CASANOVA: (12ª parte)
POR FIN, MI HERMANA…
Había sobrevivido. Había logrado soportar el castigo con notable entereza y determinación, como un hombre (y una mierda, si no llega a ser por Dickie y María, me muero). Bueno, daba igual, lo cierto era que por fin se había acabado mi suplicio, y yo, tras todos los sucesos de esos meses, había salido muy reforzado mentalmente… y sexualmente.
Las cosas volvían a pintar muy bien, pues al lograr que readmitieran a Tomasa, las criadas habían quedado tremendamente impresionadas, por lo que volvían a convertirse en presas fáciles. Si a esto le uníamos que María empezaba a tratarlas con educación y amabilidad, en vez de ser la tirana que siempre había sido, yo me había convertido para las chicas en algo así como un ídolo al que adorar. Y ese ídolo quería de ellas una sola cosa…
Como dije al final del anterior capítulo, pasaron unos días en los que no me acerqué a las chicas para nada, pues tras tanto tiempo sin mojar, la monumental orgía con María y Tomasa me había dejado derrengado, y no me veía capaz de satisfacer por completo a una mujer (lo que hubiera supuesto un mazazo para mi orgullo).
Y no crean que fue fácil resistirse, pues incluso antes del levantamiento del castigo, las criadas decidieron “agradecerme” tanto la readmisión de Tomasa como el cambio de actitud de María, así que se dedicaron a intentar cazarme.
¡Qué días! Imagínense a un grupo de hembras hermosas y lujuriosas persiguiendo a un pobre chico de 12 años, tratando de agradecerle lo que había hecho por ellas. Además, las chicas pensaban que me había pasado dos meses sin follar, así que habían decidido apiadarse de mí y aliviar mi tensión.
Fueron días de achuchones, restregones, frotamientos, camisas mal abrochadas, faldas subidas impúdicamente… por más que me escondiera, siempre aparecía por allí alguna criada con lúbricos pensamientos que intentaba calentarme lo suficiente para que me decidiera a follármela. Cómo había cambiado todo.
Pero yo no me atrevía. Por un lado estaba lo que he dicho antes, que físicamente estaba lejos de mi mejor momento. Pero había una razón más: mi madre.
Aunque las chicas parecían haberlo olvidado, a mí no me ocurría lo mismo, y tenía muy presente que aún seguía castigado, y que, si bien era grave que mi madre me pillara con una mujer en cualquier momento, lo sería todavía más si sucedía justo cuando estaba a punto de cumplir el castigo.
No les pido que entiendan la lógica de mis pensamientos, pero no pierdan de vista que yo aún era muy niño, y le tenía bastante miedo a mi madre, y por nada del mundo estaba dispuesto a volver a pasar por dos meses de castigo.
Así que hice lo único lógico, procurar estar acompañado a todas horas. Hacía horas extra en clase, ayudaba a mamá con las tareas, acompañaba incluso a mi padre a los almacenes de fruta… lo que fuera para mantenerme lejos de las garras de aquellas lobas, las cuales, pobrecitas, no acababan de entender por qué las rehuía ahora.
Dicen que todo lo bueno se acaba, y yo añadiría que todo lo malo también, así que por fin llegó el levantamiento del castigo. No hubo ceremonia, ni reunión familiar ni nada… simplemente, una mañana mi madre me llamó justo antes de ir a clase con Dickie, después del desayuno, y me dio una pequeña charla en mi cuarto.

Bueno – dijo cuando entré al dormitorio tras ella – Sabes qué día es hoy ¿verdad?
Sí, supongo que te refieres a que hoy se termina el castigo – respondí.

Mamá tomó asiento sobre mi cama y me miró un par de segundos antes de continuar.

Y bien, ¿has aprendido la lección?
Sí, la he aprendido – respondí con presteza.

Ella esbozó una sonrisa cansina, se ve que no me creía del todo.

Ay, Oscar, cariño – dijo abrazándome – ¿qué voy a hacer contigo?

Yo estaba allí apretujado contra ella, con mi rostro aplastado contra las dos magníficas mamas maternas. Me excité un poco, pero logré apartar de mi mente los insidiosos pensamientos que pugnaban por entrar en ella.
Afortunadamente, mi madre me apartó de si, y apoyando sus manos en mis hombros, me miró a los ojos.

¿De verdad ha servido todo esto para algo?

Pensé en mentir, era lo más fácil, pero supe que no era lo que mi madre deseaba. Era mejor decir la verdad, aunque fuera más duro.

Mamá, no sé – dije apartándome de ella y sentándome sobre el colchón, a su lado.
Cuéntame – dijo ella dulcemente.
Quiero ser sincero – proseguí – así que te diré la verdad. Mamá, si me estás hablando de si he aprendido que no debo perseguir a las chicas… pues lo siento, pero no es así.
Comprendo – dijo ella.
Pero si te refieres a lo que hablamos hace dos meses… Que debo tener cuidado y no pensar solamente en mí y medir las consecuencias de mis actos… entonces sí, de eso puedes estar segura.

Mi madre sonrió e inclinándose me besó con ternura en la frente.

Es lo que esperaba de ti – dijo.
Estupendo.
Mira Oscar, te conozco bien… “demasiado bien” sería mejor decir – dijo ella aludiendo a nuestro encuentro incestuoso, lo que me hizo enrojecer – Sé que eres clavado a tu abuelo, y no sé cómo eres capaz de liar a cualquier chica para… bueno, para acostarte con ella.
Yo…
No, cállate y escucha. Sé que te gustan las mujeres y que aquí puedes disponer de unas cuantas a tu antojo, así que no seré tan estúpida para prohibirte que lo hagas, pues no me harás ni caso… Pero recuerda lo que te dije ¿de acuerdo?
Sí mamá.

Esta vez fui yo quien la abrazó con fuerza. La quise mucho en aquel momento. No todas las madres serían capaces de ser tan comprensivas con sus hijos en una situación como esa, pero ella lo fue.
Supongo que nuestra propia historia juntos influyó en su comportamiento, pero daba igual; me dio libertad para disfrutar de la vida, no me cortó las alas. Fue hermoso.
Ella se marchó y yo salí un par de minutos después, tras haber recogido mis libros para la clase con Dickie. Pero al salir, me topé de bruces con Marta y Marina que iban hacia el cuarto de mi hermana.
Aquello me devolvió a la realidad. No todo era felicidad en el paraíso terrenal, había luces y sombras. Y la sombra más oscura era mi deteriorada relación con mi prima y mi hermana. Me odiaban.

Hola – dije torpemente.
Hola – dijo Marina, Marta ni habló.
Voy a clase – dije envaradamente.
Y a mí qué – respondió ella.
Bueno, si así están las cosas… – dije y me dirigí al fondo del pasillo.

Pero la voz de Marta me detuvo.

Estarás contento ¿no?

Me volví y miré a las dos chicas.

¿Por qué? – dije, aunque sabía a qué se refería Marta.
Ya no estás castigado… Ahora podrás tirarte a todas las que quieras ¿no? – exclamó mi prima con fuego en la mirada.

Yo callé unos segundos, mirándolas. Se veían dolidas de verdad, decepcionadas, enfadadas. Y tenían razón. Yo las había usado para mis fines, las había perseguido, seducido sin pensar en las consecuencias. Mi madre tenía razón.

Lo siento. Siento haberos hecho daño. Os juro que no fue mi intención – dije.

Aquello las sorprendió. Esperaban una respuesta seca, una de mis habituales salidas de tono y poder así montar una de nuestras peleas. Aquello las desconcertaba.

Lo siento – repetí.

Y me fui a clase.
Entré a la habitación de Dickie tras llamar a la puerta y darme la institutriz permiso para entrar. Iba con la cabeza en otro sitio, pensando en las chicas y en lo mal que me había portado con ellas, así que estaba distraído, en otro mundo.
Eso hizo que no me fijara en algunos detalles reveladores, que me hubieran dado la pista para notar que allí dentro se cocía algo.
Por ejemplo, Dickie estaba arrebatadora; llevaba un vestido azul, con generoso escote, con una hilera de botones por la parte delantera hasta el borde de la falda. Su pelo estaba recogido en un delicioso moño, con algunos bucles sueltos, resbalando por su cuello.
Pero yo entré allí como un burro, con las orejas gachas y mirando al suelo, atravesando su dormitorio con un simple “hola” sin detenerme a contemplar el impresionante monumento de mujer que allí había.
Aquello molestó un poco a la institutriz, sorprendida de que yo, habitualmente tan lascivo, hubiera pasado olímpicamente de ella. Desconcertada, me siguió al cuarto anexo, el que hacía las veces de aula, donde yo ya había tomado asiento y me encontraba disponiendo mis libros, como hacía cada mañana.
Dickie entró al cuarto y cerró la puerta tras de si, mirándome en silencio unos segundos. Por fin, quizás dándose cuenta de que algo raro me ocurría, caminó hasta situarse junto al encerado, procediendo a borrarlo de los restos de las clases del día anterior.

Oscar – dijo entonces – Si eres tan amable de sacudir el borrador.

Aquella era una tarea normal para mí, sacudir el borrador de restos de tiza por la ventana. Con la cabeza en mis cosas, me acerqué a Helen para recoger el borrador, pero ella, simulando torpeza, lo dejó caer al suelo.

¡Oh, qué torpe soy! – dijo con voz aterciopelada.

Lentamente se inclinó para recoger el borrador del suelo, de forma que el escote de su vestido se abrió levemente, revelando a la vista de cualquiera las dos maravillas de la creación de que estaba dotada la maestra, embutidas en delicada lencería.
Pero yo, imbécil redomado, ni siquiera me di cuenta de aquello, sino que me agaché junto con la institutriz y recogí el borrador, sin darme apenas cuenta de que Helen se hubiera inclinado.
La maestra se puso en pié, mirándome desconcertada, mientras yo, pensativo, sacudía el borrador por la ventana abierta. Una vez limpio el artilugio, se lo devolví a la profesora, que se quedó mirándome con él en la mano, mientras yo regresaba a mi asiento.

Oscar, ¿estás bien? – me dijo.
Sí, sí, señorita. Cuando quiera.

Helen, completamente descolocada, no sabía ni qué hacer, no comprendía qué sucedía. Durante los dos últimos meses, ella había sido mi único sustento en materia sexual, cada mañana yo entraba como un lobo a sus clases, deseando al menos obtener el alivio que sus habilidosas manos me procuraban. Ella había arriesgado su trabajo tratando de ayudarme, descargando mis pelotas a base de escondidas pajas, con el miedo perenne en el cuerpo de que mi madre nos pillara y la despidiera; y ahora que no había castigo… ni la miraba.
Desconcertada, decidió comenzar la clase, aritmética si no recuerdo mal, así que ella apuntó una serie de operaciones en la pizarra, para que yo las resolviera en mi cuaderno.
Como un zombi, copié las cuentas y comencé a resolverlas, mientras que la profesora me contemplaba extrañada.
La cosa pudo terminar ahí, pero ella, según me dijo luego, había esperado con ansia aquel día, y además, no estaba dispuesta a permitir que ningún hombre fuera capaz de resistirse a sus encantos.
Por si algún despistado no entiende lo que pasaba, simplemente diré que Helen Dickinson había decidido echarme un buen polvo aquella mañana, para celebrar que mis dos meses de castigo habían concluido, y desde luego, no iba a ser yo quien le impidiese hacer lo que se había propuesto.
Así que la calenturienta profesora se decidió a atacar más a fondo. Lentamente, caminó hasta situarse a mi espalda, para observar cómo resolvía las operaciones mirando por encima de mi hombro. Permaneció allí un par de minutos, hasta que poco a poco, el delicado perfume que la mujer se había puesto esa mañana comenzó a envolverme, enervándome notablemente.
Aunque suene estúpido fue justamente eso lo que me hizo despertar. ¡Coño! ¡Que tenía a miss Dickinson enterita para mí! Con el rabillo del ojo, la contemplé cuidadosamente, echando un disimulado vistazo por el canalillo de su vestido. Aquello bastó para hacerme olvidar mis otros problemas, y poner toda mi atención en el que ahora se me presentaba.
Seguí haciendo cuentas unos minutos, esperando a ver qué hacía la maestra. Pero ella simplemente se mantenía tras de mí, levemente inclinada, revisando con atención mis deberes. Comprendí que quería jugar un poco, así que hice lo que ella estaba esperando… me equivoqué en una operación.

Espera Oscar – dijo mi maestra echándose hacia delante – Ahí has fallado…

Mientras hablaba, se inclinó de forma que su generoso busto quedó apretado contra mi hombro. Yo, por supuesto, me eché un poco para atrás, para apretar aún más contra mí aquellas magníficas mamas. Helen comprendió que yo por fin había despertado, y aunque yo no podía ver su rostro, juro que noté cómo sonreía.
La muy pécora continuó apretando sus senos contra mí mientras corregía la operación, y yo claro, seguí echándome hacia atrás para sentirlos mejor.

Señorita, es que no entiendo bien esto – dije suavemente.
¿El qué? ¿Esto? – dijo Helen – ¡Pero si es muy fácil!

Mientras decía esto, la institutriz se incorporó, despegándose de mí, pero dejó una de sus manos apoyada en mi hombro.

Bueno, lo repasaremos otra vez – dijo.

Se deslizó por detrás mía para sentarse a mi lado (como hacíamos por las mañanas, cuando se dedicaba a pajearme) y deslizó descuidadamente la mano que reposaba en mi hombro por mi cuello, acariciándolo, hasta alcanzar el otro hombro para usarlo como apoyo para sentarse. Fue un movimiento dulce, sensual, que hizo que una corriente eléctrica me recorriera de la cabeza a los pies y provocó que se me erizara el vello de la nuca.
Yo me eché para un lado en el banco amplio en el que estaba, dejándole sitio a Helen para que se sentara a mi lado. Ella así lo hizo, quedando los dos muy juntitos, con su espléndido muslamen bien apretado contra mi pierna.

Dime, ¿qué es lo que no entiendes? – susurró con la vista clavada en el cuaderno.

Comprendí que quería jugar un poco, así que le señalé una operación con el dedo, sin importar cual, pues estaba absolutamente concentrado en mirar de reojo a mi hermosa profesora.
Ella comenzó a explicarme la operación, pero mientras lo hacía, movía suavemente su pierna, frotando muy levemente su muslo contra el mío. Yo la dejaba hacer, consciente de que ella tenía algo en mente y deseoso de averiguar qué era.

Bien, ¿lo has entendido? – dijo de repente.
¿Eh? Sí, sí – contesté sorprendido – Ya lo entiendo.
Estupendo, ahora hazlo tú.

Mientras decía esto, me alargó el lápiz, pero sus “torpes” dedos lo dejaron caer, de forma que fue a parar debajo de la mesa.

Yo lo cogeré – dije rápidamente con ominosos pensamientos en mente.
No, no déjalo – dijo Dickie con ideas similares en la cabeza – Tú coge otro y ve haciendo la cuenta.

Obviamente no protesté. Helen se arrodilló en el suelo, simulando buscar el lápiz, pero claro, no lo encontraba. La situación, que ya de antes me estaba excitando, se volvía cada vez más erótica, pues yo sabía perfectamente lo que iba a pasar, así que mi pene fue levantando su cabeza dentro del pantalón, formando un apreciable bulto, que era lo que mi institutriz deseaba.

¿No lo encuentra? – dije juguetón.
No, debe estar por aquí, pero tú sigue con lo tuyo.

Mientras decía esto Helen había desaparecido bajo la mesa, quedando oculta por el mantel que la cubría. Yo casi temblaba por la expectación, deseoso de que la cosa se pusiera en marcha ya, y Helen no me decepcionó.

¡Ya lo he encontrado! – exclamó desde debajo del mantel.
Estupendo – respondí con un hilo de voz.

Entonces noté las manos de la mujer sobre mis muslos y ella surgió de debajo del mantel justo entre mis piernas, quedando frente a frente con mi masculinidad.
La miré expectante, estaba preciosa, con el pelo un poco revuelto y los ojos brillantes, mirándome desde abajo. Además, llevaba el lápiz en la boca, atrapado entre sus dientes, mordiéndolo con fuerza, y no sé por qué, pero eso me excitó todavía más.

Hoghla – farfulló con el lápiz en la boca.
Hola – respondí yo.

Desvió entonces la mirada y la llevó a la zona de conflicto, encontrándose con que el cohete estaba a punto de despegar. Sonrió entonces, aún con el lápiz atrapado, quedándose mirando mi bulto.

Veo que lo has encontrado – dije por decir algo.

Ella giró la cabeza hacia un lado y escupió el lápiz al suelo, tornando a mirar mi erección de nuevo.

Sí – respondió – pero creo que he encontrado otro más grande.

E incrustó su rostro contra mi entrepierna. Yo, sorprendido, di un respingo y traté de sujetar su cabeza, pero sin mucha convicción.

¿Qué está haciendo? – exclamé – ¡Dios! ¡Me ha mordido!

Efectivamente, Dickie se había lanzado como una leona sobre su presa, y se estaba dedicando a chupar, lamer y sobre todo morder la más delicada zona de mi anatomía pero… ¡por encima de la ropa! Yo notaba cómo sus dientes daban delicados mordisquitos sobre mi miembro, notando cómo las prendas se incrustaban contra él y lo frotaban. Aquello era nuevo para mí, aquel ansia, aquel deseo, aquella lujuria… Helen era la mejor.
Poco a poco fue subiendo por mis caderas, arrancando los faldones de mi camisa, sacándolos del pantalón para desnudar así mi vientre e ir chupándolo y besándolo. Yo poco podía hacer, salvo dejarme devorar y perder mis dedos en los ensortijados cabellos de Dickie.
Ella seguía lamiendo y besando, mi vientre, mi pecho, subiendo poco a poco. Entonces sus manos se posaron sobre mi pene, aún encerrado, y comenzaron a pajearlo por encima del pantalón, estrujándolo con fuerza. Yo seguí acariciando el pelo de Dickie, pero, al igual que ella, cada vez me iba volviendo más violento, más salvaje. Ya no deslizaba mis dedos entre sus bucles, sino que los agarraba y tiraba con violencia, logrando apartar un segundo el rostro de aquella leona de mi cuerpo, para poder mirarla a los ojos. Pero ella no sentía dolor, pues volvía a echarse hacia delante, mordiéndome, devorándome.
Por fin logré atraerla hacia mí, quedando nuestras bocas muy próximas. Nos miramos unos segundos, jadeantes y nos abalanzamos uno contra el otro fundiéndonos en el más libidinoso de los besos. Su lengua se hundió en mi boca, llegándome hasta el fondo, buscando la mía con frenesí, siendo correspondida con creces.
Sus manos apretaron con fuerza mi pene, hasta casi hacerme daño, y finalmente lo soltaron, comenzando a pelearse con los botones del pantalón para liberar al fin al prisionero de su encierro.
Dickie, que estaba de rodillas entre mis muslos, se enderezó todavía más, apretando aún más su cuerpo contra el mío, estrujando mi polla ya libre entre nuestros vientres. Mientras, seguíamos besándonos con furia, hasta que sus manos fueron despojándome de la camisa, dejándome el torso desnudo.

Y claro está, mis manos no permanecieron ociosas. Como estábamos tan pegados era difícil agarrarle las tetas, así que me dediqué a acariciarle la espalda, hasta que llegué a su soberano trasero, que amasé con pasión por encima del vestido.

Ella comenzó entonces a deslizar sus manos por mi espalda, acariciándome, arañándome (menudas marcas me dejó), hasta que en una de las pasadas me hizo auténtico daño, por lo que me quejé.

¡Ay! – exclamé aún con su lengua en mi boca.
¿Qué te pasa?
¡Coño! ¡Que me has hecho daño! – dije llevando una mano a mi espalda para ver si me había hecho algo.
¡Qué delicadito eres! – exclamó Dickie mirándome furibunda.

Me quedé un poco sorprendido por su respuesta, y ella debió leerlo en mis ojos, pues se echó a reír.

¡Ay! Oscar, perdona… – dijo sin para de reír – Me dejé llevar. Es que hace tanto tiempo que esperaba esto…
Vaya, gracias – respondí – Es que no me esperaba que te pusieras tan… cachonda.
Pues anda que tú – dijo ella dándome un pellizquito cariñoso en la punta del capullo, que seguía por allí empalmado.
¡Ay!
¿También te duele eso? – dijo Helen, zalamera.
Bueno…
Pensé que te gustaría…
Me gustan más otras cosas – respondí, aunque aquello me había encantado.
¿Sí? ¿El qué? Pensé que te gustaba todo lo que yo te hacía.
Sí, y así es… Es sólo que llevo tanto tiempo sin follar… – mentí – Que preferiría algo un poco más… dulce.
De acuerdo.

Tras decir esto, Dickie se acercó poco a poco a mi entrepierna y delicadamente, agarró mi falo por la base, comenzando a pajearlo muy despacito.

¿Esto te gusta más? – dijo mirándome.
Bueno… No está mal.
¿Y esto? – preguntó dándome un besito en la punta del capullo.
Uffff… Sí.
¿O prefieres esto? – susurró mientras daba un delicioso lametoncito a lo largo de mi pene.
Ummm… mejor – dije cerrando los ojos.
¿O esto?

Mientras decía esto, Helen engulló mi falo por completo. Pude notar cómo mi picha iba centímetro a centímetro siendo recibida por la golosa boca de mi institutriz, empapándose en el calor, en la humedad de las profundidades de su garganta, hasta que su rostro quedó absolutamente incrustado en mi entrepierna. Se quedó allí casi un minuto, con mi polla enterrada hasta el fondo, juro que hasta noté su campanilla. Fue increíble, casi me corro sólo con eso, pero afortunadamente, ella comenzó a retirarse, deslizando suavemente sus labios por todo el tronco a medida que éste emergía de su boca.

¿Te gustó eso más? – dijo entonces.

Yo sólo acerté a resoplar y asentir con la cabeza.

Bien, pues sigamos.

Y comenzó a mamármela.
Era maravillosa. Su boca era una auténtica artista, en provocar sensaciones, en chupar, en lamer, en humedecer. La cabeza me daba vueltas, mi mente se vio invadida por imágenes de Dickie chupándosela a mi abuelo, al cura de su internado, al amante de la estación… Me sentí feliz, era uno de los elegidos, uno del reducido grupo de hombres (aunque quizás no fuese tan reducido) que habían sido suficientemente afortunados para que los labios de aquella diosa se dignaran a recibir su polla.
Era imposible aguantar aquello durante mucho rato, así que empecé a notar los síntomas de una inminente erupción.

He… Helen – acerté a farfullar.
¿Ummm? – dijo ella con la boca llena de polla.
Me… me… co… – no podía ni hablar.

Pero ella me entendió, así que se la sacó por completo de la boca. Apoyó entonces mi pene contra su mejilla, y comenzó a acariciármela con el rostro, como si fuese una gatita, mientras clavaba su mirada en mi rostro.

Así me gusta – dijo – Que avises antes. Bien, como has sido bueno…

Y tras decir esto volvió a engullir mi polla por completo, pero esta vez, en vez de dejarla deslizarse entre sus carnosos labios, la dejó resbalar entre sus dientes, de forma que yo los sentía perfectamente arañando mi falo. Ya no pude más.

Heleeeeeeeeeen – siseé mientras me corría.

Ella se agarró con firmeza a mis muslos, manteniendo mi polla bien enterrada en su boca, recibiendo así mi tremenda lechada directamente en la garganta, tragándola casi por completo. Pero la corrida fue tan intensa que finalmente no pudo aguantar, así que tuvo que sacársela de la boca, de forma que los últimos disparos fueron a parar a su cara y a su vestido.
Helen sacó entonces un pañuelo, y muy discretamente, escondió el rostro en él para escupir los restos de semen que no había sido capaz de tragar. Finalmente se limpió también la cara, y se volvió hacia mí. Tenía los ojos un tanto enrojecidos, supongo que porque casi se ahoga.

Vaya – dijo – Creí que podría con todo.
Lo… lo siento.
No, si no es culpa tuya. Sé que a los hombres o excita mucho correros dentro, así que pensé en hacerte un regalito, pero ha sido demasiado.
Helen – dije besándola tiernamente – No tienes que hacer cosas como esa para complacerme. ¿Te acuerdas de lo que hablamos? El sexo debe ser placer para ambos, no que uno haga algo que no desea para darle gusto a su pareja. Cualquier cosa que te haga sentir mal a ti, también me hace sentir mal a mí.

Me miró unos instantes, sonriente, antes de volver a besarme.

Me encanta cuando dices cosas como esa. Me hacen sentir especial – me dijo.
Me encanta cuando te refieres a mí como hombre.
Es que eres más hombre que cualquiera que haya conocido.

Y volvimos a besarnos. Ella me echó las manos al cuello y yo puse las mías en su espalda, besándonos y acariciándonos con auténtico cariño. No sé cuánto duró aquel beso, pero lo que estaba claro es que mi picha no iba a durar mucho tiempo dormida, sobre todo con aquel esplendoroso y caliente cuerpo de mujer estrujándose contra ella.
Cuando Dickie notó mi erección se apartó de mí, echando un vistazo hacia abajo.

Vaya, vaya, parece que hemos despertado a nuestro amiguito – dijo.
Sí, es que tiene el sueño muy ligero – respondí.

Helen se rió de mi chiste, y sonriendo dijo:

Pobrecito, habrá que dormirlo otra vez.
Sí, pero primero tú.

Me puse de pié y asiendo a Helen por las manos la ayudé a incorporarse también. Entonces, con un brusco movimiento, despejé la mesa de libros y cuadernos, regando el suelo con ellos y con delicadeza, guié a Dickie para que se sentara sobre ella. Yo, por mi parte, volví a mi asiento, que acerqué a la mesa para quedar justo frente a las rodillas de la mujer.

Bueno, bueno – dijo Helen – ¿Qué tienes en mente?
Como si no lo supieras – respondí, arrancándole una sonrisa.

Sin apartar mi mirada de su rostro, así el borde de su vestido, comenzando a abrir los botones desde abajo, muy despacio. Sus piernas, embutidas en unas finas medias iban apareciendo frente a mí, levemente separadas, para no entorpecer la visión del delicado tesoro que yo buscaba. Yo, con delicadeza, metí mis manos bajo su falda, acariciando sus muslos, hasta encontrar el borde de sus medias y poder deslizarlas lentamente, quitándoselas.
Seguí con los botones…Uno… dos… cada vez me acercaba más a mi codiciado objetivo, hasta que por fin, abrí el que quedaba justo a la altura de su entrepierna, descubriendo al fin lo que buscaba: El coño de mi maestra.
Ahogué un gemido de sorpresa, pues resultó que mi elegante institutriz inglesa iba sin bragas, lo que me calentó todavía más.
Hacía meses que no lo veía, y me pareció aún más hermoso de como lo recordaba. Poblado de rubios cabellos, sin depilar, de labios gruesos, entreabiertos, mojados, la cuna de todos los placeres.
Mi pensamiento inicial era desnudarla por completo, abriendo todos los botones de su vestido, pero aquel formidable chocho me fascinó, hipnotizándome, así que me olvidé del vestido (que quedó abierto hasta la cintura, con los faldones colgando a los lados) y hundí el rostro entre los muslos de la maestra, respirando profundamente el delicioso aroma de mujer.

Helen, ¿te has echado perfume por aquí? – pregunté al notar un olor extraño.
N… no – balbuceó la inglesa, indicando a las claras que sí lo había hecho.
Vaya, chica, pues entonces el coño te huele a rosas – dije riendo.
¡Guarro! – exclamó la institutriz, un tanto molesta.

Pero yo no le di oportunidad de protestar más, pues me zambullí de cabeza entre sus muslos, apoderándome de su coño con labios, lengua y dientes.

¡AAAAHHH! – gimió la mujer.

Yo me apliqué a comérselo, deleitándome con el jugoso coño de la inglesa, empleando todo mi arte en materia de sexo oral. Sujeté sus muslos con mis brazos, manteniéndolos quietos y bien separados, para tener su chocho a mi completa disposición.
Helen, disfrutando como loca, se abandonó al placer, tumbándose por completo sobre la mesa y dejándome hacer, dedicándose exclusivamente a gemir y suspirar.

¡Diosssss! ¡Qué buenooooooo!

Pero entonces, un imprevisto pensamiento asaltó mi mente. ¡Mi madre! Si nos pillaba así me mataba.
Interrumpí mi almuerzo, y alcé la cabeza para mirar a Helen, con los jugos de la inglesa resbalando por mi barbilla. Ella, sorprendida, alzó un poco la cabeza y me preguntó con educación exquisita:

¿Estás gilipollas o qué? ¿Por qué coño te paras?
Verás, Helen – dije titubeante – Estaba pensando… ¿Y si a mi madre le da por pasarse por aquí como suele hacer últimamente?

Helen se quedó callada, mirándome durante un segundo.

Eres un cabrón, cuando te la chupaba yo a ti no tenías tantos melindres – dijo.

Me sentí mal porque tenía razón, no sabía ni qué decir.

Lo siento, es verdad. Es que… no podía pensar… lo hacías tan bien…

Helen se rió un poco antes de tranquilizarme.

Ay, Oscar. No tienes de qué preocuparte.
¿Qué?
Sí, tu madre no va a aparecer por aquí en toda la mañana.
¿Cómo estás tan segura? – pregunté intrigado.
Porque ayer tuve una charla con ella y le dije que hoy iba a follar contigo y que no molestara.
¿QUÉ? – exclamé anonadado.

Al decir esto, traté de incorporarme y sacar mi cabeza de entre las piernas de la mujer, pero ella apretó los muslos impidiéndome escapar.

Alto ahí amiguito, aún no has terminado el trabajo que estabas haciendo. Y yo no te he enseñado a dejar los deberes a medias, ¿verdad? – dijo ella sensualmente.
Pero…
Pero nada, ya te he dicho que está todo arreglado.
Pero… – insistí – ¿Es que mi madre sabe lo que estamos haciendo?
Pues claro, tonto. Y lo que hemos estado haciendo durante el castigo también.
¿QUÉ?
Mira Oscar – dijo Dickie sonriendo – Tu madre es muy consciente de lo increíblemente lujurioso que eres y que dos meses de completa abstinencia eran demasiado para ti, así que me dio permiso para… aliviarte un poco.
No puedo creerlo – dije atónito.
Pues créetelo. Pero eso sí, no podía tener sexo contigo, tenías que cumplir un castigo, así que nos vigilaba discretamente para asegurarse de que no incumplíamos las reglas.
¡Dios mío!

Los pensamientos se arremolinaban como torbellinos en mi mente. ¿Sabría mi madre también lo que le había hecho a María? ¿Y lo del recibimiento a Tomasa? ¿El día del doctor? Les diré, queridos lectores, que nunca supe si así era.
Entonces Dickie, harta de esperar, me metió un poco de prisa.

Venga, chico, tú sigue con lo tuyo – me dijo mientras apretaba con una mano mi cabeza contra su coño.

Y quien era yo para desobedecer a la maestra.
Aún aturdido por la conversación, reanudé mi comida con un poco de torpeza, pero bastaron unos instantes perdido entre los muslos de aquella mujer para devolverme al paraíso terrenal. Contento y más tranquilo, redoblé mis esfuerzos para llevar a Helen a nuevos niveles de placer.
Consciente de que con aquella mujer no valía la dulzura, comencé a darle bien duro, devorándole literalmente el coño, chupando con fuerza su clítoris, que ya había emergido esplendoroso, y por supuesto, hundiendo tres dedos con fuerza en su vagina, recorriendo el interior de la chica con habilidad.
¡Qué comida! Desde luego fue para estar orgulloso. A pesar de las pausas e interrupciones, logré que la inglesita se corriera al menos dos veces hasta que quedé saciado de coño. Me aparté de ella y la miré, excitada, cachonda y sudorosa.
Llevada por el placer, se había literalmente arrancado los botones que quedaban de su vestido, con lo que sus pechos estaban al aire, aún cubiertos por el sujetador de encaje, que estaba ligeramente desplazado, seguramente por el magreo de tetas que la misma institutriz se habría propinado.

¿Te ha gustado? – pregunté poniéndome en pié entre sus muslos.

Helen asintió con la cabeza, incapaz de hablar al parecer. Yo llevé una mano a su entrepierna, que acaricié con fuerza, provocando un nuevo espasmo de placer en el cuerpo de la dama. Deslicé esa mano hacia arriba, hasta llevarla a sus pechos, que amasé firmemente, apartando el sujetador sin quitárselo, liberándolos de su encierro. Se mostraron ante mí, majestuosos, los mejores senos que había yo visto, con los pezones duros, erguidos, deseosos de ser chupados y mordidos.
Por supuesto no me resistí, y sin darle tiempo a la chica de recuperarse, me eché sobre ella, encima de la mesa, apretando mi rezumante polla contra su cálido coño, mientras mi rostro se hundía en medio de sus tetas, deseoso de lamerlo todo. Mis manos se aferraron de aquellas montañas, acariciándolas y estrujándolas con dureza, sabedor de que era así como le gustaba a la chica, absorbí un pezón con los labios, jugueteando con mi lengua en él, probándolo.
Yo ya no podía más, estaba embrutecido, necesitaba metérsela ya, y me dispuse a ello. Eché el trasero un poco para atrás, buscando la entrada de su coño con mi pene, pero el súbito movimiento junto con el peso de dos personas hizo que la mesa se tambaleara, con lo que a punto estuvimos de caernos.
Era lógico, pues aquella era una simple mesa camilla, lejos del imponente mueble de roble del salón, donde yo había celebrado mi última sesión de sexo.

Espera – dijo Dickie apartándome – Aquí vamos a caernos.

Diciendo esto, se bajó de la mesa y se puso en pié. Yo estaba enfebrecido y no comprendía adónde iba; sólo pensaba en meterla ya.

Ven aquí – dije agarrándola y tirando hacia mí.
Espera, tonto, vamos a mi cuarto – dijo ella tratando de zafarse de mis achuchones y caricias.

Pero yo no estaba dispuesto a dejar que se fuera a ningún lado, la quería ya y allí mismo. Me bajé de la mesa y me abracé a su cuerpo, metiéndole mano por todos sitios, tratando de hacer que se inclinara un poco para poder hincársela. Dickie, entre risas, se resistía, tratando de librarse de mis manos, que por momentos parecían los tentáculos de un pulpo. Bastaba con que lograra liberar un pecho o un muslo, para que cuatro manos más la agarraran de otros tantos sitios.
Pero claro, ella era más fuerte, así que, poco a poco, fue logrando arrastrarme hacia el dormitorio, pero yo no me rendía. Parecía un perro en celo, frotando mi erección contra la pierna de la mujer, que, muy divertida, seguía tirando de mí.
Entre risas, Helen tropezó y cayó al suelo, pero lejos de enfadarse, siguió avanzando hacia su cuarto, conmigo prendido como una garrapata. A gatas, como pudo, logró alcanzar el dintel de la puerta que separaba ambas estancias y se agarró a la manija de la puerta, abriéndola. Como yo seguía tirando, se aferró directamente al marco, para hacer más fuerza y evitar que yo la arrastrara de vuelta al aula. Yo, comprendiendo que no iba a lograr vencerla, decidí lanzar un último ataque.
Rápidamente, cogí los faldones de su vestido y los alcé, echándolos sobre su espalda, dejando así su maravilloso trasero al descubierto. Me coloqué tras ella y, hábilmente, situé mi falo en la entrada de su húmeda cueva. Y empujé, clavándosela en el coño desde atrás.

¡AAAAHHH! ¿QUÉ HACES, CABRÓN? ¡ESPERA UN POCOOOOO! – gritó.

Sí, para esperar estaba yo. Sin piedad, comencé a arrearle culetazos, produciéndose un delicioso aplauso entre mi vientre y su trasero. A cada empellón, ella se soltaba un poco más del marco de la puerta, inclinando el torso hacia delante, facilitando mi tarea.
Por fin, claudicando por completo, Helen apoyó la cabeza en el suelo, quedando con el culo en pompa, totalmente abierta a mí. Y yo, como una bestia salvaje, seguí follando y follando, dándole empujones cada vez más vigorosos, disfrutando de aquella hembra tanto como ella de mí.

Uffff, sí, sigue, así… No te pares, ¡MÁS FUERTEEE! – gritaba Dickie.
Toma, zorra, te la voy a meter hasta el fondo – respondía yo.
¡SÍ, HAZLO, SIGUE, FÓLLAMEEEEE!

Pocas mujeres he encontrado en mi vida tan calientes y lujuriosas como Helen Dickinson. Con ella no valían jueguecitos ni tonterías, había que practicar sexo duro y salvaje. Por suerte, para mí eso no era un problema.
Seguí bombeando como loco, resoplando embravecido, follándola con fuerza. Llevé mis manos a su espalda y tironeé del vestido, obligándola a alzar uno de sus brazos para sacarle una manga y repitiendo el proceso con la otra. Arrojé su ropa a un lado y me dediqué a forcejear con el broche del sostén, pues quería desnudarla por completo, todo esto sin disminuir el ritmo de bombeo.
Por fin lo logré y tiré también el sujetador hacia un lado, redoblando entonces mis esfuerzos en aquel coño. Helen aguantaba como podía, con medio cuerpo en cada habitación, resistiendo y disfrutando mis embates.

¡OH MY GOD! ¡I´M COMIIIIIIIING! – aulló.

Alcanzó un nuevo orgasmo, chillando como loca, hasta que noté que sus gritos quedaban súbitamente amortiguados.

Ummmgmmmmammm – siseaba.

Eché la cabeza a un lado, para poder ver qué pasaba, y vi que la muy zorra había clavado sus dientes en su propio brazo, mordiéndose para ahogar los gritos de placer.
Estaba claro que yo no iba a aguantar mucho más, así que aceleré un poco para precipitar mi propio clímax. Helen lo notó, y liberando su brazo, acertó a balbucear:

N…no te co… rras…

La entendí perfectamente a pesar de lo aturdida que estaba mi cabeza, así que se la desenfundé del coño. Pensé en clavársela en el culo y correrme allí, pero vi que su ano estaba muy apretado por la tensión y el esfuerzo que habíamos realizado y comprendí que si la forzaba iba a hacerle daño. Así que coloqué mi ardiente nabo entre sus nalgas, a modo de sándwich y lo froté repetidas veces hasta que vacié mi carga sobre su espalda.
Ahora era yo el derrengado. Me dejé caer sentado, al lado de la yaciente Dickie, apoyando la espalda contra el marco de la puerta. Ella también se tumbó, de costado, resoplando agotada.

Eres increíble – me regañó – ¿No podías esperar a llegar a la cama?
Es que… en la cama ya lo habíamos hecho – respondí arrancándole una sonrisa.
¿Y qué?
No, nada – dije – Pero no irás a decirme que no te ha gustado.
Cerdo – dijo guiñándome un ojo.
Zorra – respondí acariciándole un pecho.

Helen dio un profundo suspiro y se tumbó boca arriba, mirando al techo.

No sé cómo lo haces – dijo – pero te apañas para sacar a flote mi lado más salvaje.
Será porque ese lado me encanta – respondí.
Ya, ya – dijo ella con media sonrisa.
Aunque, bien mirado… Me encantan todos tus lados.

Dickie sonrió con el piropo, e incorporándose un poco me dio un tenue besito e los labios.

Eres muy galante – dijo satisfecha.
Gracias.
Aunque… eso de que me llames zorra… – siseó.
Y tú a mí cabrón… – respondí en idéntico tono.

Entonces me di cuenta de la marca que sus dientes habían dejado en su brazo y me asusté.

¡Joder, Helen! ¿Pero qué has hecho?

Me arrodillé a su lado sosteniendo su brazo, dispuesto a examinar la herida (pues se había hecho hasta un poquito de sangre).

Tranquilo – me dijo – No es nada.
¿Nada? ¡Pero si hay sangre!
Te digo que no es nada – dijo liberando su brazo.
Estás un poco loca – dije resignado.
Cierto, esto de acostarme con un crío…

Era hábil cambiando de tema, me zahería un poco para dejar de lado lo que la incomodaba.

¿Un crío? Creía que habías dicho que era un hombre – dije algo molesto.
¿Un hombre? ¿Tú? Aún te queda bastante, nene.
¿En serio? ¿Qué me falta?
Cuando tengas la polla así – dijo separando las manos y marcando una distancia de unos 30 centímetros – ven a hablar conmigo.
No creo que nunca la tenga así – dije callándome súbitamente.

Una sorprendente idea acababa de ocurrírseme, por lo que me quedé callado unos segundos.

Oye, ¿estás bien? – dijo Dickie rompiendo el hilo de mis pensamientos – No te habrás molestado, ¿no?
¿Qué? – dije despertando – No, Helen, no, es sólo que me acordé de algo, pero no tiene importancia.
¿El qué?
Nada, nada.

Ella percibió que yo no quería seguir por ahí, así que cambió de tema.

Bueno, y ahora qué hacemos.
Podríamos seguir ¿no? – dije ilusionado.
¿Y las clases? – preguntó juguetona.
Pues en ella estamos. ¡Reconoce que es la mejor clase de anatomía que jamás hemos dado!
Bueno… La verdad es que es la mejor clase de cualquier cosa que jamás hayamos dado – dijo ella.

Ambos reímos con ganas.

Vale, señorito – dijo Helen – ¿Y cómo vamos a seguir si esto se ha muerto?

Mientras decía esto, llevó su mano hasta mi mustio miembro y le dio un cariñoso apretón, que hizo que la sangre se reactivara en mis venas.

¿Muerto? ¡Qué va! Sólo está descansando, y apuesto a que tú serás capaz de despertarle.
Veámoslo.

Dickie se giró, quedando tumbada boca abajo. Reptando, se ubicó entre mis muslos, quedando su cara muy cerca de mi expectante pene. Tímidamente, llevó una mano hasta él, y, estirando un dedo, comenzó a darle delicados golpecitos.

Despierta, pajarito, que mamá ya está de vuelta…

Los golpes no me gustaron mucho, pero sentir su aliento tan cerca hizo que mi polla se enervara levemente.
Lentamente, Dickie acercó aún más su cara y, sacando la lengua, comenzó a lamerla con dulzura, mientras su mano jugueteaba inquieta con mis bolas. Aquello era delicioso, pero a mí me apetecía mucho en aquel momento besar a aquella mujer, agradecerle todo lo que había hecho por mí, así que, apoyando una mano en sus hombros, le indiqué que se incorporara.
Ella se dejó llevar, levantándose hasta quedar sentada junto a mí, mirándonos a los ojos. Y empezamos a besarnos, con lujuria y pasión, pero también con cariño y amor. Su mano no se separó de mi pene, así que, mientras nos besábamos, ella siguió acariciándomela y cuando obtuvo volumen suficiente, comenzó a pajearla con destreza, hasta ir poco a poco devolviéndola a su máxima expresión.
Estuvimos así un buen rato, con nuestros labios pegados, allí sentados bajo el dintel de la puerta, amándonos el uno al otro, hasta que comprendí que si seguíamos así me iba a correr en su mano.

Shhhht, para – dije rompiendo la magia del momento – Vas a hacer que me corra.
Y es muy pronto para eso ¿eh? – dijo dándome un tierno piquito.

Con sensualidad innata, Helen se puso de pié y ofreciéndome la mano, me ayudó a incorporarme también. Mi pene bamboleaba libre, surgiendo exultante entre mis piernas. Helen lo miró divertida y me guiñó un ojo. Después caminó hacia su cama, sin soltarme de la mano.
Una vez junto a ésta, hizo que me sentara sobre el colchón, justo al borde y se colocó frente a mí. En ese momento se entretuvo en quitarme los pantalones, que aún llevaba puestos y me dejó desnudo como ella. Abrió entonces las piernas y se situó a horcajadas sobre mi regazo, con los pies en el suelo, dispuesta a penetrarse con mi falo.

¿Estás listo? – susurró.

Yo asentí con la cabeza.
Mientras yo mantenía en vertical mi polla con mi mano, Helen se abría bien los labios del coño con la suya, de forma que la penetración salió perfecta, hasta que la chica quedó sentada en mi regazo, mi picha bien enterrada en su interior.
El suspiro que dio hizo que me temblaran las rodillas, aunque eso daba igual pues ella misma soportaba su peso con los pies bien firmes en el suelo. Lentamente, comenzó a subir y bajar su cuerpo, empalándose muy despacio con mi hombría, disfrutando del sexo en profundidad, paladeando el momento.
Yo, tras unos momentos de adaptación, le cogí el ritmo a aquello y me dediqué a disfrutar. Como Helen pesaba bastante más que yo, mis manos permanecían a mi espalda, apoyadas en el colchón, actuando como pilares para no caer, así que no disponía de manos para sobar sus prietas carnes, pero mi boca estaba libre, así que estiré el cuello, de forma que cuando la chica bajaba y quedaba sentada sobre mí, nos besábamos con pasión, y cuando subía desclavándose, eran sus pechos los que eran besados y lamidos por mi inquieta boca.
Estaba siendo un polvo alucinante, pero la postura era muy cansada para los dos, así que pronto cambiamos. Yo me eché para atrás quedando sentado en medio del colchón y ella volvió a sentarse sobre mí, pero esta vez estiró las piernas hacia mi espalda, doblándolas tras de mí. Así quedaba sentada en mi regazo y yo, también incorporado, quedaba pegado a ella. Nos abrazamos con fuerza y volvimos a besarnos, acariciándonos mutuamente espalda y trasero.
La verdad es que yo no comprendía cómo íbamos a follar en esa postura, pues yo, debido al peso de la chica, no podía moverme y ella, al no tener las rodillas apoyadas en el colchón tampoco podía hacerlo.
Pero claro, era un error dudar de Helen en materia de sexo; simplemente comenzó a mover adelante y atrás las caderas, cadenciosa y regularmente. Imagínense una bailarina de la danza del vientre haciendo su número directamente sobre su polla y me entenderán; aquella mujer tenía más resortes de lo normal.
Era delicioso sentir aquellas caderas bailando sobre mí, mientras su dueña y yo nos comíamos la boca el uno al otro; era muy placentero, pero un placer más dulce y relajado que el frenesí de antes.
Seguimos y seguimos hasta que noté que me corría. Me pilló casi de sorpresa, tan concentrado estaba en paladear aquel sexo tan delicado, así que tuve que forcejear bruscamente para quitarme a Helen de encima.
La chica, algo sorprendida, aterrizó de culo sobre el colchón, mientras yo, resoplando, me corría sobre las sábanas.

Eres un guarro – dijo riendo – Mira cómo lo has puesto todo.
Lo… lo siento – farfullé.
No te preocupes – dijo besándome en le frente.

Se levantó y se puso en pié, estirando los brazos para desentumecerse. Entonces caí en la cuenta de que Dickie no había alcanzado el orgasmo.

Helen – la llamé.
¿Ummm?
¿Te has corrido?

Ella me miró sorprendida y contestó:

Eso no se le pregunta a una dama.
Hay muchas cosas que no deben hacérsele a las damas – exclamé.

Mientras lo decía me incorporé de un salto, y me abalancé sobre Dickie, quien, dando un gritito de sorpresa, escapó de mí corriendo hacia la otra habitación (ya saben, cuando uno persigue, el otro huye).
Yo comprendía instintivamente que aquel sexo dulce y aterciopelado no era el favorito de Helen, a la que le gustaba la caña bien dura, pero ella, deseosa de complacerme, había optado por ese otro sistema, que aunque había estado bien, no había logrado llevarla al clímax. Y yo no podía consentirlo.

¡Ven aquí nenaaaaa! – siseaba yo.

Y ella, dando grititos enloquecidos correteaba en pelotas por la estancia. Yo la perseguía, simulando no poder atraparla, mientras que lo erótico de la situación volvía a despertar mis instintos (y mi falo).
En cierto momento Helen se situó a un lado de la mesa y yo quedé al otro, de forma que si yo iba por un lado, ella se iba en dirección opuesta, manteniendo la mesa en medio. Pero yo no estaba ya para juegos, así que, de un salto, me lancé por encima de la mesa, para atraparla, olvidando la inestabilidad del mueble, con lo que logré estamparme contra el suelo.

¡Ay, Dios mío! – exclamó Helen, espantada.

Yo me quedé aturdido un segundo, más por lo inesperado del golpe que por otra cosa, pero enseguida tuve encima a mi profesora, que, muy preocupada, acudía a socorrerme.
Así que aproveché el momento de descuido para arrojarme sobre ella, agarrándola de todas partes, en una repetición de la escena de un rato antes.

¡Ay, cabrón! – gritó Helen sobresaltada.

Ella se defendía de su atacante, pero éste sabía muy bien de dónde agarrar y estrujar. La pobre chica no sabía cómo defenderse (si es que en realidad quería hacerlo) y en pocos segundos logré tumbarla boca arriba, con mi cuerpo recostado contra el suyo. Por fin, logré sujetar sus manos contra el suelo, quedando sentado sobre su estómago, usando mi peso para inmovilizarla.

Ya te tengo – exclamé.
¡Ah, maldito! – dijo ella con tono melodramático – ¡Me has engañado!
¿Engañarte? ¡Me he caído de verdad!
Oh, lo siento – dijo ella con expresión preocupada – ¿Te has hecho daño?
Nada que tú no puedas curar.

Al estar sentado sobre ella, mi picha había quedado justo entre sus pechos, así que yo, muy lentamente, comencé a mover el culo de delante a atrás, deslizando mi falo entre sus ubres.

Como me la acerques te la muerdo – dijo Dickie mientras miraba cómo mi polla se deslizaba entre sus pechos.

Yo, juguetón, eché el culo muy hacia delante, acercando la punta de mi polla a su boca y ella, siguiendo el juego, lanzó una dentellada, simulando querer morderla.

Bueno, bueno – dije yo tras poner a salvo mi anatomía – Veo que no es ahí donde la quieres…
Je, je – rió Helen.
Bueno, habrá que buscar otro hueco, húmedo y… sin tantos dientes.

Deslicé las caderas hacia atrás, hasta quedar de nuevo tumbado sobre ella. Helen, consciente de mis intenciones, separó los muslos, dejándome franco el acceso, y yo, con la habilidad que me daban todos los polvos que ya había echado, la penetré.
Y comencé a follármela de forma salvaje, nada de dulzuras, agarrándome a sus tetas como si la vida me fuese en ello, chupándole el cuello con violencia, besándola con frenesí.
Ella aprovechaba los escasos segundos en que mi boca liberaba la suya para gemir y gritar a los cuatro vientos el enorme placer que estaba sintiendo. Aquello era lo que le gustaba a Dickie.

Sí, así Oscar, dame… ¡DAME MÁAAAAS! – aullaba.

Y yo la obedecía.
Supongo que el anterior polvo cadencioso la había dejado más próxima al orgasmo de lo que yo creía, pues me costó menos de un minuto lograr que se corriera.

¡MECORROMECORROMECORROOOOOOO! – gritaba.

¡Cómo se ponía! ¡Iba a estallar! Su coño estaba al rojo, empapado en sus flujos, sufriendo espasmos devastadores, pero yo, lejos de relajarme, redoblé mis esfuerzos martilleándolo, preocupado tan sólo de meter, sacar, meter, sacar, como un émbolo humano.

Personalmente, aquel estilo de sexo no me apasionaba, pues apenas podía sentir lo que hacía, pero Dickie necesitaba que le dieran con todo, cuanto más mejor, y el simple hecho de verla (y sentirla) absolutamente enloquecida y cachonda, me provocaba un impresionante placer sensorial.
Logré llevarla al clímax una o dos veces más antes de alcanzar mi propia cima. Justo al límite, se la saqué del coño y me corrí sobre su vientre, manchándolo todavía más.
Ya no podía más, derrengado, me derrumbé sobre el cuerpo de la institutriz, con el rostro hundido entre sus tetas, notando su respiración acelerada y los vertiginosos latidos de su corazón. Ella, por fin plenamente satisfecha, acariciaba dulcemente mi cabeza, dándome en silencio las gracias por la fenomenal sesión que acababa de propinarle.
Cuando reuní fuerzas suficientes, me quité de encima, quedando tumbados juntos, recuperando el resuello.

Po… por fin te atrapé – siseé.

Helen se echó a reír.
Como una hora después, un Oscar absolutamente radiante salió de la habitación de su severa institutriz, tras una provechosa mañana de estudio.
Durante los siguientes días no sucedió nada especialmente reseñable. Tuve varios encuentros con las criadas, claro, pero ninguno tan significativo (o espectacular) como el de Mrs. Dickinson, así que no les aburriré con los detalles. Sólo decirles que si alguna chica se había ofendido por mi renuencia de los últimos días, les aseguro que después quedó plenamente satisfecha.
Bueno, continuemos con la historia. Como una semana después del levantamiento del castigo, mi abuelo nos sorprendió durante el almuerzo diciendo que había comprado unos regalos para sus nietos.
Aquello no era nada raro, pues mi abuelo era hombre generoso, pero sí era extraño que lo anunciara con antelación, pues habitualmente le gustaban las sorpresas. Todos le insistimos en que nos dijera qué eran, pero se mantuvo en sus trece de no decir ni pío, limitándose a sonreír complacido cuando le interrogábamos.
Durante dos días nos tuvo en vilo, hasta que por fin, llegó de la capital un carro con nuestros regalos: 4 bicicletas.
Hoy en día eso no les parecerá gran cosa, pero en aquellos tiempos era un regalo espectacular. Además, había comprado unos vestidos para las chicas, que, como siempre, parecían volverse locas con los trapos.
Según nos dijo, la idea inicial era comprarme la bici a mí y la ropa para las niñas, pero pensó que quizás se sintieran celosas y había adquirido una para cada uno.
Les juro que durante los siguientes días follé bastante poco, pues como cualquier chico de 12 años quedé deslumbrado por el artilugio, y me dediqué con ahínco a aprender a montar en él.
Y claro, durante un par de días me pasaba más tiempo levantándome del suelo y escupiendo tierra que haciendo cualquier otra cosa.
Es cierto que yo disponía de caballos, que me podían llevar a donde quisiera y con menos esfuerzo, pero la bici era algo nuevo y fascinante, y yo, testarudo como una mula, había decidido aprender a montar en ella como fuera.
Las chicas también practicaron, pero como seguían enfadadas lo hacían bastante lejos de mí, o durante las horas en que yo asistía a clase. Eso sí, la diferencia de entusiasmo entre ellas y yo con los nuevos juguetes era abismal.
Finalmente logré controlar bastante bien el aparatito, haciendo demostraciones de dominio ante mis padres, que me miraban satisfechos. Seguro que ambos encontraban aquella afición mucho más apropiada para mí que las otras que yo tenía, por lo que ambos felicitaban efusivamente al abuelo por la gran idea que había tenido.
Entonces a mi padre se le ocurrió salir el domingo siguiente de excursión, de picnic, y así podríamos aprovechar para dar un largo paseo en bicicleta.
A todo el mundo le pareció una gran ocurrencia, así que nos encargamos de los preparatorios. Los adultos irían en un carro, con las cestas de comida y demás enseres, aunque tanto papá como el abuelo anunciaron que se llevarían sus caballos. Y claro, los chicos teníamos que ir todos en bicicleta, para estrenarlas, aunque eso a las chicas no les hizo mucha gracia, pero obviamente, no podían negarse para no hacerle el feo al abuelo por su regalo.
Durante el resto de la semana, Marina, Marta y Andrea tuvieron que aumentar los entrenamientos en bici, porque el domingo les esperaba una buena prueba. Yo, en cambio, ya dominaba el vehículo con soltura, y me moría de ganas de darme un buen paseo en él, pues hasta entonces no me había apartado mucho de la casa.
Por fin llegó el domingo, y salimos temprano. Como he dicho mamá y tía Laura iban en el carro, guiado por Nico, mientras que papá y el abuelo iban juntos a caballo, charlando. Las chicas, todas en bici como yo, pero no me hacía muchas ilusiones de ir acompañado esa mañana, pues las tres se dedicaban a ignorarme completamente.
Comprendía lo de Marta y Marina, pero ¿qué le pasaba a Andrea? Que yo supiera, a ella no le había hecho nada. Bueno, qué se le iba a hacer, decidí disfrutar cuanto pudiera del paseo.
Pero por mucho que yo quisiera, mi vista se perdía enseguida en busca de alguna de aquellas preciosidades. Marta y Marina iban vestidas de forma similar, con pantalones bombachos y camisa, vestuario muy apropiado para la bici. Andrea en cambio llevaba un vestido blanco con florecillas azules estampadas, muy bonito para sentarse en el campo sobre una manta, pero totalmente inapropiado para montar en bicicleta. Traté de hablar con ella para decírselo, pero en cuanto me acerqué, se dio media vuelta dejándome con la palabra en la boca.
Una vez estuvo todo listo, nos fuimos, despidiéndonos de Helen, que era la única que iba a quedar en la casa, pues las demás criadas habían recibido el día libre.
Yo me situé pronto a la cabeza del convoy, procurando mantenerme lejos de las chicas que iban detrás, pedaleando con fuerza y adelantándome bastante, para después disminuir el ritmo y dejar que me alcanzaran.
Todos sabíamos adónde nos dirigíamos, al antiguo “prado del tío Evaristo”, una zona que quedaba a un lado del camino y cerca del río, con una gran extensión de hierba. Era un lugar precioso, aunque un poco alejado de la casa, como a unos 10 kilómetros más o menos.
Seguimos así durante un rato, yo ensimismado en mis pensamientos y disfrutando enormemente del paseo, hasta que, de pronto, mi padre me llamó desde atrás.
Sin darme cuenta, me había adelantado bastante, así que supuse que quería llamarme al orden, para que no me desmadrara demasiado, no fuera a perderme, así que me detuve. Pero no era así.
Observé que mi familia también se había detenido, así que me vi obligado a pedalear de regreso junto a ellos.

¿Qué pasa? – pregunté una vez los hube alcanzado.

Todos miraban hacia atrás, hacia el camino que habíamos andado. Fue entonces cuando me di cuenta de que Andrea no estaba con el grupo.

¿Y Andrea? – insistí.
No lo sabemos – respondió mi madre – Se ha quedado atrás y hace un rato que no la veo.
Sí, deberíamos volver a buscarla – dijo tía Laura.
No te preocupes mamá – intervino Marta – Antes dijo algo de recoger unas flores. Seguro que está por ahí entretenida.
Sí, bueno – concedió su madre – Seguro que es así, pero yo no voy tranquila si no sé dónde está. A lo mejor se ha caído o algo.
Vamos, vamos Laura, no dramatices – dijo el abuelo – Seguro que Marta tiene razón.

A pesar de la serenidad del abuelo, noté cierto aire de preocupación en el ambiente, pero la cosa no fue a mayores, pues, viendo como estaba el asunto, el abuelo se apresuró a tranquilizarnos.

Venga, no os preocupéis que andará por ahí tratando de llevar la bici con ese vestido que se ha puesto. Ya le dije esta mañana que no era muy apropiado para la excursión, pero no me hizo ni caso.
Sí, es verdad – asentí yo – debería haberse vestido como vosotras.

Mientras decía esto señalaba a Marta y Marina, las cuales, por una vez, no hicieron gesto alguno de desagrado mientras les hablaba, supongo que un tanto preocupadas por Andrea.

Sí papá, ya lo supongo, pero aun así… – insistió mi tía.
Mira, Laura, si te vas a quedar más tranquila, volveré a buscarla. Seguro que no está lejos. Seguid vosotros hasta el prado que yo volveré enseguida. Sólo faltan tres kilómetros. Id preparándolo todo que yo volveré pronto.

En ese instante se me ocurrió una idea. ¿Por qué no iba yo? Así me libraría de tener que ayudar a preparar el picnic y podría pedalear un rato a solas, sin padres vigilantes, cosa que estaba deseando.

Espera abuelo – les interrumpí – podría ir yo mejor.
¿Tú? – dijo mi madre sorprendida – De eso nada.
Venga mamá, que se trata sólo de desandar un poco el camino. Y ya ves lo bien que llevo la bici. No va a pasarme nada.
Pero…
Por favor… – rogué.
Es que… eres demasiado joven.
Venga mamá, si me conozco este camino como la palma de mi mano. He venido por aquí con Niebla mil veces. Además, así podré montar un rato más en la bicicleta…

Ella aún dudaba, pero me encontré con un par de inesperados aliados.

Venga Leonor, déjale. Así me ahorraré el paseo, que ya me duele el trasero de ir aquí montado – dijo mi abuelo.
Sí, cariño, dejémosle. Además le vendrá muy bien hacer ejercicio – intercedió mi padre.

Nos quedamos todos callados un momento, mirándonos. Nadie dijo nada, pero yo podía adivinar lo que estaba pasando por sus mentes. Todos creían que yo planeaba alguna de mis trastadas con Andrea (aunque juro por Dios que no era así, como ya se verá) y cada uno tomaba partido por su bando. El abuelo me apoyaba para echarme una mano y mi madre, temerosa de lo que yo era capaz de hacer, se resistía.
Probablemente mi padre era el único al que no se le cruzó aquello por la imaginación, y simplemente trataba de que me aficionara a la bici, como cualquier chico de mi edad, y dejara de lado mis otras aficiones (un poco iluso el pobre).
Por fin, mi madre suspiró resignada, concediéndome su permiso.

Bueeeeeeno. De acuerdo – concedió al fin.
¡Gracias! – exclamé ilusionado.

De un salto, bajé de la bici y me encaramé en el carro para darle un sonoro beso en la mejilla a mi madre. Mientras bajaba, pude oír cómo murmuraba:

Que sea lo que Dios quiera.

Con rapidez, volví a la bici, dispuesto a ir en busca de mi prima. Me subí y alcé la vista, despidiéndome de todos. Fue entonces cuando mi mirada se encontró con la de Marta, cuyos ojos llameaban. Sin duda ella también pensaba que yo andaba maquinando algo. Sacudí la cabeza, resignado y comencé a pedalear. Cuando pasé junto al abuelo, me detuvo unos segundos para darme un par de consejos.

Ten cuidado. Y date prisa en volver que tu tía está preocupada ¿eh?
Tranquilo – respondí.

Y me marché con rapidez, sin volver la vista atrás. Iba bastante emocionado, porque era la primera vez en mi vida que me asignaban una tarea de adulto, con cierta responsabilidad y me encargaban hacerla a mí solo, sin nadie vigilándome. Sé que suena un poco egoísta, pero lo último en que yo pensaba era en Andrea. Sólo esperaba tardar un rato en encontrarla, para poder disfrutar así de mi libertad.
Regresé por el camino durante cinco minutos más o menos, (muy poco para mi gusto) hasta que vi una silueta conocida sentada sobre una piedra a un lado del camino. Su bici estaba cerca de ella, apoyada contra un árbol. Al ver que me acercaba, Andrea se puso de pié, y miró hacia mí usando su mano como visera, pues el sol le daba en la cara. Al aproximarme, pude ver su expresión de sorpresa al comprobar que era yo el que acudía en su rescate.

¿Se puede saber qué haces tú aquí? – me espetó secamente mientras yo detenía mi bici a su lado.
Vaya, buenos días – respondí un tanto picado – No te molestes en darme las gracias por haber venido a buscarte, que no ha sido nada.

Ella se calló un segundo, sorprendida por mi respuesta.

Pero si tanto te molesta que haya venido… – continué – Pues nada, me vuelvo enseguida. Dime, ¿le digo a los demás dónde estás o prefieres quedarte aquí hasta que volvamos a casa?
Vale, vale, perdona – dijo un poco arrepentida – Es que esperaba que vinieran a por mí con el carro, o al menos con un caballo…
¿Qué pasa? ¿Hay que llevarte? ¿Ya te has hartado de la bici? Ya te dije que ese vestido iba a resultarte incómodo… – dije atropelladamente, contento de que finalmente, se hubiese demostrado que yo tenía razón.
No, no es eso, idiota – dijo Andrea con finura – No sé qué le pasa a ese trasto, pero una rueda está totalmente desinflada.

Me bajé de mi bici y le puse la patilla para que se sostuviera en pié. Con aire de entendido, me acerqué a la de Andrea, notando rápidamente que el problema era un pinchazo.

Has pinchado una rueda – sentencié.
¿Yo? – exclamó Andrea indignada – ¡Oye, que yo no he roto nada! Además ¿con qué iba yo a pincharla?

Sorprendido por el profundo nivel de conocimiento de mi prima en materia de bicicletas, no pude menos que echarme a reír.

A ver, gilipollas – exclamó Andrea enfadada – ¿Se puede saber de qué te ríes?

Oír a mi educada primita insultarme tan despreocupadamente hizo que me riera todavía más, acentuando por supuesto el enfado de ella.

¡Niño! – dijo dándome un fuerte coscorrón – ¡Que no te rías!

Se notaba que no estaba realmente enfadada, pues en su rostro se veía cómo una sonrisa pugnaba por dibujarse, aunque ella intentaba seguir aparentando enfado.
Poco a poco, fui calmándome y logré explicarle a la chica lo que era un pinchazo y que ella no tenía la culpa de nada.

Vale, hijo, vale. Ya lo entiendo. Y qué querías, si yo no sé nada de estos malditos cacharros.
Si hubieras practicado más… – le dije – Esta semana yo he pinchado tres o cuatro veces.
Vaya, que eres todo un experto.
Bueno…

En ese momento me quedé mirándola fijamente. No sé por qué, pero en ese instante me di cuenta de lo increíblemente hermosa que era Andrea. Un súbito calor recorrió mi cuerpo, haciendo que mi rostro se ruborizara. Azorado, aparté la vista.
Andrea me miraba extrañada, sin saber qué decir, así que yo, para acabar con aquel incómodo silencio, dije lo primero que se me ocurrió:

Bueno, por lo menos ya me hablas.

Aquello tuvo la virtud de romper el encanto del momento. Andrea enseguida volvió a ponerse a la defensiva, mostrándose hostil conmigo.

Vale, experto ¿y ahora qué hacemos? – me dijo.

Pues… No sé. Aquí es imposible arreglar el pinchazo.
¿Y? – insistió ella.
¿Y qué? – repliqué un poco enfadado – No es culpa mía que se haya pinchado la rueda. Habrá que llevarte de alguna forma para allá.
De acuerdo – dijo ella – Ve a buscar a Nicolás con el carro y que venga a por mí.
¿Y te vas a quedar aquí esperando?
Pues claro.
Pues va a ser como una horita al sol. Entre que llego al prado, descargan el carro y vienen a por ti…
¿Qué sol? – dijo Andrea – Si se está nublando.

Sorprendido, alcé la vista y constaté que tenía razón. El día, que amaneció soleado, se estaba nublando rápidamente.

¡Joder! – exclamé – Es verdad. Va a llover dentro de poco.
Pues ya puedes darte prisa – dijo Andrea sentándose de nuevo en la roca.
Andrea – dije tratando de ser razonable – Si te quedas aquí te vas a poner hecha una sopa. Móntate atrás en la bici y vamos al prado. Seguro que Nicolás ya ha puesto los toldos del carro, y si llueve, podremos meternos dentro.
¿Cómo? ¿Montarme contigo en ese trasto? Nos la pegamos seguro – dijo despectiva – Además, si me subo yo seguro que no puedes ni moverla.
Qué va Andrea – dije muy seguro de mí mismo – Móntate y verás como puedo llevarla sin problemas.
Sí claro, ni loca. Niño, te digo que no ibas a poder conmigo.

Que me llamara niño me molestó bastante, así que mi boca respondió con rapidez, antes de que mi cerebro buscara una frase más adecuada.

¿En serio? Te aseguro que he manejado a mujeres mucho más grandes que tú. Y lo he hecho sin problemas.

Andrea enrojeció hasta la raíz de los cabellos, con los ojos brillantes de enojo. Había metido la pata hasta el fondo.

Niño, he dicho que te vayas a buscar a Nicolás. Yo espero aquí.

Apesadumbrado, empecé a pedalear alejándome de allí. Pero entonces, recordé cómo estaban de mal las cosas con Marta y Marina. No podía permitir que Andrea se enfadara conmigo también, así que di media vuelta y regresé a su lado. Ella, enfurruñada, ni siquiera me miró mientras bajaba de la bici y me sentaba a su lado.

Andrea, yo… – balbuceé – Lo siento. No pretendía decir nada así, pero es que me has enfadado. Chica, yo sólo quería ayudarte y me has recibido de uñas…
Te he dicho que te vayas.
Venga, no seas tonta. Sabes que tengo razón. Si te quedas aquí vas a pillar un resfriado de aúpa. Ven conmigo.
Que me dejes.
Andrea, mírame – dije poniendo mi mano en su barbilla y atrayéndola hacia mí – ¿Se puede saber por qué estás enfadada conmigo? Que yo sepa a ti no te he hecho nada, pero últimamente me tratas con la punta del pié.
Es cierto – exclamó ella con ojos furiosos – A mí no me has hecho nada… ¿Pero y a Marta?

Me quedé helado. Marta se lo había contado todo.

¿Te lo ha contado? – susurré.
¡Sí!
Bien – dije resignado – Tienes razón. Quizás no me haya portado del todo bien con tu hermana, pero tampoco soy el cabrón sin entrañas que pareces creer. Sólo te diré una cosa. Aquel día, junto al río, había dos personas deseosas de estar juntas. Yo no engañé a Marta en absoluto, le expliqué las cosas tal como eran. Lo pasamos maravillosamente juntos, y si ya no es así es porque no estoy dispuesto a que se peleara de por vida con Marina por mi culpa.
¡Marina! Otra a la que has tratado espléndidamente.
Sí. Las he tratado mal. Pero al menos ahora vuelven a ser amigas. Y de esta forma soy yo el único que sufre.

Me sentía fatal. No veía solución a los problemas que tenía con las chicas, y ahora, por si fuera poco, me había peleado también con Andrea. Sentí que las lágrimas acudían a mis ojos, pero no quería que mi prima me viera llorar. Acongojado, me subí a mi bici dispuesto a marcharme en busca de Nico. Se me habían quitado las ganas de excursión.

Espera – dijo Andrea.
¿Qué quieres? – dije dándole la espalda a mi prima.
Tienes razón. Va a llover.

Algo en su tono de voz me hizo comprender que estaba, aunque fuera un poco, conmovida por mis palabras. Sin añadir nada más, Andrea se puso en pié y se subió a la bici detrás mío, sentándose en la rejilla que llevaba sobre la rueda trasera. Sentí sus manos sujetándose a mi cintura, lo que provocó un ligero escalofrío por mi espalda.

Venga vamos.

Con esfuerzo (tuve incluso que ponerme de pié sobre los pedales), logré hacer que la bici arrancara. Como sospechaba, una vez puesta en marcha la cosa era mucho más sencilla, pues la inercia jugaba a mi favor. Sin embargo, la bici cabeceaba un poco, pues iba desequilibrada, ya que mi prima no iba sentada a horcajadas sobre la rejilla, sino que iba de lado, con las piernas hacia un costado, como las amazonas inglesas van a caballo.

Oye – conseguí decir – ¿No podrías sentarte como yo, a horcajadas?
¿Está loco? ¿Con este vestido? ¿Qué quieres, que se me vea todo?

Ese simple comentario me excitó terriblemente. Era inocente, pero jamás había oído a Andrea decir algo parecido. Súbitamente fui consciente de la situación, yo, allí con mi hermosa prima abrazada a mi cintura, sintiendo sus cálidos senos apoyados en mi espalda. La bici se tambaleó más.

Ten cuidado – dijo Andrea.
Sí.

Seguimos un par de minutos, ya estábamos cerca del punto en que me separé de la familia, cuando de pronto, un trueno restalló en el cielo.

¡Me cago en la puta! – exclamé.
¡Niño! ¡Esa boca!

Nunca sabré a santo de qué vino que Andrea se molestara por mi lenguaje, pues sabiendo lo que sabía de mí, aquello era una gota en medio del mar. Sin embargo ella decidió que sería una buena idea darme un coscorrón, justo cuando me costaba más controlar la bici.
Al suelo.
Los dos caímos cuan largos éramos, en un revoltijo de piernas, brazos y bicicleta. Yo me golpeé el pecho con el manillar, quedándome momentáneamente sin resuello. Andrea por su parte, cayó de bruces, haciéndose rozaduras en las rodillas y en las palmas de las manos. A pesar de lo aparatoso del accidente, mi calenturienta mente no pudo sino lamentar que el vestido no se le hubiera subido un poco a mi prima.

¿Estás bien? – dije recuperando el aire y poniéndome en pié.
¿Que si estoy bien? ¡Mira lo que me he hecho! – gritó enseñándome las manos llenas de rasguños – ¡Por tu culpa! ¡Ya te dije que no ibas a poder con lo dos!
¿Por mi culpa? ¡Oye que íbamos perfectamente bien hasta que me has pegado! ¿Es que te has vuelto loca?

Ninguno de los dos dijo nada más, simplemente nos miramos furiosos. Andrea fue la primera en apartar la mirada, tratando de ponerse en pié, pero al intentarlo, noté que se resentía de un tobillo, así que volvió a caer de culo al suelo.

¡Ay! – exclamó.
¿Qué te pasa?
El tobillo… – dijo frotándoselo – Me duele…
A ver… déjame echar un vistazo.

Debía dolerle de verdad, pues no protestó cuando me arrodillé frente a ella y examiné su tobillo. Yo no entendía mucho de torceduras en seres humanos, aunque me había encargado de muchas en los caballos.
Entonces ocurrió lo inevitable conmigo. En cuanto me puse a examinar su pierna, mis ojos se perdieron rodilla arriba, tratando de atisbar la intimidad de mi prima por el estrecho hueco que dejaba la falda del vestido. Logré vislumbrar durante un segundo un triángulo de tela de color claro, con lo que una ola de calor recorrió mi cuerpo.
Avergonzado por estar siempre pensando en lo mismo, aparté la mirada de allí, encontrándome con los ojos de Andrea, que sin duda se había dado cuenta de lo que había pasado, pero, para mi sorpresa, no dijo nada.
Atropelladamente me puse a hablar, ruborizado al máximo.

Sí – confirmé balbuceando – Te lo has torcido. Mucho me temo que se te va a hinchar.
¡Mierda! – exclamó mi primita – ¡Vaya suerte tengo!

Entonces yo aproveché para quitarle tensión a la situación dándole un leve coscorrón a mi prima.

¡Niña! ¡Esa lengua!

Ella alzó la mirada, sorprendida por mi forma de actuar. Afortunadamente, se echó a reír.

Vale, vale, ya lo pillo – dijo ella – ¿Y ahora qué hacemos?
Vamos a ver cómo está la bici – dije.

Estaba hecha polvo. Se habían partido varios radios de la rueda delantera y además se le había salido la cadena. Imposible utilizarla.

No sirve para nada – dije apartándola a un lado del camino.
¿Y qué hacemos? – repitió Andrea.

Aquello me gustó, ella era la mayor de nosotros y sin embargo era yo el que quedaba al mando.

Un segundo – dije – Déjame pensar.
Vale.

Permanecimos en silencio un par de minutos, hasta que la solución se me ocurrió.

Espera, Andrea, tengo una idea.
Dime.
Verás, un poco más adelante, a un lado del camino hay un refugio de cazadores. No es nada del otro mundo, apenas un techo hecho de ramas, pero servirá.
¿Y tú cómo lo sabes?
He venido a cabalgar muchas veces por este sitio. Además, el señor Benítez comenta que lo usa mucho cuando va de cacería.

Al oír mencionar el apellido Benítez, la cara de mi prima se tensó visiblemente. Yo, por delicadeza, hice como si no me hubiera dado cuenta.

Si logramos llegar hasta allí estarás resguardada de la lluvia durante un rato – continué.
¿Que estaré resguardada? ¿Y tú que vas a hacer?
Seguiré caminando hasta el prado del tío Evaristo y volveré con ayuda. Es lo mejor que se me ocurre.
No, si el plan es bueno, pero… ¿cómo voy a llegar hasta ese refugio? ¿Está muy lejos? Yo no puedo andar…
Bueno… No está demasiado lejos, así que creo que podría llevarte yo a caballito.
¿Tú? – dijo riendo Andrea – Imposible. No vas a poder conmigo.
Ya, y tampoco iba a poder con la bici – respondí un tanto enfurruñado.
Oscar, no te enfades – dijo mi prima, conciliadora – No me estoy metiendo contigo, es sólo que peso bastante más que tú y no vas a poder…
Bueno, quizás tengas razón. Mira, ponte de pié y apóyate en mí. A la pata coja podremos ir un rato. Cuando te canses intentaremos subirte a mi espalda. Lo que no podemos hacer es quedarnos aquí, va a llover de un momento a otro.
Como para corroborar mis palabras, un nuevo trueno retumbó en el aire.
Sí, tienes razón – dijo ella – Además, si seguimos camino adelante es muy posible que nos encontremos con esta gente de regreso. No creo que vayan a quedarse en el prado amenazando lluvia.
Es verdad – asentí.
Anda, ayúdame a levantarme – dijo Andrea estirando sus manos hacia mí.

Yo las agarré y tiré con fuerza. Andrea era sorprendentemente ligera, así que estuve totalmente seguro de poder con ella. La chica, torpemente, se apoyó en mi hombro y, lentamente, seguimos nuestro camino, con mucho cuidado de que Andrea no apoyara su tobillo lastimado en el suelo.
Yo veía el rictus de dolor en el rostro de Andrea con cada saltito. Se había lastimado bien. Callé durante un rato, pues estaba claro que ella no quería que su primito pequeño la llevara a cuestas, pues le daba vergüenza, pero finalmente, no aguanté más y, deteniéndome, le dije:

Andrea, súbete en mi espalda. Así no vamos a llegar nunca.
Oscar, que no vas a poder…
Intentémoslo. Pero así no podemos seguir. Te vas a hacer más daño.
Que no.
¡Ahora! – exclamé.

Me di la vuelta, quedando de espaldas a Andrea que se sujetaba como podía a mi hombro para no caerse.

Serás… – masculló.
¡Súbete ya, niña!

Por fin, con un bufido de resignación, Andrea se avino a subirse a caballito. Como sólo tenía un pié sano, no podía subir de un salto, así que tuve que agacharme para ayudarla. Ella rodeó mi cuello con sus brazos, dejando caer su peso sobre mí. La verdad es que me costó incorporarme, pues aunque delgada, Andrea debía sacarme unos buenos 15 kilos, pero aún así, lo logré.
Tambaleándome un poco al principio, eché a andar con mi prima a cuestas. Para evitar que resbalara, sujeté sus piernas con mis manos, colocándolas bajo sus muslos. En otras circunstancias, poder tocar las piernas de Andrea hubiera sido tremendamente excitante para mí, pero en ese momento, bastante tenía con sostenerme en pié e ir avanzando.
Gracias a Dios, Andrea no pesaba demasiado, así que pronto me acostumbré al peso y conseguí avanzar a buen ritmo. Tratando de aparentar más fuerza de la que tenía, me empeñé en conversar.

¿Vas bien? – le dije.
Sí, sí – respondió ella – La verdad es que me has sorprendido.
¿Lo ves? Te dije que estoy muy fuerte. Como hago tanto ejercicio en la granja. Ya sabes que trabajo mucho con Antonio en las cercas.
¡Ah, ya!

Algo en su tono de voz me hizo comprender que ella estaba pensando en los otros trabajos que yo solía hacer en la casa.

Aunque la verdad es que pesas demasiado. Te estás poniendo fondona – dije.
Idiota.

Seguimos así un rato, callados, aproximándonos cada vez más al refugio. Pero claro, cuando las cosas se tuercen, lo hacen por completo, así que, justo en ese instante, se puso a llover.

¡Mierda! – exclamé al sentir las primeras gotas en la cara.
Sí, lo que faltaba.
Agárrate bien – dije – Voy a tratar de acelerar un poco.

Afirmé bien a Andrea en mi espalda y apreté el paso. Los brazos me dolían pero logré aguantar, pues afortunadamente, no faltaba mucho. Estábamos empapándonos por momentos; la lluvia me entraba en los ojos, cegándome, así que tuve que pedirle a Andrea que me limpiara la cara. Ella lo hizo, manteniendo una de sus manos en mi frente para apartarme el pelo mojado de los ojos. Llegados a cierto punto, me salí del camino, adentrándome entre los árboles. Por fin, a unos cien metros del sendero, estaba el pequeño techado de los cazadores.

¿Y eso es un refugio? – dijo Andrea mientras la ayudaba a bajarse de mi espalda.
Qué quieres. Es lo mejor que tenemos – respondí algo molesto.
Pues estamos listos.

La verdad es que a la chica no le faltaba razón. Aquello era un simple techo bajo de ramas sostenido por unos palos. Sólo tenía tres paredes, quedando la cuarta al aire como entrada. Afortunadamente, las paredes (también de ramas y maleza) estaban razonablemente bien hechas, con el objeto de que los animales no vieran a los cazadores apostados.

Venga, entra – le dije a mi prima.
¿Cómo? – exclamó ella mirándome extrañada.
¡Pues a gatas! ¡Cómo si no!
¿Estás loco? ¡Voy a ponerme perdida!
¿Aún más? ¡Si ya estamos sucios y empapados! Mira, tú haz lo que quieras, si prefieres quedarte aquí bajo la lluvia, pues hazlo. ¡Qué manía de discutirlo todo!

Sin añadir nada más, me metí bajo el techo de ramas. El interior estaba sorprendentemente seco, pues el viento hacía que la lluvia cayera justo en la dirección opuesta a la entrada. Además, en el suelo había una manta, un tanto mugrienta, dejada allí por los cazadores para una futura visita.
Andrea no tardó mucho en seguirme, gateando como buenamente pudo. Por fin, se dejó caer en el suelo a mi lado, resoplando enfadada.

¡Maldita sea la idea de tu padre! ¡Con lo a gusto que estaría yo en mi casa, calentita, tomándome un caldito! ¡Y mírame, sucia, mojada, con un tobillo roto y aquí en medio de la nada en una chabola contigo!

La retahíla de improperios continuó durante varios minutos. Yo sabía que Andrea necesitaba desahogarse un poco, así que no la interrumpí. Para distraerme, me dediqué a arreglar un poco las ramas de paredes y techo, para tapar en la medida de lo posible, los huecos por los que entraba el aire o el agua.
Por fin, cuando noté que el caudal de quejas de Andrea mermaba, decidí encargarme de su tobillo. Sin decirle nada, agarré su pierna por la pantorrilla y la coloqué en mi regazo. Andrea, sorprendida, casi se cae de espaldas.

¿Se puede saber qué haces? – aulló.
Voy a examinar tu “fractura” – dije con calma.
Estate quieto – dijo ella tratando de liberar su pierna.

Yo, con una pizca de mala idea, sujeté su pié y lo giré un poco, arrancándole un gritito de dolor y sorpresa.

¡Ay! ¿ESTÁS LOCO?
Venga, que no es para tanto – reí – Sólo es una torcedura.
¿Y qué sabrás tú?
Sé bastante de lesiones en caballos…
¿ME ESTÁS LLAMANDO YEGUA? – gritó Andrea airada.
¿YEGUA TÚ? ¡NO ME HAGAS REÍR! ¡COMO MUCHO MULA O BURRA! – grité yo todavía más alto.

Andrea se quedó muda por la sorpresa y entonces me tocó a mí lanzar la sarta de improperios.

¡La madre que me parió con la prima esta! ¡Pincha la bici y se queda por ahí tirada; yo, como un imbécil, regreso para ayudarla y lo único que le falta a la niña es tirarme una piedra! ¡Después coge y me tira de la bici, tengo que cargar con ella, la traigo a un sitio donde estaremos secos y seguros…! ¡Y TAMPOCO LE PARECE BIEN!

Mientras gritaba todo esto, me arranqué una manga de mi camisa y le practiqué un vendaje de urgencia a Andrea en el tobillo. La verdad es que no fui muy delicado en el tratamiento, pero mi prima no se atrevió a quejarse ni una vez. Cuando acabé, aparté su pierna de mí con brusquedad. Ella se quedó mirando el vendaje que le había hecho unos segundos y pasó su mano por encima, frotándose el dolorido tobillo.

Gracias – susurró.
¿Qué? – respondí yo un tanto sorprendido.
Que gracias. Te agradezco mucho lo que estás haciendo hoy por mí – dijo ella en tono apagado.
No te preocupes Andrea. No es nada.

Se produjo entonces un silencio bastante incómodo entre los dos. Yo no sabía ni qué decir, pues notaba que mi prima estaba bastante sensible en ese momento. Entonces se echó a llorar.
Me quedé de una pieza. La verdad era que no me esperaba aquello. No creía que nada de lo que hubiera podido decirle a Andrea la afectara tanto como para hacerla llorar. Compungido, traté de pedirle disculpas.

Andrea, yo… – balbuceé – Lo siento. Siento haber sido tan brusco…

Ella sólo negaba con la cabeza, sin decir nada, y llorando como una magdalena.
Torpemente, me acerqué a mi prima, sentándome a su lado. Le pasé un brazo por los hombros, tratando de consolarla.

Venga, no llores, que verás como enseguida deja de llover y nos encuentran…

Como no dejaba de llorar, la abracé con más fuerza, atrayéndola hacia mí. Andrea no se resistió y hundió el rostro en mi pecho, mientras que yo, completamente aturrullado, le acariciaba el cabello con torpeza.
Estuvimos así unos minutos, sin saber qué hacer, hasta que, poco a poco, fue calmándose.

Lo… lo siento – balbuceó mi prima alzando hacia mí sus llorosos ojos.
¿Cómo? – dije atontado.
Que lo siento. Tienes razón, no me he portado nada bien contigo. Hoy me has ayudado mucho y la otra vez, en el establo…

Ahí estaba. Ése era el problema. A pesar del tiempo transcurrido, Andrea aún no había superado el trauma de Ramón. Más centrado ahora que conocía la causa de su malestar, me dispuse a consolarla.

Venga, Andrea, no le des más vueltas al asunto. Lo mejor es que te olvides de aquello. Fue una mala experiencia y nada más…
¿Que me olvide? ¿Y cómo? ¡Tú no sabes nada de lo que pasó!

Decidí ponerme serio.

¿A qué te refieres? ¿A que te acostaste con Ramón aquella noche en su casa? ¿Y qué?

Andrea me miró estupefacta.

¿Lo sabías? ¿Pero cómo?

Pensé en decirle que me lo había contado Marta, pero yo no sabía si Marta le había confesado a su hermana que la había espiado. Decidí mentirle.

Vamos chica. ¿Olvidas lo que dijo Ramón en el establo? Dijo que aquella no era la primera vez…
Es cierto… – concedió Andrea, más tranquila – Pero, ¿no me dijisteis Marta y tú que pasabais junto al establo cuando me oísteis gritar?

Me había pillado. Lo mejor era decirle un poquito la verdad.

Te mentimos. Marta y yo estábamos en el establo antes de que llegaseis vosotros… Al oíros, nos escondimos, pero cuando vimos lo que se proponía aquel bastardo… Intervinimos.
¿Y qué hacíais vosotros dos allí? – dijo Andrea.

Entonces, ella solita comprendió lo que hacíamos allí su hermana y yo, por lo que, poniéndose súbitamente colorada, asintió.

¡Ah! Comprendo.
Sí – continué – Ya sé que Marta te ha hablado de lo nuestro.

Nuevo silencio incómodo. Decidí no prolongarlo.

Bueno, al menos ya no lloras – dije estirando una mano y secando las lágrimas de sus ojos.
Sí – rió ella – Es que me has dejado alucinada.
Lo siento.

Entonces, siguiendo un súbito impulso, la besé en la frente. Fue un beso puro, casto y limpio, nada que ver con los que yo acostumbraba a dar.

¿A qué viene eso? – dijo Andrea, un tanto confundida.
No sé – respondí – Me pareció apropiado. Últimamente lo has pasado muy mal, y he querido mostrarte un poco de cariño.
Gracias – balbuceó ella.
Oye, no vayas a ponerte a llorar otra vez, que bastante agua está cayendo ya.
¡Tonto! – exclamó ella con nuevas lágrimas en los ojos.

Volvió a sepultar el rostro en mi pecho, y yo la dejé allí, desahogándose, borrando los malos recuerdos de los últimos tiempos.
Cuando se calmó, continuamos hablando. Bueno, más bien fue ella la que habló, contándome lo muy enamorada que había estado de Ramón, y lo doloroso que había sido descubrir la clase de hombre que era. Ella habló y habló, abrazada a mí, buscando tan sólo un oído amigo a quien contar sus penas. Yo hice lo único apropiado, abrazarla con fuerza y escucharla.
Esa mañana, en aquella chabola conocí a Andrea como jamás antes. Aprendí muchísimo de ella y comprendí que no era sólo la niña tonta y mimada que yo creía, sino que era una mujer maravillosa con el problema de querer siempre impresionar y agradar a los demás.

Bueno – dije en cierto momento – ¿Y eso es tan grave?

Acababa de contarme su encuentro con Ramón en la casa de éste, sin los detalles escabrosos claro. Ella no sabía que yo conocía al detalle esa historia y, obviamente, yo no iba a decírselo.

¿No te parece grave? – dijo ella – ¡Si me acosté con él!
¿Y qué? Seguiste tus impulsos y deseos de mujer. Y eso no tiene nada de malo. Luego la cosa no salió bien, porque el tipo que elegiste era un cerdo, pero no todos los hombres son así.
Pero…
Pero nada… Y olvídate de esas tonterías acerca de la honra y la virtud. Ahora ya has estado con un hombre. No eres “casta y pura”. Pero, ¿eres peor persona por ello? ¿eres menos maravillosa, amable, hermosa? Yo te veo como siempre, una mujer espléndida que no sabe elegir a los hombres.

Entonces Andrea me besó. Yo no lo esperaba, así que tardé un segundo en responder. Su boca, caliente y dulce buscó la mía, sellando mis labios con su ardiente sabor. Enardecido, me incorporé un poco y posé mis manos en su cuello, acariciándolo. Fue un beso inocente, inexperto, y yo no quise romper el encanto, así que no traté de aprovecharme de la situación.
Por fin nos separamos, mirándonos fijamente a los ojos. Mi cuerpo me pedía más, mi alma deseaba a aquella mujer como nunca había deseado a otra, pero mi mente no me dejaba ir más allá. No estaba bien. No era correcto.

Lo siento – balbuceó Andrea.
¿Por qué? – dije yo.
Por haberte tratado tan mal últimamente. Tienes razón, a mí no me has hecho nada. Te has portado muy bien conmigo, y tus problemas con las chicas… no son asunto mío.

Yo sonreí aliviado. Bueno, un problema resuelto. Ya había una persona menos que me odiara en la casa.

Andrea – dije – Si quieres te lo cuento todo, para que comprendas lo que pasó.
No es necesario – dijo – Ya te he dicho que no es asunto mío.
Sí, es verdad. Pero creo que me hará bien contárselo a alguien. ¿Te importa?
No. Cuéntame lo que quieras – dijo mi prima, sonriendo dulcemente.

¡Dios! ¡Qué guapa era!
Bueno, entonces me tocó hablar a mí. Se lo conté prácticamente todo de mi historia con Marta y Marina, sin detalles truculentos, claro. Se quedó muy sorprendida al enterarse de nuestro affaire en el coche el día que fuimos con Ramón a la ciudad, y se rió bastante con las encerronas que le tendí a Marina.
En cierto momento, Andrea volvió a abrazarse a mí, para aliviarnos del frío dijo, y puedo asegurar que al menos mi temperatura aumentó considerablemente. Seguimos así, charlando abrazados durante una hora al menos, sintiendo golpetear la lluvia contra nuestro refugio. Hacía cada vez más frío, por lo que Andrea se apretaba cada vez más a mí, y claro, eso unido a las historias que estaba contándole a mi prima, tuvo su efecto en mi cuerpo. Me empalmé.
Sentía una vergüenza terrible, estaba allí con mi prima, contándonos confidencias el uno al otro, hablando con confianza, y yo ya estaba como siempre. Me moví incómodo, tratando de que ella no notara nada, y seguí contándole cosas, aunque mi voz denotaba nerviosismo. Entonces ella, notando mi inquietud, me dijo:

¿Te pasa algo, Oscar? Te noto nervioso.
No, no… nada. Es que se me clavaba una piedra en la espalda – mentí – Pero ya está.
¡Ah! Vale. Creí que sentías vergüenza porque se te ha puesto dura – dijo mi prima pícaramente.

Me quería morir.

Lo… lo siento – balbuceé.
¡Ay, Oscar! – dijo mi prima incorporándose sonriente – No seas tonto. Si a mí no me importa. Es normal, después de todo lo que estamos hablando, y aquí los dos juntitos…
………. – no dije ni mú.
Para serte sincera, yo también me he excitado un poco.

Mis ojos iban a salirse de las órbitas.

Ha parado de llover – dijo entonces Andrea.
¿Qué? – dije atontado, sin comprender.
Que ya no llueve – dijo mi prima riendo – Ya puedes ir a por el carro.

La madre que la parió. Cómo había jugado conmigo. Me había puesto caliente como un mono en menos de un minuto y ahora me cortaba de raíz. ¡Las mujeres son terribles!

Sí – dije tristemente – Creo que será lo mejor.
Pues venga.

Torpemente, pues estaba bastante acalambrado, gateé fuera de la chabola. Una vez fuera, me puse en pié y estiré los músculos, para desentumecerme, cuidando de hacerlo de espaldas a mi prima, pues sólo faltaba que empezara a bromear otra vez acerca de mi notorio bulto. Una vez desperezado, me agaché otra vez a la entrada de la caseta, para darle las últimas instrucciones a Andrea.

Bueno, es hora de ir en busca de ayuda – dije.
¿Qué vas a hacer?
Iré andando hacia el prado, seguro que me los encuentro de vuelta. Enseguida vendremos a por ti. Volveré pronto – le dije – Tú tranquila.
Vale, no me moveré de aquí – dijo ella guiñándome un ojo.
Muy graciosa – repliqué.

Me disponía a ponerme en pié y marcharme, pero mi prima volvió a llamarme.

Dime.

Ella me miró unos segundos antes de decir:

Gracias.
¡Anda, niña! – exclamé súbitamente incómodo.
No, Oscar, en serio. Gracias por todo. Por lo de hoy y por lo de la otra vez.
No sigas – dije – que me pongo colorado.

Entonces Andrea, echándose un poco para delante, volvió a darme un cálido beso. Uno corto y dulce esta vez.

Bueno, no ha estado tan mal la excursión después de todo – concluyó mi prima.

Sin decir nada más, y ligeramente mareado, me marché de allí. Corrí hacia el camino, alejándome de la chabola. Mi mente era un torbellino, pensando en lo que había pasado y por supuesto, fantaseando con lo que habría podido pasar.
Con rapidez (y siendo sinceros con un notable calentón encima), llegué al camino y seguí hacia el prado. Por suerte, en menos de un minuto vi a un par de jinetes que se aproximaban a mí. Papá y el abuelo.
Al verme, ambos azuzaron a sus caballos para que corrieran más, y enseguida me alcanzaron.

¿Estás bien? ¿Y Andrea? – exclamó mi padre bajando del caballo con gesto de preocupación.
Tranquilos – dije yo – Está bien, sólo se ha torcido un tobillo.
¿Y dónde está? ¿Por qué no volvisteis? ¡Vuestras madres están enfermas de preocupación!

Mientras decía esto, mi padre me zarandeaba del brazo, enfadado conmigo no sé muy bien por qué. Incluso el abuelo me miraba raro, como si pensara que yo me había dedicado a hacer una de las mías sin pensar en lo preocupados que estaban todos por mí, así que les conté toda la historia.
– Venid conmigo – les dije – Os llevaré con Andrea y mientras os lo cuento todo.
Bueno, todo no, la parte de los besos y las empalmadas la omití prudentemente, claro. A medida que iba hablando, vi cómo sus expresiones se relajaban, pasando del enfado manifiesto a la aprobación e incluso ¿respeto? No sé, creo que esa mañana mi padre se sintió muy orgulloso de mí, y fue ese el primer paso para perdonarme el incidente ocurrido con Tomasa.
Pronto llegamos junto a la chabola donde esperaba Andrea, y entre papá y el abuelo la ayudaron a salir y la subieron a un caballo. El abuelo, previsor, llevaba una manta atada a la silla, y se la echamos a la pobre chica por encima, pues al salir fuera con la ropa todavía mojada, tiritaba terriblemente.
Andrea iba pues en un caballo, mientras nosotros tres caminábamos a su lado, llevando al otro animal de la brida. Nos pusimos en marcha de regreso hacia el prado, esperando encontrarnos por el camino con los demás que venían en el carro. El abuelo nos contó que la tormenta les sorprendió con todo preparado, y con las prisas de recogerlo todo, se les habían escapado los caballos, asustados por los truenos, por lo que habían tardado mucho en venir a buscarnos.
Andrea, muy amablemente, se dedicó a ponderar mi actuación, hablando sobre lo inteligente y valiente que había sido, haciéndolo con tal entusiasmo que el abuelo volvió a dirigirme miradas recelosas, no sabiendo muy bien qué pensar. Mi padre, en cambio, parecía ir a reventar de orgullo, hasta que, no aguantando más, dijo que iba a adelantarse para tranquilizar a mamá y a tía Laura, así que cogió la montura disponible y se marchó.
Minutos después nos encontramos con el resto de la familia, que venía de vuelta, encontrándonos pronto mi prima y yo rodeados por los amorosos brazos de nuestras madres, que nos daban besos y abrazos tratando de averiguar si habíamos vuelto enteros o no.
Pero no todo el mundo se alegró tanto con nuestro regreso. Marta y Marina me echaban unas mal disimuladas miradas de odio, que se acentuaron notablemente cuando comprobaron que Andrea ya no sólo no estaba enfadada conmigo, sino que se dedicaba a cantar mis alabanzas. A saber lo que esas dos pensaban que habíamos estado haciendo Andrea y yo para dejarla tan contenta. Bueno, la verdad es que no hay que ser muy listo para adivinarlo.
Con cuidado, trasladamos a Andrea al carromato, donde la envolvimos con otra manta más. Yo, por mi parte también fui obligado a subirme en el carro y a envolverme en mantas, aunque no quería hacerlo, pues eso suponía ir en compañía de Andrea (cuya proximidad me enervaba) y de las otras dos, que parecían dispuestas a asesinarme con los ojos.
Según me dijeron, las bicis habían quedado en el prado, pues en el carro no cabían con tanta gente, y era imposible que conducirlas con el camino tan embarrado, así que Nico iba a tener que volver a buscarlas más tarde, recogiendo de camino la mía y la de Andrea.
El viaje fue bastante tenso, pues Andrea no paraba de contarles a su madre y a la mía lo bien que me había portado yo, por lo que las dos mujeres me felicitaban continuamente. Yo hubiera preferido que se callara para no empeorar las cosas, pero ella seguía charla que te charla, como si no se diera cuenta de las miradas asesinas de Marta y Marina.
Pero luego resultó que sí se había dado cuenta.
Por fin, llegamos a casa, donde nos recibió una eficiente Mrs. Dickison. Barruntándose que íbamos a volver empapados, la institutriz se había dedicado a preparar nuestro regreso, calentando agua en abundancia y reuniendo toallas y mantas para todos. Así que, por turnos, fuimos pasando por el baño caliente, mientras entre todos disponíamos la comida del picnic en el comedor; así que ese día almorzamos a base de fiambres y tortillas, en un ambiente la mar de alegre y distendido.
Así acabó mi primer paseo en bici.
Pasaron varios días sin nada reseñable que resaltar, aunque, eso sí, me llevaba mejor que nunca con Andrea, pero ni se me pasó por la imaginación intentar nada con ella, no fuera a estropearlo todo de nuevo. Porque además, con todas las mujeres que tenía dispuestas y disponibles… ¿para qué quería más?
Sin embargo, la cosa iba incluso a mejorar. ¿Que cómo? Sigan leyendo.
Resultó que se aproximaba la fecha del patrón del pueblo, así que se estaba organizando una verbena, y claro, como todos los años, la familia iba a acudir, pues las fiestas en esos años eran todo un acontecimiento (no olviden que no había tele para entretenerse). Mi madre y tía Laura deseaban comprarse ropa nueva, por lo que decidieron dedicar un día a hacer las compras.
Las criadas también andaban revolucionadas, pues durante las fiestas tenían el día libre, y todas estaban deseosas de que llegara la verbena, para poder lucir palmito por el pueblo y hacer que se les cayera la baba a todos los hombres del lugar. Incluso Mrs. Dickinson, habitualmente tan digna, se dejó contagiar por el ambiente, por lo que decidió acompañar a mi madre a la compra, recibiendo así nosotros un inesperado día libre.
Yo pensaba que las chicas en pleno irían también de compras, pues a todas les encantaba probarse trapitos, y el abuelo era muy fácil de convencer para que soltara el dinero y les concediera todos sus caprichos. Pero me equivocaba.
Aquel martes amaneció bullicioso, pues mi familia se levantó temprano para irse al pueblo. Se organizó un revuelo tremendo, aunque yo no me mezclé en ello, pues no pensaba ir de compras e iba a quedarme pasando un día tranquilo en casa. Allí sólo iban a permanecer María y Luisa, así que había trazado ciertos planes para pasar el día “entretenido”. Como fuera que hasta que no se hubiese largado todo el mundo no podía hacer nada, me dediqué a dormir hasta tarde, tratando de aislarme de todo el jaleo que había fuera de mi habitación.
Un rato después, mi madre entró a mi cuarto para darme un beso de despedida y recordarme que debía portarme bien, aunque ella ya sabía que, probablemente, no iba a serlo demasiado.
Por fin, se marcharon todos, adueñándose el silencio de la casa. Aún era pronto para levantarse, por lo que decidí dormir un rato más, pues de momento no tenía nada mejor que hacer y así descansaba un poco.
Me dormí.
No sé cuánto rato pasé dormido hasta que me despertaron unos golpecitos en la puerta de mi dormitorio. Me despejé rápidamente, con una sonrisa en los labios, seguro de que María o Luisa, aburrida de sus quehaceres, había decidido hacerme una pequeña visita, para alegrarnos a ambos la mañana.

Adelante – dije.

La puerta se abrió lentamente, mientras yo apostaba mentalmente por cual de las dos hembras iba a aliviar mi soledad matutina. Sin embargo, la sonrisa se borró de mis labios cuando me encontré con que quien abría la puerta era mi prima Marta.

Tenemos que hablar – dijo.

Yo no atiné ni a responder por la sorpresa. Pero, ¿qué hacía ella allí? ¿Qué quería? En vista de mi silencio, Marta entró en mi cuarto cerrando la puerta tras de si. Estaba preciosa, vestida con una bata azul que le llegaba a las pantorrillas, anudada a la cintura con una cinta del mismo color. Su pelo estaba recogido, señal inequívoca de que había estado arreglándose antes de venir a verme. Además, percibí un suave aroma a violetas, así que supuse que mi prima había usado perfume esa mañana. Aquello me inquietó.
Marta se acercó a mi cama. Caminaba un tanto rígida, denotando cierto nerviosismo, cosa que no me extrañaba lo más mínimo pues yo mismo estaba hecho un flan. Además, el que yo la mirara fijamente, con los ojos como platos, seguro que no la tranquilizaba mucho.

¿Puedo sentarme? – dijo entonces.
Claro – respondí.

Yo esperaba que acercara la silla que hay en mi cuarto y tomara asiento. Pero no lo hizo así, sino que se sentó en el colchón cerca de mí. Peligrosamente cerca. Al hacerlo, cruzó las piernas, de forma que la bata se le abrió un poco, revelando parte de su muslo desnudo. Aquello me perturbó todavía más, y el hecho de que Marta no se tapara aquella pierna desnuda me confirmó que mi prima tenía algo en mente.
Mientras mi cerebro decía que no debía seguirle el juego, que tenía que resistir, mi cuerpo comenzaba a reaccionar ante la turbadora presencia de Marta. Yo estaba decidido a no dejarme seducir, pero… cualquiera aguantaba. Mal se presentaba la cosa si mis convicciones se derrumbaban ante el primer asalto.

¿Qué quieres? – pregunté con sequedad, tratando de aparentar que su presencia no me incomodaba.
Hablar – dijo ella.
Pues habla.
Creo que ya es hora de que aclaremos la situación entre nosotros.
De acuerdo.
Verás, Oscar – dijo acercándose todavía más a mí – Tú sabes que me gustas.
Y tú a mí – respondí sin pensar.
He pensado mucho en lo que pasó, y creo que tenías razón. Mi pelea con Marina fue porque me sentía celosa. Te quería para mí y no quería compartirte con ella.
No es cuestión de compartir – la interrumpí – Marta, tú y yo no somos novios, ni podemos serlo. Te dije que si manteníamos una relación sería sólo para pasarlo bien, sin mayores compromisos…
Sí, lo sé. Pero es que no pude controlarme, me dolió tanto veros así…

Otro ligero movimiento hizo que una porción mayor de muslo quedara al aire, enervándome aún más.

Ejem – carraspeé – Marta, siento mucho lo que pasó, pero entiende que si os rechacé a las dos fue porque no soportaba veros pelear así.
Sí, sí, lo entiendo… Estoy segura de que lo has pasado muy mal.

Mientras decía esto, Marta se inclinó hacia mí, para acariciarme la mejilla con una mano. Caricias que yo ni siquiera sentí, pues al echarse para delante, se le abrió un poco el pecho de la bata, permitiéndome ver así que mi prima iba completamente desnuda debajo de la prenda.
Durante un instante, pude ver un delicioso seno desnudo, con el pezón enhiesto y sonrosado, deseable. Faltó poco para que perdiera la cabeza y me abalanzara sobre ella.
Pero no, no podía ceder, si me dejaba seducir y Marina se enteraba… vuelta a empezar. Así que me eché para atrás, apartándome de su mano, rechazando su caricia.

¿Por qué te apartas? – dijo ella sorprendida – No voy a hacerte nada.
Marta – dije yo tratando de ponerme serio – ¿A qué has venido?
¿No es evidente? – respondió ella con su más seductora sonrisa – He venido a hacer las paces.
Marta, estoy dispuesto a hacer las paces contigo, te quiero mucho y no soporto estar enfadados; pero no así, no quiero hacerle daño a Marina.
¿Marina? No te preocupes, se ha ido al pueblo de compras. Yo he dicho que no me encontraba bien y me he quedado.
¿Y? – dije un tanto confuso.
Que no tiene por qué enterarse. Mira, tú y yo podemos volver a estar como antes, pasándolo bien juntos. Pero cuando esté Marina delante, fingimos que seguimos enfadados, así no sospechará nada.
No, Marta, no – dije – Me juré a mí mismo que no os volvería a engañar. Si Marina se enterara no nos perdonaría jamás.
¿Y qué más te da? A ti ya no te habla, así que la cosa no puede empeorar.

Mientras decía esto, Marta se puso a cuatro patas sobre el colchón y avanzó hacia mí, con lo que el escote de la bata reveló su cuerpo completamente desnudo. No importaba cuánto me resistiera, pues mis ojos, involuntariamente, se desviaban para echar mal disimulados vistazos a su anatomía. Estaba cachondísimo y Marta lo sabía.

Vamos, Oscar, acuérdate de lo bien que lo pasábamos juntos. Yo no puedo olvidarme. He estado muy enfadada contigo, te he odiado incluso, pero aún así no podía evitar tocarme por las noches acordándome de ti – susurró Marta acariciándose el pecho por encima de la ropa.

Madre mía. Me iba a morir. Torpemente, me eché todavía más hacia atrás sobre el colchón, hasta que mi espalda chocó con la cabecera de la cama. Tiré de las sábanas hacia arriba, tapándome, como si eso fuera a servir de escudo contra aquella fiera.
Marta, por su parte, sonreía muy ladina gateando hacia mí, mientras su voz de terciopelo me susurraba:

Vamos, no te resistas, sé que me deseas.
………
Ven.

Por fin, llegó junto a mí. Pensé que iba a besarme, pero no, lo que hizo fue introducir la mano bajo las sábanas, en busca de mi polla, que por si alguno lo dudaba, estaba ya como el palo mayor. Me la agarró con fuerza, por encima del pijama, estrujándola con deseo y lujuria.
Aquello era demasiado para mí, no me quedaban fuerzas, deseaba follármela… Su rostro se acercó al mío, sentía su aliento cerca de mi boca, caliente y embriagador…

No – farfullé – Marina…
Olvídate de Marina… Que le den mucho por el culo…

Marta trató de besarme, pero esas palabras me despertaron, no podía permitir que las mejores amigas se detestaran hasta ese punto. No podía ser.
Con firmeza, apoyé mis manos en sus hombros y la aparté de mí, con delicadeza pero sin dudar. Ella quedó sentada sobre el colchón, sorprendida por mi resistencia.
Afortunadamente, se había soltado de mi bálano, pues unos segundos más de delicioso contacto podrían haber provocado mi corrida, haciéndome olvidar todos mis principios.

Marta, no. No puede ser. Así no. Pero, ¿te has escuchado? Maldita sea, Marina y tú erais uña y carne, y ahora estás dispuesta a engañarla y a hacerle daño sin pensártelo dos veces. Me siento fatal, todo esto es culpa mía. Sólo espero que podáis arreglar vuestros problemas, y que volváis a ser amigas de verdad, no así, traicionándose por la espalda…
¿Quieres que me vaya? – me interrumpió Marta.
Sí – respondí con firmeza.
¿Vas a renunciar a follar conmigo todo lo que quieras y cuando quieras?
Sí.
Oscar, estoy dispuesta a hacer todo lo que me pidas, seré tu esclava, te obedeceré en todo…
Marta, vete por favor.
Si quieres, estaría dispuesta a chupártela. ¿Quieres que te la chupe?

No podía creerme lo que estaba escuchando. ¿Se había vuelto loca?

Marta, no estás en tus cabales. Por favor vete. No diré que me resulta fácil decirte que te vayas, pues en este momento estoy tan excitado que parezco a punto de explotar, pero no es así como debe ser.
Entonces ¿me rechazas por Marina?
No, te rechazo por las dos, porque no quiero que ninguna lo pase mal por mi culpa. Si fuera ella la que estuviera aquí le diría lo mismo.

Marta me miró fijamente un segundo, muy seria. Entonces, su rostro se iluminó en una gran sonrisa, y acercándose rápidamente, me dio un fuerte beso en la mejilla y se bajó de un salto de la cama.

¡Estupendo! – exclamó.

Yo estaba alucinado. Marta, como un rayo abrió la puerta de la habitación y salió, dejando la puerta abierta de par en par y a mí con un palmo de narices. Pero, ¿qué coño pasaba? Yo no comprendía nada en absoluto, miraba la puerta abierta completamente aturdido, con cara de memo. Y no quiero contarles la cara que puse cuando mi prima regresó, llevando de la mano a mi propia hermana, que me miraba avergonzada.

Pe…pero… – balbuceé.
¡Ay, hijo! – dijo Marta riendo – Cierra la boca, que pareces tontito.
¿Qué? – dije con la boca aún abierta.
Que cierres el pico, que se te va a colar una mosca.

Aún riendo, Marta soltó la mano de Marina, y se dirigió a mi cama corriendo, donde se subió dando un salto, haciendo que todo el colchón se agitara. Mientras, mi hermana cerró lentamente la puerta y se dirigió a la silla de mi dormitorio, donde se sentó.

Bueno, ya estamos otra vez los tres juntos – dijo Marta.
¿Qué? – volví a repetir, porque era lo único que se me ocurría.
¿A que parece tonto? – dijo Marta dirigiéndose a mi hermana.
Sí – respondió ésta, con una tenue sonrisa en los labios.

Y la verdad es que me sentía bastante tonto. Por fin, se me ocurrió algo más que decir.

¿Por qué no habéis ido al pueblo?

Como frase, no era muy inteligente, pero algo era algo.

Nosotras nunca dijimos que fuésemos a ir al pueblo – dijo mi prima.
¿Cómo que no?
Además, hablamos con mamá y ella comprendió que lo mejor era que nos quedásemos.
¿Qué? – dije volviendo a mi discurso anterior.
Que hablamos con ella. Le dijimos que queríamos hacer las paces contigo y que necesitábamos hablar en privado, así que no puso ningún obstáculo a que nos quedásemos.
Sí, tía Laura se mostró muy razonable en ese aspecto. Te quiere mucho y no le gustaba vernos enfadados a los tres. Se ve que la dejaste muy “satisfecha” – dijo Marina mirándome enigmáticamente.

Me quedé atónito ante las implicaciones de lo que acababa de decir mi hermana.

Otra vez la cara de tonto – rió Marta – ¿Qué esperabas? Tu hermana y yo volvemos a ser amigas, y entre amigas no hay secretos.
¿Le contaste…? – balbuceé.
¿…Que te habías acostado con tía Laura? Sí me lo contó – me interrumpió Marina – Y la verdad es que me sorprendió bastante, acostarte con tu propia tía… Aunque claro, sabiendo que planeabas hacerlo con tu hermana…

No sabía qué decir, me encontraba superado por la situación, estaba atónito. ¿Qué querían? ¿Burlarse? ¿Vengarse de alguna forma?
Traté de tranquilizarme un poco, de analizar la situación. ¿Qué hacían allí? ¿Por qué habían esperado a que estuviéramos solos? ¿Por qué iba Marta desnuda? Esa idea me hizo pensar que quizás aquello no fuera una encerrona, o al menos, que fuese una del tipo en las que me gustaba caer…
Más sereno, traté de centrarme en mi instinto, en mi don, y la verdad es que no percibí ninguna hostilidad en el ambiente. Comprendí que las chicas tenían un plan en mente, y que lo mejor era dejarlas dirigir el cotarro, a ver adonde me llevaban.

Bueno – dije en tono más reposado – ¿Me vais a decir entonces lo que queréis?

Las chicas se miraron la una a la otra durante un segundo, y dijeron simultáneamente.

Hacer las paces.

Íbamos bien.

Me parece estupendo – dije – Pero entonces, ¿a qué ha venido el numerito de antes?
Bueno – dijo Marta – Teníamos que asegurarnos que eras realmente sincero cuando decías que no querías hacernos daño, que preferías no estar con ninguna de las dos antes de hacer sufrir a la otra.
O sea que todo era mentira…
Más o menos.
¿Y si me hubiera dejado seducir? Marta, estás muy buena, y meterte así en mi cama, medio desnuda. A ningún hombre podría reprochársele caer en la tentación – dije más seguro de mí mismo.
Si hubieras aceptado… – dijo Marta haciendo una pausa dramática – Te hubiera partido la cara.
¿Cómo? – dije riendo.
Lo que has oído. Hemos decidido darte otra oportunidad, ver si eres sincero en lo que dices, pero si resultaba que no lo eras… Te cascábamos.
¿En serio? ¿Ibas a pegarme? – dije divertido.
No te rías. Lo habíamos hablado y estábamos ambas de acuerdo. Si resultabas ser tan vil y rastrero que todo tu arrepentimiento era una farsa, te habríamos hinchado un ojo.
¿Las dos? ¿Ibais a pegarme las dos?
Pues claro. Aunque fueras un cabrón, sigues siendo un chico, pero entre las dos nos hubiésemos apañado para cascarte bien.
Sí, me lo creo. Ya os he visto pelear y sé que lo hacéis bastante bien – dije pasándome la mano por el ojo, donde aún se veía la huella de la herida que me infligieron en un anterior enfrentamiento.
Perdona – dijo Marta un poco arrepentida.
Olvídalo.

Permanecimos en silencio unos segundos, mirándonos los tres. Yo me sentía mucho más animado, pues veía la salida a una situación que durante mucho tiempo me había dolido mucho. Sentía que íbamos a volver a ser amigos.

Bueno – dije – ¿Y por qué habéis decidido hacer las paces precisamente ahora?
Por Andrea – respondió Marina.

Me sorprendió que hablara ella, pues hasta entonces había permanecido muy callada.

¿Cómo?
Por Andrea, fue ella la que nos convenció de que habláramos contigo.
No lo entiendo.
Verás, el otro día, tras la excursión… – empezó Marta.
Sí, me acuerdo.
Bueno, nosotras pensábamos que tú y Andrea… Ya sabes.
¿Qué? – dije haciéndome el tonto.
Que te la habías follado – dio Marina de pronto.

Aún me sorprendía la extraordinaria transformación que había experimentado mi hermana.

Pues no es así – dije muy serio.
Ya lo sabemos – continuó Marta – Pero qué querías que pensáramos. Conociéndote, y que te ofrecieras voluntario para ir a buscarla… Pensábamos que te habías citado con ella esa mañana y que por eso Andrea se había quedado rezagada. Parecía uno de tus típicos planes.
Más bien sería uno de “tus” planes – respondí a mi prima – Olvidas que mientras estuvimos juntos fuiste tú la que planeó todos los encuentros.

Marina miró a Marta muy interesada, con lo que mi prima esbozó una sonrisilla nerviosa.

Bueno, sí, eso – dijo – Sea como sea, nos sentó muy mal aquello. Pensamos que como ya no había nada con nosotras, te dedicabas a perseguir a mi hermana, como si no te importara nada que no nos hablásemos.
Pero no es así – dije.
Ya, ya. Pero es lo que creíamos.
Por eso estabais tan enfadadas cuando regresamos.
Claro, imagínate. Aparecisteis los dos sucios, con la ropa destrozada, después de haber estado solos un montón de tiempo…
Y encima, Andrea no paraba de hablar bien de ti – dijo Marina.
¡Eso! – continuó Marta – Después de que le habíamos contado lo que nos habías hecho, ella juró que te odiaría siempre. Y vas tú, te la llevas al bosque y ¡ñaca! aparece convertida en tu mayor admiradora.
Pero no pasó nada de eso – dije yo – Andrea y yo…
Ya lo sabemos – dijo Marina – Después hablamos a solas con ella y nos lo contó todo.
¿En serio? – dije.
Sí. Nos dijo lo profundamente dolido que estabas porque no te hablábamos, que sentías lo que había pasado, que no deseabas hacernos daño… – dijo mi hermana.
Nos hizo reflexionar – continuó Marta – Comprendimos que lo sucedido había sido culpa de los tres. Tú nunca nos engañaste para tratar de seducirnos. Dijiste las cosas tal y como eran y así fue como conseguiste que nos interesáramos por ti.
Bueno, a mí sí que me engañó… – dijo Marina.
No del todo – exclamé yo – Lo que trataba de hacer era que despertaras, que dejaras de ser la tonta mojigata que eras de día, mientras tus deseos te consumían de noche.
¿De noche? – dijo mi hermana, intrigada.
Sí, no olvides la noche que estuve en tu cuarto, mientras fingías dormir…
No me habías contado eso – dijo Marta mirando a Marina interrogadora.

Mi hermana enrojeció vivamente.

Bueno… Sí, tal vez tengas razón.
Resumiendo, que la culpa fue de los tres ¿no? – dije yo.
Sí – dijo Marta mientras mi hermana asentía con la cabeza.
Entonces ¿volvemos a ser amigos? – dije muy ilusionado.
De acuerdo.

Completamente feliz por primera vez en mucho tiempo, me abalancé sobre mi prima y le di dos sonoros besos en las mejillas. De un salto, bajé de la cama y me lancé sobre mi hermana, a la que apliqué el mismo tratamiento, mientras ella se resistía entre risas.

Chicas, me habéis hecho el hombre más feliz de la tierra. La verdad es que no soportaba estar mal con vosotras. Os quiero muchísimo y no sabéis lo doloroso que era que me odiarais.
Venga, no te pongas sentimental – dijo Marta apartando la mirada, avergonzada.
Eso, que pareces tonto – dijo mi hermana, ruborizándose también.

Volví a besarlas en la cara a las dos, sintiéndome eufórico.

Os quiero – dije – Aunque os dé vergüenza, os quiero mucho.

Las dos estaban coloradísimas, como observé divertido.

No os pongáis coloradas – reí – Que no es para tanto.
¡Imbécil! – dijeron las dos a un tiempo, con una coordinación tan perfecta, que nos hizo reír a los tres.

Riendo alborozado, me dejé caer boca arriba sobre la cama, completamente feliz por primera vez en mucho tiempo. De pronto, me encontré con que Marta se abalanzaba encima de mí, atacándome por sorpresa, y comenzó a hacerme cosquillas.

¡Ay! – exclamé – ¿Te has vuelto loca? ¡Déjame!
¡Ahora vas a pagar todo lo que nos has hecho, maldito! – exclamó mi prima gritando como loca.
¿Yo? ¡Te vas a enterar tú!

Contraataqué haciéndole cosquillas en los costados, sabedor de que mi prima era mucho más sensible que yo a esas cosas. Ella, al sentir mis manos, rompió a reír, medio desencajada, mientras trataba de liberarse de mis manos. Pero entonces Marina me atacó también, uniendo su peso al de mi prima sobre mí.
Enseguida nos vimos los tres envueltos en un confuso montón de pies y manos, haciéndonos cosquillas los unos a los otros, las chicas me agarraban por donde podían, y claro, yo hacía lo mismo.
Y ocurrió lo inevitable, con tanto follón, comencé a palpar los cuerpos de las chicas por ciertas partes nada recomendables, aunque juro que lo hice sin intención (al menos conscientemente) y ellas me tocaban a mí también por otros lados. A veces, notaba la blandura de un pecho apretado contra un brazo, o rozado por la palma de mi mano, o uno de sus prietos culitos se aplastaba contra mi ingle, o uno de sus muslos rozaba mi incipiente erección…
Me estaba poniendo cachondo, no podía evitarlo, aunque no quería que sucediera, era imposible resistirse a aquel magreo con las dos beldades. Nervioso, traté de escapar de debajo de las chicas, pero ellas redoblaron sus esfuerzos para mantenerme prisionero, riendo enardecidas. Miré a los lados, tratando de encontrar una salida, pero lo único que vi fue que las ropas de las chicas se habían abierto, dejando sus espléndidos cuerpos al aire.
El cinturón de la bata de mi hermana se había soltado, con lo que podía ver su camisón, el cual a su vez se le había subido de forma que permitía ver sus muslos desnudos. Ella, ajena a eso, me sujetaba un brazo con los suyos, estrechándolo contra su pecho, para impedirme escapar. Y peor era mirar a mi prima, porque ella no llevaba nada bajo la bata, así que se dedicaba a luchar contra mí con una teta al aire, y bastaba mirar un poco hacia abajo para ver su dulce coñito, perfectamente depilado, entre los pliegues de su ropa. Me quería morir.
Traté de escapar con mayor vigor, resistiéndome con más fuerza, pero el peso de las chicas sobre mí era demasiado, y ellas, notando mis esfuerzos, redoblaron los suyos para sujetarme.

¡No escaparás! – gritaba Marta – ¡Te torturaremos hasta la muerte!
Venga, chicas – dije tratando de parecer sereno – Soltadme ya.
¡De eso nada! – dijo mi hermana – ¡Venga, Marta dale duro!

Y Marta, obediente, siguió haciéndome cosquillas.

Chicas, esto ya no tiene gracia, dejadme – dije aparentando seriedad, aunque no podía evitar mirar de reojo hacia la entrepierna de Marta.

Dios mío, qué situación, si se daban cuenta de que me estaba excitando, se volverían a enfadar. Con lo que había costado resolver nuestros problemas…

Venga, no te resistas, si lo estamos pasando muy bien – dijo Marina.
Que no, que ya es suficiente, me estáis haciendo daño. Pesáis mucho.
¿Nos estás llamando gordas? – exclamó mi hermana – ¡Duro con él!

E intensificaron sus ataques sobre mi cuerpo. Yo no soy muy sensible a las cosquillas, pero aún así no podía evitar retorcerme y reírme, con lo que los frotamientos aumentaban de intensidad. Y claro, mi pene aumentaba de tamaño.

¡Soltadme! – aullé.
¿En serio? ¿Quieres que te soltemos?
¡Sí!
Pues nuestro amiguito no parece estar de acuerdo.

No sé cual de las dos dijo esto, pero entonces sentí cómo una mano se posaba sobre mi instrumento por encima del pijama, y comenzaba a acariciarlo. Me quedé rígido como un palo sin saber qué hacer.

Tienes razón, éste no se quiere marchar.

Otra mano más sobre mi polla.

Pero, ¿os habéis vuelto locas? ¿Se puede saber qué hacéis?
¿Tú que crees? – dijo Marta con voz sensual.
Creí que lo habíamos aclarado todo. Que volvíamos a ser amigos – dije.

Noté que las manos liberaban mi falo. Una de las chicas me descabalgó. Resultó ser Marta, que me increpaba.

¿Tú eres tonto? ¡Pues claro que volvemos a ser amigos! ¡Ahora las cosas volverán a ser como antes! ¿De qué te crees que hablábamos hace un rato?
¡Pues de volver a estar unidos! – exclamé.

Ahora que sólo me sujetaba Marina, no me resultó difícil levantarme de golpe, empujándola hacia un lado. Marina aterrizó de espaldas sobre el colchón, junto a mi prima, con una mirada de profunda sorpresa.

Pensaba que lo que queríais era hacer las paces y volver a ser los tres amigos. ¡Y lo que queréis es enrollaros conmigo!
¡No seas estúpido! – exclamó Marta – ¡Claro que queremos volver a estar como antes! Pero tú has cambiado nuestras vidas, nuestra forma de ser. Deseamos disfrutar de ello, te deseamos y tú nos deseas a nosotras. Antes nos peleábamos porque cada una te quería para sí, pero ahora sabemos que lo que debemos hacer es compartirte y pasarlo lo mejor posible.
¿Compartirme? ¿Qué os creéis, que soy un pastel? ¿Que sois mis dueñas?

Mientras discutía con Marta (no sé muy bien por qué me enfadé tanto), Marina se había incorporado, quedando sentada detrás de mi prima. Entonces se irguió, arrodillándose detrás de ella. De pronto, deslizó sus manos hacia delante, y con delicadeza, abrió la parte delantera de la bata de Marta, dejando sus tetas al aire. Me quedé con la boca abierta viendo cómo las manos de mi hermanita se apoderaban de los senos de nuestra prima, y comenzaban a amasarlos y a juguetear con sus pezones.

Resulta curioso que discutas tanto diciendo que no quieres nada con nosotras con semejante bulto en el pijama – dijo Marina.

Aunque ya sabía perfectamente cómo se encontraba mi picha, no pude evitar mirar hacia abajo, contemplando un segundo el monumental empalme que se veía en mi entrepierna. No sabía qué decir.

Sí, eso es verdad – dijo mi prima, ronroneando como una gatita mientras mi hermana le masajeaba las tetas.

Marta deslizó una de sus manos hacia atrás, sujetando la nuca de Marina. Entonces sus bocas se acercaron y comenzaron a besarse sensualmente, sin que Marina dejara de sobar tetas ni un segundo.
Yo contemplaba la escena atónito, con la polla latiéndome en el pantalón, olvidadas ya mis quejas y mis dudas. No podía creer lo que veía.

Pero… ¿qué hacéis? – balbuceé.
Eres un poco tontito… – dijo mi hermana apartando su boca de la de Marta mientras le pellizcaba los pezones – Creo que está bastante claro…
¿Cómo…? ¿Cuándo…? – farfullaba yo, sin acertar a decir nada.
¿Qué quieres? – dijo mi hermana – De algún modo teníamos que entretenernos mientras estábamos enfadadas contigo…

Alucinado, me quedé contemplando cómo Marina, tan casta ella, le sobaba las tetas a nuestra prima, que se retorcía y gemía de placer. Entonces Marina, con habilidad, deslizó una mano hacia abajo, deshaciendo el nudo del cinturón de la bata de Marta, dejando su cuerpo desnudo al descubierto. Después, esa mano viajó hasta su entrepierna, comenzando a acariciar la vulva de Martita, arrancándole gemidos cada vez más intensos, mientras su otra mano continuaba prendida en sus pechos.
Yo no sabía qué hacer, todo aquello me parecía un sueño. Simplemente contemplé embobado la escena, sin prestar atención a nada más a mi alrededor. En mi habitación podría haber entrado un elefante, que yo sin duda no le habría visto.
Por fin, Marina consiguió llevar a Marta al orgasmo. Mi prima se dobló hacia delante, hundiendo el rostro en el colchón, pero ni aún así se despegó mi hermana de ella. Marina también se echó para delante, quedando recostada contra la espalda de Marta, sin dejar de sobarla y acariciarla mientras mi prima se agitaba en espasmos de placer.
Cuando Marta se fue calmando, Marina la liberó, incorporándose. Entonces, se miró la mano, brillante y mojada por los flujos de mi primita. Con sensualidad, se acercó la mano a los labios, y entonces, se lamió los dedos lujuriosamente. Pero entonces se lo pensó mejor, y caminando de rodillas sobre el colchón, se acercó hacia mí, ofreciéndome sus dedos empapados de Marta.
Yo dudé unos segundos, pero el delicioso aroma de hembra que impregnaba su mano pudo conmigo, así que me abalancé sobre aquellos dedos y los chupé vorazmente, los lamí absorbiendo la esencia de mi primita. Mi polla iba a estallar mientras Marina me miraba sonriente.

Por fin te decides – dijo.

Entonces abandoné sus dedos y me abalancé sobre ella, abrazándola con fuerza y besándola con pasión. Hundí mi lengua en su boca, que me recibió gustosa y cálida. Nos besamos lujuriosamente, comiéndonos la boca el uno al otro, devorándonos con desesperación. Mis manos se posaron en su culo, estrujándolo con fuerza, palpándolo por encima de su ropa, y las suyas hicieron otro tanto, clavando sus uñas en mis nalgas, estrujándolas con deseo.
De repente, noté cómo otras manos rodeaban mi cuerpo y comprendí que Marta se unía a la fiesta. Me separé de mi hermana, y miré a mi prima, aún con la bata puesta, lo que no impedía ver su magnífico cuerpo desnudo. Sin decir nada, acerqué mi boca a la suya y nos fundimos en un tórrido beso, tan delicioso como el que acababa de compartir con Marina. Tras unos segundos, mi prima abandonó mis labios y se besó con mi hermana, mientras yo las contemplaba embobado.
Por fin, nos separamos, quedando los tres de rodillas sobre mi cama, como lo vértices de un triángulo, mirándonos.

¿Qué te parece nuestra idea? – dijo Marta, maliciosa.
Maravillosa – respondí.
Bien.

Entonces, Marta dejó que la bata se deslizara por sus hombros, quedando completamente desnuda frente a mí. Llevó sus manos a su nuca, donde deshizo el nudo que sujetaba su cabello, que se escurrió por sus hombros como terciopelo. Pude entonces volver a contemplar su delicioso cuerpo, caderas anchas, muslos torneados, senos preciosos, y su coñito, perfectamente depilado, con un solo mechón de pelo sobre su rajita. Era perfecta.
Marina, que había permanecido quieta mientras Marta se desnudaba, atrajo entonces mi atención comenzando a hacer lo mismo. Primero se despojó de la bata, dejándola caer al suelo descuidadamente. Después, se sacó el camisón por la cabeza, desnudándose totalmente. Su cabello, negro como ala de cuervo, se escurría por sus hombros, tapando parcialmente sus senos, que, si bien eran un poco menores que los de Marta, no eran por ello menos apetitosos. Su entrepierna, en cambio, aparecía poblada de una hermosa mata de vello, señal inequívoca de que ella no se lo arreglaba como Martita. No me importó.

Sois las dos mujeres más hermosas del universo – sentencié.

Ambas sonrieron.

Ahora tú – dijo Marina.

Pero yo no me moví, extasiado por la belleza de aquellas chicas y soñando mentalmente con todo lo que podíamos hacer aquella mañana. Las chicas me miraron un instante, y como yo no me ponía en marcha, tomaron la iniciativa. Como si se hubieran puesto de acuerdo mentalmente, ambas avanzaron lentamente hacia mí, hasta que sus cuerpos quedaron a pocos centímetros del mío. Entonces, cada una hundió el rostro en un lado de mi cuello, comenzando a besarme y lamerme, haciendo que escalofríos de placer me recorrieran.

Mientras, comenzaron a desabrochar los botones de la camisa mi pijama, lentamente, deleitándose en el proceso, sin dejar de comerme y besarme. Mientras, yo las acariciaba por todas partes, una mano para cada una, sobándolas y tocándolas a placer. Mis manos se hundían entre sus muslos, viajaban hacia arriba palpando sus pechos, se perdían entre sus piernas para acariciar sus traseros. Aquello era el paraíso.
Finalmente, abrieron la camisa por completo, y me la quitaron muy despacio, así que durante unos segundos no tuve más remedio que apartar mis manos de ellas. Pero no importaba, pues en cuanto me hubieron despojado de la prenda, volví a apropiarme de sus cuerpos.
Ellas se dejaban tocar, disfrutando mis caricias, y, deseosas de excitarme todavía más, volvieron a besarse entre si. Yo, que no quería perderme nada, hundí mi rostro junto a los suyos, de forma que empezamos a besarnos los tres a la vez, jugueteando nuestras lenguas unas con otras. Noté entonces cómo un par de manos se colaban por la cinturilla de mi pijama y comenzaban a acariciar mi excitado nabo.
Nos besamos durante unos minutos, acariciándonos los unos a los otros, pero claro, en aquellas circunstancias yo no podía aguantar mucho, así que, a regañadientes, tuve que detener sus juguetonas manos para no correrme en el pantalón.

¡Quietas! – siseé – Así no…

Ellas entendieron y sacaron sus manos de allí, deslizándolas por mi pecho. Entonces, una de las dos comenzó a empujarme, haciéndome tumbar de espaldas sobre el colchón, mientras se inclinaban sobre mi cuerpo, como fieras sobre su presa. Por supuesto, yo no opuse ninguna resistencia, que me comieran entero, si querían.
Marta comenzó a besarme, de forma que su cabello tapó mi cara, así que no pude ver cómo Marina se deslizaba hacia la cintura del pantalón de mi pijama y comenzaba a bajármelo. Pero lo noté.
Al deslizar el pijama por mi cintura sin abrir los botones, lo que consiguió fue que la punta de mi capullo se enganchara en la cinturilla del pantalón, quedando éste enganchado. Por algún motivo, Marina encontró aquello muy gracioso, así que se echó a reír mientras trataba de liberar mi sobrecalentado falo.

Ja, ja, ja… Mira, Marta… Nuestro amiguito se resiste a quedar libre.

Pero Marta no abandonaba mis labios, así que siguió besándome sin hacer caso de su prima. Mientras, ésta logró por fin desenganchar el pantalón, quitándomelo por completo. Ya estábamos los tres desnudos.
Noté el aliento de Marina muy cerca de mi polla, y me preparé mentalmente para lo que se avecinaba. Su cálida manita se posó sobre ella, acariciándola, dándole cariño. Yo, trataba mentalmente de relajarme, de pensar en otras cosas, pues no quería correrme aún, no tan rápido.

Marta, mira esto. Te juro que antes no era tan grande – escuché decir a mi hermana.

Aquello sí interesó a mi prima, que abandonando mi boca, se deslizó hacia abajo, quedando tumbada a mis pies, observando de cerca mi picha. Libre de obstáculos, alcé la cabeza para mirar, encontrándome con que cada chica se había tumbado a un lado de mi cuerpo, boca abajo, y contemplaban interesadas mi erección. Tenían razón, parecía mayor que otras veces.

Es verdad – dijo Marta con aire de profesora – Cuando estaba conmigo era más o menos así.

Mientras decía esto, Marta posó su manita sobre mi polla, como midiéndola, e indicando que antes era un par de centímetros menor.

Será que está creciendo – dijo Marta.
O que jamás había estado tan cachondo – dijo Marina pícaramente.
O las dos cosas – concluí yo.

Y nos reímos los tres. Entonces, Marina apoyó uno de sus dedos en la punta, recogiendo una gotita de líquido preseminal que allí había, para, a continuación, chuparse el dedo con deleite.

Bueno, sea como sea… – dijo mi hermana.

Y comenzó a chupármela. Así, sin avisar. Simplemente, la agarró con la mano y se metió un trozo en la boca. Casi me corro.
Su boca era tan buena como la recordaba, un poco torpe, pero entusiasta. Marina la lamía con arte, deslizando sus labios por el tronco, empapándolo bien, degustándolo. Yo ya no podía más, trataba de resistir, de no correrme. Desesperado, apreté los puños, aferrándome a las sábanas, estrujándolas, retorciendo el cuerpo tratando de retrasar la avenida.

Espera – oí decir a Marta.

Abrí los ojos y vi que mi primita detenía a mi hermana, que la miraba extrañada. Entonces hizo lo que yo no esperaba, acercando la cara, empezó ella a chupármela. Era torpe, no sabía hacerlo, era su primera vez; pero sin duda, fue la mujer que más consiguió excitarme con aquel gesto, pues yo sabía que a ella no le gustaba hacerlo, y que lo hiciera por mí…
Pero Marina no iba a quedarse sin su juguete, así que también acercó el rostro a mi polla, y las dos, como buenas primas, lo compartieron. Mientras una me mamaba el tronco, la otra de dedicaba a los huevos, después ambas deslizaban su lengua a lo largo, hasta reunirse en la punta, donde jugueteaban entre sí, humedeciendo mi glande.
Yo las miraba boquiabierto, Marina, con un poco más de experiencia. Marta, mirando a su prima e imitando sus movimientos. Demasiado para cualquier hombre.

¡Chi… chicas! – farfullé, tratando de avisarlas de lo que se avecinaba.

Marta no me entendió y siguió a lo suyo, pero Marina, más despierta, sí que lo hizo, así que apartándose de mi nabo, obligó a Martita a hacer lo mismo, mientras mi arma comenzaba a disparar.

¡Diosssssss ¡ ¡Oh, síiiiiiiiii! – gemía yo.

Mi polla, agarrada por la mano de mi hermana, vomitaba toda la excitación del día, toda la tensión. Algunos disparos alcanzaron notable altura, para después caer sobre la cama y mi propio cuerpo. Las chicas lo contemplaban divertidas, como si fuera el surtidor de una fuente. Por fin, la presión de mis pelotas disminuyó, de forma que el semen brotaba lentamente, resbalando por el tronco y manchando la mano de mi hermana, que aún lo sujetaba.

¡Increíble! – dijo Marta.
¡Sí! – coincidió Marina.
La madre que os parió – pensé yo.

Había sido la ostia. No era la primera vez que estaba con dos mujeres a la vez, pero sin duda aquel par de chicas habían logrado que me excitara como nunca antes. Yo era un pelele en sus manos, habría hecho cualquier cosa que ellas dijeran.
La corrida había sido bestial, pero aún así no perdí ni las ganas ni el vigor. Mi polla, simplemente mermó un poco, pero seguía lista y dispuesta a dar más guerra. Pero ahora me tocaba a mí.

Vaya – dijo Marta – Parece que a pesar de todo sigues en forma.

Mientras decía esto, se acercó un poco a mí, para acariciar mi erección, momento que yo aproveché para lanzarme sobre ella y atraparla. Ella dio un gritito, pero no se resistió en absoluto mientras la tumbaba boca arriba y me echaba sobre ella. Mientras lo hacía, la sobaba con rudeza por todos lados, mientras mi boca la besaba, chupaba y mordía. Marta reía y daba pequeños gritos de sorpresa y placer, mientras sus manos recorrían mi espalda y se enganchaban en mi pelo.

¿Por qué ella primero? – oí decir a mi hermana.

Alcé la vista y la vi, de rodillas sobre el colchón, cerca de nosotros. Con rapidez, estiré un brazo y la agarré por un tobillo, dando un brusco tirón que la hizo caer de espaldas. Sin soltarle la pierna, la arrastré hacia mí, y agarrándole también el otro tobillo, la abrí de piernas para poder hundir mi cara justo en el medio.

¡AAAAHHHHH! – aulló ella.

Comencé a devorar el coño de Marina con dureza. Estaba un poco ido, embrutecido por la intensa lujuria de la situación. Le comí el coño con fuerza, hundiendo varios dedos dentro de ella, chupando y degustando sus jugos.
Entonces sentí el peso de Marta sobre mi espalda. Mi prima, abandonada por mí instantes antes, no se resignaba a tener que esperar, así que se me echó encima mientras se lo mamaba a Marina.

Yo iba primero – me susurró Marta mientras me mordisqueaba el lóbulo de la oreja.

Giré bruscamente el cuerpo, haciendo que Marta cayera sobre el colchón a mi lado. Me incorporé y volví a tirar de los tobillos a Marina, hasta dejarla tumbada al lado de su prima. Las miré un segundo, dos diosas en mi cama, sudorosas y retorciéndose de placer, pero aquel día yo no quería mirar. Quería follar.

Besaos – les dije – Me excita.

Las dos me miraron un segundo, sorprendidas, pero no tardaron en hacer lo que deseaba. Marina tomó la iniciativa, echándose sobre el cuerpo de su prima, fundiéndose ambas en un tórrido beso. De esta forma, al estar sus cuerpos pegados, sus coños también lo estaban, justo como yo quería.
Así que, ni corto ni perezoso, me situé entre las piernas de las dos chicas, obteniendo así acceso a la intimidad de ambas. Gloria bendita.
Hundí allí la cara, entre los cuatro muslos, comiéndome el coño de Martita, que me gustaba más al tener menos pelo. Pero no iba a dejar solita a mi hermana, así que mis manos se apoderaron del suyo, que fue masturbado con arte y vigor.
El ruido de los jadeos, chupetones, gemidos y chapoteos inundó el cuarto, así como el aroma mezclado de dos hembras inundó mis sentidos. No sé cuánto permanecimos así, pero estoy seguro de que logré que cada una se corriera al menos una vez.
Particularmente intenso fue el orgasmo de mi hermana Marina, pues al correrse sus caderas comenzaron a moverse de forma espasmódica, y mi prima se quejó alegando que Marina la había mordido.
Por fin, saciado ya de coño, me arrodillé junto a los pies de las chicas, con mi falo palpitante pegado al estómago. Marina se dejó caer de lado, junto a su prima, quedando las dos chicas boca arriba frente a mí. Como si se hubieran puesto de acuerdo, ambas flexionaron las piernas, apoyando las plantas de los pies en el colchón y separaron los muslos, mostrándome sus coñitos chorreantes. No sabía cual elegir.
Pero entonces Marta, muy amablemente susurró sonriendo:

Empieza por ella.

Yo no discutí. Simplemente me situé entre las piernas de mi hermana y me eché sobre ella, buscando sus labios con los míos. Nos besamos apasionadamente, saboreándonos, sintiéndonos. Mi pene, aprisionado entre nuestros cuerpos, latía desesperado, pero yo no quería interrumpir aquel beso.
Entonces noté la proximidad del rostro de Marta, que se había acercado a nosotros, y escuché su voz que susurraba:

Ten cuidado con ella. Es su primera vez.

Sorprendido, dejé de besar a Marina y miré su rostro, que se veía arrebolado y un poquito avergonzado. ¡Claro! ¿Cómo había podido olvidarme? ¡Marina era virgen! Dirigí una mirada agradecida a Marta, pues si no me hubiese recordado aquello quizás me hubiese comportado muy rudamente con mi hermana, medio enloquecido por el deseo como me encontraba.
Más sereno, miré a Marina a los ojos, y le pedí permiso para actuar:

¿Estás segura? – le dije.

Ella cerró los ojos y asintió.
Con mucho cuidado, acaricié dulcemente los labios vaginales de mi hermanita, empapando mis dedos de su flujo y arrancándole tiernos gemidos de placer. Extendía a continuación esa humedad sobre mi pene, mezclando sus líquidos con los míos, lubricándolo bien.
Tras hacerlo, situé cuidadosamente la punta de mi miembro en la entrada de mi hermanita, moviéndolo un poco hacia los lados para apuntar bien y abrir los labios de la vagina. Volví a mirarla a los ojos, y me encontré con los suyos, que me observaban intensamente, un poco nerviosos.
Muy lentamente, fui deslizándome en su interior, muy despacito, para no hacerle daño. Hubiera muerto antes de hacerle daño. Podía notar perfectamente cómo las paredes de su vagina se abrían para recibir al intruso, cómo se amoldaban a la forma de mi miembro, cómo lo recibían deseosas. No me costó mucho penetrarla por completo; no encontré mucha resistencia, señal de que mi hermana era de esas mujeres con el himen muy fino.
Una vez estuvo toda dentro de ella, me paré. Volví a mirarla a la cara y vi que tenía los ojos cerrados, apretados, con un leve rictus de dolor en la expresión.

¿Te duele? – pregunté preocupado.

Ella negó con la cabeza, con los ojos aún cerrados.

No – susurró – Pero quédate así un rato más.

Obediente, permanecí durante un rato en esa postura, completamente hundido en ella, fundidos en un solo ser, sintiéndonos mutuamente. Mi prima, por su parte, no decía absolutamente nada, consciente del importante paso que acababa de dar Marina, y se limitaba a acariciar con dulzura el cabello de su prima. Justo entonces, Marina susurró:

Muévete ahora. Pero muy despacio.

Yo obedecí con mucho cuidado, sacándola muy poco a poco. Cuando hube sacado un trozo suficiente, volví a hundirla muy despacio, sintiendo cada milímetro.

¡AH! – exclamó mi hermana.
¿Te ha dolido? – pregunté.
No. Me ha gustado. Se siente rico.

Más tranquilo, comencé a bombearla un poco más rápido, acelerando muy levemente el ritmo, mientras no apartaba los ojos del rostro de Marina, en busca de algún gesto de dolor. Pero no lo encontré.
Poco a poco fui incrementando la velocidad, mi espada se hundía una y otra vez en sus entrañas, provocándome un placer cada vez mayor y, a juzgar por los gemidos de Marina, haciéndola gozar a ella también.

Ummmmm – susurraba – Qué buenooooo.

Yo, cada vez más animado, levanté el torso, apoyando las manos en el colchón para propinarle culetazos cada vez más certeros. La preocupación por Marina iba borrándose de mi mente, quedando ésta llena por completo de lujuria, deseo y desenfreno.

Pero, ¿no te duele? – oí que decía Marta.
Nooooooooo – respondía mi hermana – Es muy buenoooooo.
¡Serás puta! – exclamó mi prima divertida – ¡Si fue peor para mí con el pepino!
Pues te aguantaaaaaaaaas.
¿Que me aguante? ¡Ahora te vas a enterar!

Y diciendo esto, mi prima se situó a horcajadas sobre el rostro de mi hermana, vuelta hacia mí, pegando su rajita a su boca. Marina, buena entendedora, no tardó en comenzar a chupar y lamer el chocho de su prima. Yo, por mi parte, me encontré frente a frente con las tetas de Marta, así que en cada empellón que propinaba al coño fraternal, procuraba acercar mi boca a los senos que se me ofrecían, propinándoles mordisquitos y lamiendo los enhiestos pezones.
Entonces Marta, harta de que le mordieran las tetas, sujetó mi cabeza agarrándome del cuello y me besó. Era una postura un tanto incómoda, pues me obligaba a arquear mucho la espalda, pero yo era joven y flexible, y aquello era lo mejor del mundo. Aún así, la postura me molestaba, así que decidí cambiar.

Marta, quítate – dije.

Ella, imaginando mis intenciones, descabalgó el rostro de Marina, que apareció todo enrojecido y brillante de saliva y de jugos de Marta.
Sin desclavarme del coño fraterno, agarré a Marina por las caderas y la atraje hacia mí, quedando yo de rodillas sobre la cama y despegando su culo del colchón, manteniéndolo en alto. Sujetándola con los brazos, comencé a bombearla nuevamente, atento tan sólo en hundirme en aquel paraíso. Marta, entre tanto volvió a encaramarse en la boca de su prima, obligándola a comerle el coño de nuevo, pero ahora, al no estar yo echado sobre Marina, mi primita podía acariciar con placer el cuerpo de la chica y el mío propio.

¡Ay! ¡Guarra! – exclamó Marta de pronto – ¡No me muerdas ahí!

Y mientras decía esto, propinaba un sensual pellizco en el trasero a mi hermana, que se retorcía como una culebra.
Más cómodo ahora, pues el peso de mi hermana no me molestaba en absoluto, seguí follándomela con la confianza de que todo estaba siendo disfrutado por ella. De hecho, Marina, a pesar de que estaba con la boca llena, se las apañaba para gemir, jadear y pedirme que le diera más duro. Una fiera.
Y yo, por fin, logré llevar a la fiera a un nuevo orgasmo.

¡AAAAHHHHH! ¡DIOSSSSSSSS! ¡SÍIIIIIIII! – siseaba mi hermana entre los muslos de Marta.

Le duró un par de minutos, en los que no paró de retorcerse y de arrancar grititos de su encantada prima, pues sin duda, mientras se corría, se dedicaba a hacerle perrerías a Marta en el chocho. Cuando se relajó, se la saqué de dentro, dejando reposar su cuerpo en el colchón. En otras circunstancias, hubiera seguido follándomela, llevándola a nuevos orgasmos, hasta correrme yo. Pero ese día no estábamos solos…

Ahora te toca a ti – dije con la polla rezumante apuntando hacia mi prima.

Ella, que mientras tanto se había dejado caer de culo sobre el colchón, protestó:

¡Ah, no! ¡De eso nada! Primero te corres, y después, cuando estés recuperado por completo, hablamos – dijo Marta.
¡Ven para acá! – exclamé riendo y abalanzándome sobre ella.

Marta dio un gritito y trató de apartarse, pero tuve un inesperado aliado en Marina, que la agarró con firmeza. Marta trató de zafarse, pero Marina la había rodeado con los brazos, sujetándola. Con el revuelo, Marta quedó a cuatro patas sobre Marina, que la agarraba desde abajo y a mí no me pareció una mala situación.
Colocándome detrás, agarré a Marta por las caderas, impidiendo que las moviera, y afirmando bien mi sobrexcitado amigo en su entrada, le penetré el coño desde atrás, arrancándole una exclamación de sorpresa y placer.

¡AY, CABRÓN! ¡ESPERA!

Sí, para esperar estaba yo. Sin embargo, una pequeña sorpresa me esperaba, pues bastaron un par de buenos culetazos para hacer que Marta se corriera.

¡AAAAAAAAAH! ¡NOOOOOOOO! ¡CABRONAZOOOOOO!

Joder, cómo se ponía. Un poco sorprendido, seguí follándola con fuerza, usando sus caderas como asidero, hundiéndome en ella una y otra vez. Cuando el volumen de sus gritos menguó, me incliné hacia delante y le susurré:

Tienes muy poco aguante.
Es que ésta me había dejado al borde… – respondió ella muy seria.
Tranquila, que enseguida vendrá otro más – y le mordí un hombro.

En esa postura, a cuatro patas, la follé y follé, magreando el perfecto culo que Dios le había dado. Mientras, Marina, tumbada bajo nosotros, se dedicaba a comerle las tetas a su prima, dándole delicados mordisquitos en los pezones que provocaban grititos de placer a Marta, que se mezclaban con los que yo mismo le provocaba.
Así, entre los dos, no tardamos en lograr que Marta se corriera de nuevo, con fuerza e intensidad. Agotada, se derrumbó sobre el cuerpo de Marina y yo, que sentía próximo mi propio orgasmo, procuré no salirme de dentro de ella, agarrando sus caderas, así que seguí follándola hasta que mi propia avenida se precipitó. Se la saqué de dentro y la metí en medio de las dos chicas, dejándola estrujada entre sus cuerpos y así, sintiendo el calor de las dos mujeres, me corrí, empapándolas de leche a ambas.
Derrengado, me dejé caer al lado de las chicas, las cuales, lánguidamente, se tumbaron una a cada lado mío, apoyando sus cabezas en mi pecho, mientras yo las rodeaba con mis brazos.

Eres un guarro – dijo Marta – ¿Por qué has tenido que mancharnos?
Lo siento – respondí – Es que me gusta.

Permanecimos en silencio un rato, serenándonos. Yo acariciaba las cabecitas y las espaldas de las chicas con ternura, masajeándolas. Marta deslizaba una mano sobre mi pecho, jugueteando con mis pezones, mientras Marina, más pícara, restregaba un muslo contra mi inerte miembro, tratando de acelerar su recuperación.
Estuvimos así un rato, casi sin hablar, dándonos tiernos besitos en la cara y en los labios. Pero las chicas tenían ganas de más, así que pronto Marta dirigió una mano a la zona que estimulaba Marina con su muslo, sobando mi mustio miembro con habilidad. Marina, comprendiendo que aquel tratamiento estaba mejor, retiró la pierna y unió su mano a la de su prima, comenzando así las dos a masajearme la polla de forma muy placentera.
Yo, entusiasmado, me dejé hacer, pero procurando relajarme mucho, tratando de retrasar la erección, pues realmente me encantaba que aquellas dos ninfas me magrearan de esa forma.

¡Venga, espabila! ¡A ver si se pone esto duro de una vez! – exclamó de pronto Martita.
Tranquila, hija, que estas cosas requieren su tiempo – respondí muy sereno – Dale tiempo para que descanse.
Sí, claro, a ver si te crees que vamos a estar así todo el día – dijo mi prima incorporándose.
Todo el día no… – susurré satisfecho – Pero un ratito más…
Ven Marina, que vamos a enseñarle a éste cómo nos las apañamos sin él.

Y diciendo esto, tomó a mi hermana por una muñeca y la apartó de mí; yo protesté pero ella me chistó, diciéndome que me callara. Las dos chicas se tumbaron en el colchón a mi lado, en la legendaria posición del 69. De repente, no me importaba esperar un poco más, pues el espectáculo prometía ser interesante.
Pero entonces toda la magia desapareció.

Marina, nena – dijo mi prima – Tienes un poco de sangre en…
¡No me digas! – exclamó mi hermana, preocupada.

Claro. El virgo. Me acordé del día con Noelia en el pajar, pero comprobé que Marina había sangrado mucho menos. Aún así, necesitábamos asearla un poco, así que había que decidir quien iba en busca de agua al baño.

¿Y cómo no nos hemos dado cuenta antes? – preguntó Marina.
Es que tienes mucho pelo, y como es muy poquita sangre… Ya te he dicho que deberías hacer como yo y arreglártelo un poco… – dijo Marta.
¿Tú crees?
Sí, te quedaría mucho mejor, ¿verdad Oscar?
Sí – respondí sin pensar – Queda mejor afeitadito.
¡Vaya! ¡Así que te gusta más el coño de Marta que el mío! – exclamó de pronto Marina con los ojos llameantes de furia.

Me quedé con la boca abierta. ¿Era posible que aquel simple comentario la hubiera ofendido? Afortunadamente, la cosa no fue a mayores, pues me eché a reír.

¿De qué te ríes? – exclamó Marina, indignada.
Pero, ¿tú te oyes? ¿Qué si “me gusta más su coño que el tuyo”? ¿Te has vuelto loca? – exclamé entre carcajadas.
¡Eres una guarra! – dijo Marta riendo también.

Poco después reíamos los tres alborozados.

¡Ay! – dijo Marta un poco más calmada – ¡Ha sido buenísimo!
Sí. Desde luego Marina, quién te ha visto y quién te ve – dije yo.
Es verdad. No veas cuánto has cambiado.
¿Yo? ¡No veas cuánto hemos cambiado todos! ¡Y todo por culpa de este mocoso!
¿Mocoso yo? ¡Pues antes gritabas como loca gracias a este mocoso!

Volvimos a reír.

Oye, ¿en serio creéis que me quedaría mejor afeitado? – dijo Marina.
Sí – respondió mi prima mientras yo asentía con la cabeza.
Pero, ¿eso no es cosa de guarras? – dijo Marina, bromeando con su prima.
Sí, pero la verdad es que las dos somos un poco guarras, aquí, encamadas con un crío… – dijo mi prima.
Es verdad, somos unas corruptoras de menores…
Os encanta meteros conmigo ¿verdad? – dije yo algo molesto.
¡SÍ! – respondieron las dos al unísono.

Y se echaron a reír, aunque yo no me reí tanto, consciente de que mi vida, con aquellas dos dándome guerra, se iba a volver muy complicada a partir de entonces, pero… ¡Benditas complicaciones!

Bueno – dijo entonces mi hermana – Pues si los dos estáis de acuerdo, lo haré. La próxima vez vendré bien arregladita.

Estupendo, iba a haber próxima vez.

¿Y por qué no ahora? – exclamó Marta.
¿Cómo? – dijo mi hermana.
¡Esperad!

Levantándose como un rayo, Marta recogió su bata del suelo y se la puso. Abrió la puerta del dormitorio y tras echar un vistazo a izquierda y derecha, salió de la habitación.

¿A dónde va? – dijo mi hermana.

Yo me encogí de hombros.
Marta regresó en menos de cinco minutos, portando una jofaina con una jarra con agua dentro. Dejó los instrumentos en el suelo durante un segundo y acercó la silla a la cama, poniéndolo todo encima de ésta. Había traído una jarra con agua, jabón, toallas, una esponja, una brocha y una navaja de afeitar, lo que me puso un poco nervioso, y a Marina… más todavía.

¿Para qué quieres eso? – preguntó.
Para cortarte una oreja – dijo mi prima muy seria.
No pensarás usar esa navaja aquí – dijo mi hermana señalándose el chocho.
Pues claro. Es la que uso yo. ¿No has dicho que querías afeitártelo?
Sí, pero no pensé que fuera con eso.
¿Y con qué iba a ser si no? ¿Con una hoz?
No, tampoco me acercaría una hoz a esa parte.
Oye, Marina, confía en mí, mi madre me ha enseñado cómo hacerlo.
¿Estás segura?
Que sí.

Siguiendo instrucciones de mi prima, Marina se tumbó en el centro de la cama y separó los muslos, dejando su entrepierna al descubierto. Marta entre tanto, vertió un poco de agua en la jofaina y la colocó en el colchón cerca del trasero de Marina.
Yo, por mi parte, me senté apoyado en el respaldo de la cama, desde una posición en la que no me perdía detalle de las operaciones.
Marta colocó una toalla sobre el colchón, justo delante de la zona de conflicto, para evitar mojar demasiado la cama. Procedió entonces a lavarle el coño a su prima, usando la esponja previamente humedecida, para eliminar los restos de sangre y líquidos. El procedimiento debía gustarle a Marina, pues aunque no dijo nada, pude notar cómo sus muslos se separaban cada vez más.
Una vez limpia la zona, Marta mojó la brocha en agua y comenzó a frotarla en el jabón, para hacer espuma.

Es un jabón especial que compra mi madre – dijo Marta – Huele muy bien.

Era verdad, un refrescante aroma había empezado a invadir la habitación, superando el olor a sudor y sexo que lo impregnaba todo.
Una vez hecha suficiente espuma, pasó una toalla húmeda por la entrepierna de Marina, para mojar más la zona. Después, deslizó la brocha por todo el vello de Marina, haciendo cada vez más espuma. Aquello estaba comenzando a excitarme.
Hechizado por el proceso, me tumbé boca abajo en la cama, metiendo prácticamente la cara entre las piernas de mi hermana.

¿Qué haces? – exclamó Marina.
Shisssst. Que no quiero perderme detalle – respondí.
¡Serás guarro!

Marta se reía mientras daba los últimos brochazos al coño de su prima. Después, tomó la navaja y la abrió, con lo que Marina se tensó notablemente.

Tranquila, esta no corta demasiado. Mi madre la usa para esto mismo – dijo tratando de tranquilizar a la chica.
Pero…
Confía en mí…

Tratando de tranquilizarse, Marina se tumbó completamente, mirando al techo, tratando de no ver lo que iba a pasar. Marta me guiñó un ojo y empezó delicadamente a deslizar la navaja por las zonas periféricas de la entrepierna de mi hermana.

¿Cómo lo quieres? ¿A la cazoleta? ¿Con la raya en medio? – bromeé.
¡Cállate, estúpido! – dijo mi hermana enfadada.
Venga, que Marta es toda una artista. Te lo puede dejar monísimo.

Marta se reía.

¡Sí, tú hazla reír! ¡Como no está trasteando con una navaja en tu picha! – exclamó Marina.
Perdona, tienes razón – dije guiñando yo ahora a Marta.

Ésta, muy concentrada en lo que hacía, iba afeitando muy despacito la entrepierna de Marina. Poco a poco había ido despejando la ingle, la zona cercana a los muslos y se aproximaba cada vez más a los labios vaginales, con lo que redoblaba las precauciones. Tras cada pasada de navaja, Marta enjuagaba la hoja en la jofaina, limpiándola de espuma y de vello, para después secarla en la toalla que había junto a Marina.

Oye, Marina – dijo mi prima entonces – Fuera de bromas. ¿Cómo lo quieres?
¿Qué?
¿Te lo afeito por completo? ¿O lo quieres como el mío?

Marina se lo pensó unos instantes antes de contestar:

Que decida éste.
¿Cómo? Exclamé sorprendido.
Que decidas tú. Durante un buen tiempo vas a ser el único que lo vea, así que… como más te guste.
Pero, pero… – farfullaba yo.
¡Oye! ¿Qué te crees? – exclamó Marina – ¿Qué yo voy a hacer estas cosas con mucha más gente? Algún día tendré novio y marido… puede que hasta amante, pero de momento… ¡Sólo estaré contigo!
Tiene razón – dijo Marta.

Me quedé anonadado. Un súbito calor subió por mi cuerpo, haciéndome enrojecer, no sé si de vergüenza, orgullo o por qué.

¡Venga, di algo! – dijo Marina.
¡Coño, chica, es que me has emocionado! – exclamé.
¡Anda, no seas imbécil! – dijo ella tratando de ocultar que también se había avergonzado.
¿Estás segura?
Que sí, hombre que sí.
Bueno… Pues entonces… Déjale un poco más de vello que a ti.
¿Por qué así? – dijo Marina.
Para variar un poco – respondí sin pensar.
¡Guarro! – exclamó mi hermana.

Pero se dejó hacer.
Marta, siguiendo mis preferencias, continuó limpiando de vello toda la zona, dejando los laterales completamente limpios. Pero en la parte de arriba recortó mucho menos, dejando un buen mechón de pelo negrísimo.
Cuando terminó, limpió toda la zona con la toalla mojada, quitando los últimos restos de espuma. Tras hacerlo, acercó mucho su cara al coño de Marina (lo que me excitó muchísimo) y examinó con cuidado la zona, buscando algún pelo rebelde. Satisfecha con el resultado, terminó de secar a Marina y cogió un bote que había traído.

Esto te escocerá un poco – dijo.
¿Qué es?
Es un aceite hidratante francés, para que la piel no se irrite.

Una vez dicho esto, se echó un poco de aquel líquido en las manos y procedió a extenderlo por la zona afeitada, dejándolo todo húmedo y brillante. Lo extendió incluso entre los labios de Marina, haciendo que se estremeciera un poco, supongo que para que no se acordara de que aquello escocía.

¡Tachán! – exclamó por fin mi prima – ¿Qué te parece?

Marina se incorporó, sentándose, y separando mucho las piernas, se echó un vistazo a los bajos.

Oye, está muy bien. La verdad es que me gusta bastante.
¿Lo ves? – dijo mi prima mientras recogía los bártulos – Es que no me haces caso…

Yo, mientras tanto, observaba embelesado la escena. Mi pene ya era una dura barra atrapada bajo mi cuerpo y estaba de nuevo presto para la batalla.

A ver – dije – Déjame echar un vistazo.

Mi hermana, sin dudar, volvió las caderas hacia mí y separó los muslos, momento que yo aproveché para meter la cabeza entre ellos y mirarlo bien de cerca. Con curiosidad, alargué un dedo y comencé a deslizarlo por la rajita de mi hermana, que no se quejó en absoluto. En pocos segundos, mi boca quedó adherida a sus labios, besando su delicioso coño con pasión. Con delicadeza, exploré su gruta con mi dedo, lo que comenzó a provocar estremecedores gemidos de Marina.

¿Se puede saber qué haces? – oí que decía mi prima.
Déjale – respondió jadeante mi hermana – Si no molesta…
Ya, pero tú y yo íbamos a hacer otra cosa…

No sé si Marta le hizo algún gesto a Marina mientras yo tenía la cabeza entre sus muslos, pero lo cierto es que la chica se apartó de mí dejándome con un palmo de narices. Cuando me quise dar cuenta, las dos habían empezado a morrearse, ambas de rodillas sobre la cama, fundidas en un abrazo. Yo, expectante, las dejé hacer, sobándome distraídamente el falo, tumbado sobre un costado.
Marina, poco a poco, logró que Marta se tumbara boca arriba en el colchón, y ella se situó encima, dispuesta a reanudar el 69 que habían interrumpido antes. Poco después, comenzaron a comerse el coño la una a la otra, mientras mis ojos se salían de la órbitas.
El ruido de chupetones y lametones era de lo más erótico, pero lo que más me excitaba era verlas retorcerse y frotarse una contra la otra. Yo estaba burro total, no podía aguantar más, así que gateé hasta situarme junto a la grupa de mi hermana. Medio atontado, comencé a acariciarle el culo, y ella, por toda respuesta, se limitó a abrir más los muslos. Miré hacia abajo y me encontré con los ojos de Marta, que seguía come que te come. Entonces me guiñó un ojo.
Envalentonado, me situé tras mi hermana, con mi falo en ristre, y no necesité ni apuntar, pues Marta, desde su posición, se encargó de hacer todo el trabajo. Me la agarró con una mano mientras le abría bien el coño a Marina con la otra, y me lo colocó justo a la entrada de la gruta. Así que yo sólo tuve que meter el pan en el horno. Y lo hice hasta el fondo.

¡SÍIIIIIIIIIIIIIIIII! – susurró mi hermana contra el chocho de Marta.

Yo estaba de acuerdo. Muy lentamente, comencé a follarla desde atrás, sintiendo cómo su aún poco trabajado coño se amoldaba a mí. Me deslizaba deliciosamente en ella, aferrado a su perfecto trasero, usando sus caderas como agarre para atraerla hacia mí. Era casi perfecto, pero alcanzó el grado de perfección cuando noté cómo la lengua de mi primita comenzaba a chuparme los huevos y la verga a medida que ésta se iba hundiendo en Marina. El Nirvana.
Pensé en cómo había cambiado Marta, unos meses atrás era casi una monja, después no quería ni oír hablar del sexo oral, y ahora… Afrodita.
Y claro, entre mis penetraciones y los lametones de Marta, mi hermana no duró ni cinco minutos. Se corrió como una burra sobre su prima, mojándole toda la cara con sus humedades.

¡UFFFFFFF! – bufaba – ¡POR DIOS, NO PUEDO MÁS!

Pero sí que podía, pues yo, redoblando mis esfuerzos en su coño, logré llevarla a un nuevo orgasmo enseguida (o conseguí alargar muchísimo el que había experimentado).
Derrengada, se derrumbó sobre Marta, que se quejó sorprendida. Al hacerlo, no tuve más remedio que sacársela, o hubiera caído yo también sobre mi prima. Como pude, la ayudé a salir de debajo, mientras mi polla, desesperada, latía sordamente entre mis piernas.

¡Estás tonta! – exclamó Marta dándole un fuerte azote en el culo a mi hermana – ¡Casi me aplastas!

Se notaba perfectamente la marca de la mano en la nalga de Marina, pero ella no se quejó en absoluto.

¡Qué flojita eres! – dijo Martita.
Marta… – dije en tono suplicante.

Mi prima se volvió hacia mí y nos miró (a mí y a mi pene me refiero), con una sonrisa divertida en los labios.

¿Y qué hacemos contigo? – susurró.

Con movimientos felinos, se acercó a mí y me besó, quedando mi polla atrapada entre nuestros cuerpos. No pasó mucho antes de que su mano se apropiara de él, pero no me la meneó en absoluto, se limitó a apretarla, sintiendo su calor.

Puedo notar los latidos de tu corazón aquí – dijo estrujándomela.
Y yo aquí – respondí apoyando una mano en su seno.
Ven – susurró ella.

Lentamente, sin soltar mi falo, Marta se tumbó boca arriba y me atrajo hacia sí. En un periquete estuve entre sus muslos, que se abrían ante mí, cautivadores. La recorrí con la mirada, deleitándome con su belleza, lo que sin duda le gustó, pues ronroneaba como una gatita. Con cuidado, me eché sobre ella, y con la práctica que ya tenía, la penetré. Tan maravilloso como siempre.
Nos acomodamos uno al ritmo de otro enseguida. Era como si estuviéramos hechos el uno para el otro. Marta me estrechó contra si, abrazándome, mientras me susurraba palabras al oído. Yo hundí el rostro en su cuello, besándola, lamiéndola, mientras nuestros cuerpos vibraban al unísono, como un solo ser. No sabía por qué, pero hacerlo con ella era siempre la experiencia más satisfactoria.
Cuando Marta alcanzó el orgasmo, me mordió con fuerza el cuello, ahogando sus gemidos contra mí, pero a mí no me importó, y seguí gozándola y haciéndola gozar. Entonces, me incorporé y haciendo alarde de fuerza, la levanté a ella también, sin sacársela de dentro, y conseguí quedar sentado en la cama con ella en mi regazo.
Ahora le tocaba el turno a Marta de marcar el ritmo, y sus caderas bailaron sobre las mías, llevándome a territorios inexplorados de placer. No aguantando más, me tumbé completamente, boca arriba, dejando que ella me cabalgara a su antojo. Marta incrementó el ritmo, lo hizo más frenético, yo ya no podía más.

Marta – la avisé – Me voy…
No… – susurró ella – Espera…

Y yo aguanté, me esforcé porque ella me lo pedía, era la reina de mi universo…

A… Ahora – gimió Martita.

Yo, viendo la llegada de lo inminente, traté de descabalgarla, para echar mi carga fuera, pero ella se apretó contra mí y me abrazó con fuerza, impidiendo que me saliera de ella. Nos corrimos a un tiempo, en una explosión de placer inenarrable, aunque una profunda angustia se apoderó de mí.
Fue un orgasmo intensísimo, devastador, Marta quedó destrozada, a horcajadas sobre mí, respirando con dificultad. Tras besarme, acercó su boca a mi oído y susurró:

Te quiero, no me importa lo que digas ni lo que hagas. Aunque lo nuestro no pueda ser… Te quiero.

Me quedé de piedra. No sabía qué decir, aunque no hacía falta que dijera nada, sobraban las palabras.
Marta me descabalgó lentamente, saliendo mi pene aún rezumante muy despacio. Cansada, se dejó caer a mi lado, recostada en mí, como habíamos hecho antes. Poco después, Marina se reunía con nosotros y se tumbaba a mi otro lado, quedándose las dos dormidas.
Yo, en cambio, estaba completamente despierto, con un torbellino de ideas devastando mi mente. No sabía qué pensar de lo que había dicho Marta; ¿hablaba en serio? Yo creía que sí. Entonces, ¿qué hacer? ¿la quería yo? Pero estaba completamente agotado, así que pronto me quedé dormido.
Un rato después desperté, todavía abrazado a las chicas, que eran el más agradable peso que haya soportado en mi vida. Con cuidado, logré escapar de su abrazo, y me senté a sus pies, dedicándome a observarlas durante un rato, procurando no despertarlas. Eran ángeles (un poco diabólicos, pero ángeles al fin y al cabo).
Entonces, Marta se despertó y me vio allí, a sus pies, mirándolas.

¿Qué miras? – susurró.

Yo me llevé un dedo a los labios, pidiéndole silencio, mientras señalaba a Marina. Marta me obedeció, permaneciendo callada, mirándome a su vez. Lentamente, me acerqué hacia ella y le dije en voz baja:

Marta, lo de antes…
Sí, lo sé, es una locura. Pero no puedo evitarlo.
Pero…
Pero nada. Yo no te pido nada. Sólo quería que lo supieras, que por mucho que te haya dicho, no puedo evitar sentir lo que siento.
Marta, no quiero herirte.
Y no vas a hacerlo, porque yo sé que no puedes corresponderme. Tranquilo, que yo tampoco lo espero, ni te voy a impedir que estés con otras mujeres. Mírame aquí estamos ahora mismo con otra. No voy a ponerme celosa. Pero te quiero.
Marta, yo…
No digas nada, Oscar, en serio. Además, seguro que algún día conoceré a un chico y se me pasará esto. Pero ahora mismo…

Me acerqué más y la besé.

Sabes que yo también te quiero – le dije.
Sí, pero no como yo a ti.

Me sentí fatal.

Bueno, pero eso no va a evitar que hagamos “cositas” – dijo juguetona, echándole mano a mi adormilado miembro.
¡Oye!
Venga, olvida lo que te he dicho. ¡Y pasémonoslo bien!

Decidido a hacerle caso (y no sabiendo muy bien qué hacer si no) la besé con pasión, mientras ella seguía masajeando mi instrumento. Un poco más agitados, movimos en demasía la cama, con lo que Marina despertó, encontrándose con que habíamos reanudado la fiesta.

Pero, ¿todavía queréis más? – exclamó sorprendida.
¡Yo siempre quiero más! – dijo Marta.
Pues anda que yo – pensé.
Pues yo estoy rendida – dijo mi hermana estirándose voluptuosamente.
¡Ya lo veremos! – dijo Marta abandonándome y lanzándose sobre mi desprevenida hermana.

Enseguida, las dos chicas se peleaban divertidas, pellizcándose la una a la otra en todas partes. Yo las miraba excitado, pero ni aún así mi polla daba signos de vida. Resignado, me acerqué a ellas decidido al menos a darles un buen magreo.

Y así lo hice, les metí mano por todas partes mientras ellas seguían su riña. Por fin, hartas de juegos, dejaron de luchar, quedando tumbadas boca arriba, una junto a la otra.

¿Qué, eso no se despierta? – dijo Marta apuntando a mi mustio pene.
Me temo que no – respondí.
¡Déjamelo a mí! – exclamó.
Shisst. Espera – la detuve – Hay otras formas de hacer que os lo paséis bien.

Y la obligué a tumbarse de nuevo. Después me arrodillé entre ellas y posé una mano en el cuerpo de cada una, comenzando a acariciarlas.

De tetas estáis las dos muy bien – dije mientras les magreaba los senos.
¿Cuál es la mejor? – preguntó mi hermana.
Bueno – dije yo consciente de estar en terreno resbaladizo – Marta los tiene un poco más grandes, pero eso de que los tuyos apunten hacia arriba… es muy excitante.
Pero ¿cuáles te gustan más?
No sabría elegir. Me parecen perfectos.
Vale, vale, ya lo cojo. No quieres molestar a ninguna – dijo mi hermana.
Me parece lo más sabio – respondí.
Sí, puede que tengas razón – dijo Marta – teniendo en cuenta los antecedentes…

Mis manos siguieron su viaje hacia el sur, hasta llegar a los escasos vellos que ambas tenían en el pubis, comenzando a juguetear con ellos, enredando allí mis dedos. Pero enseguida los llevé más abajo, a sus rajitas, que comencé a explorar descuidadamente, separándolos un poco con la yema de mis dedos.
Noté cómo la respiración de las dos se alteraba, expectantes ante lo que yo iba a hacer, así que, no deseando hacerlas esperar más, hundí un par de dedos en cada una, comenzando a masturbarlas con dulzura. Mientras el índice y el corazón de cada mano se hundían en una chica, los pulgares comenzaron a juguetear con sus respectivos clítoris, convirtiendo así los jadeos en decididos gemidos de placer.

¡Oh, qué bueno! – susurraba Marta – ¡Lo haces mejor que yo misma!
Síiiii. ¡Eres fantásticooooo! – corroboraba mi hermana.

Seguí pajeándolas con dulzura un buen rato, empapando mis manos con las humedades de las dos hembras, haciéndolas retorcerse de placer. Mis manos eran ya expertas en esas lides, así que percibía perfectamente el grado de excitación de cada una, con lo que procuraba aumentar el ritmo de una u otra para intentar llevarlas a un orgasmo simultáneo. Una auténtica obra de ingeniería fue lo que hice.
Un buen rato después, las dos se corrieron lánguidamente. Marina, más vehemente en sus orgasmos, arqueó muchísimo el cuerpo, levantando el trasero de la cama, mientras que Marta apretó con fuerza los muslos, atrapando mi mano entre ellos, sin dejarme escapar. Por fin, las dos quedaron rendidas y satisfechas, jadeando sobre la cama.
Me di cuenta entonces de que me había vuelto a empalmar, aunque sentía un hormigueo en el falo que me indicaba que aquello no iba a durar mucho, así que no se lo hice notar a las chicas.
Me tumbé de nuevo con ellas, abrazándonos los tres, besándonos satisfechos. Charlamos durante un rato, de otras cosas claro, ya nadie tenía ganas de sexo. Entonces me di cuenta de que estaba hambriento. Llevábamos horas allí encerrados, sin ni siquiera haber desayunado nada.

Chicas, estoy muerto de hambre – dije.
Sí, y yo también – corroboró mi prima.
Y yo – dijo Marina.

Nos levantamos los tres y las chicas recogieron las escasas prendas que habían traído, vistiéndose como pudieron. Yo, mientras tanto, abrí las ventanas para airear el dormitorio y cogí algo de ropa del armario. Por la posición del sol, comprendí que era casi la hora de almorzar, así que les metí prisas para usar el baño.
Antes de salir, cada una me dio un dulce beso, mientras sonreían de oreja a oreja.

Chicas – dije entonces – A partir de ahora, venid de una en una, porque no sé si podría soportar otra sesión como esta.
Pues habrá que establecer turnos – dijo Marina muy seria.

Nos echamos a reír.
Salimos del cuarto y decidimos que ya que no teníamos nada que ocultarnos, lo mejor era asearnos todos a la vez, así que nos metimos juntos en el baño y nos lavamos los unos a los otros. Fue muy divertido.
Ya lavados y arreglados, bajamos a comer a la cocina, pues no íbamos a hacer a María y Luisa que montaran la mesa del salón sólo para nosotros. Las criadas lo tenían todo dispuesto y nos saludaron al entrar.

¡Buenos días, dormilones! – exclamó Luisa – ¡Madre mía cuánto habéis “dormido”!
Sí. Si llegan a “dormir” un poco más, no llegan ni a comer – respondió María.

Y se echaron a reír.
Fue entonces cuando me acordé de que en mi cuarto ya no estaban ni la jofaina ni los instrumentos de afeitado cuando nos levantamos. Me encantaba aquella casa.
Continuará.
TALIBOS

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