Lecciones de dedo.

Nota de la autora: Les agradecería que comentaran y opinaran sobre el relato, como ayuda para mejorarme. Pueden hacer en:  
janis.estigma@hotmail.es
Gracias, prometo contestar a todo el mundo.
Tamara llegó a casa, mojada y cansada. Llevaba lloviendo todo el día y, para colmo, había pinchado una rueda de su coche, al pasar por una zona en obras. Tuvo que dejarlo cerca del parque Iswell y caminar hasta casa, con la ayuda de un pequeño paraguas que, milagrosamente, llevaba en el maletero. Por más que lo intentó, no consiguió detener un taxi. Era la hora de la salida del trabajo y, con la que estaba cayendo, todo el mundo quería llegar a casa sin mojarse demasiado.
Besó a Fanny en la mejilla, como de pasada, y se metió en su habitación. Se despojó de la mojada ropa y se secó con una toalla. Tomó su viejo pijama de ositos rosas, su preferido, y se vistió con él. Llevaba con ella desde que cumplió los catorce años y le estaba corto en la cintura y en los tobillos, pero se resistía a deshacerse de él.
Fue el último regalo de su madre.
Tomó su portátil y se tumbó de bruces en la cama. Conectó y abrió su bandeja de entrada. Tenía varios mensajes. Los fue leyendo tranquilamente. El primero trataba sobre su reserva universitaria. Eliminado. Un correo publicitario filtrado. Eliminado. Una nota recordatoria de una de sus clientes. Eliminada. Una monería poética que Kate le enviaba. Guardada durante unos días.
El último mensaje era de alguien inesperado…
“Querida Tamara, hoy es el día. Te recuerdo, te añoro siempre. Muchos besos. M.”
Tamara tragó saliva y, finalmente, sonrió con melancolía. Manipuló el cordón de cuero que llevaba al cuello, desenganchando el pequeño pendrive rosa, que llevaba permanentemente colgado. Había que mirarlo de muy de cerca para adivinar que era una unidad de almacenamiento electrónica, pues tenía la forma de la letra T, con el conector USB camuflado en el interior del trazo largo. Con un gesto habitual, lo conectó al puerto de su portátil.
El pequeño ingenio disponía de 32 Gbites de memoria, en donde se acumulaba el diario íntimo de Tamara. Una pantallita le pidió una clave de veinte dígitos, que ella insertó de memoria, y, entonces, se abrió una ventana, con un bien diseñado bloc de notas. Anotó una nueva entrada, con la fecha actual, y escribió:
“Mary Beth me ha enviado hoy un correo electrónico. Como cada año, me recuerda esta fecha tan significativa para ella. Me gustaría sentir lo mismo y así compartir tal recuerdo, pero me parece que no está en mi naturaleza. Todo cuanto puedo hacer es buscar la entrada de aquel día y refrescar mi memoria, que es lo que voy a hacer en este mismo instante.”
Tamara se bajó de la cama y abrió uno de los cajones de su escritorio. Si necesidad de buscarlo, surgió un fino y largo destornillador, con el cual desplazó, con cierto esfuerzo, una pieza del rodapié de madera, justo debajo de la ventana. Allí oculto, en un pequeño hueco, se encontraba otro pendrive, de apariencia mucho más antigua y basta que el que llevaba al cuello.
Ahí estaba su primer diario. Contenía sus pensamientos, sus sentimientos, y sus vicios, desde los catorce años. Empezó a escribirlo un poco antes del fatal accidente de sus padres, y el psicólogo que la trató la animó a seguir volcando sus frustraciones sobre el papel. El hecho es que fue todo un acierto. El diario conseguía equilibrarla, distanciar el dolor y centrar su mente, para enfrentarse a la realidad. Era como si metiese todas sus dudas, sus enfados, su ira reprimida, sus anhelos inconfesables, en un robusto baúl, y solo dejara salir la emoción en pequeñas cantidades; lo justo para disfrutarla sin perder el control.
Sin embargo, no tenía a nadie con quien hablar de todo ello, para compartir y experimentar. No lo tuvo hasta que Fanny le metió la lengua en la boca. Bendita Fanny; ella y sus ansias de embarazada.
A partir del momento en que Fanny la hizo mujer, no solo volcó pensamientos y deseos en aquel diario, sino también hechos y encuentros sexuales, todo bien documentado. Describía la relación con su cuñada con todo lujo de detalles y, además, acompañaba el relato con fotografías y toda clase de pequeñas pruebas, tales como tickets, facturas, y otros documentos.
¿Por qué? Ni ella misma lo sabía. Creía que sería una especie de garantía moral para ella; una forma de asegurarse de que todo no era un sueño.
Últimamente, con el tremendo avance de los móviles, también solía editar pequeños videos de sus amantes, siempre sin su conocimiento, ni consentimiento. Por todas aquellas pruebas, netamente incriminatorias, decidió dotar a sus pendrives de un algoritmo fractal pasivo, que dependía de una clave de seguridad. Si alguien intentaba manipularlos o saltarse, de alguna manera, la clave, el algoritmo se activaría, corrompiendo y borrando toda la información. El chico que le había enseñado a hacer eso le garantizó que, en un ingenio de tan corta capacidad, tal acción no duraría más de cinco segundos. Totalmente efectivo.
Tamara era conciente de que era la única forma de no joder la vida de nadie, y seguir manteniendo su pequeña necesidad. El viejo pendrive estaba al límite de su capacidad, repleto de datos, fotografías, entradas de cine escaneadas, y hasta un par de entradas de un concierto de la malograda Amy Winehouse. Por eso mismo, se había agenciado el que llevaba al cuello y ese, que contenía tres años de su vida, se mantenía oculto en su habitación. Cambió la unidad vieja por la nueva, en el zócalo trasero, y buscó la fecha de ese mismo día, pero tres años atrás. Tumbada en la cama, con la barbilla descansando en una de sus palmas, releyó lo ocurrido…
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Sentada a la mesa de la cocina, Tamara miraba, de reojo, a Mary Beth. Ambas estaban haciendo sus deberes, compartiendo la robusta mesa. Tamara iba a la casa de los Tarre, dos veces en semana, desde las cinco de la tarde a las diez de la noche. La señora Tarre trabajaba en el turno de tarde noche de la farmacia Galveston y no se fiaba de dejar a la joven Mary Beth sola en casa. Como hija única y, sobre todo, tras el divorcio, la chiquilla estaba siendo lo suficientemente manipulada y esgrimida como trofeo, por ambos padres. Así que Tamara aceptó aquellas horas tardías que, por otra parte, le venían muy bien. Los martes y los viernes se llevaba los deberes a casa de los Tarre y los hacía allí, junto a Mary Beth, que también empezó a retrasar hacer los suyos hasta que Tamara llegara a su casa.
Tamara tenía dieciséis años y estaba en 6º de secundaria, iniciando el Bachiller. Mary Beth tenía trece años y cursaba 3º de secundaria. Tener de niñera a una de las veteranas del colegio, le impuso un poco de respeto, al principio, pero, a medida que la chiquilla iba tomando confianza, se sintió agradecida por la presencia de Tamara.
Podía preguntarle muchas cosas que no se atrevía a discutir con su madre; aprender de ella, de sus nuevas experiencias.
Así que Mary Beth solía ser muy dicharachera y preguntona, pero también, muy divertida. Salvo esa tarde. Apenas había abierto la boca y no levantaba los ojos de su libro. Tamara suspiró y dejó caer el bolígrafo sobre su libreta.
―           Venga, suéltalo, Mary Beth. ¿Qué te ocurre?
La chiquilla la miró por un segundo y alzó un hombro, pero no contestó.
―           Vamos. Noto como algo gira y gira en tu cabeza y está deseando escapar por tu boca.
Mary Beth sonrió, divertida por el comentario. Era una chiquilla de pelo casi cobrizo, eternamente recogido en una gruesa trenza trasera. Era espigada y esbelta, aparentando más edad de la que realmente tenía. Sus ojos celestes se clavaron en el rostro de su nanny, pensativos. Poseía unas dulces facciones, de nariz un poco achatada y una boca de labios gruesos y sensuales. Aún vestía el uniforme escolar, con su falda gris plisada por la rodilla, y una rebeca marrón sobre una camisa blanca. La corta corbata roja se mantenía abierta, junto con uno de los botones superiores. Tamara sonrió, pensando que ella misma dejó de llevar uniforme el curso anterior. Ahora estaba en la etapa voluntaria, y podía llevar la ropa que quisiera a clase. Siempre con respeto, claro.
―           Es que… ayer quedé como una tonta – musitó finalmente la chiquilla.
―           ¿Eso por qué? – le preguntó Tamara.
―           Estuvimos en casa de Deborah, haciendo un trabajo en grupo. Deborah es hija de los Fallton, ya sabes…
Tamara asintió. Conocía la fama de los Fallton, de lo más esnob de Derby. Sabía que Mary Beth estaba pasando por un periodo de ajuste. Su madre había decidido mudarse de barrio y la había cambiado de colegio. Estaba haciendo nuevas amistades y eso le restaba seguridad y confianza.
―           Nos pusimos a hablar de tonterías y, al final, acabaron comentando sobre los… tocamientos – la última palabra la pronunció de manera tan débil, que Tamara tuvo que repetirla para asegurarse.
Mary Beth asintió, el rostro enrojecido. Tamara alargó una mano y le palmeó el dorso de la mano, animándola a seguir.
―           ¿No habéis dado eso en Educación Sexual?
―           Hemos dado el órgano sexual masculino y el femenino, y las relaciones sexuales, pero…
―           Pero no sabes nada de masturbación, ¿es eso? – acabó Tamara por ella.
La jovencita asintió, manteniendo la mirada sobre su libro.
―           ¿Fue muy grave? – preguntó Tamara, imaginándose lo que ocurrió.
―           Todas ellas se rieron…
―           ¿Nunca has probado?
Mary Beth negó vehementemente con la cabeza, las mejillas encarnadas. En ese momento, Tamara sintió el familiar tirón en su vientre y se quedó estupefacta. ¿Se estaba excitando? ¿Con una chiquilla? ¡No podía ser posible! Llevaba algo más de un año acostándose con Fanny y, en los pocos meses que llevaba dedicándose a cuidar niños, había tenido algunos encuentros con ciertas clientes.
Tamara ya era consciente de que las mujeres maduras la atraían con fuerza, sometiéndose con placer a su experiencia. Entonces, ¿por qué sentía aquello, de repente, hacia una niña? Ni siquiera le llamaba la atención físicamente. ¿Se estaría convirtiendo en una degenerada?
―           Me toman por tonta, Tamara. ¿Qué puedo hacer?
―           Bueno, lo único que te queda es demostrarles que sabes más que ellas; taparles la boca…
―           Pero, ¿cómo?
Tamara la miró a los ojos, sintiendo su desesperación juvenil y el firme deseo de encajar que la invadía; aquellos ojos que suplicaban ayuda, llenos de candor e impotencia. Tamara no pudo sustraerse a ellos y, así evitar su condenación.
―           ¿Cuál es tu deporte favorito, Mary Beth?
―           ¿Qué? – la chiquilla quedó sorprendida por el cambio de conversación.
―           El deporte en el que destacas…
―           El voley, pero…
―           ¿Qué harías si cometieras una pifiada garrafal jugando al voley y todo el equipo se partiera de risa?
―           Pues… supongo que entrenaría un montón de horas, a solas, hasta superarme…
―           ¡Exactamente! Ahí tienes la respuesta.
La chiquilla meditó aquella respuesta, viendo su lógica y pureza.
―           Pero… ¡Es que no sé nada! – exclamó.
―           Tranquila, para eso estoy aquí, para ayudarte. Tienes que aprender y demostrarles que eres mejor que ellas. Callarán como perras apaleadas, te lo garantizo.
Mary Beth la miraba con una intensidad que manifestaba su emoción y su admiración. Conseguir la ayuda y complicidad de una de las veteranas más admiradas del colegio, era todo un sueño. Ella escuchaba los comentarios de otras chicas mayores, en los pasillos y en el patio, cuando se referían a Tamara. Era la chica sin padres, libre para hacer cuanto quisiera. Había comenzado a trabajar como nanny y obtenía dinero para comprarse cualquier capricho que se le antojase, y nadie se lo recriminaba. Aunque la mayoría de las alumnas pertenecían a familias con más estatus que el de Gerard, ninguna de aquellas pijas disponía de la libertad de acción de Tamara.
Eso sin hablar de la seguridad que mostraba. Era una mujer entre chiquillas, debido, fundamentalmente, a su cada vez más dilatada y secreta experiencia con maduritas. Todo esto, se mezclaba en la mente de Mary Beth, quien se sentía como una elegida de los dioses.
―           ¿Quieres que te ayude? – le preguntó Tamara, haciéndola parpadear.
―           Oh, si… ¡Si! – exclamó la chiquilla, tomándola de la mano.
―           Bien. Primero vamos a acabar los deberes – dijo Tamara, tomando el bolígrafo.
No era más que una excusa para intentar calmar su excitación. Sentía la boca seca y el corazón palpitándole a mil por minuto. ¿Qué coño le pasaba?
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Tamara rodó sobre la cama y se quedó contemplando el techo de su habitación. Los recuerdos volvían con fuerza a su mente, activados por las palabras que ella misma escribió hace años.
¡El año de su Despertar! Entonces, no podía reconocer esa nueva sensación que la embargaba, pero ahora sí. Al igual que ella quedaba cautivada por la experiencia de esas mujeres maduras y experimentadas, sintiéndose una muñeca presa de sus juegos, la mente de Tamara trataba de compensar el equilibrio, sintiéndose sumamente atraída por el candor y la inocencia.
No se trataba de algo verdaderamente físico, una compulsión pederasta y perversa. No, más bien pretendía impregnarse de aquella pureza sentimental que emanaba de los jovencitos con los que trataba. Ni siquiera importaba el género de sus protegidos; daba igual que fueran chicos o chicas, pues la atracción no era, al menos en principio, nada sexual.
Después, junto a la confianza y la complicidad, llegaba una atracción sexual mutua, que les vinculaba totalmente. Ahora estaba segura, tras muchas pruebas…Tamara era un monstruo, una sanguijuela psíquica. No sabía, con seguridad, si era humana o no, pero, sin duda era… ¡una jodida vampiresa mental, que se alimentaba de sentimientos puros y perversiones!
De sus amantes maduras obtenía la oscura y perversa fuerza de su degradación, el infecto empuje de sus abyectos vicios; el poder del engaño y de la corrupción a la que entregaban sus vidas, que constituía el sentimiento más poderoso que anidaba en ellas. De sus jóvenes protegidos, obtenía la pureza de sus sentimientos de adoración, de su amistad, la potentísima fuerza del primer amor, el embriagador aroma de la entrega total, de la confianza que le transmitían.
A cada día que pasaba, era más conciente del banquete que todo esto representaba. No tenía que morder, ni matar a nadie -eso quedaba para las películas-, solo envolverse en sus vidas, como se envolvía en una manta al tener frío. Se sumergía en sus brazos, libaba de sus emociones, activándolas gracias a sus manejos; se alimentaba hasta hartarse, y, finalmente, les abandonaba cuando quedaban demasiado secos. Sabía que sus víctimas se repondrían, una vez ella se alejara. Con el tiempo, volverían a disponer de nuevos sentimientos, de recuperados deseos. Podría ser que Tamara volviera a secarlos, o seguramente, seguiría buscando nuevos comederos. No es de sibaritas repetir plato…
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Tamara estaba sentada en el sofá de los Tarre, con la cabeza levantada. Miraba a Mary Beth, quien se mantenía de pie ante ella, las manos a la espalda, y escuchando atentamente lo que su nanny le decía.
―           La palabra es “masturbarse”. Los chicos lo llaman “meneársela” o “hacerse una paja”, pero las chicas somos un poco más delicadas. Todo lo más, diríamos “hacernos un dedo” – explicaba Tamara.
Mary Beth asintió, familiarizada con los términos.
―           Para masturbarse es necesario estar excitada. Si no lo estás, ni siquiera te pasará por la cabeza. Bájate las bragas, Mary Beth.
―           ¿Aquí? – se asombró la chiquilla.
―           Si.
Se subió algo la falda escolar, metió sus manos debajo de ella, y deslizó sus bragas de algodón piernas abajo, hasta quitárselas. Eso hizo sonreír a Tamara. Alzó la falda de Mary Beth, indicando que la sostuviera enrollada sobre su cintura, y examinó el suave coñito que quedó ante sus ojos. Una fina pelusa de vello rubio recubría su pubis, sin poder ocultar una vulva cerrada, de hinchados y perfectos labios.
―           Supongo que ya has tenido tu primera menstruación.
―           Si. El año pasado…
―           Bien. Verás, la vagina es un órgano muy sensible. Casi cualquier rincón en ella puede generar placer, pero hay un punto muy sensible. ¿Sabes cual?
―           El clítoris, ¿no? – dijo Mary Beth, recordando las lecciones de anatomía.
―           Exactamente. Muéstramelo, si sabes dónde se encuentra.
―           Aquí arriba – señaló con un dedo.
―           Si, ahí debajo, oculto por los cerrados labios, bajo el capuchón – dijo Tamara, abriendo el pliegue de carne con mucha delicadeza.
Pasó el dedo por toda la vagina, comprobando que estaba seca.
―           Debes mojar bien tus dedos para comenzar a acariciar. Cuando más te excites, más mojado estará el coñito – explicó Tamara, lamiéndose largamente los dedos.
Mary Beth intentaba mirar, la cabeza inclinada, cuando los dedos de Tamara acariciaron su vagina, de abajo a arriba. Sintió un tremendo escalofrío cuando la punta del dedo corazón alcanzó su clítoris. Solo fue un segundo, pero notó la delicadeza de ese punto, en concreto.
―           La zona interior de tu vagina también es muy sensible, pero debes tener mucho cuidado al introducir los dedos. Aún eres virgen y puedes dañar tu himen – le explicó Tamara, mirándola, esta vez, a los ojos, con lo cual la chiquilla quedó impactada. – No es que sea indispensable, pero la mayoría de las mujeres le tienen respeto a su virginidad. Creo que es debido a las tradiciones.
―           Comprendo.
―           No estoy muy segura, pero creo que tu punto G aún no está del todo desarrollado, pero, en unos años, dispondrás de una zona más para tu deleite – sonrió Tamara.
―           ¿El punto G?
―           Eso para más adelante. Ahora, vamos con lo básico. Desnúdate, Mary Beth…
―           ¿Del todo?
―           Del todo.
La chiquilla se quitó primeramente la falda, para seguir con todo lo demás. No llevaba sujetador, pues tenía unos pechitos diminutos aunque ya hinchaditos, con unos pezones rosados y tiernos.
―           Es excitante acariciar los senos y pellizcar delicadamente los pezones – dijo Tamara, apoderándose del pecho derecho.
El rostro de Mary Beth, enrojecido desde que empezó la lección masturbatoria, alcanzó un nuevo tono carmesí. Su bajo vientre ardía por momentos.
―           Ajá. Veo que vas mojando. Eso está bien, cariño.
La chiquilla sonrió, feliz por el apelativo.
―           Bien. Es hora de que seas tú la que sigas con esto – dijo Tamara, apartando sus manos de la chiquilla y echándose hacia atrás en el sofá. – Yo te miraré y te guiaré… ya verás…
Tamara aflojó la corbata y desabotonó la camisa, mostrando el blanco sujetador. Sacó sus pequeños senos de los alvéolos del sostén y pellizcó fuertemente los pezones, ante la atónita mirada de Mary Beth.
―           ¿Ves? Así… con decisión – le dijo.
La jovencita la imitó, notando como sus pezones estaban ya duros y empinados. Se recreó en la belleza de su nanny, en lo impoluta que parecía su piel, y sintió el deseo de tocarla, pero se contuvo. No quería hacer nada que malograra este momento tan especial. Tras jugar ambas con sus senos, Tamara alzó su falda hasta la cintura, dejando sus bragas al descubierto. Se abrió de piernas y con un rápido movimiento de dedos, apartó la blanca prenda íntima.
Mostró un coñito totalmente depilado, que impactó absolutamente en Mary Beth. Le pareció increíblemente bello y excitante, y decidió que ella lo luciría de la misma forma. Tamara abrió los labios menores con los dedos y pasó dos de ellos suavemente. Mordisqueó suavemente su labio inferior, con un mohín travieso y lujurioso, antes de introducir, en profundidad, el dedo corazón en su vagina.
Mary Beth solo tenía ojos para aquellos movimientos de manos. Desnuda y en pie, tenía las suyas propias totalmente atareadas en su coñito, repasando todos y cada uno de los lugares de interés. Alzó un pie y lo apoyó en el asiento del sofá, abriendo así aún más su entrepierna. Sentía sus rodillas temblar y sus caderas contonearse. Jamás había sentido algo así, tan especial e íntimo, tan placentero.
―           ¿Lo sientes? ¿Sientes como tu coño parece tener vida propia? ¿Cómo busca, él mismo, tus dedos? – le preguntó Tamara.
―           S-sii… — casi no tuvo fuerzas para contestar.
―           Concéntrate en el clítoris… no dejes de acariciarlo, aunque creas que te vas a orinar…
Mary Beth no contestó. Sus dedos ya estaban atareados desde hacía un minuto. Aquel botoncito era maravilloso. La hacía boquear y sus ingles parecían generar electricidad. Sus nalgas se contraían a cada pasada de sus dedos sobre el clítoris, agitando, de esa forma, fuertemente las caderas. No podía apartar sus ojos del rostro de Tamara, de la expresión de placer que se había instalado allí. Estaba infinitamente más bella aún.
Tamara, por su parte, admiraba los temblores que recorrían el cuerpo de Mary Beth, su boca entreabierta y babeante, su cuerpo desnudo, de caderas aún estrechas y púberes. Había algo en ella que la hacía sentirse fuerte y poderosa.
―           Así, Mary Beth… pequeña… estás a punto…
―           Tama…ra… creo que…
―           Sigue… acariciando…
―           Tamara – musitó la chiquilla, tensando todo el cuerpo. — ¡TAMARA!
Tamara abrió los brazos para acoger el cuerpo de la chiquilla, que se desplomó sobre ella, con su primer orgasmo. La abrazó, atrapándola con sus piernas, frotándose contra su suave vientre y alcanzando así su propio goce, casi en silencio, piel contra piel.
―           ¿Te ha gustado? – le preguntó al oído.
―           Mucho… lo mejor de mi vida – susurró Mary Beth, con el rostro enterrado en el hueco de su cuello.
―           Solo es el principio… un pequeño paso.
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Ese fue el día especial de Mary Beth, el que nunca olvidó, el que le recordaba cada año, con un mensaje. Tamara sonrió, acariciándose un pezón, medianamente erecto bajo la tela del pijama.
Ni que decir que la chiquilla aprendió rápidamente a tocarse. Hacerse un dedo, pasó a ser una de las tareas habituales en los días en que Tamara venía a cuidarla. Después pasaron a besarse delicada y largamente, mientras se masturbaban, y, finalmente, intercambiaron los dedos, como era de suponer.
Mary Beth resultó ser una ávida amante, constantemente necesitada de muestras de adulación y confianza.
Un día, trajo a su amiga Deborah a estudiar a casa. Tamara sonrió al recordar. La sorprendió totalmente, diciéndole que Deborah no se creía en absoluto que estuvieran liadas. Las dos chiquillas estaban sentadas a la mesa, codo con codo, delante de sus libros. Tamara, enfrente, las miró, molesta por contarle su secreto.
―           ¡Díselo! Dile que es mucho mejor que hacerse un simple dedo – le pidió, casi suplicándole.
Tamara comprendió qué ocurría. Mary Beth quería sacarse la espina y necesitaba su ayuda.
―           No me creería. Es una chica orgullosa – dijo Tamara. – Pero es algo que puede experimentar, si se atreve.
Mary Beth se quedó un tanto alucinada por la propuesta, pero enseguida sonrió. Aquella era la mejor idea del mundo.
―           No se atreverá. Es una cagona. Mucho hablar y tal, pero luego…
―           ¡Claro que me atrevo! – exclamó Deborah, una chica menuda y morena, con gafas de empollona sobre un rostro pecoso.
Tamara aún se excitaba al recordar como sentaron a Deborah sobre la mesa. Mary Beth le subió la falda y ella le bajó las braguitas, para introducir su mano entre sus piernas. En apenas un minuto, Deborah estaba botando y suspirando, con un delicioso mohín que arrugaba su nariz. Su amiga no tardó en tomarla de la barbilla y plantar un profundo beso en su boca. Las lenguas se trabaron, sin titubeo alguno, mientras que Tamara se afanaba sobre los coñitos de ambas.
A las dos semanas de aquella aventura, la madre de Mary Beth le informó de que su hija pasaba las noches de sus guardias en casa de su amiga Deborah, así que ya no necesitaría de sus servicios. Tamara asintió, comprensiva.
Sin embargo, Mary Beth, aunque ya no volvieron a verse, sigue enviándole el recordatorio de aquel memorable dedo, cada aniversario, como una eterna amante agradecida.
Tamara cerró los ojos y, sin dejar de sonreír, deslizó su mano en el interior del pantalón de su pijama, acomodándose entre sus braguitas…
                                                                                                               CONTINUARÁ….
 Si queréis comentar algo, mi email es: la.janis@hotmail.es
 

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