el ringtone.  Supongo que habrían recibido ya la segunda foto y, a juzgar por el gesto aprobatorio de Franco, la recepción vuelto a ser positiva.
                 “Bueno, doc.  Es hora de irnos – anunció Franco -.  Agradézcale a la chica y vaya sacándose eso y vistiéndose otra vez, así pasamos por la caja y pagamos”
                   Me quedé helada.  ¿Agradecer?  ¿Tenía que hacerlo?  Estaba pensando justamente acerca de si debía o no hacer tamaña locura cuando la ansiedad de la vendedora me arrancó de la necesidad de tener que decidir.
 
                  “¡Yo se la saco!” – exclamó, siempre con la misma alegría y desenfado juveniles que teñían cada uno de sus actos.
                  Cierto era que algunas prendas eran tan difíciles de quitar como de colocar, pero la ansiedad de la muchacha parecía tener que ver con otra cosa más bien: se notaba que disfrutaba de hacerme vivir la humillación de tener que soportar que ella me desnudara.  Y, créanme, si eso era lo que buscaba, conseguía largamente su objetivo.
                 Se encargó de quitarme con prolijidad una a una las prendas pero no sólo eso: lo hizo lo más despaciosamente posible ya que me fue explicando, con paciencia de maestra, cada paso que yo debía hacer tanto al ponerme como al quitarme el atuendo.  Cómo enganchar las ligas, cómo armar o soltar cada moño.  Una vez que estuve vestida nuevamente me miré al espejo y quise ver que la doctora Ryan estaba de regreso.  Y sí: en el aspecto era así, pero sin embargo, era como que mis ojos taladraban mi propia imagen como viendo más adentro y la realidad era que había algo que ya no era igual.  Mi dignidad estaba totalmente mancillada, por no decir ausente.
                  Fuimos hasta la caja.  Franco se encargó de pedirle a la cajera que colocara en bolsas separadas: por un lado, el conjunto que la chica me había armado en el probador y que había sido aprobado como definitivo y por otro, el anterior, el de la tanguita terminada en pompón sobre la cola.  Desconocía yo todavía cuál era el plan de Franco al respecto: se me cruzó por la cabeza, como la mejor de las posibilidades, que quizás lo estuviera reservando para alguna noche conmigo, pero también estaba la de que en realidad la idea fuera utilizarlo en el futuro con alguna de las tantas muchachas a las que cogía; la peor de todas las opciones era que el conjuntito estuviera destinado a la chiquilla que nos había atendido, quien aparentemente se había jactado de utilizarlo, sino el mismo, uno similar.
                 Tuve que pagar yo, por supuesto.  ¿Qué esperaba?  Ni siquiera hubo el mínimo amago por parte de Franco de hacerlo.  No podía utilizar mi tarjeta ya que eso me incriminaría ante Damián, así que no tuve más remedio que “gatillar” en efectivo aunque doliese.  Los conjuntitos eran caros.  Una vez que lo hube hecho y me entregaron el ticket, me volví hacia Franco y él me pidió las dos bolsas.  Escudriñó dentro de cada una como comprobando su contenido y luego me extendió una de ellas.  Llevando en su mano la restante se encaminó hacia la odiosa empleada que nos había atendido y se la entregó, para beneplácito de ella, quien recibió el presente con una sonrisa de oreja a oreja.  Y sí: ¿qué había esperado yo después de todo?  El conjunto de la tanga con pompón era para ella: se lo había pagado yo (otra humillación más) para que lo pasara bomba con “mi Franco”.  ¡Dios mío!  ¡”Mi” Franco!  Así era realmente cómo lo veía y, por lo tanto, el dolor de la escena me calaba hondo y me estrujaba el pecho.  Hablaron entre sí algunas palabras, siempre estando ella radiante y sonriente; yo seguía de pie junto a la caja, como una estúpida y con la bolsa en mi mano.  Luego los dos comenzaron a caminar hacia donde yo me hallaba y volvieron a invadirme los nervios… y la furia: para esa altura sólo deseaba salir de aquel lugar.  Una vez que estuvieron ambos frente a mí, Franco habló:
 
               “Agradecele a la señorita por la atención que tuvo y la ropa que te dio”
               Yo hervía por dentro.  ¡Puta de mierda!  ¿Yo tenía que agradecerle?  ¡Acababa de pagarle con mi dinero un conjunto de ropa interior para que lo usase con Franco y, encima de ello, debía yo darle las gracias por tanto rato de humillación que me hizo pasar dentro del probador?  Pero mi dignidad estaba por el piso.  Agaché la cabeza, miré al suelo y agradecí:
              “M… muchas gracias”
                Aun sin mirarla a la cara, me di cuenta que la empleada sonrió con satisfacción.  Fugazmente me acarició una mejilla y eso me ruborizó:
              “De nada, linda – me dijo -.  Que lo pases lindo esta noche…  Cuando tengas otra fiestita y necesites más ropita, decile a Franco que te traiga a verme… ¿sí?”
                Malditos diminutivos.  La humillación parecía no tener fin y ahora hasta se valía de algunas de las armas que, como expliqué antes, más de una vez yo utilizaba en el consultorio cuando se trataba de imponer poder sobre mis pacientes.
                “Sí” – agradecí, aun con la vista baja.
                 Franco y ella se despidieron con un beso y yo también tuve que besarla a ella en la mejilla; el gesto de Franco prácticamente no dejó lugar a otra opción..
                “Bueno, tenés mi número – dijo él -.  Después llamame eh…”
                Ella asintió con la cabeza  a la vez que le enseñaba el pulgar en alto y le guiñaba un ojo.  Claro: entre tantos cuchicheos que habían entablado junto a los probadores, era impensable que no se hubieran intercambiado los números de teléfono o que, según se desprendía de las palabras pronunciadas, él no le hubiera dado el suyo.  Me dio mucha rabia porque a mí, de hecho, no me lo había dado en un principio: sólo me había pedido el mío.  Y ahora aquella chiquilla a quien acababa de conocer hacía una hora o poco más, tenía su número agendado en el directorio de su celular.
              Prácticamente no intercambiamos palabra durante todo el viaje de regreso.  Era ya de noche y las luces de la ciudad encendidas parecían recordarme que, por si fuera poco lo vivido en esa tarde, aún restaba la noche…  El tránsito estaba pesado, como suele ocurrir los sábados a la noche y haría veinte minutos que estábamos en camino cuando, al detenerme en un semáforo, el celular de Franco sonó.  Mientras él se aprestaba a atender, pensé que serían posiblemente los amiguitos reclamando su juguete para la noche o bien concertando lugar de entrega.  Me equivoqué: el tono libidinoso de Franco delató rápidamente que hablaba con una mujer.
             “¿Qué hacés, nena?  La verdad que quedamos muy conformes con cómo nos atendiste… ¿Éste es tu número?  Te agendo…”
              Cuánto odio.  La maldita guacha.  Sólo veinte minutos habían pasado y ya lo estaba llamando.  ¿Ya habrían cerrado el local o estaba tan desesperada por cogerse a Franco que lo estaba llamando desde el trabajo?  Ya de por sí, era muy lanzada y zorra en llamarlo apenas veinte minutos después de que nos hubiéramos ido.  Conversaron alegremente durante, tal vez, otros veinte minutos que, sin embargo, se me hicieron eternos.  Les juro que sólo deseaba que esa maldita perra se quedara sin crédito en su celular.
 
               “Te mando un besito… – comenzó a despedirse Franco para mi alivio aunque clavándome un puñal con cada una de sus palabras -.  Jaja, no sé… adonde más te guste… Dale, dale… tirame un mensajito y arreglamos bien, ¿sí?… Listo… Y quiero tocar ese pomponcito eh, jaja… Chau, chau… preparate porque vas a perder”
                 Agradecí internamente cuando cortó.  Ya no tendría que seguir escuchando esas cosas.
                “¿Así de fácil sos?” – le increpé, en uno de esos raptos en que me desconocía o en que, más bien, parecía emerger en alguna muy remota medida alguna reminiscencia de la doctora Ryan.
                Franco me miró.  Yo, sin abandonar el volante, le dirigí una mirada de hielo.
                 “¿Te hace calentar un poquito una pendejita trola que se te regala y ya está? – continué -.  ¿Con eso te alcanza?  ¿Vos que la jugás tanto de macho dominante?”
                 Su rostro manifestó sorpresa ante mi reacción.
                 “Epa, doc… ¿qué le pasa?  ¿Se me está poniendo celosa? Jaja… la chica es linda y muy agradable… Y si vamos al caso usted se me regaló mucho más… Jeje, hasta me pagó por chuparme la pija… ¿Se olvidó, doctora?  Si se olvidó, tengo un videíto para que se acuerde”
                 Estacioné el auto.  Paré el motor.  Lo miré.  Mis ojos fueron mutando desde el odio hacia la angustia.
                “Franco… – mi tono era suplicante -.  No vayas con ella, por favor”
                Su rostro mostró sorpresa y me miró sin entender.
                “¿Perdón…?”
                 “Por favor… – insistí en mi tono implorante -, quiero estar con vos esta noche… Puedo usar para vos el conjunto que me compraste… o que me compré…, pero… no vayas con ella… te lo pido…”
                   Casi como un acto reflejo llevé una mano hacia el monte de sus pantalones pero él me la apartó, con delicadeza pero a la vez con decisión.
                   “Hoy no, doc… – me dijo -.  Hoy no…”
                   Touché.  Puñal en el pecho para mí.  Los ojos comenzaron a llenárseme de lágrimas.  Era increíble.  Parecía una adolescente enamorada… o, como él mismo me había dicho alguna vez, una perra alzada.  Es que a veces puede ser muy tenue la línea que separa a ambas.
                   “¿Me cambiás por una pendeja putita?” – le recriminé, gimoteando y mascullando entre dientes.
                    “¿Perdón? – se mostró sorprendido -.  ¿Usted se vio, doc, en el espejo allá en el probador?  Discúlpeme que se lo diga tan duramente pero ahí la putita parecía usted, no ella…”
                     Apoyé mi frente contra el cristal.  Estaba abatida.
                     “No quiero ir a esa fiesta” – dije, con tristeza.
                     “¿Cómo…?”
                    “No quiero, Franco, por favor, no me hagas ir… Sería la mujer más feliz del mundo si pudiera usar ese conjunto para vos… No quiero usarlo para ellos; ni siquiera sé quiénes son…”
                   “No, doc, no está entendiendo – negó varias veces con la cabeza, buscando mantener un tono sereno y pedagógico -.  Acá no se trata de lo que usted quiera ni tan siquiera de lo que quiera yo… Ellos vieron el video, ¿ok?  Ellos tienen el video, ¿ok?  Bueno, la historia es corta: si ellos lo difunden, su vida y su profesión quedan destrozadas.  ¿Qué parte no se entiende, doc?  Usted TIENE que ir a esa fiesta.  No es que haya opciones”
                    Yo seguía sin decir palabras.  Sólo sollozaba.  Él me dio un corto y delicado besito en la mejilla.
                   “Vamos, doc, no se ponga así… Diga la verdad, ¿cuánto hace que el profesor Clavero no la lleva a una fiesta?  Con lo amargado que es, estoy seguro que años… Bueno, véale el lado positivo: hoy va a tener una… Ahora arranque el auto…”
                   Sencillamente no había nada más para decir.  Derrotada, giré la llave y pisé el embrague para poner primera.
                   “Ah, me olvidaba… – agregó -.  Le mandó saludos la vendedora… Y en cuanto a esas prendas – señaló con el pulgar hacia el asiento de atrás en donde se hallaba la lencería que yo había recopilado en casa -, guárdelas para cuando vaya a la Iglesia.  O para usarlas con su esposo”
                 Ciertamente no podía volver a casa.  No daba para andar disimulando la situación delante de Damián a la espera de un llamado o un mensaje que de un momento a otro llegaría, ignoraba si de Franco o de alguno de sus amigos; ya para esa altura podía ocurrir cualquier cosa.  Tomé un café en Starbucks y luego fui derecho al consultorio, que era un buen bunker para un sábado a la noche.  Allí tenía también un set de maquillaje y eso me permitiría estar en condiciones, ignoraba aún para qué o para quién… o quiénes, pero mi llanto en el auto había hecho desastres con mi aspecto y había que recuperarlo nuevamente.  Llamé a Damián avisando que no llegaría hasta tarde y, para dramatizar la situación, le dije que era probable que la señora no pasara de esa noche.
 
              “Entonces venite – me sugirió Damián -.  ¿Qué sentido tiene que te quedes ahí si ya está todo dicho?”
               “¿Sabés lo que pasa?  No quiero que la familia salga diciendo que no cumplí con mi deber como médica o que no estuve junto a ella…”
              “Hmm, claro… siempre tan responsable ella… – convino Damián -.  Bueno, bebé… No pasa nada, quedate tranquila y venite a casa cuando lo creas conveniente… Te mando un beso hermosa…”
              “Otro, hermoso…”
              “Te quiero, bebé”
              “Te quiero, amor”
               Lo último que oí fue el sonido de un beso contra el celular y devolví el mismo gesto.  Al cortar la comunicación, las culpas me mataron.  Aun así, había algo que esta vez lavaba en alguna medida mi conciencia y era que fuera lo que fuera a hacer yo esa noche, no lo estaría haciendo por propia voluntad como en mis encuentros con Franco: en esta ocasión se trataba de una imposición, de un chantaje o como se lo quisiera llamar, pero algo en contra de mi voluntad aun cuando fuera consecuencia directa de mi lujuriosa infidelidad cometida con Franco.  Pero la culpa no era lo único que me oprimía el pecho y me martillaba la cabeza: la incógnita acerca de la “fiesta” de la que yo sería partícipe esa misma noche me carcomía por dentro y me crispaba los nervios.  Y por último, pero no por ello menos importante, mi mente volaba hacia algún punto de la ciudad en el cual quizás a esa misma hora o dentro de algún rato, Franco estaría pasándola bomba con la descarada vendedora.  Era tal mi torbellino de angustias y pensamientos que, en un momento, me comencé a sentir verdaderamente mal y tuve que tomar un tranquilizante de los que, por suerte, abundaban en el consultorio.  Una vez que me sentí algo mejor abrí la bolsa de la tienda de lencería para escudriñar su contenido.  Observé con detenimiento cada prenda y había que decir que, a pesar de su carácter casi obsceno, eran preciosas.  Imaginé mil veces cómo sería lucirlas ante Franco y pensé en cuánto me gustaría poder hacerlo esa misma noche pero la triste realidad indicaba que quien iba a disfrutar al hermoso adolescente, si no lo estaba haciendo ya, era la putita de la tienda.
        Me coloqué las prendas a los efectos de ir ensayando tanto para volver a hacerlo en el futuro como para quitármelas, ya que tenían lo suyo.  Al verme al espejo, debo reconocer que me vi terriblemente sensual y provocativa.  Por mucho que odiara a la vendedora, lo cierto era que había estado acertada al elegirme el vestuario por muy degradada que yo me sintiese al verme.  Al ajustarme el moñito del cuello frente al espejo no pude evitar recordar el momento en que ella lo había hecho y, extrañamente, me invadió una incomprensible excitación que busqué alejar rápidamente de mi cabeza y mis sentidos.  Me miré una y otra vez de arriba abajo, me giré para ver cómo lucía mi media cola por debajo del faldellín y me calenté conmigo misma.  Lo mismo cuando en mi parte delantera quedaba expuesto el monte de mi conchita.  Me veía increíblemente bella pero a la vez… qué puta me sentía al estar así ataviada.  Me vino a la cabeza el recuerdo de la tanguita con pompón en la cola y de inmediato me imaginé a la vendedora con eso puesto: había que reconocer que la chica era preciosa y tenía un cuerpo bello así que debía lucirlo increíblemente bien.  Imposible no imaginarla seguidamente en plena revolcada con Franco o a él tocándole el pompón como había sugerido por teléfono y como ella lo había hecho conmigo.  Me excité y hasta me humedecí.  Sólo tenía ganas de masturbarme y creo que lo hubiera hecho de no ser porque… sonó mi celular.
              Como si hubiera sido arrancada drásticamente de mi ensoñación, tomé el aparato presurosamente y lo primero que hice fue controlar el número del cual procedía la llamada.  No coincidía con el que había utilizado Franco, lo cual me produjo tanto terror como desilusión: terror porque no sabía con qué me iba a encontrar o quién me esperaba además de que, si no estaba ya Franco como intermediario, me sentía del todo desprotegida; desilusión porque si no era Franco quien llamaba, entonces era más probable aun que él estuviese ocupado con la chiquilla irreverente.
               “¿La doctora Ryan?” – preguntó alguien del otro lado; era una voz adolescente.  Y aun cuando sonaba con una cierta seguridad, no  llegaba a ser ese tono casi maduro que tenía Franco.
              “S… sí” – respondí tartamudeando mientras sentí cómo una descarga eléctrica de espanto me iba subiendo desde los tobillos.
              “Vaya para la zona de Villa del Parque… En unos minutos más le vamos a mandar un mensaje con la dirección exacta diciéndole dónde es la fiesta”
              Cortó sin más, no dándome chance siquiera a preguntar o indagar nada más.  Tomé un guardapolvo del perchero de mi consultorio y me lo eché por encima del erótico conjunto de lencería; me calcé un par de lentes (tal vez en un ingenuo intento por “ocultarme” detrás de ellos) y, así, me dirigí hacia el auto.  Cuando estaba llegando a Villa del Parque recibí un mensaje: otro número, distinto al que había llamado minutos antes pero también al que había utilizado Franco.  En el texto sólo figuraba la dirección exacta y agregaba: “véngase bien puta”.
                                                                                                                                      CONTINUARÁ
 

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