Un asunto entre mujeres.

Nota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma@hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

Zara sorbió sus propias lágrimas y aferró una mano de su madre, ambas sentadas frente a frente, en sendos butacones. La piel materna estaba fría, como si su alma se hubiera quedado helada al revelar cuanto escondía en su interior. Cristo, sentado en uno de los taburetes de la cocina, intentaba apartar la mirada de ellas, pero le resultaba casi imposible.

Había sido un duro golpe, algo totalmente inesperado, que cambiaba radicalmente sus esquemas. Tanto su madre como su primo la esperaban en casa, al regreso de su jornada, y, con un tono quejumbroso, Faely la sentó y la obligó a escuchar.

Saltó pronto de la intriga a la incredulidad y, finalmente, a la más pura decepción. No suele ser particularmente agradable enterarse de que tu madre lleva siendo, durante más de diez años, una esclava sumisa y obediente. ¡Esclava de su propia jefa! La doble vida de su progenitora le había saltado al cuello, por sorpresa, como una alimaña cobarde y hambrienta…

― ¡Joder, mamá! ¡Yo escondiendo mis asuntillos lésbicos, cuando tú llevas años sometida a los caprichos de una mujer! – masculló, soltando la mano de su madre.

― Lo siento, Zara, yo…

― ¡Dejarse de recriminasiones, coño! ¡Lo hecho, hecho está! – gruñó Cristo, harto de escuchar los plañidos de ambas. — ¿Te has enterado de lo que está zucediendo, Zara?

― Si. Su antiguo amo la chantajea.

― Si – suspiró Faely.

― ¿Qué podemos hacer? – preguntó Zara, enterrando prejuicios.

― Tendrás que hacerlo tú.

― ¿Yo?

― ¿Ella? – se asombró su madre. — ¿Qué tiene que ver ella, Cristo?

― Cuéntazelo, Zara. Cuéntale a tu madre lo que pretende tu jefa, que es, a zu vez, zu dueña.

Faely miró a su hija, tomándose el turno de aferrar sus manos. Zara suspiró y alzó sus ojos al alto techo del loft.

― Candy Newport me pretende – musitó.

― ¿QUÉ?

― Se insinúa constantemente. Me llama a su despacho y me soba en cuanto puede. Me ha contado cosas sobre ti que me han hecho pensar que os conocíais íntimamente. Por lo visto, era cierto.

― ¡Hija!

― Mamá, he estado a punto de aceptar y encamarme con ella…

― La familia esclavizada junta es una familia feliz – ironizó Cristo. – Tu madre no está zegura de zi zu ama Candy ha perdido el interés en ella. La ha zacado de zu caza y cazi de zu vida, para hacerla vivir contigo. Creo que quiere cambiarla por ti, Zara.

En ese momento, Faely vio la intención de su dueña con toda claridad. Ella ya era una perra vieja, con cuarenta años, y aunque estaba muy bien aún, físicamente, su hija adolescente era una maravilla, comparada con ella. Alejarla de ella era solo un paso de los que su ama pensaba recorrer.

― Pienso hablar con mi ama, para pedirle ayuda en este particular, pero no estoy segura que me preste la atención adecuada. Si desea librarse de mí, esta podría ser una ocasión perfecta. ¡No quiero que nos separen!

― ¡Yo tampoco, mamá! – repuso Zara, besando sus dedos. – Pero, ¿puede hacerlo?

― No lo sé. En el caso de Candy, ser involucrada en una historia así sería un suicidio social, ya que ella está directamente implicada, pero, por otra parte, Phillipe si puede levantar un escándalo que destrozaría mi trabajo y mi vida – Faely se puso en pie, nerviosa.

― Presizamente, confío en ezo. Candy se verá empujada a ayudar, por zu propio bien, pero no puedes zer tú quien ze lo pida, tita. Debemos haser ver que hay más gente en el ajo, que el zecreto ze está revelando. Azí que tú, Zara, eres quien debe pedir la ayuda. Tienes que haserle creer que conoses la historia entre Phillipe y tu madre. Ezo la hará escucharte. Zimularás que no zabes nada de cuanto atañe a tu madre con ella, pero que estás a un pazo de enterarte de todo – el privilegiado cerebro de Cristo ya estructuraba un plan. – Nesezitamos más ganchos…

― ¿Ganchos?

― Si. Carnada para la estafa – se rió el gitano. – Cuanta más gente crea que zabe que compró la voluntad y libertad de un zer humano, más acojonada ze zentirá. Yo puedo zer un gancho más, pero convendría alguien que no fuera de la familia…

― ¿Con quien podemos contar? – preguntó Faely, con un tono desesperado.

― No hase falta que zea alguien real, un buen cuento chino zervirá… Zara puede desirle que estaba con zu chica, en el momento de enterarze. Con ezo, tendremos un testigo más, y le mostrará que Phillipe ya no es de fiar. ¡Perfecto! Eso la empujará a actuar, o, al menos, ponerse en contacto con quien pueda ayudarla.

― ¿Funcionará? – le preguntó Faely.

― Hay pozibilidades. Debería haser algo, antes de que Zara acabe zabiendo que ella esclavizó a la madre de quien pretende. Zi hay que poner zobre avizo a Hosbett, que lo haga ella, no nozotros.

― ¿Y mientras ellos mueven ficha, qué hago yo? – pregunta Faely.

― Tendrás que distraer a Phillipe. Zimular que te rindes, que te entregas a él.

― Oh, mamá… – dijo Zara, abrazando a su madre.

Cristo se bajó del taburete y avanzó hasta abrazar a las dos mujeres, dándoles ánimos. Sabía que sería un duro trago para ambas, pero los Jiménez eran duros y fuertes. ¡Pertenecían al clan Armonte!

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Priscila, “la Dama de Hierro”, llamó suavemente con los nudillos a la puerta del despacho de su jefa, para, inmediatamente, girar el picaporte. Candy Newport levantó la vista de los clichés de la presentación de Prada para la pasarela de Nueva York, y contempló a su gerente, enarcando una ceja.

― ¿Si?

― Me dijiste que te avisara de cualquier cosa que sucediera con Zara Buller…

― ¿Qué ocurre?

― Está llorando como una escocida. El fotógrafo ha tenido que suspender la sesión.

― ¡Maldición! ¿Dónde? – preguntó Candy, poniéndose en pie.

― En la sala pequeña.

Efectivamente, la joven estaba sentada en uno de los rojos sillones que se habían dispuesto para el decorado, el rostro parcialmente oculto en una de sus manos. Mantenía las largas piernas dobladas, con las rodillas unidas, para tapar su entrepierna, ya que la ultra corta minifalda que llevaba no disponía de tela para hacerlo. Candy comprobó, aún antes de llegar ante la chica, que sus hombros se agitaban, al compás de sus sollozos.

Por el rabillo del ojo, Zara vio que su jefa se acercaba y, disimuladamente, retorció con fuerza su pezón derecho. Una nueva llantina se adueñó de ella, soltando lágrimas y mocos, casi por igual. Le había costado empezar a llorar, pero, al final, con ambos pezones tiesos y ardiendo por los pellizcos, el grifo se había abierto.

― ¡Zara! – exclamó Candy, acuclillándose a su lado. — ¿Qué te pasa, chiquilla?

Zara no contestó, pero se abrazó a su cuello, aumentando considerablemente sus sollozos.

― No ha querido decirnos nada – explicó una de las maquilladoras, la cual había abandonado la idea de retocar el rostro de Zara.

― Se puso a llorar, sin motivo alguno – apuntilló Carlos Grier, el fotógrafo, mientras guardaba los diferentes objetivos de su cámara.

― Pero… ¿por qué? – reclamó de nuevo la jefa.

― Mi… madre… — musitó Zara, llena de congoja.

― Está bien, ya seguiremos mañana – alzó las manos Candy, haciendo que la gente volviera al trabajo. – Vamos a mi despacho. Te tomarás una tila y me explicaras qué ocurre…

Candy esperó con paciencia, las nalgas apoyadas en el filo de su escritorio. Contemplaba, con los brazos cruzados, como Zara soplaba y daba sorbitos a la taza de humeante tila que Priscila le había traído, un minuto antes. La jefa pidió que las dejaran a solas y que no las molestaran durante un rato. Aquellas dos palabras que la chiquilla soltó, no le habían gustado nada. “Mi madre”.

― ¿Le ha pasado algo a tu madre, Zara?

La joven se encogió de hombros, como si no estuviera segura. Candy miró aquellos inmensos ojos negros, ahora enrojecidos por el llanto, y se sintió arder. ¡Era tan hermosa!

― Sabes que puedes confiar en mí, ¿verdad?

Zara asintió, levantando la cabeza y mirándola. Su barbilla tembló, a punto de recaer de nuevo en el llanto. “Me merezco el Oscar”, pensó. Dejó la taza sobre la mesita auxiliar y retorció los dedos de sus manos unos segundos.

― Le están haciendo chantaje – musitó.

― ¿CÓMO? – la jefa se bajó del escritorio con un saltito.

― Un antiguo compañero de trabajo… al parecer, tuvieron una historia escabrosa, hace unos años, y ahora la chantajea.

― ¿Cómo se llama?

― Phillipe no sé qué…

“¡Maldición!”, pensó Candy, mordiéndose una uña. “Ese capullo ha vuelto a aparecer.”

― ¿Estás segura de lo que dices?

― Por supuesto, señorita Newport. Mi amiga Josephine estaba delante cuando llegó un correo electrónico. Me había dejado olvidado mi portátil en la academia, así que tomé prestado el de mi madre… Investigando, las dos leímos los distintos correos que tiene archivados – explicó Zara.

― ¿Puedo saber más del asunto? – preguntó la ex modelo, tratando de conocer el alcance del conocimiento de la joven.

― Por lo poco que relatan los correos, mamá tuvo que tener algo más que una aventura con ese Phillipe, pues le asegura que tiene bastante material fotográfico en su poder. En el correo más antiguo que encontramos, había dos fotografías adjuntas… — Zara se calló, avergonzada.

― ¿Si?

― Bueno… mamá sale desnuda y… atada…

― ¿Sado?

Zara asintió, escondiendo el rostro en sus manos.

“¡Joder! ¡Puta mala suerte!”, maldijo mentalmente la dueña de la agencia.

― ¿Qué es lo que quiere ese tipo? ¿Dinero? No creo que tu madre disponga de una buena cantidad…

― No. Dinero no. Quiere que vuelva con él.

― Vaya. ¿Un amante despechado? – sonrió débilmente Candy, pensando que eso podía venirle muy bien a ella. Por unos segundos, se imaginó que Phillipe recuperaba de nuevo a Faely, que incluso se la llevaba del país… Su preciosa hija estaría desconsolada, a merced de sus tentadoras ofertas…

― Puede ser, pero según mi primo Cristo, necesito más información para tener una buena perspectiva.

― ¿Tu primo Cristo? ¿El informático? ¿Él también conoce este asunto?

― Si, vive en casa, con nosotras – Zara la miró, como si se extrañara que no lo supiera.

“Hala, más gente aún…”

― Pero mamá se niega a contarme nada. Así que he buscado a la antigua compañera de piso de mi madre. Fueron muy amigas en su momento. Puede que ella sepa algo de aquella historia. No la he encontrado en su antiguo domicilio, ni en Internet, pero he conseguido una dirección de trabajo…

― ¿Y? – Candy se estaba poniendo nerviosa.

― Al parecer, está de vacaciones en Sudamérica; una especie de ruta selvática o algo así. Le he dejado varios correos en su buzón y estoy a la espera, pero me temo que me he quedado sin tiempo – Zara ahogó un sollozo, que motivó a su jefa a ponerle la mano en el hombro.

― ¿Por qué dices eso?

― Ese hombre le ha dado un ultimátum de cuarenta y ocho horas. O vuelve con él, o publica todas las fotografías en la gaceta interna de Juilliard.

― ¡Bastardo! – escupió la hermosa dueña de la agencia.

La fantasía de que Phillipe se llevara a su esclava, se diluyó de su mente. ¿Cuánto sabía esa antigua compañera de Faely? ¿Le habría hablado de ella? Y lo más importante, ¿por qué no había conocido nada de ella hasta ese momento? Todo podía ser posible. La española se pasó varios meses deprimida, cuando Phillipe la vendió; estaba vulnerable y ella tuvo que acudir a Madrid y después a Milán. No tuvo tiempo de hacerse cargo de la educación de Faely hasta cerrar la temporada…

“¡Dios! Si Zara llega a enterarse de que soy la actual dueña de su madre… No creo que le haga mucha gracia. Seguro que me puedo ir despidiendo de seducir a esa bella mulatita.”, recapacitó en silencio.

Por una vez en su vida, Candy estaba realmente interesada, sentimentalmente hablando, en alguien. Había comprobado que no era un capricho vano y pasajero, como tantos otros había tenido en su vida. Ni tampoco, uno de los arranques posesivos y egoístas que había dejado atrás, junto con su vida de top model.

Deseaba a aquella chiquilla con todas las consecuencias. La había visto crecer desde lejos, había enviado regalos por sus cumpleaños, se había preocupado incluso por su salud, con el mismo interés que su propia madre, mientras retozaban juntas. De hecho, cuando empezó a comprender que la amaba, aún sin haber hablado jamás con ella, envió a Faely a vivir juntas a uno de los lofts de su propiedad. Quería que Zara estuviera bien cuidada y arropada, fuera de aquel internado, para así, tener la oportunidad de ofrecerle un puesto en la agencia. Todos los movimientos de Zara fueron estudiados y dirigidos susceptiblemente, hasta tenerla a su lado, cada vez más cautivada.

Y, ahora, ¡todo estaba a punto de irse a la mierda! ¡Maldito Phillipe y su egocentrismo! Ya le dijo a Manny que podía traerles problemas… ¡Manny! ¡Eso era! ¡Tenía que hablar con el viejo ya! A pesar de estar retirado, él sabría como parar los pies al principito chileno. No iba a permitir que le arrebatara una esclava tan fiel como Faely, sin pujar por ella. ¡De eso nada!

Zara, de reojo, pudo ver el cambio de expresión en el rostro de su jefa. Al parecer, había tomado una decisión, pues sus mandíbulas se apretaron y sus cejas adoptaron una dura línea. No sabía qué había decidido, pero, sin duda, se había tragado toda la historia, lo cual era ya un triunfo.

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Faely se encontró con la limusina de su ama cuando cruzaba la soleada plaza del Lincoln Center. Enarcó una de sus finas cejas, demostrando su inquietud. No esperaba que el encuentro fuera tan rápido, justo a su salida de clase.

La gran ventanilla trasera se deslizó hacia abajo, dejando asomar una fina mano de uñas bien cuidadas y pintadas. El dedo índice le hizo una seña, indicándole que subiera al vehículo. Con un suspiro, Faely obedeció.

Se sentó al lado de su ama, con los ojos bajos, clavados en las casi desnudas piernas de Candy Newport, quien llevaba la falda de su traje sastre subida hasta la cintura, como era su costumbre.

― Mi señora… — musitó con respeto.

― Hola, Faely, ¿cómo te encuentras?

― Bien, gracias, mi señora. Espero que usted esté divinamente…

― Pues mira por donde, va a ser que no – dijo, con un tono irritado. — ¿Qué es todo ese asunto de Phillipe? ¿Cuándo ha regresado a Nueva York?

― ¿Phillipe, Señora? No sé de que… — Faely intentó adoptar una expresión de sorpresa.

― ¡Vamos, perra! Lo sé todo. No creerías que una cosa así no iba a llegar a mis oídos. ¿Cómo sucedió?

― Apareció en Juilliard, hace menos de un mes, con el pretexto de saludar a viejos compañeros – confesó con un suspiro. – Me citó para un café y me informó de cuanto pensaba hacer.

― ¿Solo a ti? ¿No piensa hablar conmigo?

― No lo creo. El chantaje es personal. Fotografías mías siendo domada, junto a su esposa – confesó con un susurro.

― ¿Qué pensabas hacer?

― No lo sé, mi señora. No quería crearle ningún conflicto – dijo Faely, inclinándose sobre la mano de su dueña y besándola.

― No puedes hacer nada por ti sola, a no ser que le metas una bala en la cabeza, lo cual no es demasiado inteligente. Yo solucionaré este asunto, pues soy tu dueña. Debo velar por ti, por tu seguridad.

― Gracias, mi señora, gracias – Faely besó cada dedo, cada falange, con pasión desmedida.

― Pero…

― ¿Pero? – la gitana alzó los ojos, unos segundos, para toparse con la sonrisa cínica de la bella mujer.

― Esto es el resultado de un asunto que proviene de tu vida anterior, algo que no me compete como ama tuya, salvo en lo que requiere tu seguridad. No sé en que términos dejaste a tu antiguo dueño, ni que brebaje le diste para que pierda así la chaveta. Te sacaré las castañas del fuego, pero, a cambio, deseo algo…

― ¿Qué puede desear mi dueña de mí, cuando no poseo nada que no sea suyo? – se humilló Faely.

― Buena respuesta, perrita mía, pero si posees algo que deseo… más que nada… aún más que tu misma…

― Pídalo y será suyo, mi señora.

― Sea, Faely. A cambio de mi ayuda, me entregaras a tu hija Zara.

― ¿A mi hija? – balbuceó.

― Pero no como esclava, no. La deseo como mi compañera, como mi… esposa – la palabra se atragantó un segundo en su garganta. Era la primera vez que la dejaba escapar en voz alta, pero reconoció que sonaba perfecta.

― ¿Su esposa? – esta vez la sorpresa de Faely no era fingida.

― Si. Así que lo que te estoy pidiendo es su mano – sonrió Candy.

― Pero… señora, por mí no hay ningún problema… pero ¿no es algo que tendría que hablar con Zara? ¿Qué pasará cuando sepa que soy…?

― ¿Una perra? Si, tienes razón y aún estoy dando vueltas a esa parte, pero espero que entre tú y yo encontremos una solución. Puede que la hagamos comprender esta situación, ¿Quién sabe?

― Haré todo lo que pueda, mi señora – dijo Faely, arrodillándose en el suelo del coche.

― Bien, y, ahora, “suegra” – ordenó Candy, tomándola del pelo y atrayendo el rostro de la gitana hasta su entrepierna –, cómeme el coño un ratito, que me he puesto cachonda con tanto pensar en tu hija…

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El viernes, a punto de acabar el plazo, Faely caminó por el pasillo de la quinta planta del Jumeirah Essex House, un lujoso hotel a pie del Central Park, cercano a Columbus Circle. Por lo visto, Phillipe no parecía tener problemas de dinero. Una simple habitación podía muy bien costar cerca de los doscientos dólares, y no digamos una suite, como la que disponía el hijo de puta de turno. ¿Se habría hecho con la fortuna de su suegro?

Se detuvo ante la puerta marcada con el número 215 y tomó aire un par de veces, antes de llamar suavemente. La turbia sonrisa de Phillipe apareció ante sus ojos, al abrirse la puerta. La contempló largamente, de arriba abajo, sin decir una palabra, y luego, dando un paso atrás, la dejó entrar. Tomó buena cuenta de la larga túnica étnica, en tonos ocres y rojizos, que la mujer vestía, bajo el liviano abrigo de punto, que modelaba absolutamente su figura.

A sus ojos, Faely había madurado en estos años, como un excelente vino. Se la veía más asentada, más segura de sí misma, y hasta más sensual. Se frotó las manos y sonrió como un lobo.

― Bueno, estoy esperando, querida. ¿Qué has decidido?

Faely no levantó la mirada. Deslizó el abrigo por sus hombros, hasta dejarlo caer al suelo y extendió algo los brazos, como si presentara sus muñecas para que le pusiera los grilletes.

― Seré tuya – musitó.

Phillipe sintió como su pene respondía ante aquellas simples palabras, endureciéndose bajo su bragueta. Había soñado con ellas muchas veces, en estos diez años. Abandonó a Faely con todo el dolor de su corazón. De hecho, fue la razón que dejará Nueva York y regresara a Chile. No podía soportar cruzarse con ella, en el trabajo o en la calle. La había perdido por su abyecto vicio al juego y no se lo perdonaría nunca.

― Bien. Me alegro mucho de esa decisión – le sonrió él, avanzando hasta tomarla por los hombros. Le levantó la cara con un dedo bajo la barbilla, sumergiéndose de nuevo en aquellos ojos oscuros y sumisos.

― ¿Tendré que mudarme aquí, mi señor?

― No, querida. Nos marcharemos del país. Te llevaré a Chile, con Julia. Serás parte de mi familia…

― Entonces, necesitaré unos días para poner en orden mis cosas y asegurar el futuro de mi hija.

― Por supuesto, Faely. Debes dejarlo todo organizado.

Phillipe se inclinó y apresó aquella boca golosa y plena con sus labios. Tanto tiempo deseada, tanto tiempo negada. Saboreó los jugosos y gruesos labios, rememorando su regusto, notando como la particular sensación de su posesión recorría sus venas. ¡De nuevo le pertenecían!

― Pediré que nos suban la cena – susurró él, apartándose y tomando el teléfono. — ¡Desnúdate!

Faely subió las manos hasta el corchete que cerraba su túnica de Zimbabwe tras la nuca y, con un ligero batir de hombros, la dejó deslizar a lo largo de su cuerpo, hasta yacer a sus pies. Phillipe devoró, con los ojos, aquel cuerpo turgente y exquisitamente proporcionado, mientras sus labios pedían la cena al servicio de habitaciones.

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Candy Newport contempló el pasillo, antes de llamar al timbre. Le agradó constatar en las buenas condiciones que mantenían su edificio. Hacía años que no había vuelto por él, pero disponía de un magnífico administrador que cuidaba hasta el más mínimo detalle de sus valores inmobiliarios. Pulsó el timbre con su dedo índice, haciendo surgir un melodioso carillón. La puerta se abrió, dejando ver la pequeña figura de Cristo, quien la obsequió con una simpática sonrisa, antes de hacerla pasar.

― ¡Zara! ¡La jefa acaba de llegar, mi alma! – exclamó en español, lo que sonó muy musical a Candy. Siempre le había gustado ese país.

Miró como había decorado el loft su perrita y le pareció muy adecuado y hasta elegante.

― ¿Desea una copita, jefa? – le preguntó Cristo.

― Me vendría bien, gracias – respondió ella, devolviendo la sonrisa.

Cristo trajo tres catavinos españoles, largos y estrechos, así como una botella negra. Disponiendo las copas sobre la gran mesa central, las llenó de un líquido dorado.

― ¡Auténtico Sherry, no la mierda que venden de importación! Este procede de Jerez de la Frontera… — concluyó, entregándole una copa a Candy.

― Gracias… ¿Cristo?

― Así es, jefa, Cristo para servirla…

― ¿Es diminutivo de…?

― De Cristóbal, señorita Newport, como Cristóbal Colón, ya sabe – respondió Zara, saliendo de detrás del biombo de su habitación.

Tanto la ex modelo como Cristo quedaron con la boca abierta, admirando a la recién aparecida. Zara había construido una elaborada torre con sus trenzas, que culminaba su cabecita, dejando brotar las puntas recubiertas de cristal como si fuese una fuente de colorines. Su largo y esbelto cuello se mostraba desnudo y sensual, hasta que topaba con el broche nacarado del vestido de satén que portaba. En un tono champán, el vestido cruzaba dos bandas sobre su pecho, encerrando sus desnudos senos, pero dejando toda la espalda al descubierto. Se acampanaba un tanto bajo sus caderas, debido a la caída de la tela, pegándose al cuerpo como un guante. Acababa cuatro dedos por encima de sus rodillas, que aparecían recubiertas por unas finas medias oscuras. Finalmente, unas sandalias argentadas, de fino y alto tacón, completaban el conjunto, de forma divina.

― ¡Prima! ¡Jodiá! Vas a haser que el camarero tropiese un montón de veses esta noche – exclamó Cristo, tras un silbido.

― Estás arrebatadora, Zara – sonrió su jefa.

― Gracias, señorita Newport – respondió Zara, con el rostro arrebolado.

― Por favor, llámame Candy – le dijo su jefa, alargándole una de las copas.

Los tres brindaron con el fresco vino gaditano. Zara, a su vez, contempló la figura de Candy Newport, regodeándose en sus curvas. La mujer lucía su melena suelta, como le gustaba, bien cepillada, y quizás algo más rubia que castaña, en esta ocasión. Bajo una liviana torerita de gamuza cobriza, con filigranas de cuero y pedrería, vestía un corpiño bastante escotado, negro y brillante, que, seguramente, dejaba al aire sus hombros y brazos. Un fino pantalón oscuro, ceñido a sus caderas y ancho en las perneras, estilizaba aún más su figura. Bajo la amplia campana del pantalón, repiqueteaban unas negras sandalias, sin demasiado tacón.

Tanto la una como la otra, se miraron a los ojos, repasando el maquillaje ajeno y la belleza que resaltaba. Interiormente, ambas hembras se sintieron seguras de sus propósitos; seguras y dispuestas.

― ¿Vamos, Zara? Tenemos reserva en JoJo, en el Upper East Side – indicó Candy, apurando su copa.

― ¿En JoJo? – preguntó Zara, impresionada pues era uno de esos restaurantes coquetos y románticos de Manhattan.

― Si. ¿Te gusta la comida francesa?

― Bueno, si… menos los caracoles…

― A mí tampoco me van – bromeó su jefa, tomándola del brazo y andando hacia la puerta.

― Pasadlo bien, chicas – las despidió Cristo, con algo de sorna.

Una amplia y cómoda berlina Mercedes esperaba en la calle, con el chofer de pie, ante la puerta trasera abierta. No se trataba de la habitual limusina que llevaba a la jefa al trabajo, a diario, sino de un coche nuevo y potente, pleno de comodidades y mucho menos llamativo. Candy le hizo un gesto para que entrara ella primero y se deslizó detrás de ella. El tacto y el olor del mullido asiento de cuero excitaron un tanto a la joven mulata. Hacer manitas sobre un asiento así tenía que ser una gozada.

El vehículo arrancó suavemente. En el interior, no se escuchaba el sonido del motor, solo un tenue hilo musical con ritmos caribeños. Candy comentó algo sobre el Upper East Side, pero Zara apenas la escuchó, más atenta a los apretujados senos de su jefa.

JoJo era cuanto Zara se había imaginado. La puerta de entrada era pequeña y había que descender tres escalones para empujarla. Sobre la fachada de ladrillos, la palabra “JoJo” estaba pintada en rojo, con dos focos iluminándola. Se trataba de una vieja vivienda adosada. En el piso bajo, la cafetería, el mostrador, y la cocina, así como algunas mesas. Arriba, varios reservados y un par de habitaciones grandes para banquetes. Una simpática chica, vestida de camarero francés de principios del siglo XX, las acompañó al piso superior, donde las instaló en una mesa, junto a una ventana desde la cual tenían una magnífica vista a la bahía. Un estrecho biombo de bambú las aislaba de las demás mesas.

Candy tomó la carta, forrada en cuero negro, y leyó en voz alta.

― ¿Compartimos una ensalada de endivias, queso fresco y colas de langostinos? – preguntó.

― Por mí, encantada – respondió Zara, quien no se decidía por nada en especial.

― ¿Qué te apetece de segundo? ¿Carne o pescado?

― Prefiero carne.

― ¿De verdad? – Candy la miró con insinuación.

Zara enrojeció y sonrió. El tono de su piel disimulaba muy bien el rubor que cubría sus mejillas.

― Soy carnívora, en ese aspecto – susurró. – ¿Cómo te has dado cuenta?

― Me fijo en los detalles, querida.

La camarera interrumpió la conversación. Zara pidió un filete de buey, en su punto, con guarnición de champiñones, y su jefa optó por un espléndido Emperador con crema de ajetes. Candy escogió un buen pinot blanco, que, por su suavidad, iba perfecto tanto con la carne como con el pescado.

― Como decía, suelo fijarme en las miradas de mis chicas. Se diferenciar perfectamente una mirada de envidia o de reconocimiento, de una de deseo. Las tuyas son de las últimas. Te regodeas en los traseros de tus compañeras y, de vez en cuando, te relames – le confesó Candy, entre risitas.

― ¿De veras? – se asombró Zara.

― No sabes disimular, eres demasiado joven – sonrió la jefa, alzando su copa de vino en un brindis mudo.

― No tengo mucha experiencia. Un par de compañeras de internado y una amiga íntima, aparte de un par de citas que no condujeron a nada – enumeró Zara, sin que el enrojecimiento de sus mejillas se atenuara.

― ¿Y con chicos?

― Un par de experiencias estas Navidades, solo para comparar. La verdad es que tuve que embriagarme para estar a la altura. Los hombres no me atraen físicamente para nada.

― Tienen su punto, en el momento adecuado, pero me pasa lo mismo que a ti. Puedo vivir sin ellos. Pero te advierto que, en esta profesión, no podrás dejarlos completamente atrás – la advirtió su jefa.

― Lo sé.

― Cuando no es un poderoso promotor, es un sponsor, y cuando no, un guapo modelo que debes controlar para tu beneficio – sonrió Candy, rememorando sus propios asuntos.

La camarera trajo la ensalada de endivias y ambas le dieron las gracias. Candy probó el fondo caliente que cubría las endivias y añadió una pizca de sal y un poco más de aceite de oliva, así como unas gotas de vinagre balsámico. Zara convino que la ensalada estaba deliciosa.

― El asunto de tu madre se está solucionando en este mismo instante. Espero una respuesta definitiva mañana.

― Gracias, pero cómo…

Candy levantó un dedo, acallándola.

― No preguntes.

― ¿Cómo puedo agradecerte todo lo que…?

― Seguro que encontraras alguna manera, ¿verdad?

Un estremecimiento recorrió la espalda de la joven modelo, justo entre sus desnudos omoplatos. Había entendido perfectamente a su jefa. El hecho es que estaba deseándolo, así que no iba a ser ninguna mala experiencia; de eso seguro.

― Así que no tienes ninguna relación estable, ¿no, Zara?

― No, nada serio. Tampoco es que disponga de tiempo. Acudo a la agencia a diario y también a una academia, en Chelsea.

― ¿La Hawerd? – preguntó Candy, llevándose una larga endivia a la boca, usando los dedos y rezumando sensualidad.

― Si. ¿la conoces?

― Conozco a su director, Herman.

― Si, el señor Galds.

― ¿Sigue siendo un hueso duro?

― Le llaman el Coronel – se rió Zara, haciendo que su jefa la imitara.

La conversación, a medida que pasaban los minutos y la botella de vino se vaciaba, se hizo más interesante y más íntima. Zara se sentía muy a gusto cenando y confiándose a su jefa. Nunca pensó que la ex modelo fuera una persona tan sencilla y comprensiva. Había sido advertida por su madre, quien, a pesar de no tener quejas de su ama, la previno de que era una mujer acostumbrada a obtener lo que deseaba. Zara sabía perfectamente que ella era el objetivo de la mujer; no era nada tonta.

Sin embargo, la seducción fue tan sutil, tan poco definida, tan serpenteante, que acabó mirando a su jefa con ojos de franca adoración, al final de la cena.

La joven le acabó contando los proyectos que anhelaba, sus más íntimas fantasías, sus sueños más alocados, y, por que no, sus vicios más inconfesables. Candy sonreía e inclinaba graciosamente la cabeza a la izquierda, escuchándola. Uno de sus dedos jugaba con el borde de su copa, vacía al igual que la botella. De vez en cuando, el dedo saltaba del frío vidrio a la cálida piel caoba de la mano de Zara, sobre la que se deslizaba lentamente, estremeciendo a la mulata.

En la mente de Zara, cada vez entendía más y más a su madre. Ahora comprendía cómo había caído bajo el influjo de su voluntad, por qué la amaba tan incondicionalmente, sujeta por aquella mente tenaz y sutil. Era muy fácil entregarse a aquellas palabras, a su tono seductor, que encauzaba a clavarse de rodillas al menor capricho.

Se preguntó si estaba engañando a su madre. ¿No estaba poniéndole los cuernos con su dueña? No sabía exactamente cuales eran los derechos de una esclava, pero no creía que una dueña tuviera que ser fiel a su esclava. Al final, reconoció que no le importaba en absoluto lo que pensara su madre. ¡Era una puta esclava, simplemente! Lo había sido durante más de diez años y, por ello, estaba ella allí, por la escasa voluntad de su madre.

Zara solo deseaba que aquella mano que le acariciaba los dedos y el dorso de la mano, se metiera, de una vez, entre sus piernas y que la hiciera chillar.

― ¿Nos vamos?

Zara parpadeó, arrancada de su campo de sueños. Candy firmaba la factura, tras pagar con su tarjeta.

― ¿Dónde? – preguntó la mulatita.

― Había pensado tomar una copa en el Village, en Fingers…

― Soy menor de edad. No me dejarán entrar – balbuceó Zara.

― Seguro que sí te dejan. No tienes aspecto de colegiala, querida – se rió. – A mí nunca me pidieron un carné. Al igual que tú, representaba más edad y, además, solo se fijaban en mis tetas.

Las dos se rieron con ganas y salieron del local, atrayendo las miradas de más de un comensal. Nada más subir al lujoso coche, la aleteante mano de Candy no dejó de acariciar la mejilla y el cuello de su invitada. Entre broma y confidencia, la mano acabó posándose sobre una de las maravillosas rodillas de la joven, como si fuese la cosa más normal del mundo. Los delicados y largos dedos acariciaron levemente la pantorrilla, el principio del interior del muslo, y la curva tras la rodilla. Lo hacía con delicadeza y suavidad, de forma lenta y sensual, que erizaba el vello de los brazos de Zara. No intentó llegar más lejos; Candy se limitó a hablar de naderías y mirarla a los ojos, mientras sus dedos recorrían, como algo natural, la pierna de la joven.

Fingers era un local solo para chicas, situado en la parte más gay del Village. Ocupaba el interior de cuatro casas adosadas, interconectadas entre ellas, pero con sus fachadas pintadas con los típicos colores de la bandera gay. Aunque desde el exterior parecieran viviendas, el interior estaba totalmente acondicionado e insonorizado. Disponía de una zona central, con pista de baile y un pequeño escenario, un mostrador de cócteles, y diversos reservados con mullidos sillones, que ocupaban rincones estratégicos y poco iluminados.

Candy parecía ser bien conocida allí. La jefa de sala la saludó con confianza, así como una de las camareras. Diversas mujeres, jóvenes y de mediana edad, la abrazaron y besaron sus mejillas. Por lo que Zara pudo notar, la clientela era de rancio abolengo; chicas de la alta sociedad de Manhattan que se refugiaban entre aquellas paredes multicolores para disponer de sus primeras experiencias lésbicas con impunidad. Nada de prensa, nada de filtraciones. Allí solo entraban caras conocidas y garantizadas. Sin duda, si Zara volviera por su cuenta, no llegaría a entrar.

El hecho es que la acogieron muy bien, en el seno de la familia lésbica, como se denominaron varias de ellas. Zara charló, besuqueó mejillas, abrazó talles, y hasta bailó con varias muñequitas de aquellas. Tras todo esto, su jefa la enlazó de la cintura y apretó sus senos contra los de ella, al ritmo de una balada de Adele.

Se sentía especial, acunada por unos expertos brazos que le hicieron olvidar, por un momento, el verdadero motivo de su misión. Flotaba entre emociones y sensaciones, la mayoría conocidas, pero seguramente intensificadas por el vino y los dos cócteles que ya llevaba trasegados.

Sintiéndose atrevida, aprovechó el ritmo algo más latino de una canción para deslizar sus dos manos hasta las nalgas de su jefa, sin abandonar los suaves pasos de baile. Apretó aquellos duros glúteos, con ansias. Candy gimió y pegó aún más su cuerpo al de la joven. La miró a los ojos y vio aquella media sonrisa en los labios de la mulatita, lo que la llevó a mordisquearlos, hasta fusionarse ambas bocas con pasión. Dos húmedas lenguas se deslizaron, ansiosas de intercambiar salivas perfumadas de alcohol. Zara, con los ojos cerrados, solo podía pensar en que la lengua de Candy Newport se introducía en su boca, lamiendo sus encías y su paladar. Sintió ganas de salir a la calle a gritar la noticia, como una colegiala enamorada.

Sin más palabras, Candy la tomó de la mano y la condujo hasta uno de aquellos rincones íntimos, en el que se sentaron en dos sillones, frente a frente. Candy se inclinó hacia delante, colocando de nuevo su mano entre las rodillas de Zara, quien apoyó su espalda sobre el respaldo del sillón. Respirando fuertemente, abrió sus piernas, invitando así a que la mano de su jefa profundizase. Candy sonrió y acarició el suave tejido de la media hasta alcanzar cálida piel al descubierto. Apretó suavemente el aductor del muslo, arrancando un gemidito a Zara, que la impulsó a llegar más arriba, hasta tocar la suave braguita.

― Estás chorreando, Zara – susurró, mirándola a los ojos.

― Si… — respondió muy bajito la joven, con los ojos brillando en la penumbra.

Los expertos dedos avanzaron, deslizándose bajo la costura del lateral de la prenda, acariciando la suave ingle depilada y separando uno de los labios mayores. El cuerpo de la jovencita onduló, entregándose a la caricia. El fluido inundó su vagina, empapando aún más la braguita al desbordar. Candy se mordió suavemente el labio, al contactar con la extrema suavidad de aquella flor de carne. Se moría por verla de cerca. Quería comprobar si sería tan rosita su interior, en contraste con la piel canela. Se preguntaba cómo olería, al estar excitada; cual sería el sabor íntimo de aquel icor destilado en sus entrañas.

― Aaaaaaaaaahhh…

Más que un gemido fue un largo suspiro de abandono, de entrega. Zara cerró los ojos y empujó con las caderas, para sentir mejor aquel dedo intruso que la subyugaba. “¡Que ricura de niña! Es una ninfa.”, pensó Candy, notando como su pantalón se mojaba. Sus braguitas eran incapaces de contener la humedad que surgía de su sexo.

Las manos de Zara acariciaron el brazo que su jefa mantenía sepultado entre sus piernas y, como de paso, saltaron hacia el cordón que mantenía el corpiño de Candy cerrado. Los ágiles dedos se afanaron para deshacer el nudo y tironearon, ansiosos, hasta que el oscuro y brillante tejido quedó abierto. Zara posó sus entrecerrados ojos sobre los redondos y bellos pechos que colgaban cerca de ella. No estaban totalmente al aire, pero tenía suficiente espacio para introducir una mano. No tardó en apoderarse de uno, que resultó ser extremadamente suave. A sus treinta y pico años, el pecho de Candy había perdido la dureza de la juventud, pero los cuidados y el ejercicio diario lo mantenía lo suficientemente terso y erguido como para ser todavía adictivo. Pellizcó el pezón, que no tardó en endurecerse. Notó que su jefa respiraba más profundamente y sonrió, feliz.

Por su parte, abrió aún más sus piernas, posando una rodilla sobre el asiento del sillón, cuando el dedo de Candy acarició su clítoris, sacándolo de su capuchón de carne. Fue su turno de morderse el labio, conteniendo un quejido que habría, sin duda, llamado la atención. No es que fuera algo extraño en aquel ambiente, pero, simplemente, Zara no estaba habituada a algo tan público. Quería quedarse quieta, para que su jefa pudiera acariciarla sin llamar la atención, pero sus caderas parecían pensar otra cosa. Bajo los dedos de Candy, oscilaban y se encrespaban, como olas en una furiosa tormenta. Su pelvis se alzaba, tratando de agudizar el contacto, de alargar las formidables sensaciones que experimentaba.

― Me… voy a… correr – jadeó, en un punto en que sus caderas temblaron, enloquecidas.

― Hazlo, mi vida… córrete para mí – la incitó su amante.

Y pellizcando fuertemente uno de los pezones de Candy, la jovencita dejó escapar un gemidito, largo y continuado, que enloqueció a la primera. Se corrió con una feroz contracción de su pelvis, que apartó los dedos conmocionadores. Jadeó al recuperar el aliento tras los segundos en que el éxtasis le hizo contener la respiración, y, finalmente, abrió los ojos, echando una agradecida mirada a Candy.

― Eres bellísima, Zara – le sopló.

― Gr… gracias… llévame a tu… casa…

Candy sonrió, compartiendo su deseo. Aquello solo había sido el aperitivo; ahora estarían a solas, en la intimidad.

El chofer tardó apenas ocho minutos en llevarlas desde el Village a TriBeCa, que es donde Candy tenía su apartamento. Dos minutos más en atravesar el vestíbulo y tomar el ascensor hasta el cuarto piso. Durante ese trayecto, Zara quedó casi desnuda, y entraron en el amplio apartamento, besándose con voracidad, hasta caer sobre la gran cama del dormitorio principal. Fue más una batalla que un encuentro amoroso. Candy estaba muy excitada, con ganas de gozar. Zara, por su parte, estaba algo más calmada, gracias al orgasmo que experimentó minutos antes, y pretendía dejar constancia de que ella también conocía el tema.

El resultado fue algo crítico, ya que sacó a flote la vena sádica de Candy. En cuanto deslizó el amplio pantalón a lo largo de sus piernas, la casi rubia señorita Newport hizo que Zara se arrodillara en el suelo, en un lateral de la cama, y ella se sentó sobre el colchón, con las piernas abiertas. Atrapó el elaborado moño de Zara con furia, atrayendo el rostro de la joven entre sus piernas. Autoritaria y exigente, le hizo entender, sin una palabra, que debía contentarla ya, sin más pérdida de tiempo.

La rosada lengua de Zara se aplicó con eficacia y deseo a la tarea, haciendo que su jefa alzara el rostro hacia el techo y cerrara los ojos, degustando el placer que atravesaba todo su cuerpo. Sus manos seguían aferrando el moño de su pupila, acabando de deshacerlo. Las trencitas rasta volvieron a desparramarse por la espalda de la joven, sin que ella abandonara su grata tarea.

― ¡Oh, si! ¡Oh Dios… Ssssiiii! ¡Que bien lo haces, cariño! – exclamó Candy, dejándose caer de espaldas sobre la cama.

La lengua de la mulatita abarcaba desde el centro de sus abiertas nalgas, hasta el pequeño pero endurecido clítoris, en largas pasadas que humedecían toda su sensible piel. No es que fuera una técnica demasiado depurada, pero las ansias que Zara mostraba, la necesidad que tenía de complacer a su jefa, enloquecían a Candy.

Con la llegada del éxtasis, Candy perdió la coordinación. Sus piernas se encogieron, atrapando el rostro de la joven contra su pubis. Su espalda se encorvó en un fuerte espasmo, que contrajo su cuerpo.

― Fffugbrraaaaa… – gimió como un galimatías.

Dejando tiempo a su jefa para reponerse, Zara se puso en pie, se quitó las sandalias y acabó de desnudar a la inmóvil mujer, que yacía sobre la cama.

― Hay champán frío… en el frigo… sirve unas copas, cariño – musitó Candy, sin abrir los ojos.

― Claro que si. Tú descansa, repón fuerzas que queda mucha noche aún – rió Zara, saliendo del dormitorio.

― Guarraaa…

Tras brindar por los sucesivos orgasmos, arrodilladas sobre la cama, las chicas volvieron a besarse apasionadamente.

― Eres maravillosa – lisonjeó Candy.

― Sé mi maestra, por favor – murmuró Zara a su oído, totalmente encandilada. Ya ni se acordaba para qué estaba allí, solo sabía que uno de sus deseos más afirmados se estaba cumpliendo.

― No quiero un rollo de esos… maestra y pupila… quiero que seamos una pareja, Zara…

― ¿Una pareja? – la mulatita se separó, mirándola seriamente. — ¿Quieres un compromiso? ¿De igual a igual?

― Si. ¿De qué te sorprendes?

― Nunca has tenido una pareja. Ni hombre, ni mujer – se asombró Zara.

― Nunca había conocido a alguien como tú – sonrió su jefa, acariciándole un pómulo. — ¿Qué me dices?

Las manos mulatas tomaron una de las suyas, apretándola contra su pecho. Zara asintió, con una gran sonrisa.

― Soy tuya – le contestó.

― Amor mío…

Candy la tumbó sobre las sábanas de seda y cubrió todo su cuerpo de húmedos besos, sin prisas, poniendo todo el empeño que su corazón irradiaba.

― Quiero follarte – le dijo, besándola en la punta de su naricita.

― Haz conmigo lo que desees – contestó Zara, inmersa en su nube de algodón sentimental.

Candy abrió uno de los cajones de la mesita auxiliar y sacó uno arnés que llevaba insertado un realista pene de suave silicona y látex. Se lo puso a la cintura, con pericia, acoplando contra su clítoris un suave bulto que contenía una bola vibratoria.

― Ya veo que lo decías de forma literal – rió Zara.

― Ya verás. Te gustará…

Embadurnó el falso pene con un chorreón de gel lubricante, que sacó del mismo cajón, y limpió sus dedos insertándolos en la vagina de la joven.

― Aún está mojado. Mejor – dijo.

― Me tienes loca – murmuró Zara. – Métemelo ya…

Más fácil decirlo que hacerlo. Aunque el apéndice de silicona no era de un tamaño desmesurado –apenas unos quince centímetros y un grosor de tres— la vagina de Zara no era un paso frecuentado por tales utensilios, por lo que estaba bastante cerradita. Pero el deseo superó ese obstáculo, empujando ambas con sus caderas, una gruñendo, la otra mordiéndose el labio.

― Así, cariño… toda dentro – murmuró Candy.

― ¿Ya… está? La siento muy adentro…

― ¡Te estoy follando, mi vida! ¡Como me gustaría tener una de verdad para preñarte!

― Diossss… ¡Que morbo me das!

― Creo que tuve que ser un tío en otra vida – sonrió Candy, antes de comenzar un ritmo más duro.

Colocó las piernas de Zara sobre sus hombros y empujó más fuerte, con mayor acceso a su vagina. Estaba de rodillas, lanzando sus caderas hacia delante, con fuerza. La jovencita se quejaba dulcemente. Cada gemido actuaba como un gatillo para la mujer, enervándola, excitándola. El pene de plástico entraba hasta el fondo, haciendo que el cuerpo de Zara temblase a cada envite. Ambas se miraban fijamente a los ojos, atentas a las expresiones de placer. Zara se pellizcaba un pezón con una mano; con la otra atrapaba, alternamente, los de su nueva novia.

Tenía los ojos entreabiertos, chispeando de lujuria. Sus cejas marcaban una expresión suplicante, a caballo entre “acaba ya, que me corra” y “empieza de nuevo, hasta el amanecer”. Sus gruesos y definidos labios permanecían entreabiertos, en un eterno puchero, como si quisiera decir algo, pero no se atreviera.

El corazón de Candy explotó de amor, por primera vez en su vida. Verla así le hizo entender que la amaba realmente: ¡por fin había encontrado el amor! Estaba dispuesta a matar por ella. La vibración de la bola sobre su clítoris, a cada embate de sus caderas, la estaba matando. Se había corrido ya dos veces, silenciosamente, pero no podía detenerse. Aquellos gestos de éxtasis que se dibujaban en la hermosa faz de su amor, no la dejaban. ¡Quería dibujar más pucheritos en su rostro!

Zara le echó los brazos al cuello, gritando apenas sin fuerzas, sin atreverse a cerrar los ojos y, así, apartar la mirada:

― Cari…ño… ya… ¡YA! Me c-corro… mmm… CORROOOOOOO… aaaaahhhhh… iiiihhiiii…

― … y yo… jodida negrita… de mi c-corazón…

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― ¿Así que Faely te ha ido con el cuento? – dijo Phillipe, escanciando vino en las dos copas.

― ¿Qué te esperabas? ¿Qué se fuera contigo sin decírmelo? Ha pasado diez años bajo mi yugo…

― Seguro que no fueron tan intensos como los pocos que pasó conmigo – sonrió, entregándole una copa a Candy Newport, quien la depositó en la mesita, sin tocarla.

Era la hora del brunch del domingo y ambos se habían reunido en la suite del chileno, a petición de la ex modelo. A los ojos del hombre, Candy estaba radiante. Vestida como una férrea domina, con el pelo bien apretado y tirante en una alta cola de caballo, y un ceñido vestido de oscuro paño, que le llegaba hasta los estilizados y altos botines. En cambio, Phillipe vestía desenfadado. Unos jeans nuevos y un pullover de marca, pero su sardónica sonrisa siempre estaba presente.

― ¿Quieres a Faely? Pues haz tu oferta. Recuerda que Manny pagó un alto precio por ella. Procura no ofenderle.

― Hablando de Manny, ¿qué tal le va al viejo? – preguntó Phillipe, tomando un canapé de mojama con los dedos.

― Se ha retirado un tanto del frente, pero sigue bastante activo para su edad. De hecho, te envía saludos – dijo ella, con otra sonrisa.

― Ah, ya veo. Sabe que estás aquí.

Aquello parecía una críptica partida de ajedrez. Cada uno revelaba sus movimientos con parsimonia y evidente emponzoñamiento, procurando atrapar al otro en un renuncio.

― Haré la misma oferta que le he hecho a ella. Poseo bastante material fotográfico y una o dos grabaciones que, sin duda, pueden comprometerte, e incluso a Manny. Os entregaré todo el material a cambio de Faely – Phillipe mostró finalmente sus cartas.

― ¿Por qué has tardado tanto tiempo en reclamarla?

― Otros asuntos reclamaban mi atención…

― Ya veo. ¿Convertirte en un hombre de familia era más importante?

― Digamos que si – respondió él, frunciendo algo el ceño.

― ¿O bien envolverte en la armadura de la fortuna de tu suegro?

Phillipe chasqueó la lengua. No le gustaba el tono de la ex modelo. La mujer demostraba que le había investigado, pero se sentía seguro, así que la dejó seguir. Candy sacó una carpeta de papel de su bolso y la dejó al lado de la bandeja de canapés.

― ¿Qué es eso? – preguntó Phillipe.

― Tu familia – respondió ella, con voz neutra.

― ¿A qué te refieres? – preguntó él, abriendo la carpeta.

Candy le dejó leer, que se empapara de cuanto habían descubierto los sabuesos periodísticos de Manny Hosbett sobre las andanzas de Phillipe Marneau-Deville. Sonrió levemente cuando notó como la expresión del hombre se nublaba y sus manos temblaron, sujetando la carpeta marrón.

― ¿Qué significa…? – barbotó el chileno.

― Pues viene a decir, más o menos, que si no te largas de Nueva York en este momento, sin Faely por supuesto, toda esa información irá a parar a manos de la familia de tu esposa. El ser el padre del único vástago masculino te ha permitido mantener el control del fidecomiso de la vasta fortuna de tu difunto suegro, al menos hasta que tu hijo tenga la mayoría de edad. Pero, ¿qué pasaría si los familiares de tu esposa, aquellos a los que no les ha tocado más que migajas de esa fortuna, se enteraran de que ese hijo tuyo, no es realmente un Marneau-Deville?

― ¡No puedes demostrarlo!

― Claro está. No te someterías nunca a una prueba de paternidad, pero, por si no te has dado cuenta – dijo ella, señalando los papeles que aún sostenía Phillipe entre sus dedos –, ahí está la declaración jurada de dos médicos y dos enfermeras de la clínica IVI de Valencia, en España. ¿Te suena de algo?

― ¿Cómo has podido saber…?

― No menosprecies nuestro alcance, querido. Aunque hayas viajado hasta Europa para inseminar a tu bella esposa, siempre queda un rastro, sobre todo al obtener una fortuna como la de tu difunto suegro. En el momento en que se demuestre que tu heredero no lleva tu sangre, perderás todo el control del patrimonio. Lo sabes, ¿verdad?

Los hombros de Phillipe se abatieron, sintiéndose vencido. Se dio cuenta que sus enemigos habían encontrado el único resquicio que no podía proteger, su descendencia. ¡Si no se hubiese precipitado a hacerse aquella vasectomía!

― Te irás mañana, renunciando a Faely y a todo este asunto. A cambio, yo guardaré todo esto en un profundo cajón de mi escritorio – explicó Candy, con mucho aplomo.

― Está bien. Tú ganas – murmuró Phillipe.

― Bien, querido. Puedes quemar esa carpeta, es solo una copia. ¡Que tengas un buen viaje! – se despidió la mujer, caminando hacia la puerta.

Esta vez había tenido suerte. Los investigadores de Manny tenían ciertos informes, desde hacía unos años, que les han permitido profundizar más en esa historia. De otra manera, ella hubiera perdido a su esclava. En verdad, no era eso lo que le importaba. Aunque Faely la había servido impecablemente, empezaba a cansarse de ella. No le hubiera importado venderla o cambiársela a Phillipe, pero no podía soportar la audacia y pretensión del sudamericano. ¿Quién se creía que era para quitarle, a ella, uno de sus juguetes?

De todas formas, esto tenía que servir a Candy de lección. Había confiado demasiado en el poder de su círculo y, por ello, han estado a punto de sorprenderla. Debía mantener sus activos controlados y puestos a cubierto, por si misma.

Ahora, más tranquila, tenía que contarle a su amada que su madre le pertenecía desde hacía años. Y eso era algo que le empezaba a dar miedo…

CONTINUARÁ…..

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