I

Dione avanzaba a duras penas a través de la gruesa cortina de nieve, abrazándose a sí misma y tiritando de frío mientras mascullaba insultos dirigidos a su maestra Zadekiel, que de seguro oiría si no fuera por el ulular del viento polar. Sacar una y otra vez el pie de entre la nieve se le estaba volviendo cansino, y ni qué decir de la fría y fuerte tormenta que amenazaba con congelar hasta sus alas. Definitivamente, pensaba ella una y otra vez, fue un error haberse dejado convencer para huir hasta el reino de los humanos.

—¡Prometiste que no caeríamos en los polos, Zadekiel!

—¡Ya, ya! —Zadekiel sacudió su mano al aire—. Que haya nieve no significa que estemos en uno de los polos, Dione. Gritando y quejándote no vas a solucionar nada. Si no te gusta, puedes volver a los Campos Elíseos.

“Lo haría si no se me congelara hasta el alma nada más elevarme”, pensó Dione haciendo un mohín. Miró hacia atrás para comprobar cómo se encontraba su amiga, Aegis, extrañamente muy callada desde que llegaran. “Aunque no me iría sin ella”, concluyó, girándose para esperarla. No obstante, pese al clima hostil, notó que el rostro de Aegis era risueño.

—¡Aegis!, ¿cómo estás? ¿Tienes frío? ¿No te duelen las alas?

—¡No, Dione!

La otrora tímida hembra se detuvo para tomar la nieve con sus manos y hacer una bola mientras reía. Aegis siempre había acatado las reglas en los Campos Elíseos y resultaba imposible imaginar que llegaría un día en el que tuviera que desobedecer las órdenes superiores. ¿Quién iba a pensar que alguien como ella estaría ahora en el reino humano, experimentando esa sensación de libertad que la llenaba completamente? No le importaba el frío o la tormenta de nieve que le imposibilitaba ver más que unos cuantos pasos adelante; ahora era una renegada y eso se anteponía a todo.

Una oscura figura, apenas visible por la ventisca, parecía acercarse a ellas a pasos lentos y erráticos.

—¡Por los dioses! —Dione retrocedió un par de pasos para hacer escudo de su amiga—. ¿Qué es eso?

—¡Un monstruo de la nieve! —Aegis rio divertida, lanzando la bola al horizonte.

—No, nada de eso… —Zadekiel achinó los ojos—. ¡Oye, tú! ¡Llévanos junto a tu líder, humano!

Steven había pasado los últimos cinco meses trabajando en un puesto radiotelescópico ubicado en medio de la Antártida, lugar ideal para la investigación de la radiación interestelar. La paga era buena, aunque las condiciones laborales eran especiales y, sobre todo, muy solitarias. En un día como aquel, con una violenta tormenta de nieve, la peor noticia era un fallo en el suministro de energía de fusión que exigía que saliera de su cálido observatorio y avanzara medio kilómetro hasta llegar al generador.

“Me estoy volviendo loco”, concluyó avanzando a duras penas, ayudándose de su estaca, pues creyó ver tres oscuras figuras femeninas tras la ventisca. De hecho juraría que una de ellas le había llamado la atención. Pero no les hizo caso, siguió su camino rumbo al laboratorio. Era imposible que alguna mujer pudiera estar allí a la intemperie apenas vestida con túnicas y botas de cuero.

Y alas…

—¿Alas? —se rascó la barbilla y volvió su vista hacia el trío de mujeres.

Steven clavó fuertemente la estaca en la nieve y se retiró las gafas que protegían su visión de la tormenta. No se lo podía creer; tres ángeles en medio de su recorrido. Cayó la posibilidad de que tal vez abusó de su whisky o que tal vez la soledad ya le estaba jugando malas pasadas. Inmediatamente pensó en ofrecerles un abrigo, pues llevar solo esas túnicas parecía ser contraproducente, aunque recordó que los ángeles tendrían una fuerza sobrehumana y probablemente no sintieran el frío, al menos no como él.

“Y encima son bonitas”, asintió.

—¡Venimos en son de paz, humano!

—Qué va. Definitivamente, necesito descansar —No supo si le habló a ellas o a él mismo, pero ya le dio igual, agarró su estaca para volver a su camino.

—¡Oye, te estoy hablando, maldito mortal! —protestó Zadekiel.

El hombre se volvió a girar. Eran unas alucinaciones la mar de insistentes, pensó. Y muy atractivas también. “Bueno… ¿Qué más da si son ilusiones?”, concluyó con una sonrisa de labios apretados. De todos modos, necesitaba hablar con alguien, un mero pasatiempo para combatir la soledad, necesitaba de compañía, por más que fuera imaginación suya. Nadie se enteraría de que se había vuelto, al menos ese día, completamente loco.

—¿Qué queréis, chicas?

—¡Tenemos muchas preguntas que hacerte, mortal!

—Pero, sobre todo, ¿no tendrías un lugar caliente y seguro? —preguntó Dione.

—¡Como un iglú! —rio Aegis.

—No tengo un iglú —dijo el hombre—. Pero podéis acompañarme a mi observatorio, es el sitio seguro más cercano en este lugar. Por no decir el único…

—¡Bien, bien! —Zadekiel se sacudió las alas, desperdigando la nieve encima, y se unió a la caminata—. Se te recompensará muy bien, humano.

—¿En serio? Eso estaría bien —dijo él, apuntando el horizonte—. Llegaremos en veinte minutos.

—Tienes mi palabra, mortal. Soy una… Arcángel…

—¿Una Arcángel? Es un honor, pues.

Dione abrió la boca para reclamar aquella vil mentira, pero lentamente fue cerrándola mientras meneaba la cabeza. Concluyó que no sería conveniente iniciar una disputa ahora que habían conseguido ayuda. “¡Hmm! Era de esperar de Zadekiel”, refunfuñó ofuscada, sacudiendo sus alas. “Se aprovecha porque nadie la conoce aquí”.

—¡Arcángel Zadekiel! —gritó una emocionada Aegis, alzando las manos y alas al aire mientras se unía a la caminata.

El hombre se deshizo, con sendas patadas, de la basura, aparatos y cables varios en el suelo de su laboratorio. Era un lugar pequeño y, ahora que lo pensaba, tal vez tendría alguna similitud con un iglú. Se sentó sobre su mullido sillón, una suerte de trono, y mirando su botella de whisky a un costado, concluyó que lo mejor sería no beber, no fuera que aparecieran más ilusiones. Le sería difícil administrar tantas mujeres imaginarias.

Miró de nuevo a las tres ángeles frente a él. Se ayudaban entre ellas para limpiarse las alas, salvo la más joven, quien parecía estar acostumbrada a ser la mimada del grupo pues dejaba que las otras acariciasen e higienizasen su plumaje.

Fue la propia Aegis quien se inclinó para agarrar un aparato tetraédrico de color plateado del tamaño de un puño; lo ladeó y miró curiosa. Estaba al tanto del ingenio de los mortales, aunque su curiosidad por aquellos artefactos e invenciones era mínima.

Steven se acarició el mentón, sonriendo de lado. “Muy, muy guapas, quién diría que tuviera tanta imaginación”.

—¿Cómo os llamáis, chicas?

—Soy Zadekiel —asintió la seria maestra, extendiendo ligeramente sus alas para imprimir presencia—. Arcángel… Zadekiel…

—Yo me llamo Dione —refunfuñó mientras seguía limpiando el plumaje de las alas de Aegis, en tanto fulminaba con la mirada a su maestra—. Y soy un ángel normal y corriente.

—¡Aegis! —chilló la emocionada joven, abrazando contra sus pechos el aparato tetraédrico, mirando asombrada el lugar.

—Encantado de conocerlas. Me pueden llamar Steven. ¿A qué han venido tres lindas chicas como ustedes en un lugar tan frío e inhóspito como la Antártida?

—Venimos en búsqueda de nuestra amiga —continuó Zadekiel—. ¿No habrá caído aquí? Es joven, cabellera roja, de esta estatura más o menos…

—¡Y tiene alas! —Aegis extendió las suyas, golpeando y dejando caer algunos aparatos apilados tras ella.

—No he visto un ángel más que ustedes tres —Steven se encogió de hombros—. Y créanme que, si un ángel cayera en el mundo, no tardaría en aparecer en las noticias. ¿Sois muy conocidos, sabéis? Hay naciones que incluso instalaron toda una red de detección en sus territorios.

Aegis, asombrada por el lugar, dejó caer el tetraedro de entre sus brazos. Rodó por el suelo y fue capturado por Steven, quien no dudó en levantarlo para hundir su dedo en la base del artefacto. Inmediatamente, el objeto brilló y proyectó una imagen tridimensional que parecía ser la portada de un periódico de su tierra natal.

Las tres hembras quedaron sorprendidas al ver la fotografía en donde un ser de traje oscuro cargaba en sus brazos a una joven y alada pelirroja. Steven leyó el título con un escalofrío llenándole el cuerpo. “Capturado un Éxtimus en Nueva San Pablo”. Miró de nuevo al trío de chicas, esas que buscaban a una pelirroja con alas. Tal vez aquellas tres frente a él no eran, después de todo, imaginación suya.

“Tienes que estar jodiéndome”, tragó saliva.

—¡Perla! —gritó Zadekiel, dando varios pasos adelante, queriendo tocar la imagen, pero sus dedos atravesaron el holograma.

—Ya veo —suspiró Steven, apagando el artefacto. Señaló el suelo—. De rodillas, las tres.

—¿Cómo…? —Zadekiel frunció el ceño—. ¿¡Por qué habría de arrodillarme ante un mortal!? ¡Muéstrame a Perla! ¡Tráela otra vez!

—¿Traerla? ¿Te refieres a que encienda de nuevo mi portátil?

—¡Lo que sea!

El hombre cayó en la cuenta de que ellas no entendían de tecnología. Si bien le invadió un miedo al darse cuenta de que estaba frente a tres ángeles de verdad, sabía que ahora tenía una pequeña pero importante ventaja que podría salvarle la vida. Aunque ellas no parecían ser el prototipo de ángeles que él esperaría, ni violentas ni armadas como para asesinar ejércitos enteros, debía mantenerse cauteloso.

Levantó su portátil cúbico de nuevo, como si fuera alguna clase de trofeo anhelado por aquellas hembras aladas, y de hecho así parecía serlo para ellas pues observaban con detenimiento. Aegis era la más asombrada, boquiabierta como estaba.

—Lo haré. Les diré dónde está su amiga… pero… Voy a ser sincero, chicas —se acomodó en su asiento—. Todo el mundo sabe qué son los ángeles. Qué han hecho, hace más de trescientos años. Son portadores del Apocalipsis.

—Nada de eso —Dione negó con la cabeza—. Nosotras solo nos dedicamos a cantar. Pero entendemos que haya ciertas reticencias, humano.

—Gracias. Y yo soy un hombre pragmático. No creo que todos los ángeles sean unos condenados demonios, no trago con todo lo que cuentan en la televisión. Pero entiéndanme, chicas. Necesito tener la certeza de que no van a matarme. Así que, por favor, de rodillas y quietas frente a mí… y les diré dónde está su amiga.

II

Ámbar salió al balcón de su departamento y perdió la mirada en el cabrilleo intenso de las luces de la ciudad. Era una auténtica explosión de colores intensos en aquella jungla de hierro y acero, de edificios y estructuras interminables en el horizonte. Solo la Luna y la supernova Betelgeuse brillaban con relativa fuerza en el manto negro del cielo, generalmente opacado por la intensidad de la luz artificial.

“Está bastante tranquilo”, pensó mirando hacia las lejanas calles, extrañamente poco transitadas. Pese a que el gobierno no cesaba con su publicidad de que la humanidad había vencido sus anteriores verdugos, y que ya no había que temer, muchos empezaban a huir al saber que el ángel estaba captivo en la metrópolis, y muy pocos se atrevían a continuar con su rutina.

Y es que, aunque la religión había perdido mella en la moderna sociedad humana, la noticia del ser celestial caído en Nueva San Pablo había sacudido en lo más profundo de las personas. Llegaban reportes de otras naciones en donde las sinagogas, iglesias y templos recibían un número inusual de visitantes; trescientos treinta años después del Apocalipsis, la llegada de un ángel no presagiaba nada bueno en el reino de los mortales, y la humanidad parecía buscar un consuelo espiritual ante el temor de un nuevo fin de los tiempos.

Por otro lado, los rumores apuntaban a que el gobierno de Nueva San Pablo accedería a la venta del ángel a alguna poderosa corporación farmacéutica, cualquiera de ellas económicamente mejor posicionadas que la mayoría de las naciones, todas ávidas de conocer los secretos de la inmortalidad, inmunidad y fuerza de aquellos seres celestiales. Parecía inevitable que pronto Perla sería traslada a un moderno complejo ubicado en algún rincón recóndito del planeta.

Ámbar se estremeció de pensar en lo que le deparaba a la joven alada, siendo objeto de experimentaciones y privada de la vida que de seguro disfrutaba en los cielos. “No sé por qué me preocupo”, pensó, inclinándose para apoyarse de la baranda, recordando la noche anterior que pasó dialogando con ella, acompañándola hasta que consiguiera dormirse.

El joven Johan salió al balcón, interrumpiendo sus cavilaciones. La invitación a un café no terminó como ambos oficiales esperaban: la cita prometida terminó desbocándose en una marabunta de periodistas y fanáticos que no dudaban en acercarse a Ámbar, entre los flashes de las esferas fotográficas y filmadoras, solicitando autógrafos o algunas palabras de la mujer que había derrotado a un ángel. Algunos solo deseaban tocarla como si fuera alguna especie de nuevo mesías.

Johan se sentó en una silla y, llevando las manos tras la cabeza, esbozó una sonrisa.

—¿Te gusta tu nuevo mote, “Hija de Thor”?

Ámbar gruñó como respuesta. Las imágenes de la Capitana, desenvainando su espada para luego desencadenar una fuerte y brillante corriente eléctrica contra el ángel, se volvieron virales. Pronto la publicidad la llevó a ganarse rápidamente el apodo de la “Hija de Thor”, dios de los truenos de la mitología nórdica.

—Me guste o no, tengo que aprender a soportar este show mediático. Y la prensa no perdona, así que habrá que medir mis pasos a partir de ahora.

Se giró hacia su subordinado, a quien parecía divertirle todo el asunto de la prensa y la fama que la rodeaba. “Ahora que lo pienso, fue contraproducente salir a caminar con un chiquillo como él”, meditó Ámbar, rascándose la frente. “Espero que mañana no aparezca en las revistas como una maldita asaltacunas”.

—Pronto anunciarán a quién decidieron vender al Éxtimus —dijo el muchacho—. Espero que la cosan a jeringas allá a donde la lleven.

—¡Johan!

—¿Qué? Lo digo en serio. Es un ser inmortal, inmune, semidios, lo que quieras —sacudió una mano al aire—. Soportará todo.

—Es solo una niña.

—¿Niña? Te preocupa lo que le pueda pasar, ¿no es así? ¿Qué es lo que te ha dicho cuando charlaste con ella?

—Lo obvio. Que quiere volver —meneó la cabeza de nuevo como si ella misma intentara apartarse de encima la creciente responsabilidad que sentía por el ángel.

—Pues esa “niña” me rompió el brazo.

—Que lo has recuperado en menos de dos horas, Johan. Y desde luego que estoy preocupada, no soy un condenado robot, tengo un corazón que me dice que, tenga alas o no, deberíamos anteponer el bienestar de esa muchacha antes que los intereses económicos del Estado y los de una maldita farmacéutica.

El joven dejó su pose despreocupada y se inclinó hacia ella, mirándola fijamente.

—Pienso exactamente lo mismo. Es decir, tampoco me considero una mera herramienta del Estado y por ello hay veces que puedo titubear antes de acatar una orden.

—¿Entonces estamos de acuerdo en que esa niña no merece estar encerrada?

—No me interesa el Éxtimus —Johan se levantó; aunque su corazón empezara a apresurar latidos, se armó de valor para revelarse ante ella y dar convicción a sus palabras—. Me interesas tú. Quiero decir… es por ti quien hice de escudo para protegerte del ángel. El Estado quería capturar al Éxtimus vivo, pero a costa de nuestras vidas. No lo iba a permitir.

—Deja de decir memeces —la mujer se giró y volvió a apoyarse de la baranda—. Guarda esas frases para las chicas de tu edad. En la Jefatura hay muy buenos partidos con las que podrías dedicar tu tiempo.

El chico negó con la cabeza; se mantenía firme, tratando de disimular las manos temblorosas del nerviosismo, en parte por miedo a recibir alguna paliza, después de todo Ámbar no era una mujer común y corriente, y en parte porque ahora estaba confesando sus deseos más ocultos. Vació los pulmones antes de tomarla de los hombros y girarla para que ahora ella viera su mirada decidida.

—Pues no estoy interesado en ellas.

“Maldito niño”, pensó Ámbar con un escalofrío recorriéndole la espalda. “Estoy en medio de algo importante y me sale con estas”. Apretó los dientes. Y lo peor de todo, para ella, era que ese deseo del muchacho parecía extenderse ahora a su propio cuerpo, contagiándolo de apetito. Después de todo su cuerpo ya añoraba el tacto, besos y caricias. Recordó aquella mirada del joven, cuando se encontraron en los vestidores, y volvió a estremecerse de manera avasallante al saberse deseada.

Se remojó los labios, pero luego se los mordió en un intento de calmarse.

—Es muy bonito todo eso —se apartó de sus manos—. Pero a mi lado seguirás rompiéndote el brazo. Si no es un Éxtimus, seré yo quien lo haga para hacerte entrar en razón.

—Será así, pues. Volvería a romperme el maldito brazo otra vez para que lo entendieras.

—¡Ja! ¡Deja los clichés, niño! —posó la mano abierta sobre el pecho del joven y lo apartó—. ¡Soy tu superior!

—¿No deseabas que te tratara informalmente fuera de la jefatura, Ámbar?

—¡Ah! Pues cuando vuelva a la Jefatura redactaré un reporte por desacato.

El chico empalideció y retrocedió un par de pasos. Viendo cómo giraron las tornas, él preferiría que le rompiera el brazo; lo podría recuperar en un par de horas en el Hospital Militar.

Ámbar gruñó, empujándole bruscamente para llevarlo dentro de su departamento. La mujer no dejaría que un subordinado llevara las riendas de ninguna situación, una situación que ya se estaba desbordando y que ella estaba dispuesta a apaciguar de la manera menos profesional posible.

—Te invito a un café y así me lo agradeces… —regañó la mujer tirándole de la oreja con una mano, mientras que con la otra apagaba las luces de un chasquido de dedos.

—¡Espera, espera, Ámbar…! ¿Lo del… reporte… iba en serio? —protestaba a trompicones mientras era llevado hasta el sofá.

—¡Siéntate, Johan!

Soltó la oreja e inmediatamente el chico procedió a sentarse en el sofá; ahora, había perdido todo el valor que acumuló, aunque aún necesitaba una respuesta sobre la amenaza de la mujer. Levantó la mirada y la vio a contraluz; la brillante ciudad tras ella dejaba adivinar el contorno de su cuerpo, esos brazos en jarra, esa pose firme y amenazante. De seguro, pensaba Johan, ella lo estaría fulminando con una mirada penetrante, como desaprobando su actitud e intenciones.

Extrañamente, notó a duras penas cómo Ámbar llevaba una mano hacia sus pechos. Sin entender el porqué, la mujer empezó a desabotonarse la camisa frente a sus atónitos ojos.

—¿Has dicho que te romperías el brazo por mí? Es bonito y noble lo que has dicho, Johan. ¿Acaso quieres ser mi escudo?

El muchacho tragó saliva y asintió. Ámbar sonrió por lo bajo, aunque él no pudiera apreciarlo por la penumbra. Procedió a quitarse más botones.

—Yo fui escudo de muchas personas y compañeros —continuó Ámbar—. Durante redadas, asaltos e incluso atentados, siempre soy la primera al frente. No temo a la muerte, no porque tenga alojado potenciadores tecnológicos en mi cuerpo, como Santos. Te diría que soy así por naturaleza. Pero tienes que entender que por más nobles que sean tus objetivos, todo tiene consecuencia.

La camisa cayó suavemente al suelo y Ámbar quedó solo con un sugerente sostén, que por la penumbra parecía negro. Avanzó unos pasos firmes y se inclinó para tomar una mano de su subordinado.

—Estoy dispuesto a enfrentar las consecuencias, Ámbar —afirmó él con confianza al sentir que la mano de la mujer era mansa, suave, delicada.

—Ajá. Calla. Ahora toca aquí —ordenó llevando la mano del chico hacia su vientre. De manera casi imperceptible, Ámbar se estremeció al contacto; no tanto por los dedos y la palma fríos del chico, sino porque hacía tiempo que un hombre no la tocaba.

—Ya… ya veo, Ámbar —susurró él, palpando la piel, surcando suavemente, con la yema de los dedos, sintiendo algunas hendiduras; tal vez era la misma que había notado fugazmente en los vestidores— ¿Puedo hablar yo?

—No, sigue callado, te lo pedí claramente. ¿Sientes la cicatriz? Esta me la hicieron cuando me ofrecí como intercambio durante una toma de rehenes en Matto Grosso. El bastardo utilizó una navaja lo suficientemente filosa para atravesar el EXO de aquel entonces. Aquí hay otra —subió la mano del joven y la llevó hacia la fina línea que separaba ambos senos, en el esternón. Ladeó el sostén y le ayudó a palpar la piel—. Esto que sientes aquí…

—¡Espera! Espera, no tienes que decirlo, Ámbar…

—¿Qué parte de “sigue callado” no has entendido? No me hagas repetirlo, Johan, y sigue tocando. Aquí, ¿lo sientes?

Tomó ambas manos del chico y lo invitó a palpar su cintura, pues allí encontraría otras líneas que, al tacto, y tal vez a la vista, pudieran asustarlo. O eso pensaba Ámbar, quien tenía que enmascararse tras un rostro serio, aunque en el fondo escocía confesarle y mostrarle sus defectos a un hombre que, tras varios años, mostraba interés en ella. Pero la mujer, dura como era, quería evitar decepciones posteriores. Sincerarse.

“Esto es lo que hay conmigo, chico. En serio, busca a otra mejor”.

Inesperadamente, Johan sus manos hasta la espalda de la mujer, entre los hombros, donde, con una paciencia inaudita, logró sentir en la espalda unas marcas, de varias líneas paralelas, como de latigazos, que confirmaban el violento mundo en el que ambos estaban sumidos.

Ámbar se estremeció y, diríase en un acto reflejo, se abrazó al chico. Hundió el rostro en el hombro de su subordinado, pensando que tal vez fue mala la idea de mostrarle todo aquello. Despertaba recuerdos muy dolorosos, la mostraba como alguien frágil, no como la mujer dura que se mostraba día a día.

—Puedes seguir, no cambiaré de opinión, Ámbar.

—Eres demasiado insistente.

—Lo digo en serio. Sigue, si esta es la única manera de tocarte, yo encantado…

—Ajá —rio—. Te has ganado otro reporte —bromeó ella, enredando sus dedos en la cabellera del joven mientras que con otra mano iba desprendiéndole los botones de su camisa.

Tras todo el manto de tecnología y brillo cegador en la jungla de acero, bajo los potenciadores y nano-componentes implantados en el cuerpo, se volvía necesario desnudar una faceta más humana; dejarse llevar por el instinto, por el deseo de la carne, ir allí en donde restaba disfrutar y deleitarse del sabor de los besos, de la sensación de la piel sobre otra piel, de las manos palpando, dibujando figuras informes sobre la desnudez de los cuerpos de los amantes.

La mujer, sentada al borde de la cama, besaba en los alrededores del ombligo del joven mientras que sus manos buscaban lenta pero firme quitarle el pantalón, por donde ya se adivinaba el estado excitado del muchacho. Hacía tiempo que Ámbar no lo palpaba, esa carne enhiesta, anhelante, que parecía temblar de excitación aun cuando estaba capturado por sus manos, que se cerraban como garras de un depredador.

—Tenemos que hablar sobre algo —dijo Ámbar, levantando la herramienta para que apuntara hacia el techo. Antes de inclinarse y darle al chico un repaso con la lengua, ella continuó—. Pero no pienses que te pediré que te unas a mí aprovechando que estamos haciendo lo que hacemos.

Luego de la pasada de lengua por la piel de las más sensibles pertenencias del muchacho, la mujer inició un vaivén lento pero firme sobre aquella verga palpitante, conforme seguía saboreando. El chico, como si fuese víctima de un extraño rayo que paralizase completamente sus sentidos, trataba de recobrar los sentidos perdidos para escucharla.

Pensó que tal vez sí ella era, después de todo, la hija del Dios de los Truenos.

Tras una ligera mordida que lo sacudió, Ámbar prosiguió:

—Hacemos lo que estamos haciendo porque tú y yo así lo deseamos, Johan. No porque quiera aprovecharme de la situación. Te propondré algo que no sé si te gustará, por lo que espero que me des una respuesta sincera. Pero respondas lo que respondas, te prometo que esta noche terminará como tú y yo deseamos.

—Trataré —apostilló el joven entre resoplidos, incapaz de salir del trance eléctrico.

Ámbar se sonrió al pensar seriamente lo que le decía: pretendía que el chico usara las neuronas en un momento como aquel, tan íntimo y, a juzgar por el rostro de su amante, tan avasallante y placentero. Se levantó y, enredando sus dedos por la cabellera de él, lo invitó a probar sus senos.

—Perdóname. Ya habrá momento. Ahora mismo, mi cuerpo es tuyo.

Se ofreció a él, pero como si fuera alguna especie de recordatorio de que estaba intimando con una mujer altiva, jamás dejó que el joven guiara la situación en la cama. Era ella quien montaba encima de él, era solo ella quien marcaba el ritmo, el meneo de la cintura, las uñas arañando suavemente o fuerte según convenía; era ella la que apretaba su interior para que el chico gozara, la que mordía si él se pasaba de roscas, la que besaba su pecho y lamía los pezones como premio si lo hacía bien.

El sonido de los gemidos y gruñidos, de una cama chirriando y de dos cuerpos uniéndose con pasión, rebotaban y se perdían en la ciudad como un eco en la oscuridad.

En la noche de cielo negro, bajo la jungla de acero y luces de neón, se gestó una alianza sellada con la unión de los amantes. Y pronto nacería una rebelión que sería capaz de cambiar el curso del destino. Una rebelión tan fugaz, intensa y que sacudiría la moderna sociedad humana como un relámpago que hace temblar tanto el cielo como la tierra.

III

Steven aún no daba crédito de tener a tres mujeres sumisamente arrodilladas ante él. Caminaba frente a ellas, con las manos tras su espalda, como un amo comprobando el grado de sometimiento de sus esclavas, aunque en realidad aprovechaba la vista para ver los sugerentes escotes que le hacían las túnicas, sobre todo a Zadekiel y Dione, Aegis no las tenía grandes como ellas.

“Al diablo con las plumas, siguen siendo mujeres”, pensó él, enmascarándose tras un rostro serio y severo, esperando que no se le evidenciara su ansiedad.

Las hembras reposaban sus manos sobre sus regazos, sacudían ligeramente sus alas, como esperando expectantes sus palabras. Aunque Zadekiel, por más que estuviera en una posición sumisa, parecía que en cualquier momento se abalanzaría a por el mortal; se había presentado como una supuesta Arcángel y por ende pensaba que merecía un mejor trato que aquel tan degradante.

Cuando el humano pasó a su lado, la maestra empuñó ambas manos: quería ponerlo en su lugar, pero fue rápidamente interrumpida por un codeo de Dione. Él sabía la ubicación de Perla, las hembras no debían utilizar la violencia, máxime conociendo la superioridad física de un ángel por sobre un humano. Podría matarlo de un puñetazo y allí sí que estarían perdidas.

“Tener que rebajarme a esto”, se dijo la rubia, meneando la cabeza para apartar sus deseos de lucha.

—Bien, chicas, les diré dónde está vuestra amiga. Si accedéis a tres deseos míos, eso es.

—¿¡Y bien!? —bramó Zadekiel—. ¡Dinos, mortal!

—Arrancaos una pluma de vuestras alas y ponédmela cerca de mis pies.

—¿¡Ah, qué cosas dices!? —Zadekiel achinó los ojos.

—Las plumas de los ángeles son muy valiosas, ¿sabéis? Pero deben ser las plumas que están debajo de las cobertoras, las más enraizadas. Obviamente, ya casi no quedan ninguna tras el Gran Ataque, pero existe un mercado negro que oferta mucho dinero por una pluma de ángel.

—¿Por qué querrían plumas de ángeles? —Dione hizo un mohín—. Yo creo que estás jugando con nosotras.

—Clonación —agregó serio—. Un proyecto que nunca rendirá frutos, si me preguntas. Yo solo quiero el dinero.

—¡Auch! —chilló Aegis, quien se arrancó una pluma de sus alas. Las que estaban bajo las cobertoras eran duras de quitar, ocultas bajo el manto externo. Se inclinó hacia el humano y dejó la pluma a sus pies—. Aquí está la mía, señor Steven.

—Bien —asintió Steven—. Eres muy buena, Aegis. Me gustan las chicas obedientes.

—¡Ya! —dijo colorada, regresando a su posición.

Con el rostro torcido de ira, Zadekiel se arrancó una pluma y la dejó en el mismo lugar que Aegis. No tardó Dione en hacer lo mismo. El humano se recreó de la escena durante unos segundos, contento por su victoria, y se agachó para recogerlas. “Vaya, son relativamente dóciles…”, pensó, guardándose las plumas en un bolsillo.

Tomó aire. Realmente ya no necesitaba nada de ellas. Si eran ángeles, haría dinero con sus plumas. Era la única recompensa que valía la pena sin tener que arriesgar su integridad física. No obstante, con la boca haciéndose agua, ordenó:

—Vuestras túnicas… Retiraos las túnicas.

—¿¡Ahora nuestras túnicas!? —preguntó una nerviosa Zadekiel—. ¿¡También queréis clonar nuestras túnicas!?

—¿O será que solo nos las quiere robar? —agregó una confundida Dione.

—¡Yo también robaría vuestras túnicas si estuviera vistiendo un abrigo tan pesado y feo como el que tiene él! —rio Aegis.

“Estas chicas”, pensó un contrariado Steven. “No tienen la más pajolera idea, ¿no es así?”. Pero cuando Aegis se deshizo de los tirantes de su túnica y esta cedió, revelando unos senos coronados por unos sonrosados y pequeños pezones, quedó inmóvil, salvo sus dedos, que parecían estirarse involuntariamente, como queriendo reclamar los pequeños pechos de aquella ángel de rostro aniñado y ojos plateados.

—No vas a entregarle tu túnica, ¿verdad, Aegis? —protestó Dione al ver que su amiga quería desvestirse—. ¡Son sagradas!

—Es… eso es verdad —dijo, ignorante de que su torso desnudo estuviera provocando al científico. Empezó a jugar con la tela de su vestido mientras agachaba la cabeza—. Tenía a Perla en todo momento, así que acepté.

—Chicas… chicas…. —Steven se despertó del trance. Podría decirse lo mismo de su sexo—. No voy a robarles sus túnicas.

—¿¡Y a qué viene pedirnos que nos las quitemos!? —vociferó Zadekiel.

—¡Ah! —chilló Aegis, tapándose la boca. Frunció el ceño y señaló al asustado humano con un dedo amenazador—. ¡Quiere que nos resfriemos! ¿No es así? ¡Te advierto que no funcionamos como los mortales!

“Madre mía, ¿en serio estás pájaras no tienen la más mínima idea?”, pensó mientras acusaba un dolor en sus pantalones, pues algo estaba despertando a ritmo frenético. “Supongo… que debería explicarles de otra manera”, concluyó.

—No es eso, chicas. Miren, tengo curiosidad por ver cómo es el cuerpo de un ángel. Así que ya sabéis, que vuelen las túnicas.

—¡Las túnicas son sagradas! —volvió a insistir Zadekiel, levantándose con un gesto indignado en el rostro. Era como si fuese la única que realmente pillaba las intenciones del hombre—. ¡Y también lo son nuestros cuerpos, mortal! ¡Hmm! Debería darte vergüenza.

—¿Podrías dejar de gritar tanto, Zadekiel? —agregó Dione quien también se había desnudado el torso, revelando unos senos considerables, más grandes que los de Aegis, que además alojaban pezones oscuros—. No pasa nada, no va a robarse nuestras túnicas, y solo quiere ver.

Pero Zadekiel estaba terriblemente ofuscada por el asunto, por lo que se dirigió a la puerta de salida. Era la única de las tres que sentía algo de pudor.

—Aegis, Dione, disculpadme, pero las esperaré afuera.

—Tal vez deberíamos… —dijo Aegis, tomando ambos tirantes de su túnica para vestirse de nuevo—. Tal vez deberíamos ir junto a ella.

—Zadekiel estará bien —respondió Dione, levantándose para terminar de quitarse la túnica.

Quedó desnuda salvo sus largas botas de cuero, brazos en jarra. La hembra era imponente en sus curvas, con unos lunares que parecieran ser más bien colocados en lugares estratégicos que al simple azar. Uno hacia su monte de venus, otro en la cintura, además del que se hallaba cerca de la comisura de sus labios. Los senos se veían plenos y firmes, diríase que se levantaban orgullosos. A diferencia de Zadekiel, Dione no percibía las intenciones verdaderas del humano, carente de deseos carnales como era.

—¿Y bien, mortal? ¿Está satisfecha tu curiosidad?

—S-señor Steven… —dijo Aegis, levantándose.

Desnuda como su amiga, la tímida hembra se robó la atención y el aliento del hombre. Aegis empuñó sus manos y las llevó contra sus pequeños pechos. No gozaba de curvas pronunciadas, no como las de su amiga, pero para Steven era innegable el encanto que irradiaba con ese cuerpo que parecía tallado exquisitamente por un dios, y ni qué decir esa actitud sumisa que le hechizaba.

—S-señor Steven, ¿cuál es su tercer deseo?

El hombre meneó la cabeza para cerciorarse de dos cosas: que no era una imaginación y que realmente aquellas dos preciosidades eran incapaces de verle sus verdaderas intenciones. Su respiración se agitaba conforme comía con la mirada esos cuerpos exquisitos a su disposición.

“Ángeles… no, más bien… ¡Mujeres!”, se dijo a sí mismo otra vez, tratando de convencerse de que no habría diferencia si terminaba enfiestándose con ellas.

Se acercó a Aegis y se inclinó hacia sus pechos. “Quédate quiera por un momento”, ordenó en un susurro de tónica pervertida. Acercó sus dedos índice y pulgar a los labios de una hembra que miraba con inusitada curiosidad al hombre; nunca ningún ángel había actuado de manera tan extraña con ella, ni en juegos.

—Lámelos.

—¿La… lamerlos, señor Steven?

El hombre asintió. La hembra, visiblemente confundida, tomó la mano con las suyas y acercó los dedos para abrigarlos con sus finos labios. Los ensalivó y, notando cómo el rostro del mortal parecía arrugarse, creyó estar lastimándolo, aunque cuando notó una suerte de sonrisa bobalicona pensó que estaba haciéndolo bien, por lo que incluso se atrevió a usar la punta de su lengua para terminar de humedecerlo.

—Señor Steven —dijo apartando su boca, mirando de reojo los relucientes dedos—. ¿Se encuentra usted bien?

El humano ya no podía hablar, si algo tan nimio como aquello ya lo dejó al borde de un orgasmo, estar con ella, dentro de ella, debería ser realmente una experiencia celestial. Y es que, además, la ternura de la tímida ángel lo tenía completamente enamorado.

Suavemente posó la palma abierta de su mano sobre el vientre de la hembra, y bajando, perdió los ensalivados dedos en la pequeña mata de vello púbico; palpó la feminidad de Aegis, tibia y suave, descarnada, la percibía exaltada y nerviosa, mientras ella entrecerraba los ojos y abría torpemente la boca, intentando decir algo, un simple gruñido, un simple gimoteo, pero todo intento se perdió en un largo y tendido resoplido.

Dione, por otro lado, se erizó completamente al ver el rostro de su amiga desfigurándose. Como ángel jardinera y miembro del coro, no estaba muy puesta acerca de los peligros del reino humano y sobre las prohibiciones de unirse en cuerpo a un humano, advertencias que sí conocían los guerreros de los Serafines. Despojada de deseos carnales como era, temió por la vida de su amiga.

—¿Eres…? —preguntó Steven, frunciendo el ceño, pues al intentar introducir un dedo dentro de la joven hembra, notó una fina barrera que se lo impedía. Empujó un poco más, pero no cedería fácilmente, mucho menos con la hembra empezando a retorcerse—. ¿Eres virgen?

—¡Uf, por… por los di-dioses! —Aegis torcía la espalda y empuñaba las manos, completamente vencida por aquel tacto. Nunca había dejado que nadie la tocara, o sería mejor decir, nunca nadie había mostrado interés en hacerle algo como aquello.

—¡Suéltala, mortal! —Dione tomó a su amiga de la mano, tirándola hacia sí para apartarla. La rodeó con sus brazos, consolándola, acariciándole las alas—. ¿Qué has hecho con ella?

—¡Dione! —musitó la enrojecida Aegis—. Estoy bien…

—Pues a mí no me lo pareció. Maldito mortal, ¡dinos tu último deseo!

—Tienes un temperamento parecido al de la otra, la que salió. Por mí, puedes retirarte.

—¿¡Y dejarte a solas con Aegis!? ¡Jamás!

—Dione —susurró su amiga, rozando sus pechos contra los de ella, arañándola prácticamente con unos pequeños pero endurecidos pezones—. Estaré bien.

Al ver a Aegis completamente enrojecida y embriagada de placer, Dione sintió un algo nunca antes experimentado. Como si su cuerpo despertara y activase algo; sintió su pecho y vientre llenarse de inexistentes hormigas. Tal vez, al estar en un nuevo mundo, al estar estrenando su nueva condición de ángel renegada y, sobre todo, al encontrarse expuesta en un nuevo y peligroso mundo, Dione consiguió despertar algo enterrado dentro de sí.

—¡No digas tonterías, no te abandonaré, Aegis!

—D-Dione… —la tomó de su mano, enredando sus dedos entre los de ella—. Piensa en Perla, por favor. Lo hacemos por ella. Lo que sea que tenga que hacer, lo soportaré por ella.

—Qué divino —se mofó el hombre—. Allí está la puerta.

Zadekiel estaba sentada sobre una pila de cajas metálicas, en las afueras del laboratorio, abrazándose a sí misma, dibujando, con su pie, figuras amorfas sobre la nieve. No era el frío, al que evidentemente podía resistir mucho más que un humano promedio, lo que la tenía así. “Maldito humano insolente”, pensó, apretando los dientes, recordando la orden de desnudarse.

Dione salió del observatorio, acomodándose su túnica, y se acercó junto a su maestra.

—Ese mortal es muy raro.

—Tal vez deberíamos darle una lección —Zadekiel de nuevo empuñó las manos.

—Deseo lo mismo, pero no sería conveniente, Zadekiel. Además, la tormenta de nieve ya terminó —Dione echó una mirada a los alrededores—. Creo que ahora podríamos volar con comodidad.

—¿Ya habéis terminado? Así podré ir a por él…

—¿Me estás escuchando? Será mejor que no lo cabreemos si queremos saber dónde está Perla.

Se sentó al lado de su maestra, imitándola inconscientemente, dibujando también sobre la nieve, con los pies. ¿Qué era aquello que la había invadido dentro del observatorio? Era un algo inexplicable para ella que exigía que no solo no se apartase de Aegis, sino que evitara a toda costa dejarla a solas con ese mortal. Siempre había sentido apego por su compañera de cánticos, pero ahora, expuestas al peligro, pareciera que sus emociones se disparasen… y despertasen sentimientos, algo que, en teoría, los dioses les habían arrancado cuando fueron creados.

Zadekiel percibió la preocupación de su alumna, por lo que le tomó de la mano. Con una voz mucho más afable que la que acostumbraba a hablar, la consoló:

—Lo siento, Dione.

—¿Por qué? ¿Por ser una pésima maestra y por arrastrarnos hasta este infierno?

—Claro que no —frunció el ceño—. Me refiero a Aegis. Tiene… tiene que ser duro, ¿no es así? Tener que apartarte de alguien a quien profesas mucho cariño, Dione. Yo… yo también sé cómo te sientes.

—¿Qué estás diciendo? —se soltó de su agarre.

—¡Hmm! —Zadekiel se cruzó de brazos—. Es decir, no confías en mí y pusiste varias pegas para venir al reino humano, pero hete aquí.

—No iba a abandonar a Aegis.

—Claro. Dione, ¿nunca pensaste por qué los dioses nos dieron emociones, pero nos prohibieron los sentimientos?

—Vaya cosas te pones a pensar, Zadekiel… —miró de nuevo hacia el observatorio, como esperando que en cualquier momento se abriera la puerta y saliera Aegis. Entonces, la reconfortaría con un abrazo.

—Creo que las emociones son el puente para llegar a los sentimientos —prosiguió Zadekiel—. ¿De qué otra forma crees que Lucifer consiguió sentir aquello prohibido?… Él amó, o eso dicen, y luego deseó la libertad de la legión para que los demás amaran como él.

—Y le declaró la guerra a los dioses —agregó Dione.

—Evidentemente, sus formas no fueron las adecuadas —rio por lo bajo, cerrando los ojos—. Entonces yo creo —la tomó de nuevo de la mano—, que no tienes por qué sentirte culpable por lo que estás sintiendo. Al fin y al cabo, somos así. Negarnos a nuestra naturaleza es negarnos a ser felices. Como seres vivos, tenemos la posibilidad y el deber de buscar la felicidad, ¿no lo crees así, Dione?

—Estás presuponiendo demasiadas cosas de mí —se soltó de nuevo.

—¡Ya! Eres un libro abierto, Dione, todas mis alumnas lo son —levantó las manos y alas al aire—. ¡Uf! ¿¡O serán mis poderes de Arcángel lo que están despertando dentro de mí, elevando mis habilidades cognoscitivas!?

—Deja de jugar a que eres un Arcángel…

—¡Necesitamos hacer una fogata, Dione! ¿Dónde está mi espada flamígera cuando más la necesito?

—¡No eres ningún Arcángel, maldita!

Ambas hembras rodaban por la nieve en una lucha interminable de patadas, puñetazos y aleteos varios. Dione no era el tipo de estudiante que cualquier maestro querría, siempre altanera y conflictiva, algo esquiva en algunos asuntos, pero qué más daba, pensaba Zadekiel, era su estudiante y aprendió a soportarla… y conocerla. En el fondo, la conocía. Las conocías a todas.

Repentinamente, la batalla cesó entre resoplidos cansados. Quedaron allí, la nerviosa Dione sobre una risueña Zadekiel. Dieron un respingo cuando oyeron abrirse la puerta del laboratorio. De allí salió Aegis, vestida con su túnica, sonriente y enrojecida mientras jugaba con sus propios dedos. Tras ella, Steven fumaba un habano, no sin antes propinarle una nalgada de despedida.

—¡Ah! —chilló Aegis, tocándose el trasero.

—¡Aegis! —Dione se levantó y corrió junto a su amiga para rodearla con brazos y alas—. ¿Estás bien? —se apartó para mirarle a la cara, luego le dio la vuelta, levantando un poco su túnica para comprobar que no le hubiera hecho nada. Solo vio el contorno rojizo de la palma de una mano sobre su trasero.

—¡E-estoy bien, Dione! —dijo obnubilada—. N-no te preocupes… yo… te tuve en mente en todo momento…

Dione humedeció sus ojos, sumiéndose en otro fuerte abrazo.

—¡No digas eso, Aegis!

—¡Nueva San Pablo! —gritó el humano.

—¿¡Ah!? —preguntó Zadekiel, sacudiéndose la nieve sobre su túnica—. ¿¡De qué hablas, raro mortal!?

—Allí está su amiga. Aegis tiene mi portátil, le enseñé cómo usarlo. Vayan con cuidado, Nueva San Pablo pertenece a una de esas naciones hostiles que les mencioné, que pueden detectarlas.

—Ya veo. Nueva San Pablo. ¡Aegis, Dione! —llamó a sus alumnas, extendiendo las alas—. Ya tenemos un lugar. Sigamos juntas y encontremos a Perla antes que los Dominios.

—¡S-sí, maestra Zadekiel! —chilló Aegis, y riendo, agregó—. ¡Arcángel Zadekiel!

La maestra se elevó ligeramente, extendiendo ambas manos hacia adelante para esperar a sus pupilas. No tenía idea de dónde podrían estar los Dominios, pero las hembras apenas habían llegado y rápidamente consiguieron ubicarla; tal vez, pensaba ella, podrían llegar a tiempo y rescatarla antes de que Fomalhaut pusiera una mano sobre su preciada estudiante.

“Aguanta, Perla”, pensó mientras Aegis y Dione se elevaban para tomarla de las manos.

IV

Pétalos y hojas revoloteaban a lo largo y ancho del cementerio de Nueva San Pablo, que recibía la cálida luz del sol asomando en el horizonte, todo un telón de fondo repleto de rascacielos en donde destacaba la altísima y lejana fortaleza militar “Nova Céu”.

Ámbar retiró del bolsillo de su gabardina un pequeño juguete, un soldado de traje EXO que sostenía una espada radiante, y lo colocó cerca de la lápida de su hija. Se arrodilló allí, sonriendo y cerrando los ojos, tratando de olvidar por un momento toda la situación que se amontonaba ahora sobre sus hombros.

—Sofía —dijo, dándole un par de golpecitos al juguete—, te encantará saber que ahora hacen figuras de mí. Me la trajo mi vecina a mi departamento, esta mañana. No te rías, pero ahora me dicen “Hija de Thor”, el dios nórdico, debido a la capacidad que tiene mi espada de realizar descargas eléctricas.

No le gustaba la fama, aunque era inevitable sentir cierto orgullo por lo que había conseguido: el reconocimiento de la sociedad, un hueco importante en los libros de historia. Pero había llegado el momento de abandonar la figura pública de heroína para, ahora, ser vista como todos como una traidora. Aunque nunca nadie en la moderna sociedad sabría que Ámbar sacrificaría su estatus, su honor, que mancillaría su nombre y su propia vida, para evitar que las maquinaciones de las corporaciones trajeran un nuevo Apocalipsis.

Y, sobre todo, no permitiría que alguien que recordaba a su propia hija terminara muriendo; esta vez, afrontaría el problema de frente.

—No me lo creerías, pero conocí a un ángel. Es… bueno, es un poco como tú. Ahora que lo pienso, te sonará extraño… pero realmente creo que ambas hubieran sido grandes amigas.

Sus ojos se humedecían, pero no lloraría allí. No frente a su hija. No se mostraría como la destruida mujer que no supo confrontar una enfermedad incurable. Había llegado el momento de ser la heroína que su amada Sofía admiraba.

—Y… tal vez hoy no sobreviva, por lo que entonces iré a reunirme contigo. Pero… mamá aún tiene que arreglar un par de cosas antes de irse, así que espero que la perdones y, sobre todo, estés a mi lado para que seas el escudo que nunca pude ser para ti.

“Tiene que ser duro”, pensó Johan, a varios metros detrás. No quería entrometerse en aquel ritual de la Capitana. Pero era inevitable ponerse en la piel de ella, en la de una mujer que tendría que sacrificarlo todo y saber que pasaría a la historia como una traidora, a pesar de que en realidad lo daría todo a favor de la sociedad que juró proteger. “En una sociedad donde prima la tecnología, la humanidad es lo último que nos queda. Y si todo sale como Ámbar planea, la sociedad se encargará de despojársela”, concluyó atrapando una hoja de flor de gladiolo que revoloteaba en el aire.

Ámbar se repuso.

—Johan. Va siendo hora. ¿Estás listo?

—Sí —respondió él, soltando la hoja y recuperando su compostura—. Pero vamos a necesitar motes. No me gustaría oír nuestros nombres en pleno operativo. Por ejemplo, me gustaría que me llamaras “Égida”.

—Parece mote para mujer…

—Es así como se llama el escudo de Zeus, Ámbar…

—Está bien. Es conveniente —la mujer se giró para sonreírle—. Nunca me gustó “Thor” como mote. Prefiero el de su padre. “Odín” estará bien.

En un mundo donde la humanidad parecía haber sido enterrada bajo una jungla de acero y tecnología, bajo implantes y potenciadores inyectados en el cuerpo, surgieron los héroes que habían decidido aferrarse a su lado más humano. Y sabían que para ganar la paz era necesario hacer sacrificios que nunca antes hubieran estado dispuestos a hacer. Aunque cada uno tuviera sus propias motivaciones, el objetivo era el mismo.

—Está decidido —asintió Ámbar, mirando la lejana fortaleza militar—. Liberemos al ángel.

Continuará.

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