CASANOVA: (9ª parte)
LAS BENÍTEZ:
 
Los días siguientes pasaron fugaces. Tuve algunos episodios con Marta y alguna criada, y también tuve un par de clases muy instructivas con Dickie, pero nada especialmente interesante, así que no voy a aburrirles con los detalles, no quiero ser repetitivo.
Sin embargo, sucedieron algunas cosas que se salieron de lo común, aunque no fueran en materia sexual, así que se las contaré, pues tienen su importancia en la historia.
Verán, por un lado estuvo el cambio de actitud de Marina hacia mi persona. Estaba más cariñosa y relajada cuando estaba conmigo. Me hablaba sonriente durante las comidas, me ayudaba con los deberes que me mandaba Dickie, en fin, un montón de cosas que sin ser nada especial, sí me resultaban un poco extrañas. Lo cierto es que no hubo ningún nuevo acercamiento entre nosotros. La situación había quedado en suspenso y yo no me atrevía a hacer nada más, pues nuestra relación se había vuelto muy agradable y no quería estropearla.
No es que no estuviera loco por liarme con mi hermana, es sólo que consideraba que yo ya había hecho todo lo posible y que ahora le tocaba a ella dar el siguiente paso, si es que quería. Algo en mi interior me decía que esa era la forma correcta de actuar, pero lo cierto es que yo no estaba muy seguro, pues los días pasaban y Marina no hacía nada. De hecho, parecía que lo sucedido en mi habitación noches antes nunca hubiera pasado, pues ella no tocó el tema en ningún momento y yo no me atrevía a hacerlo.
Pero este repentino acercamiento entre mi hermana y yo tuvo una inesperada consecuencia, y fue que la relación entre Marta y Marina se deterioró notablemente. Apenas se hablaban, a pesar de que siempre habían estado muy unidas, ya no pasaban tiempo juntas, excepto cuando se veían obligadas, ya fuera en clase o durante las comidas. Incluso en un par de ocasiones las vi discutir, pero cuando me acercaba para averiguar qué pasaba, ninguna de las dos soltaba prenda, alegando que era una simple discusión entre primas.
Yo me sentía muy incómodo con la situación, pues de alguna forma sabía que el origen de su distanciamiento era yo. Traté de hablar con ellas por separado, pero no saqué nada en limpio. Bueno, eso no es del todo cierto, pues cuando me acercaba a Marta para interrogarla, ella desviaba la conversación del modo más placentero posible, no sé si me entienden.
Por otro lado estaba el raro comportamiento de Antonio. A éste sí que no le entendía. Siempre habíamos sido buenos amigos, no diré que compañeros de juegos, pues él era unos años mayor que yo y no nos gustaban las mismas cosas, pero sí había sido un compinche muy entretenido. Él me enseñó a cazar insectos, a trepar a los árboles, a limpiar los caballos… Quiero decir que nunca nos habíamos puesto a jugar al escondite ni nada parecido, pero con él había pasado días estupendos, charlando y bromeando; era, en definitiva, un amigo.
Y en cambio ahora se mostraba un tanto… no sé, distante. No es que no hablara conmigo cuando yo me dirigía a él, es sólo que le notaba raro, diría que receloso; y no sabía por qué.
Pues así estaba la cosa, la gente había cambiado una barbaridad en la casa desde el momento en que inicié mis “actividades”. Y todo, o casi todo había sido culpa mía. Tía Laura, más feliz que nunca, iba al pueblo con frecuencia, el abuelo pensaba que se había echado un novio. Mis padres, ahora tan cariñosos el uno con el otro. Marta, convertida en un animal en celo, antes tan amiga de Marina y ahora tan unida a mí. La misma Marina, separada de Marta pero muy simpática conmigo. Antonio, las criadas… ya ven, un sinfín de cambios en los que yo había tenido gran parte de culpa (aunque no supiera por qué). De la única de cuyo estado no me sentía responsable era Andrea. Seguía en un estado taciturno, un poco más animada tal vez, pero lejos de ser la Andrea que todos conocíamos. Y yo sabía quién era la causa.
Así estaba la situación en la casa el día en que, durante el almuerzo, mi abuelo anunció que los Benítez iban a devolvernos la visita que mi familia les había hecho semanas atrás. Al oír la noticia, Marta y yo intercambiamos una mirada silenciosa y ambos clavamos los ojos en la misma persona: Andrea.
Mi prima mayor se sorprendió bastante con el anuncio y palideció notablemente. Se disculpó entonces, diciendo que no se encontraba bien y abandonó la mesa, dejándonos a mí y a su hermana bastante preocupados. Nadie más pareció notar nada raro, por lo que siguieron charlando alegremente, pero tanto Marta como yo no pensábamos más que en que el capullo de Ramón iba a tener la oportunidad de volver a echar sus zarpas sobre Andrea.
En cuanto pudimos, nos escabullimos los dos fuera del salón y nos reunimos al pié de la escalera. Subimos al segundo piso y nos sentamos en el último peldaño. Marta fue la primera en hablar.

 

 

Vaya, así que Ramón vuelve a escena.
Sí. ¿Has visto la cara que puso Andrea? – respondí yo.
Pues claro. Parecía que hubiese visto un fantasma. ¿Qué le haría ese cabrón?
Si te hubieses quedado mirando más rato…

 

 

 

La mirada furibunda de Marta me indicó que era mejor no seguir por ahí.

 

 

Bueno, ¿y qué hacemos? – dije tratando de cambiar de tema.
¿Y qué podemos hacer? No podemos hablar con Andrea y decirle que nos cuente qué pasó, ni podemos contárselo a nadie.
¿Y tu madre? Ella ya sabe lo de Andrea y Ramón…
Sí, pero si mamá se entera de que Ramón le hizo algo malo a Andrea y que ella está así de hecha polvo por ello, es capaz de organizar un escándalo.
¿Y qué? – pregunté yo estúpidamente – ¡Pues que lo organice! ¡Seguro que eso le sirve de escarmiento a ese capullo!
¡Claro, muy listo! – exclamó Marta – ¿Y qué pasa con Andrea? Ella también se vería implicada. ¡Las chicas de bien no andan por ahí acostándose con los hijos de los vecinos! ¡Imagínate el follón!
Claro, tienes razón – asentí avergonzado.

 

 

 

En ese preciso instante nos interrumpieron.

 

 

Vaya, vaya. ¿Qué hacéis aquí los dos?

 

 

Alcé la vista y me encontré con mi hermana Marina, que estaba al pié de la escalera, mirándonos desde abajo. Comenzó a subir, sonriente y se quedó unos cuantos peldaños por debajo de donde estábamos nosotros, apoyada en el pasamanos.

 

 

¿Y a ti qué te importa? – le espetó Marta enfadada.

 

 

 

 

Los ojos de Marina chispearon, aprestándose para la batalla.

 

 

 

¿Qué pasa? ¿Te molesta que pregunte? – dijo Marina en tono irónico.
¡Sí! ¡Me molesta! – respondió mi prima, airada.
¿Y por qué, si puede saberse?
De hecho, me molesta tu presencia, así que márchate, esto es una conversación privada – dijo Marta.
¿Quieres que me vaya? ¿Para qué, para poder hacer alguna de tus guarradas? ¿Aquí, en medio de la casa?

 

 

 

 

Marta se puso roja de ira, parecía estar a punto de abalanzarse sobre su prima.

 

 

 

¿De qué estás hablando? – dijo rechinando los dientes.

 

 

 

 

Marina, viendo el efecto de sus puyas, decidió atacar a fondo.

 

 

 

No sé… Algo como esto.

 

 

 

 

Y entonces Marina hizo algo increíble. Inclinándose sobre mí, posó sus labios en los míos, dándome un beso que yo no pude disfrutar, pues mi mente estaba repleta de imágenes de los devastadores desastres que mi prima era capaz de organizar si aquello continuaba. Y así fue.

 

 

 

¡Zorra! – exclamó Marta.

 

 

 

 

Yo no podía ver a mi prima, pues el cuerpo de Marina me lo impedía, pero sí vi los efectos de sus acciones.
De pronto, Marina pareció salir volando, apartándose bruscamente de mí. Cayó de rodillas al suelo, sobre los escalones, sujetando con sus manos la muñeca de Marta, que había engarfiado sus dedos en los cabellos de su prima, tironeando con furia.

 

 

 

¡Ay! ¡Suéltame puta! – chilló Marina.

 

 

 

 

Mi hermana se incorporó entonces, echando su cuerpo sobre el de su prima, que no soltaba su presa. Marta, sorprendida, dio un paso hacia atrás, pero pisó mal en un escalón y las dos cayeron al suelo, en un confuso montón de brazos y piernas, que se propinaban bofetadas, arañazos y tirones de pelo. Fue una suerte que cayeran hacia atrás, de forma que aterrizaron sobre el segundo piso. Unos centímetros más adelante y las dos se hubieran precipitado escaleras abajo.
Las dos peleaban como gatas enfurecidas, tironeando y golpeando donde podían.
Los vestidos se rasgaban, se enrollaban, no servían para taparlas, por lo que partes de sus espléndidas anatomías se mostraban a mis ojos. En otras circunstancias hubiera resultado de lo más erótico, pero ahora estábamos muy cerca de donde estaban mis padres. Era un milagro que no hubieran acudido aún.
Asustado, me levanté de un salto y me abalancé sobre las dos fieras. Traté desesperadamente de calmarlas, intentando separarlas, pero era inútil. Por fin, actué con más decisión y agarrando a Marina por la cintura (pues en ese momento estaba encima de Marta) la levanté de un tirón separándola de nuestra prima.
Hice que Marina quedara tras de mí, tratando de mantenerla alejada de Marta con mi cuerpo. Mi prima, mientras, se levantó como un rayo del suelo, tratando de alcanzar a mi hermana mientras ésta hacía otro tanto. Bastante enfadado ya, le propiné un buen empujón a Marta, lo que la separó de mí unos instantes. Entonces, hice fuerza hacia atrás con mi cuerpo, aplastando a Marina contra la pared.
Marta chocó contra la pared opuesta con cierta violencia y el impacto la dejó sin resuello. Aproveché los segundos de ventaja para sujetar a mi hermana por las muñecas, pero ella siguió luchando. Forcejé con ella unos instantes, hasta que logré reducirla. Su cuerpo quedó apretado contra el mío, de espaldas a mí, mientras con mis manos mantenía bien sujetas las suyas.
Me apoyé contra la pared, agarrando con fuerza a Marina, que aún no se había rendido. Ella luchaba y luchaba, y al hacerlo, su culito se restregaba contra mi entrepierna. Alcé la vista y vi a Marta, mirándonos enojada. Los botones de su vestido habían sido arrancados, de forma que sus pechos aparecían por el escote, tapados por la combinación. Aquello y los refregones del trasero de Marina me produjeron un puntito de excitación.

 

 

 

Eres un degenerado – pensé – Cómo puedes…

 

 

 

 

Bastó ese segundo de despiste para que Marta actuara. Como una furia, volvió a lanzarse contra Marina, que seguía sujeta por mí. Yo reaccioné como pude, tratando de apartar a mi hermana de en medio. Por desgracia, yo ocupé su lugar.
Marta lanzó una fuerte tarascada que me alcanzó en pleno rostro. Un fogonazo de dolor estalló en mi mente, e inconscientemente, me llevé las manos a la cara, liberando a Marina. Me miré entonces las palmas de las manos y pude ver sangre en ellas. Marta me había propinado un buen arañazo en la ceja. Un poco más abajo y me deja tuerto.
Por lo menos, aquello tuvo la virtud de hacer que las dos chicas dejaran de pelearse. Las dos se quedaron a mi lado, mirándome preocupadas. Cuando vieron la sangre, ambas palidecieron.

 

 

 

¿Has visto lo que has hecho? – dijo Marina de pronto.
¿Yo? ¡Ha sido culpa tuya! – exclamó Marta.

 

 

 

 

Reanudaron entonces la discusión, olvidada al parecer mi herida. Aquello fue la gota que colmó el vaso.

 

 

 

¡Callaos ya las dos, maldita sea! – exclamé enfadadísimo.

 

 

 

 

Las dos se quedaron calladas, contemplándome con estupor.

 

 

 

¡Estoy hasta el gorro de vosotras! Pero, ¿os habéis visto? ¿Se puede saber qué coño os pasa?

 

 

 

 

Ninguna de las dos me miraba, pues las dos tenían los ojos fijos en el suelo, avergonzadas. Yo las miraba muy enojado, y entonces la sangre comenzó a resbalar sobre mi ojo, nublándome la vista. Con furia, saqué un pañuelo del bolsillo y me lo apoyé en el ojo.

 

 

 

¿Te duele? – balbuceó Marta.
¡Pues claro que me duele! – exclamé.

 

 

 

 

 
Las miré a las dos sin que mi enfado remitiera. Se veía que estaban compungidas, de hecho Marta parecía a punto de echarse a llorar, pero yo no iba a dejarme tranquilizar tan fácilmente. Aquella situación no podía continuar.

 

 

 

Espero que estéis contentas. Lo habéis hecho divinamente – dije en tono irónico – Ahora si me disculpáis, me voy, y si queréis, podéis sacaros los ojos la una a la otra. Pero una cosa sí os digo… Mientras sigáis así no quiero saber nada de ninguna de las dos.

 

 

 

 

Marina pareció ir a decir algo, pero mi mirada airada la hizo desistir. Yo pasé entre las dos chicas, dejándolas allí, con sus vestidos destrozados. Muy enfadado aún y sin mirar atrás me dirigí al baño que había frente a mi cuarto. Me examiné entonces en el espejo la herida. Había bastante sangre, así que llené la palangana con agua de una jarra y me enjuagué. El agua se tiñó de rosa enseguida, pero al menos comprobé que el corte ya casi no sangraba. Era un arañazo profundo, pero nada grave, pero al ser en la ceja había sangrado bastante, ya saben que las heridas en la cabeza son muy escandalosas. Me limpié bien y busqué el yodo en un armario, aplicándome un poco en el arañazo. ¡Perfecto! Así llamaba todavía más la atención, pero qué iba a hacer si no.
Lo que me preocupaba era el tener que explicar a mis padres el origen de la herida. Como no se me ocurría nada, decidí escabullirme e irme a dar una vuelta, para así aclarar un poco las ideas.
Con cuidado, salí del baño. Afortunadamente, no había rastro de las chicas, pues la verdad, en aquel momento no me apetecía demasiado ver a ninguna. Bajé las escaleras y me deslicé hacia la parte trasera de la casa, saliendo por la puerta de atrás.
Rodeé la casa caminando, ya más tranquilo, pues era la hora de la siesta y no creía que fuera a encontrarme a nadie. Pero no fue así. Al doblar la esquina casi choco con Antonio, que estaba ordenado unas cajas. Nos quedamos mirándonos, con un silencio un tanto incómodo. Por fin, él lo rompió.

 

 

 

¿Qué te ha pasado en el ojo? – dijo sin mucho interés, reanudando su tarea.

 

 

 

 

La pregunta tenía más de cortesía que de auténtica preocupación, o al menos, así me lo pareció a mí. Aún enfadado por el follón con las chicas, decidí que aquello no iba a seguir así.

 

 

 

Pero, ¿se puede saber qué coño le pasa a todo el mundo? – exclamé dejando alucinado a Antonio.
¿Có… cómo? – balbuceó.
Sí, a ti, no me mires así – continué – Últimamente estás de lo más raro, me esquivas, no me hablas… ¡Y no sé por qué! ¡Creía que éramos amigos!

 

 

 

 

Tras soltar el discursito, me dejé caer sobre una de las cajas que había apilado Antonio. Me quedé allí sentado, mirándolo, esperando una respuesta. Él también me miró, y suspirando, se sentó en una caja cercana.

 

 

 

Perdóname – comenzó, sorprendiéndome un poco – Tienes toda la razón, últimamente he estado un poco raro.
Ya te digo – asentí yo – Pero, ¿por qué?

 

 

 

 

Antonio calló durante unos segundos, dudando en contestar. Por fin se decidió, y lo que dijo me sobresaltó un poco.

 

 

 

Verás, es que el otro día te vi con la niña esa en el establo.
¿Có… cómo? – acerté a decir.
Sí, ya sabes, no te hagas el tonto. Te vi follando con la pelirroja esa tan guapa de las clases de montar.

 

 

 

 

Ahora fui yo el que se quedó callado. ¡Joder! ¡Antonio me había visto tirándome a Noelia!

 

 

 

Bueno… – susurré – ¿Y qué pasa?
Nada, hombre, no pasa nada – dijo Antonio esbozando una sonrisa.
Ya, claro, no pasa nada. Y por eso has dejado de hablarme.

 

 

 

 

Antonio me miró fijamente un instante, después apartó los ojos, un poco avergonzado, y siguió hablando.

 

 

 

Bueno… no sé cómo decírtelo… Es que…
Venga tío – le animé yo – Sabes que puedes contarme lo que quieras.
Jura que no se lo dirás a nadie. Como lo cuentes te vas a enterar.
Te lo juro – respondí sin dudar.

 

 

 

 

Entonces nos escupimos en la palma de la mano y nos las estrechamos, sellando así el juramento de la forma más sagrada posible. Esto pareció serenar a Antonio, que por fin me dijo lo que le preocupaba.

 

 

 

Bueno, es que yo nunca he estado con una chica – admitió ruborizándose un poco.

 

 

 

 

Yo me quedé un poco sorprendido, pero por fin le comprendí. Él tenía 16 años y aún no había catado a una hembra y yo, mientras, a mis tiernos 12 añitos, andaba por ahí follándome alumnas de la escuela. Estaba claro que el chico me envidiaba.

 

 

 

¿Y qué pasa? – dije yo.
Pasar… no pasa nada – respondió Antonio – Pero es que… me sentía un poco raro cuando te veía. Me acordaba de ti y de esa chica y me sentía incómodo.
Te comprendo. Estaba buena ¿eh? – pregunté frívolamente, para relajar la tensión.
¡Ya te digo! – exclamó Antonio con un entusiasmo que nos sorprendió a ambos.

 

 

 

 

Los dos nos echamos a reír, resueltos ya nuestros problemas.

 

 

 

Dime, ¿y qué viste? – pregunté.
Ya sabes… Aquel día estaba con mi tío y los caballos.
Sí, ya os vimos. De hecho, el que el semental cubriera a la yegua sirvió para que la chica se calentara.
¿En serio? – dijo Antonio asombrado – ¿A las chicas les gusta eso? ¡Pero si son dos animales!
Bueno, no es que le excite ver a los caballos follando – traté de explicarle – Es que… verás, ella es una chica de buena familia, sin muchos contactos con el sexo, y el hecho de ver algo así, pues le provoca un puntito de excitación.
Ummm. Comprendo – asintió Antonio – Si lo llego a saber antes, hubiera llevado a alguna chica al corral.
¡Coño! ¡No te creas que basta con eso! – reí.
¡Ya lo supongo! – rió Antonio también.

 

 

 

 

Cuando nos serenamos, volví a interrogar al chico.

 

 

 

Pero dime. ¿No has hecho nunca nada con una chica?
Hombre, nada, lo que se dice nada… He besado a alguna, y una vez Chelo me dejó que le tocara las tetas.

 

 

 

 

Chelo era una chica del pueblo, de le edad de Antonio, que a veces venía a trabajar recogiendo naranjas. Yo ya le tenía echado el ojo, pues tenía unas peras impresionantes, pero el saber que era medio novia de Antonio la convirtió en tabú para mí.
Vean si soy raro, estoy dispuesto a follarme a la mujer que sea, incluso a mi madre, pero si es pareja de un amigo… entonces nada.

 

 

 

Ya veo – continué – ¿Y se las viste?
No, no me dejó.
Pues es una pena, porque Chelo tiene un par… – dije haciendo el símbolo internacional de los melones con las manos.
Sí, sí que las tiene – coincidió Antonio – Pero no hubo forma.
Tranquilo, hombre – dije palmeándole la espalda – Ya has dado los primeros pasos, verás como dentro de poco lo consigues.
Eso espero.

 

 

 

 

Seguimos charlando un buen rato, sobre Chelo y otras chicas (especialmente de las de la casa, que traían malo al pobre chaval, tanta hembra jamona y sin poder catarla), hasta que nos interrumpieron.
Sin darnos cuenta, se nos había pasado la tarde allí sentados y Juan vino a ver si su sobrino había acabado el trabajo.

 

 

 

¡Pero coño! – exclamó Juan al vernos allí sentados- Pero, ¿todavía no has recogido eso? ¡Y seguro que tampoco has ido a descargar el carro del heno, como si lo viera! ¡Apañado voy con el sobrino este!

 

 

 

 

Para evitar la bronca de Juan (y para continuar con la charla) decidí ayudar a Antonio con sus tareas, pasándoseme el resto del día en un santiamén. Además, aquello me proporcionó la excusa que necesitaba, pues le conté a mi madre que me había dado un golpe con una caja y me había cortado la ceja, lo que evitó engorrosas situaciones. Dando un poco de rienda suelta a mi lado sádico, conté esa mentira durante la cena, con Marina y Marta presentes, para hacerlas sentir así profundamente avergonzadas, cosa que conseguí, pues las dos tenían los ojos clavados en sus platos mientras lo decía.
Bueno, pues los días pasaron con rapidez. Un par de polvetes por aquí, una mamadita por allá, lo cierto es que, en aquellos años, en aquella casa, la vida era de lo más placentera.
Pero eso sí, yo aún tenía mi orgullo, así que, durante esos días, me negué a cualquier tipo de acercamiento con Marta o Marina, y eso que ellas trataron de “acercarse” en numerosas ocasiones; pero yo seguí en mis trece, pues el cabreo aún me duraba, y como si algo no me faltaba allí era carne para saciar mi sed de sexo, pues podía permitirme hacerlas sufrir un poco.
Y por fin, llegó el día de la visita de los Benítez, que al final se convertiría en uno de los más intensos de aquellos años. Ahora verán por qué.
El plan inicial de la familia era que la visita llegara más o menos a mediodía, justo a tiempo de tomar un refrigerio antes de almorzar. Después, por la tarde, mi padre quería llevar al señor Benítez a practicar un poco de tiro, pues aunque papá no compartía la pasión del señor Benítez por la caza, sí que era aficionado a las armas. Luego, por la noche, podrían quedarse a dormir en casa o no, según les pareciera.
Puedo decir con bastante seguridad que la idea de quitar de en medio al señor Benítez había partido de mi abuelo, despejándose así el camino para sus lúbricos planes con Blanquita, o al menos así lo creía yo.
Y en cuanto a mí, la verdad es que no estaba demasiado entusiasmado con la visita, pues suponía tener que encontrarme de nuevo con el imbécil de Ramón, y en cuanto a Blanca, en aquel momento ni se me había pasado por la cabeza intentar nada con ella, pues parecía terreno personal del abuelo.
Así pensaba al menos hasta que la vi.
Los Benítez fueron bastante puntuales. Llegaron poco después de las doce, Blanca y su madre en un carruaje descubierto, mientras que Ramón y su padre venían a caballo. Todos nosotros los esperábamos en el porche de la casa, vestidos con la ropa de los domingos, poniendo caras de alegría para que mi madre no se cabrease. Nos acompañaba Dickie, pues en esas situaciones era como un miembro más de la familia.
Al primero que vi fue a Ramón, que venía un poco por delante de su familia. Maravillosa forma de empezar el día, el estómago me dio un retortijón. Miré a Andrea y vi que estaba bastante pálida, lo que me hizo maldecir de nuevo interiormente a aquel bastardo.

 

 

 

Pero, ¿qué coño le haría? – pensé.

 

 

 

 

Tras Ramón, apareció el carro con su madre y su hermana, escoltado por su padre que cabalgaba al lado. El carro se detuvo frente a nosotros y mi abuelo, como buen anfitrión, se adelantó para ayudar a bajar a las damas.

 

 

 

Estáis encantadoras – dijo el abuelo.

 

 

 

 

Tenía razón.
Blanca estaba tan preciosa como siempre. Llevaba un vestido blanco, estampado con flores azules. Llevaba un cinturón también azul, que ceñía su delicada cintura. Con su educación habitual nos saludó a todos besándonos en las mejillas, con una exquisita sonrisa en los labios. Cuando me tocó el turno, nuestros ojos se encontraron y mi mente viajó al momento en que la sorprendí follándose al abuelo, lo que hizo que me ruborizara un poco. Apuesto a que ella tenía el mismo episodio en mente, pues sus mejillas estaban levemente enrojecidas cuando se inclinó para darme mis dos besos. ¡Dios, cómo la deseé en aquel momento!
Y después estaba su mamá, que desde luego no desmerecía en nada a su hijita. La señora Benítez estaba a punto de cumplir los cincuenta, muy bien llevados por cierto. Tenía una figura realmente espléndida y en su rostro apenas se percibían los síntomas de la edad. Era rubia, y se recogía el pelo en un moño. Las tetas se le adivinaban macizas bajo su vestido y su trasero parecía divino también.

 

 

 

Vaya jamona – pensé mientras la señora Benítez me saludaba y comentaba a mi madre que ya estaba hecho todo un hombrecito.

 

 

 

 

Ramón también saludó a todo el mundo, incluyéndome a mí, aunque nuestras respectivas miradas revelaban lo que pensábamos el uno del otro. Con quien más se detuvo fue con Andrea, a la que se dirigió con voz de corderito, supongo que tratando de sentar las bases para una posterior disculpa. Aquello me soliviantaba, pero ¿qué podía yo hacer? Y lo peor fue que, Andrea, en vez de mandarlo al cuerno, escuchaba sus memeces en silencio, como considerando la posibilidad de perdonarle. Qué estúpida era mi prima.
Por fin, entramos en la casa, dirigiéndonos directamente al salón, donde habían servido un refrigerio. Allí los mayores se dedicaron a charlar entre ellos, y yo, como era el pequeño y además no me hablaba con Marta y Marina, estaba más solo que la una.
Pero me daba igual, así que me dediqué a echar miradas disimuladas a Blanca y a su madre, lo que mortificaba tanto a Marta como a Marina, con lo que el placer era doble.
Fue así, mirando a las invitadas, cuando me di cuenta de que los intereses de mi abuelo aquel día no buscaban a Blanquita, sino más bien a su mamá, lo que me sorprendió un poco. Pero lo cierto es que era así. Mi abuelo había logrado hábilmente separar a la señora Benítez de la conversación de los adultos, llevándola a un rincón de la habitación donde charlaban a solas con sendas copas en las manos. Blanca, por su parte, se veía un poco sorprendida por el giro que había tomado la situación, pues ella desde que había llegado, había estado rondando alrededor de mi abuelo, pero él había pasado olímpicamente de ella, enfrascado como estaba en cortejar a su madre.
La chica estaba un poco abatida y se había sentado sola en un sofá, sin participar, al igual que yo, en las conversaciones. Esto hizo que tenebrosos pensamientos comenzaran a formarse en mi mente, y en vista de que mi abuelo no parecía estar por la labor, decidí realizar una intentona con Blanquita… así, por variar, ya saben.
Ni corto ni perezoso me puse en pié y serví dos vasos de limonada, Con ellos me dirigí al sofá donde estaba Blanca, que se quedó un poco sorprendida al verme allí de pié frente a ella. Sin duda su mente le decía en esos momentos que yo conocía su secreto, así que lo mejor era mandarme al carajo, pero su buena educación (o al menos la fachada que mantenía de cara al público) le impedía hacerlo, así que aceptó la bebida con un simple gracias.
Yo me encogí de hombros y me senté a su lado. Ella hizo como si yo no existiera, manteniendo la mirada fija en otro lado, sin mirarme, lo que me divirtió bastante. Además, vi que Marta había notado el inicio de mis maniobras y me miraba con ojos llameantes, pero yo, lejos de amilanarme, la saludé con la mano, cosa que la enfureció todavía más, por lo que fingió que no le importaba lo que yo hiciera, volviendo a enfrascarse en la conversación, lo que me permitía seguir mis maniobras sin llamar mucho la atención.

 

 

 

Oye – dije entonces – ¿Por qué no me miras?
Déjame en paz – respondió Blanca.
¿Qué te pasa? ¿Es que te he hecho algo malo?

 

 

 

 

Ella no contestó.

 

 

 

Mira, si estás enfadada porque el otro día te pillé follando con mi abuelo, no te preocupes, no pienso contárselo a nadie – susurré, directo a la yugular.

 

 

 

 

Blanca pegó un bote en el asiento. Con esto conseguí que me mirara, aunque sus ojos, absolutamente desorbitados, no reflejaban alegría precisamente.

 

 

 

¿Cómo te atreves? – siseó indignada.

 

 

 

 

Yo me recliné hacia atrás en el sofá, mirándola con expresión satisfecha.

 

 

 

Vamos, vamos, no te enfades – le dije sonriente – No pretenderás que me crea que un simple comentario así basta para ofenderte. Recuerda que te vi gimiendo y gritando de placer.

 

 

 

 

Al intenso rubor de sus mejillas se unió un brillo peligroso en su mirada. Se estaba cabreando mucho y a mí me divertía enfadarla. Me fijé entonces en la mano que sostenía el vaso de limonada. Los nudillos se veían blancos, por lo fuerte que sujetaba el vaso. Comprendí que me había pasado.

 

 

 

Venga, perdona – continué – Es que te he visto aquí, sola, y no he podido resistirme a burlarme un poco de ti.
¿Cómo? – preguntó algo confusa.
Quiero decir que no lo decía en serio, que sólo quería avergonzarte un poco.
¡Ah! – dijo un poco más tranquila – Pues no le veo la gracia.
Yo sí se la veo. Deberías haber visto tu cara.
Muy gracioso – dijo Blanca enfadada, dando un trago a su vaso.

 

 

 

 

Decidí avanzar un poco.

 

 

 

La verdad es que aquel episodio me puso bastante caliente – le espeté.

 

 

 

 

La chica casi se atraganta con la limonada.

 

 

 

¿Có…cómo? – dijo medio ahogada.
Que estás muy buena y que me encantaría hacerte lo mismo que te hizo mi abuelo. Soy mejor que él en la cama ¿sabes?

 

 

 

 

Se quedó absolutamente alucinada, no acertaba a articular palabra.

 

 

 

Te lo digo en serio, opino que eres preciosa y me encantaría acostarme contigo.

 

 

 

 

Ella seguía estupefacta, pero por fin, acertó a reaccionar balbuceando débilmente.

 

 

 

Te… te has vuelto loco… Eres un crío…Voy a contárselo a tu madre.

 

 

 

 

Tras decir esto, hizo ademán de levantarse, pero mis palabras la detuvieron.

 

 

 

De acuerdo, cuéntaselo. Yo les contaré a tus papás lo divertidas que encuentra su hijita las clases de equitación.

 

 

 

 
Se quedó paralizada, sin moverse del sofá. Me miró entonces muy seria y dijo:

 

 

 

No te atreverás.
¿Qué te apuestas? – pregunté socarrón.
Si lo cuentas, tu abuelo se meterá en un buen lío también.
Ni la mitad que tú – repliqué – Además, no es preciso mencionar a mi abuelo, puedo decir que te vi con un chico cualquiera.
Y yo diré la verdad.
¿En serio? Yo pensé que te limitarías a negarlo todo, no esperaba que lo reconocieras tan fácilmente.
¿Cómo? – preguntó Blanca, confusa.
Que lo lógico sería que dijeras que yo mentía.
Sí, claro. Eso haría… pero tú podrías contarlo todo.
¿Yo? ¡Qué va! ¿Para qué? Con mi insinuación bastaría. Tu papá te vigilaría con cien ojos a partir de entonces y se te acabarían esas aventurillas, porque apuesto que mi abuelo no es el único en catar tus delicias…

 

 

 

 

Ella no contestó, pero su silencio era lo suficientemente elocuente.

 

 

 

Como ves, te tengo en mis manos. Si hablo, aunque no me crean, te complicaré bastante la vida, pero si hablas tú, y se enteran de lo de mi abuelo, te la arruinarás completamente. Seguro que te meten en un convento. ¡Menuda señorita, follándose hombres de 60 años!

 

 

 

 

Blanca miraba al suelo, aturdida, completamente sobrepasada por la situación. Tan sólo atinó a insultarme.

 

 

 

Eres un cabrón.
Sí ¿verdad? Pero al menos yo no finjo ser lo que no soy. Tú vas por la vida dándotelas de señorita y en realidad eres una puta de cuidado.

 

 

 

 

Mientras decía esto miré con disimulo a mi alrededor y viendo que nadie nos miraba posé con delicadeza una mano sobre su muslo, sintiendo su firmeza por encima del vestido. Aquello hizo que ella pegara un respingo, con lo que parte de la limonada se derramó, manchándole el vestido.

 

 

 

¡Mira lo que has hecho! – exclamó.

 

 

 

 

Se levantó como un resorte, aprovechando la mancha como excusa para escapar de aquella situación. Con presteza, acudió junto a su madre, contándole lo de la mancha. Mi madre intervino entonces, ofreciéndole su ayuda para tratar de limpiarse. Finalmente, salieron del salón mi madre, tía Laura, Blanca y Marina, hablando de con qué saldría la mancha y de cambiarse de ropa. Mientras salía, Blanca me dirigió una última mirada cargada de odio.
Yo me quedé allí, bebiéndome mi limonada, dándole vueltas a lo que acababa de suceder. ¿Por qué me había comportado así? Yo no solía ser tan malo con las mujeres y además, Blanca siempre me había caído bien, no éramos amigos ni nada, pero tampoco la despreciaba, no como a su hermano.
¡Ramón! ¡Claro! Supuse que subconscientemente, había atacado a Blanca como forma de vengarme de Ramón, si es que a semejante capullo podía molestarle lo que le pasara a su hermanita. Lo miré y vi que ni se había dado cuenta de lo que había pasado, pues seguía hablando con Andrea, poniendo cara de niño bueno y lo peor era que mi prima se mostraba mucho más relajada que en las últimas semanas. ¡Señor!
Bueno, la verdad es que debía reconocer que Blanquita tenía un polvazo impresionante, así que no todo había sido por joder a Ramón. ¡Más bien había sido por joderla a ella!
Enfrascado en tan profundas elucubraciones estaba, cuando la tropa de mujeres regresó al salón. Habían limpiado la mancha con no sé qué y por lo visto habían logrado eliminarla por completo. Insistían en que el limón no manchaba pero que el azúcar era un problema, que tal y que cual…
Yo no presté mucha atención a sus palabras, pues estaba muy atento a Blanca. Ella, al regresar al salón ni siquiera me dirigió una mirada, pero yo seguí con los ojos clavados en ella. Notaba que se sentía incómoda, con lo que comprendí que sabía que la estaba mirando. Por mi mente pasó la posibilidad de disculparme con ella, de hecho, lo sopesé seriamente, pero el diablillo de mi interior no me dejó, alegando que ésta podía ser una nueva forma de abordar cuestiones de mujeres.
Blanca, visiblemente incómoda, se unió al grupo más alejado de mí, que era el formado por mi padre y el suyo, que mantenían una animada charla sobre las prácticas de tiro de por la tarde. Ella se quedó allí, junto a los dos hombres, simulando interés por sus palabras y aparentando ser la niñita buena que todos conocían. O casi todos.
Decidí divertirme un poco más.
Dejé el vaso en una mesa y me uní al grupo de Blanca, que se notaba muy nerviosa. Me situé junto a ella, quedando nuestros cuerpos muy próximos. Yo sabía que Blanca no podía marcharse nada más llegar yo, pues sería una grosería, así que aguantaba como podía, temiendo lo que yo pudiera hacer. Y yo no la defraudé.
Aprovechando que tanto ella como yo estábamos de espaldas a una pared y muy cercanos a ella, deslicé una mano por detrás y la planté directamente sobre su culo. Por supuesto, procuré acercarme mucho a ella, para que nuestros padres no notaran nada raro.
Mientras lo hacía, con todo el descaro del mundo, interrogué al señor Benítez sobre el arma que iba a usar, y él, muy amablemente, procedió a darme una exhaustiva explicación sobre su escopeta, una Remington inglesa, creo recordar. Así, mientras yo asentía vigorosamente con la cabeza, simulando el mayor interés por su diatriba, procedí a magrear deliciosamente las prietas nalgas de su dulce hijita, la cual, como corresponde a una señorita bien educada, aguantó el tirón sin decir esta boca es mía.
Ni que decir tiene que me aproveché a conciencia de la situación, apretando y sobando aquel delicioso trasero con deleite, riéndome interiormente del imbécil del padre que tan vigorosamente me alababa por “interesarme en asuntos de hombres desde tan joven”. No sabía bien aquel señor cuánta razón tenía, porque lo cierto era que había ciertos asuntos de hombres que me interesaban mucho, pero no los que él creía.
La situación tenía un morbo increíble, el padre, allí tan campante, y la hija sufriendo en silencio mis abusos. Yo notaba lo nerviosa que estaba la chica en su trasero, pues lo tenía muy tenso, sin relajarse con mis caricias, pero su nerviosismo se notaba incluso en su rostro, enrojecido y avergonzado hasta el punto que los mayores le preguntaron si se encontraba bien, ante lo que ella sólo acertó a asentir.
Me hubiera gustado prolongar la situación durante más rato, pero entonces ocurrió lo inevitable. Ante tanto toqueteo de aquel juvenil trasero, mi libido comenzó a despertar (aún más se entiende) con lo que poco a poco mi pene fue adoptando su máximo vigor, con los problemas obvios que eso representaba.
Apesadumbrado, tuve que liberar el culo de Blanca de mi presa, concentrándome en cosas no excitantes para tratar de evitar la erección. No fue difícil, me bastó con prestar atención al discurso del señor Benítez.
Blanca aprovechó mi distracción para huir. Hábilmente, simuló que su madre la había llamado, y disculpándose ante nosotros con exquisita educación, fue a reunirse con las demás mujeres, tomando asiento junto a su madre (que había escapado también de las garras de mi abuelo tras el incidente del vestido) y dejándome con un palmo de narices.
Por desgracia yo me vi obligado a aguantar durante un rato más el discurso del señor Benítez. Así comprendí de dónde le venía la estupidez a Ramón. Todavía hoy me pregunto si mereció la pena aguantar aquel coñazo a cambio de sobarle un poco el trasero a Blanca. Supongo que sí, porque… ¡qué culito!
Blanca logró mantenerse alejada de mí el resto de la mañana, procurando estar en todo momento acompañada de Marta o mi tía Laura. Su madre en cambio, no tardó mucho en volver a caer en las redes del abuelo, que la invitó galantemente a dar un paseo “para abrir el apetito”. Sólo puedo especular sobre lo que pasó.
Yo pasé el resto de la mañana charlando con Dickie y mi madre, simulando haber perdido interés en Blanca, lo que la sorprendió un poco (no sé si la defraudó también). Como Marina se unió a nosotros, mi prima Marta no se acercó demasiado, haciéndole compañía a Blanca y a su madre.
Así pasó el resto de la mañana, entre animadas charlas, pero no sucedió nada más de interés. Al menos así fue hasta la hora del almuerzo.
Como a la una y media más o menos despejamos el salón para que las criadas pudieran poner la mesa. Los mayores dijeron de dar un breve paseo, y reunirnos así con la señora Benítez y el abuelo, y tanto insistieron que al final fuimos todos.
Fue una corta caminata hasta la cerca de los caballos, pues la señora Benítez había comentado algo de querer ver el sitio en el que aprendía a montar su hijita. Por suerte para el abuelo yo iba en el grupo de cabeza y procuré montar bastante escándalo para que se notara nuestra presencia.
Debí de lograrlo, pues los encontramos a ambos junto a la cerca, manteniendo en apariencia una animada charla, aunque mi ojo experto detectó que la señora Benítez se veía un tanto sofocada, por el calor supongo (je, je).
Una vez todos juntos, regresamos a la casa, pues el almuerzo estaba proyectado para las dos y cuarto. Fuimos todos a asearnos y poco después, con puntualidad inglesa, nos sentábamos a comer.
Blanca demostró entonces especial habilidad para esquivarme, logrando sentarse bastante alejada de mí, lo que me fastidió un poco, pues yo proyectaba alguna barrabasada de las mías durante la comida.
Quedé situado entre mi madre y Marta, a la que por mi parte seguía ignorando, aunque ya no tanto por el enfado como por hacerla sufrir un poco. Pero mi prima tenía otros planes y no estaba dispuesta a seguir de aquella manera, sino que deseaba hacerse perdonar.
Recuerdo que de primer plato Vito y María nos sirvieron sopa de pescado. A mí no me gustaba mucho, pero aquel día tenía bastante hambre, así que no le hice demasiados ascos. Me disponía a hundir mi cuchara en el plato cuando, repentinamente, sentí una mano posándose en mi muslo.
La verdad es que no me esperaba aquello, me llevé un susto bastante grande y derramé la sopa de la cuchara, aunque por fortuna cayó toda de nuevo en el plato. Asombrado, miré a mi izquierda y me encontré con Martita, que respondía a algo que le había preguntado Dickie que estaba justo frente a ella, mientras su mano derecha se perdía bajo la mesa.
No era la primera vez que jugábamos a aquello, pero en esa situación era bastante peligroso, pero a mi prima no parecía importarle. Lentamente, su mano subió un poco y se posó directamente sobre mi paquete, el cual había comenzado a perdonarla mucho antes que yo.
Pude notar cómo la sonrisa de Marta crecía un poco cuando su mano alcanzó su objetivo y percibió que al menos ciertas partes de mí ya no estaban enfadadas. Por mi parte, estaba muy nervioso y no sabía lo que hacer. Había concentrado todas mis energías en Blanca y ahora, inesperadamente, se producía un ataque por el flanco.
Pero claro, yo no soy idiota, y en vista de que no podía hacer nada para remediarlo decidí disfrutar un poco.
La mano de Marta me acariciaba disimuladamente la entrepierna, mientras su dueña conversaba con pasmosa serenidad con nuestra institutriz. Yo, en cambio, parecía un poco más tenso, cosa lógica por otro lado, e intentaba tomarme la sopa como si nada pasara.
En ese preciso momento, Dickie decidió que sería una buena idea preguntarme si había terminado los deberes que me había mandado el día anterior.

 

 

 

No debes olvidar que aunque hoy no tengamos clase, mañana sí que tenemos… – me dijo.
Sí… sí… claro… no se preocupe – balbuceé.

 

 

 

 

Mientras le respondía, la miré con expresión de “¿por qué me haces esto?”, y al mirarla pude notar en su sonrisa que sabía perfectamente lo que estaba pasando, lo que me puso más nervioso aún.
Y fue ese preciso momento cuando Marta aprovechó para darme un buen apretón en la polla.
Yo, que no me lo esperaba, no pude evitar dar un pequeño bote en mi asiento, cayéndoseme la cuchara dentro del plato. La sopa salpicó el mantel y me manchó la camisa, organizándose un pequeño revuelo en la mesa.

 

 

 

¿Se puede saber qué te pasa? – me amonestó mi madre – Ya eres mayorcito para andar tonteando. ¡Mira cómo te has puesto! ¡Pareces un niño pequeño!

 

 

 

 

Mientras me regañaba, mamá tomó una servilleta de la mesa, y mojándola en una copa de agua, procedió a limpiarme las manchas de la camisa. Naturalmente, tras organizar el follón, la mano de mi prima se había retirado subrepticiamente de mi entrepierna, pero mi erección seguía allí. Y precisamente eso fue lo que se encontró mi madre mientras limpiaba las manchas de mi ropa.

 

 

 

¡Oh! – exclamó quedamente.

 

 

 

 

Se quedó momentáneamente paralizada, pero reaccionó enseguida, volviendo a la tarea de limpiarme como si no pasara nada, regañándome por lo torpe que era. Mi madre, que no era tonta, echaba disimuladas miradas a Martita, la cual ahora sí se mostraba avergonzada, consciente de que nos habían pillado. La que se lo pasaba en grande era Dickie, que nos miraba con expresión divertida.
Afortunadamente, mi madre no montó ningún escándalo y poco después reanudábamos el almuerzo sin que se produjese ningún nuevo incidente, sobre todo porque tanto mi madre como tía Laura no nos quitaban ojo de encima. Ni que decir tiene que aquella comida se me hizo eterna, con una dolorosa erección en los pantalones que me costó Dios y ayuda calmar.
Por fin, llegó la hora de los postres y después el café. Los mayores se fueron a una salita anexa, a tomarse un coñac y eso, y los jóvenes nos quedamos por allí. Blanca, para mi decepción, dijo que no se encontraba muy bien y se marchó a hacer la siesta, y Marina, algo enfadada por lo que había pasado durante el almuerzo (no sabía qué había pasado pero sabía que algo había pasado) se ofreció a acompañarla.
Ramón y Andrea se fueron con los mayores, y así se nos despejó el terreno a Martita y a mí, que habíamos procurado ir apartándonos del grupo.
Yo aún intentaba aparentar estar enfadado, pero estaba claro que no iba a resistir mucho más, y Marta era plenamente consciente de ello. Salí del cuarto, dirigiéndome a la calle, aunque mi único deseo era que ella me siguiera para continuar con los juegos de antes, y para mi alegría, ella así lo hizo.
Me alcanzó poco después de salir por la puerta principal, y aligerando el paso, llegó junto a mí y me detuvo.

 

 

 

¿Adónde vas? – dijo Marta.
Me voy a dar un paseo – contesté secamente.
¿Puedo ir contigo?

 

 

 

 

Yo no respondí, sino que contesté con otra pregunta.

 

 

 

¿Te has vuelto loca? ¿Cómo se te ha ocurrido montar ese numerito en la mesa? ¡Mi madre se ha dado cuenta! ¡Dickie se ha dado cuenta! ¡TODOS SE HAN DADO CUENTA!

 

 

 

 

Marta, para mi sorpresa, se mostró muy tranquila y serena.

 

 

 

Vaya. Ya me hablas. ¿Se te ha pasado el cabreo?
No. Aún no.
Pues antes no parecías nada enfadado conmigo – dijo con su sonrisilla pícara.
Marta, estás loca. Has podido meternos en un lío de narices. ¡Qué digo! ¡Nos has metido en un lío de narices!
Puede. ¿Y qué? También muchos se han dado cuenta de tus jueguecitos con Blanca en el salón, y entonces no parecía importarte tanto.

 

 

 

 

 
Me quedé callado. ¡Vaya! ¡Y yo que creía haber sido tan discreto!

 

 

 

Vale, tienes razón – asentí malhumorado – Pero, ¿a ti qué más te da? No me digas que vas a empezar de nuevo con tus celos.

 

 

 

 

Aquello le dolió un poco, pero no tardó mucho en responder.

 

 

 

No, no es eso. Pero la verdad es que no me gustaba que estuvieras enfadado conmigo. Te echo de menos.

 

 

 

 

Mientras decía esto, posó una mano en mi pecho, acariciándome distraídamente. Además, puso carita de niña buena, tratando de darme pena.

 

 

 

Vamos, Oscar, perdóname. Siento mucho lo que pasó, fue sin querer. Yo no pretendía arañarte.

 

 

 

 

Mientras decía esto, se aproximó a mí y acercó su rostro al mío, simulando examinar la herida que aún se notaba en mi ceja. Su proximidad, el notar su cálido aliento sobre mi cara empezaba a enervarme.

 

 

 

Marta – dije tratando de parecer razonable – La herida no me importa en absoluto, es que no puedo soportar veros así a Marina y a ti. Siempre habéis sido las mejores amigas, y ahora no os habláis por mi culpa.

 

 

 

 

Marta colocó sus brazos alrededor de mi cuello, y comenzó a acariciarme la nuca dulcemente, haciendo que se me erizara el vello.

 

 

 

Venga – susurró – Olvídate de Marina ahora; ya lo solucionaremos… Ahora estás conmigo.

 

 

 

 

Suavemente, pegó sus labios a los míos, y todo resto de resistencia desapareció de mi mente, completamente llena de Marta, de su aroma, de su sabor, de su calor…
Nuestras bocas se fundieron en un tórrido beso, mientras nuestros cuerpos se apretaban el uno contra el otro, sintiéndonos mutuamente. Su muslo se pegó a mi entrepierna y ella comenzó a deslizarlo suavemente, frotando su pierna sobre mi incipiente erección.
Afortunadamente, un resquicio de sentido común logró abrirse camino en mi cabeza, y a regañadientes, la detuve.

 

 

 

Para, Marta, para – dije apartándola de mí.
¿Ummmm? – suspiró ella mientras se estiraba para tratar de alcanzarme de nuevo.
Espera – dije reuniendo hasta la última gota de fuerza de voluntad – Aquí van a vernos, estamos en la puerta de casa.

 

 

 

 

Marta miró a nuestro alrededor, como siendo consciente por fin de la situación. Sonrió haciendo un delicioso mohín y dijo:

 

 

 

¡Toma! Es verdad. No me había dado cuenta.

 

 

 

 

Yo a esas alturas ya la había perdonado por completo y los engranajes de mi mente giraban en todas direcciones, pensando en dónde podría ir con mi prima para echar un buen polvo. La solución no estaba demasiado lejos.

 

 

 

Ven conmigo – dije tomándola de la mano.

 

 

 

 

Ella me siguió sin oponer ninguna resistencia y poco a poco, los dos fuimos apretando el paso, hasta que poco después, los dos corríamos decididamente en dirección al establo, riendo como locos.
En cuanto penetramos en la semioscuridad del establo, me abalancé sobre ella, y sujetándola contra una pared con fuerza, comencé a besarla y a acariciarla por todas partes.
Mis manos se deslizaban sobre su soberbio cuerpo, masajeando y palpando por todas partes. No sé muy bien cómo, pero logré abrir los botones delanteros de su ropa, y enseguida mis manos se perdieron en su interior, agarrando y tocándolo todo, mientras mi lengua jugaba con la suya.
Marta, me sujetó brevemente, separando su boca de la mía lo justo para balbucear:

 

 

 

A…aquí no… Ven.

 

 

 

 

Yo, a regañadientes, la liberé de mi presa y ahora fue ella la que me condujo agarrándome de la mano. Enseguida comprendí sus intenciones, me llevaba hacia la última cuadra, donde habíamos sorprendido a Blanca enrollándose con el abuelo.

 

 

 

Vaya, vaya – dije sonriendo en la oscuridad – Veo que quieres revivir escenas pasadas.

 

 

 

 

Marta volvió la cabeza hacia mí. Vi que sus ojos brillaban, a pesar de la poca luz que había.

 

 

 

Shhhhs – siseó – He pensado a menudo en lo que vimos. ¡Menuda guarra!
Pues anda que tú – respondí.

 

 

 

 

Eso la dejó momentáneamente parada.

 

 

 

¡Oye! ¡No te pases! – exclamó molesta.
Perdona – dije, consciente de haber metido la pata.
Que yo sólo hago esto contigo. ¡No voy por ahí acostándome con ancianos y aparentando ser una niña bien!
Sí, sí, tienes razón. Ha sido sólo una broma. Perdóname.

 

 

 

 

Pero mi prima iba demasiado cachonda para dejar que una frase tonta le estropease el plan.

 

 

 

Vaaaale – concedió para mi infinito alivio.

 

 

 

 

Cuando alcanzamos la cuadra hizo algo inesperado. Tirando de mi mano, me obligó a adelantarme y darme la vuelta. Entonces, repentinamente, me hizo la zancadilla y me empujó, de forma que caí boca arriba sobre un montón de paja.

 

 

 

¡Ehhhhh! – exclamé sorprendido.

 

 

 

 

Pero Marta no me dio tiempo ni a quejarme, pues de un salto se encaramó encima de mí, sentándose a horcajadas sobre mi estómago.

 

 

 

¡UFFF! – jadeé, pues su salto me había dejado sin aire en los pulmones.
Lo siento – dijo ella de nuevo con su sonrisilla maliciosa.

 

 

 

 

Marta se echó hacia delante y sujetándome por las muñecas me obligó a mantener las manos contra el suelo. Yo era más fuerte y podría haberme liberado fácilmente, pero no tenía demasiado interés en ello.

 

 

 

Ahora eres todo mío – susurró.

 

 

 

 

La ventana que había cerca de esa cuadra estaba entreabierta, por lo que algo de luz penetraba en el recinto y me permitía contemplar a Martita. Una vez más, me sorprendí de lo muchísimo que había cambiado últimamente, estaba más hermosa, más mujer…

 

 

 

¿Qué miras? – me dijo sonriente.
Eres preciosa – respondí.

 

 

 

 

Ella, riendo dulcemente, se inclinó sobre mí y me besó. Después volvió a incorporarse, separándose de mí, pero manteniendo aún mis manos sujetas.

 

 

 

Vaya – dije – Parece que te gusta estar encima ¿eh?
¿Cómo? – respondió ella algo confusa.
Sí, como el día del río. Ya sabes, tú encima, yo debajo…

 

 

 

 

Mientras decía esto moví las caderas hacia los lados, frotándome contra el culito de Marta. Ella volvió a reír, notando en su retaguardia mi dureza. Procedió entonces a juntar mis manos, sujetándolas tan sólo con una de las suyas. Mientras, deslizó la otra sobre mi pecho, sobre mi estómago y finalmente la introdujo bajo el borde de su vestido.
Alzó un poco el culo, para dejar vía libre a su mano, que de esta forma, volvió a apoderarse de mi instrumento. Comenzó a deslizar entonces sus caderas de arriba hacia abajo, de forma que su mano frotaba mi polla por encima del pantalón de forma deliciosa.
Súbitamente, me giré en el suelo, haciéndola caer de costado y liberándome de su presa. Marta dio un gritito de sorpresa, que quedó pronto ahogado por mis labios. Usando mi peso, me situé sobre ella pasando a ser el que dominaba la situación; bueno, no del todo, pues la mano de Martita no había liberado a su prisionero, que continuaba siendo acariciado y estrujado maravillosamente.

 

 

 

¿Qué pretendes? – dije apartando mis labios de los suyos y mirándola a los ojos – ¿Que me corra en los pantalones o qué?
Nada más lejos de mi intención – susurró ella sensualmente – Sólo pretendo ponerte a tono…
Pues como sigas así…
¿Quieres que pare? – dijo simulando indecisión.
Bueno…

 

 

 

 

Ahora se cambiaron las tornas y fue ella la que escapó de debajo de mí. Yo quedé tumbado boca arriba, expectante, y ella de costado junto a mí. Acercó su rostro al mío y volvimos a besarnos. Su mano se deslizó de nuevo a mi entrepierna, pero esta vez se coló por la cinturilla del pantalón, y entrando bajo los calzones, se apoderó de mi polla con la mano desnuda, lo que me provocó un escalofrío de placer.

 

 

 

Vaya, vaya, cómo está esto… – dijo con voz pícara.
Sí – respondí sonriente – ¿Por qué será?

 

 

 

 

Reanudamos nuestro beso, mientras ella seguía pajeándome dentro del pantalón, aunque esta vez mis manos no permanecieron ociosas. Una se plantó en su culo, que magreó con fruición y la otra se perdió entre sus cabellos, acariciando su cuello y su nuca.
Yo estaba cachondo perdido, la deseaba intensamente, pero entonces se estropeó todo.
De pronto, oímos voces procedentes de la entrada. Alguien había entrado en el establo y estaban a punto de atraparnos con las manos en la masa. Como un ciclón, nos separamos el uno del otro, levantándonos del suelo y tratando infructuosamente de componer nuestras ropas. Era inútil, pues teníamos paja y heno metidos por todos lados, pero qué otra cosa podíamos hacer si no.
Asustados, nos acurrucamos en el interior de la cuadra, tratando de oír a nuestros inoportunos visitantes sin ser vistos. Entonces nos quedamos helados al reconocer las voces. Eran Andrea y Ramón.
Marta y yo intercambiamos una silenciosa mirada en la oscuridad, que bastó para entendernos. Permanecimos los dos allí, en silencio, tratando de escuchar.

 

 

 

Vamos Andrea – decía Ramón – Ya te he dicho mil veces que siento lo que pasó. No sé, perdí la cabeza…
No es excusa – respondió mi prima – No sé si podré volver a confiar en ti. Y además, ¿para qué hemos venido aquí?

 

 

 

 

Que tonta era mi prima.

 

 

 

Pues… – dijo Ramón zalamero – Para estar más tranquilos, cariño. Es necesario que hablemos, tenemos que aclarar la situación. Porque yo te quiero Andrea, ya lo sabes.

 

 

 

 

Asomándonos ligeramente, pudimos ver cómo Ramón se inclinaba sobre Andrea y la besaba tibiamente en los labios, iluminados por la tenue luz que penetraba por un ventanuco medio abierto. La mano de Marta buscó la mía y la apretó con fuerza, indignada al igual que yo, de ver lo estúpidamente que se comportaba Andrea.
Seguimos allí agazapados durante un rato, observando impotentes cómo Ramón iba lentamente derribando las defensas de Andreíta, haciéndola caer de nuevo en sus redes. Honestamente, he de reconocer que el tipejo tenía bastante labia, pero aún así…
Entonces sucedió lo que tenía que suceder. Para Marta y para mí estaba muy claro lo que perseguía Ramón, pero Andrea parecía no darse cuenta, así que, limpiamente, tragó el anzuelo.
Desde nuestro escondrijo vimos cómo empezaban a besarse, y ante la permisividad de Andrea, Ramón iba poco a poco envalentonándose. Los dos se había sentado sobre una alpaca de paja, y Ramón aprovechó la postura para, distraídamente, posar su sucia mano sobre el muslamen de mi prima.
Ella al principio se resistió, tratando de apartar la zarpa del tipo, pero él, muy hábilmente, no dejaba de besarla y susurrarle al oído, para que la chica no pudiera pensar y se abandonara por completo.
Ni que decir tiene que lo logró, y en pocos minutos su mano se deslizó por debajo de la falda del vestido de Andrea, comenzando a arrancarle a la chica auténticos gemidos de placer.
¡Cómo le odié en aquel momento! ¡Iba a follársela de nuevo! Os juro que fue la única vez en mi vida en que he presenciado una escenita de estas y no me ha vencido la excitación. Estaba indignado. Y me consta que Marta sentía lo mismo, pues su mano ceñía la mía con una fuerza que me resultaba difícil de imaginar en mi primita.
Pero claro, Ramón era un cerdo; no era culpa suya, estaba en su naturaleza. Y, así, por fortuna, lo estropeó todo.
A medida que iba poniéndose cachondo, se volvía cada vez más brusco, más violento. Y a mi prima no le gustaba eso. Conforme las caricias de Ramón se hacían más fuertes, Andrea iba poco a poco despertando de aquel trance de excitación, tomando conciencia de lo que estaba sucediendo. De esta forma, Ramón fastidió por imbécil aquello que podría haber conseguido con dulzura sin que pudiéramos hacer nada por impedirlo.
Así que Andrea comenzó a resistirse. Muy levemente al principio, pero lo suficiente como para cabrear a aquel bestia. Él, muy cachondo, tomó a mi prima por una muñeca, obligándola a que le sobara el paquete por encima del pantalón, pero Andrea no estaba muy dispuesta a ello, tratando suavemente de liberar su mano.
Ramón se cabreó y la empujó bruscamente, con lo que Andrea se cayó de la alpaca, aterrizando de culo sobre el suelo.

 

 

 

¡Otra vez, zorra! – exclamó Ramón enojado.
Ramón, por favor – dijo Andrea tratando de aparentar tranquilidad.
¡Eres una puta calientapollas! ¡¿Qué coño te crees?! ¡Vas por ahí, luciendo tus encantos, volviéndome loco, y cuando llega la hora de la verdad, ¿te echas atrás?! ¡De eso nada!

 

 

 

 

Mientras soltaba esa retahíla, Ramón fue abriéndose con violencia los botones del pantalón, y poco después surgía de su interior su enhiesto aparato. Hecho una furia, se abalanzó sobre mi prima, que había empezado a recular, apartándose de él.

 

 

 

¡Me la vas a chupar otra vez, zorra! ¡Vamos, si sé que te gustó mucho la última vez! ¡ESTA VEZ DEJARÉ QUE TE LO TRAGUES TODO!

 

 

 

 

Tomando a mi prima por el pelo, la obligó a acercar el rostro a su asqueroso instrumento, mientras mi prima lloraba y trataba de resistirse.
Yo había estado a punto de intervenir instantes antes, pero Marta me había sujetado. No sé qué le pasaba, estaba como hipnotizada, supongo que alucinando al pensar que semanas antes ella misma había bebido los vientos por semejante salvaje.
Entonces Ramón abofeteó a Andrea. Y yo estallé. Y Marta me soltó. Creo que jamás había estado tan enfadado, y no sé si lo he estado alguna vez después. Como un ciclón, irrumpí en medio del establo saliendo de mi escondite. Pillé a Ramón por sorpresa, gracias a lo cual pude derribarlo lanzándome contra su cintura, aunque el hecho de que llevara los pantalones por las rodillas ayudó bastante.
Como un poseso, comencé a golpear a Ramón, derribado en el suelo conmigo encima, mientras le insultaba en todos los idiomas que se me ocurrieron, pero claro, yo sólo era un mocoso de 12 años y él era un hombretón hecho y derecho. De un empujón, se libró de mí, aunque por fortuna aterricé sobre un montón de heno. Como pudo, se incorporó y se dirigió hacia mí, con su miembro aún bamboleante apuntando a mi cara.

 

 

 

Te voy a matar, hijo de puta – dijo Ramón con voz ahogada – Vas a maldecir el día en que naciste, pequeño pedazo de mierda.

 

 

 

 

Yo me vi perdido, pero entonces, de repente, Martita apareció tras de él con una horquilla de cargar heno en las manos (ya saben, un apero de labranza, parecido a un tridente que se usa para aventar el cereal o apilar heno, un instrumento bastante peligroso sin duda). Lo que hizo mi prima fue asestarle un buen pinchazo en el culo, lo que provocó un grito de sorpresa de aquel cabrón, que se volvió en busca de la nueva amenaza mientras llevaba sus manos a su dañado trasero.
De un tirón, arrancó la horquilla de las manos de Marta, y después, poniendo una de sus sucias zarpas en la cara de mi prima, la arrojó al suelo de un empujón.
Yo, enloquecido, me levanté como un resorte y volví a la carga con una interesante idea en mente. Corrí hacia Ramón profiriendo un grito guerrero, con la intención de atraer de nuevo su atención sobre mí. El tipo se dio la vuelta, y lo hizo justo a tiempo, pues en cuanto tuve sus genitales enfilando de nuevo hacia mí, los pateé con absoluto deleite.
No sonó ¡chof!, ni ¡tud!, ni ¡plaf!, puedo jurar que escuché un ¡crack! perfectamente audible. Hasta me dolió a mí.
Supongo que habrá algunas mujeres leyendo este relato. Pues verán señoras, no saben ustedes la suerte que tienen al no poder experimentar el dolor que se siente cuando te golpean las pelotas. Es algo que todos los hombres hemos (por desgracia) experimentado en alguna ocasión. Es como si de pronto te quedaras por completo sin fuerzas, sin ganas de nada; sólo quieres esconderte en un agujero y que esa sensación pase pronto.
Pues bien, multipliquen ese dolor por cinco y así sabrán lo que sintió Ramón. Y digo por cinco no porque yo fuera especialmente fuerte, sino porque tras derrumbarse al suelo tras el primer golpe, le pisoteé los huevos cuatro veces más, hasta que noté que comenzaba a no importarle.
Todas las ideas de violación o asesinato que pudieran haber cruzado por la mente de Ramón antes de eso se fueron con el viento, como dice la canción. El pobre capullo sólo podía sujetarse la tortilla con las manos mientras profería gemidos escalofriantes.

 

 

 

Ugh – consiguió articular.
Cierto – respondí yo.
Ugh – repitió.
Muy cierto – asentí.

 

 

 

 

Olvidándome de él, corrí hacia Marta, ayudándola a levantarse.

 

 

 

¿Estás bien? – le dije preocupado.
Sí, sí tranquilo – respondió.
¿Seguro que no te ha hecho daño?
Que sí, tranquilo – dijo mi prima besándome en la mejilla – ¡Dios mío, parecías un guerrero vikingo!
Sí, ¿verdad? – dije sonriente – Y aún tenemos que decidir lo que hacemos con mi víctima.

 

 

 

 

La víctima seguía retorciéndose en el suelo, ajena a todo. Entonces nos acordamos de Andrea.
Fuimos hasta donde estaba ella, sentada en un rincón, con el rostro entre las manos, llorando. Me dieron muchas ganas de volver a donde estaba Ramón y multiplicar su dolor por diez, pero me contuve, pues lo primero era Andrea.
Iba a inclinarme sobre ella cuando Marta me detuvo, negando con la cabeza. Comprendí que era mejor que ella se encargara de atenderla.
Marta se arrodilló junto a su hermana, y comenzó a acariciarle dulcemente la cabeza, apartando sus cabellos de su rostro lloroso. Andrea alzó la vista, mirando a su hermana con desespero. Entonces se arrojó sobre ella, sepultando la cara en su cuello, sin parar de llorar. Las dos hermanas se quedaron allí un rato, llorando abrazadas, mientras yo miraba hacia otro lado, respetando su intimidad.
Estuvieron así un buen rato, hasta que poco a poco, Andrea fue calmándose. Por fin, se pusieron las dos en pié.

 

 

 

¿Cómo estás? – preguntó Marta.
Regular – dijo Andrea tratando de sonreír, con lo ojos anegados de lágrimas.
Ven – dijo Marta – Volvamos a casa.

 

 

 

 

Así las dos abrazadas, se dirigieron a la puerta del establo. Cuando pasaron junto a mí, Andrea alzó el rostro y me miró.

 

 

 

Gracias – me susurró.

 

 

 

 

Yo sólo sonreí levemente.
Por fin, se perdieron de vista y yo me volví hacia Ramón. No se había movido mucho, tan sólo se había girado en el suelo, de forma que ahora estaba de espaldas a mí. Entonces tomé conciencia de la situación. ¡Coño! ¡Me había quedado solo con aquel loco! ¿Y si estaba fingiendo? ¿Y si me atrapaba si me acercaba?
Muy sigilosamente, avancé por el establo para recuperar la horquilla, caída en el suelo. Cuando lo hube hecho, me sentí más seguro, al estar yo armado y Ramón no. Sabía lo que tenía que hacer, pero no acababa de atreverme. No voy a mentir, estaba un poco asustado. Yo siempre he sido amante, no guerrero, así que hice lo más lógico en esa situación. Fui en busca de ayuda.
Salí corriendo del establo, dirigiéndome a la casa en busca de mi abuelo, sin duda la persona más apropiada para hacerse cargo de la situación sin que el escándalo salpicara a mi prima, pero quiso la fortuna que me tropezara de pronto con otra persona apropiada: Antonio.

 

 

 

¿Adónde vas tan deprisa? – me dijo cuando me vio.
Yo… – respondí respirando agitadamente – Yo… el abuelo…
¿Y por qué coño llevas la horquilla?

 

 

 

 

Me di cuenta de que no había soltado el apero en ningún momento, llevándolo en las manos como si fuera un fusil.

 

 

 

Verás…
Oye, tranquilo – dijo Antonio – Acabo de ver a tus primas entrando en la casa con pinta muy rara y ahora tú vas detrás con la horquilla. ¿Es que vas a cargártelas?

 

 

 

 

Reí la broma y un poco más sereno, sopesé la situación.

 

 

 

No, Antonio – le dije – Tengo que contarte una cosa, pero ven, acompáñame al establo.

 

 

 

 

Mientras andábamos, le expuse la situación más o menos. Obviamente no le dije que había ido al establo a follarme a mi prima, sino que habíamos escuchado gritos mientras paseábamos por allí, pero lo demás sí se lo conté bastante fielmente.
Noté que el enfado iba poco a poco haciendo presa en mi amigo, pues cada vez apretaba más el paso, precipitándonos de vuelta al establo a bastante velocidad.

 

 

 

¡Maldito hijo de puta! – eso fue lo que gritó Antonio mientras entraba en el establo.

 

 

 

 

 
Allí nos encontramos con que Ramón se había puesto en pié y se había subido los pantalones, pero un simple vistazo bastó para comprobar que no estaba en condiciones de ofrecer mucha resistencia, pues las rodillas le temblaban y apenas se aguantaba derecho, aunque esto no le importó demasiado a Antonio, pues de un fuerte derechazo derribó a Ramón de nuevo al suelo.
Ramón era un tipo alto, bien formado, pero Antonio, a pesar de ser más joven, estaba acostumbrado al duro trabajo rural, por lo que era bastante más fuerte, así que lo que siguió no fue una pelea, sino una paliza en toda regla.
De todas formas no se pasó demasiado, pues yo intervine pronto, pero aún así, Ramón se llevó un par de buenos sopapos. Algo más tranquilos, dejamos que aquel pobre diablo respirara un poco. Como quiera que no acababa de despabilar, Antonio fue hasta el depósito de agua y llenó un cubo, que después derramó sin muchos miramientos sobre el derrotado Ramón, consiguiendo despertarlo un poco.
Ramón se incorporó, quedando sentado, mirándonos con odio.

 

 

 

¿Por qué nos miras así? – dijo Antonio – No has recibido nada que no te merecieras, y como sigas mirándome así te voy a dar también lo que no te mereces.

 

 

 

 

Ramón apartó la mirada.

 

 

 

Bueno, bueno – intervine yo – ¿Cómo estás?

 

 

 

 

Ramón no respondió.

 

 

 

Antonio – dije yo – Este tío no quiere hablarme, enséñale educación por favor.
Encantado – dijo mi amigo haciendo crujir sus nudillos.
Vale, vale, tranquilo – nos interrumpió Ramón, bastante asustado.

 

 

 

 

Como ven, ahora yo no tenía nada de miedo y me comportaba como un auténtico cabrón, pero ¡qué gustazo!

 

 

 

Ya me hablas… Entonces respóndeme, ¿cómo estás? – dije.
Hecho una mierda.

 

 

 

 

Yo sonreí.

 

 

 

Me alegro. Te lo has ganado a pulso.

 

 

 

 

Ramón alzó los ojos, mirándome de nuevo con odio.

 

 

 

Sí, no te pongas así, hijo de puta, o ¿acaso te crees injustamente tratado después de haber intentado violar a mi prima?
Yo no… – empezó a decir
Cállate. Ahora no vamos a hablar de eso, estúpido cabrón, de hecho no me interesa en absoluto nada de lo que vayas a decir, te vas a limitar a quedarte ahí calladito con las orejas bien abiertas. ¿De acuerdo?

 

 

 

 

Ramón sólo asintió con la cabeza.

 

 

 

Buen chico. Verás, lo que quiero decirte es lo que vamos a hacer para que nada de esto trascienda. No me malinterpretes, no es que me importe una mierda lo que pueda pasarte, pero sería incómodo para Andrea que esto saliera a la luz y me parece que ella ya lo ha pasado suficientemente mal ¿no te parece?

 

 

 

 

No me respondió.

 

 

 

Bien, veo que estás de acuerdo – proseguí – Entonces vas a hacer lo siguiente. Te vas a lavar ahí mismo, lo mejor que puedas, pero no es necesario que te esmeres, pues no tienes arreglo. Antonio y yo ensillaremos tu caballo y después iremos todos a la casa anunciando que el caballo te ha tirado en la charca y te has hecho daño. A partir de ahí me da igual lo que hagas, siempre y cuando te largues esta misma tarde de aquí. Di que no te encuentras bien tras la caída, que quieres ir al médico, lo que te parezca, pero te largas. Y por supuesto, no quiero volver a verte por aquí jamás, si tu familia vuelve, tú no podrás venir, si vamos nosotros a tu casa, te irás de viaje. No quiero volver a verte cerca de mis primas.
¿Y si me niego? – dijo Ramón recuperando su aire insolente.
Te mato.

 

 

 

 

Respondí tan rápida y secamente que hasta Antonio se quedó sorprendido. Ramón me miraba con ojos como platos, bueno, me miraba a mí y a la horquilla con la que ahora le apuntaba directamente.

 

 

 

¿Có… cómo? – acertó a balbucear.
Lo que has oído, si no me das tu palabra aquí y ahora no voy a andarme con rodeos, te clavo esto en el cuello y hasta luego. Estoy seguro que contándoselo todo a mi abuelo él se haría cargo de la situación; él se encargaría de todo y jamás se sabría nada de esto. Él puede hacerlo ¿sabes?, apuesto a que un cabrón como tú habrá hablado muchas veces con su padre de todo el dinero que tiene mi abuelo y la mano que tiene en la región ¿verdad?

 

 

 

 

Su mirada me reveló que había acertado de pleno. Los envidiosos e hipócritas como él son muy previsibles.
Le miré con los ojos más serios que fui capaz de poner, la verdad es que dudo mucho de que hubiese sido capaz de cumplir mis amenazas, pero lo importante de un farol es saber llevarlo hasta el final, y Ramón se lo tragó por completo. No aguantó mi mirada ni cinco segundos.

 

 

 

De acuerdo, te doy mi palabra – dijo entornando los ojos.
Bien, por ahora me basta. Confiaré en que aún te quede un poco de orgullo y cumplas tu palabra. Pero si se te ocurre no hacerlo, se lo contaré todo al abuelo y estoy seguro de que él sabrá cómo hacerte pagar todo lo que le has hecho a su nieta.

 

 

 

 

Y eso fue todo. Seguimos mi plan al pié de la letra, y todo salió sorprendentemente bien. En la casa se lió un revuelo considerable, atendiendo al pobre Ramón tras su accidente. Mi padre y el suyo, que estaban a punto de irse a disparar, suspendieron su excursión, preocupados por el estado del capullo. El padre propuso incluso de suspender la visita, pero mi abuelo dijo que no era necesario, que Nicolás podía llevar a Ramón de vuelta a casa en el coche, “ya que el muchacho no quiere ir al médico”. Por supuesto, mi abuelo no deseaba que la señora Benítez escapara así de su trampa.
De hecho la señora Benítez no se mostró demasiado dispuesta a marcharse, con lo que comprendí que mi abuelo la tenía ya medio liada, así que, finalmente, el señor Benítez y mi padre decidieron acompañar a Ramón al pueblo, para que le viera Don Tomás, el médico, y después lo llevarían a casa. Mientras, la señora Benítez y Blanca, proseguirían la visita, y el señor Benítez podría regresar después.
Era posible que Blanca hubiera aprovechado la oportunidad para marcharse, escapando de mí, pero aún no se había levantado de su siesta, por lo que no se enteró de lo que había pasado hasta que fue tarde. De hecho, ninguna de las chicas andaba por allí, pues Marina seguía con Blanca y a saber por dónde andaban mis primas.
Precisamente entonces, recordando lo que había pasado, me acordé de Blanca, y tomé una decisión bastante seria. Me la iba a follar esa misma tarde, y sería algo que jamás olvidaría. En parte iba a hacerlo para vengarme de Ramón, pero por otro lado… ¡la chica estaba buenísima!
Así que, en cuanto se fue el coche, puse mis planes en movimiento.
Subí a la planta superior, con cuidado de que no me viera nadie. Así comprobé que mis primas estaban en el cuarto de Andrea, podía oír los murmullos de su conversación a través de la puerta, pero no era mi objetivo espiarlas.
Fui a la puerta de Marina, pero resultó que era ella la que dormía en esa habitación. ¿Dónde coño estaba Blanca?
Pensé un poco, las dos chicas habían subido para hacer la siesta, y, obviamente, no iban a dormir juntas. ¿Adónde habría llevado Marina a Blanca? Podrían haber ido al otro ala, pues iban a preparar unas habitaciones por si los Benítez se quedaban a pasar la noche, pero no era muy normal que mi hermana dejara sola a la chica en la otra punta de la casa. ¿Entonces, adónde? ¡Pues claro! ¡Al cuarto de mis padres!
Me acerqué sigiloso a la puerta y ¡premio! Allí reposaba la preciosa zorrita.
Como un ladrón furtivo, abrí la puerta del dormitorio y penetré en su interior, cerrando tras de mí. Muy despacio, me acerqué a la cama y me senté al borde del colchón. Sobre una silla, Blanquita había depositado su vestido bien doblado, así que pensé que quizás estaba desnuda.
Con cuidado, aparté las sábanas y su tentador cuerpo apareció frente a mí. Por desgracia, llevaba una combinación que me ocultaba sus seductoras curvas, pero me daba igual, todo se andaría.
Con cuidado, puse mi mano sobre su boca, para impedir que gritara al despertar y después la llamé por su nombre. Ella despertó, y al sentir mi mano en la cara, se asustó bastante, zafándose con habilidad de mí. De un salto, se levantó de la cama, quedando de pié junto a ésta, mirándome sobresaltada.
Por fortuna, no gritó, pues yo me había quedado allí sentado, con un palmo de narices, sin que mi presa hubiera servido absolutamente para nada.

 

 

 

¿Qué haces aquí? – siseó enfadada.
Shhhh – dije yo tratando de tranquilizarla un poco – No te asustes, sólo quiero hablar contigo.

 

 

 

 

Entonces Blanca se dio cuenta de que estaba medio desnuda delante de mí, así que de un brusco tirón, cogió una sábana y se tapó. Aquel comportamiento provocó en mí una sonrisa.

 

 

 

¡Coño! – exclamé – Con todo lo que ha pasado entre nosotros…
¡Vete! – dijo ella enfadada.
Tranquila, espera un poco – dije tumbándome sobre el colchón – Vamos a charlar.
No hay nada de lo que charlar. ¡Márchate o gritaré!
¡Vaya! Qué pronto has olvidado nuestra conversación de antes. Si gritas ya sabes lo que te espera, el escándalo, tu padre vigilándote…
¡No te atreverás…!
Veamos… Por un lado está la posibilidad de echarte un buen polvo… Y por otro lado, podría no atreverme y no poder follarte… La verdad es que creo que sí me atreveré.

 

 

 

 

Ella me miraba alucinada.

 

 

 

Pero… ¿Cómo…? ¡Si eres sólo un crío!
Sí, es cierto. Entonces, ¿qué te preocupa? Vamos, Blanca, te estás acostando con mi abuelo y Dios sabe con quién más, pues podrías hacerlo también conmigo ¿no? Te aseguro que te iba a gustar.
¡No! – insistía ella.

 

 

 

 

Decidí cambiar un poco de táctica.

 

 

 

Mira, Blanca, seamos razonables. Yo no quiero fastidiarte la vida, y que pierdas esa imagen de nena de papá que también interpretas, pero piensa en mí, después de verte follando y de palpar tu delicioso trasero… ¡la verdad es que ando muy caliente! Veamos, como hoy es la primera vez y esto es todo muy repentino…yo podría, por ejemplo, conformarme con una pajita.
¿Có…cómo? – dijo ella, perpleja.
Ya sabes, una paja – dije yo agitando el puño en gesto inequívoco – Con la mano. Venga, seguro que lo has hecho más de una vez, es poca cosa.

 

 

 

 

Ella no respondió.

 

 

 

Mira, te dejo para que te lo pienses un rato. De todas formas aquí no podíamos hacerlo, pues mi madre puede venir en cualquier momento. Voy a ir a merendar algo, estaré en la cocina. Te esperaré quince minutos. Si no vienes con la respuesta, entenderé que te niegas y obraré en consecuencia. Piénsalo, hoy ando muy cachondo, unas cuantas sacudidas con la mano… y problema fuera.

 

 

 

 

Y me marché, dejándola completamente confusa, allí, envuelta en su sábana.
Salí sonriente del cuarto. Todo había marchado según lo previsto. Algo en mi interior me decía que la chica iba a aceptar, así que sólo necesitaba sacarla de allí, y me la tiraría. Porque, claro, eso de que iba a conformarme con una simple paja no se lo cree nadie, es muy posible que ni Blanca se lo creyera, pero como excusa, no estaba mal.
Me senté en la cocina y Luisa me preparó un vaso de cacao y un bollo. Me lo comí con tranquilidad, esperando, dándole vueltas al plan. Y por fin, la chica apareció.
Se quedó en el umbral de la puerta, muy azorada, entrelazando nerviosa sus dedos. Como no se acercaba, la llamé a voces:

 

 

 

¡Hola, Blanca, preciosa! ¿Qué, te has decidido ya?

 

 

 

 

Ella entró como una exhalación, con el rostro encendido, y se sentó en una silla.

 

 

 

¡Shiissst! ¡Estás loco! ¿Por qué gritas? – me dijo.
¡Vaya! Lo siento – respondí haciéndome el tonto – No esperaba que te molestara. Y bien, ¿qué has decidido?

 

 

 

 

Ella se quedó callada unos segundos antes de responder.

 

 

 

Se… será sólo con la mano ¿verdad?
Bueno… Si nos apetece algo más… – respondí juguetón.
¡Oye!
Vaaaaaale. Bueno, y también debes dejar que te toque un poco. Tu culo me ha encantado y quiero probar lo demás.

 

 

 

 

Hablé deliberadamente alto, para que Luisa se enterara y Blanca se avergonzara todavía más, pues sabía que, con tal de salir del trance, diría que sí a lo que fuera.

 

 

 

Bueno, bueno, pero no alces la voz.
¡Estupendo! – exclamé – ¡Bueno, vámonos!
¿Adónde?
Pueeees… He pensado que podríamos ir al establo. Allí estaríamos más tranquilos, pues nadie va a ir por allí. Además, como ya te lo conoces tan bien…

 

 

 

 

Blanca enrojeció aún más ante mi insinuación.

 

 

 

Bueno, vale – asintió con un hilo de voz.

 

 

 

 

Nos levantamos de la mesa y nos dirigimos a la puerta principal, no sin antes darme cuenta de la sonrisilla pícara que esbozó Luisa al vernos salir. Cuando llegamos al recibidor, Blanca se detuvo.

 

 

 

Espera. Tengo que decirle a mi madre que voy a ir a dar un paseo. No tardo nada – me dijo.
De acuerdo. Te espero fuera.

 

 

 

 

Salí al exterior y me dispuse a esperarla. Mientras estaba allí, apareció Antonio, que aún seguía enfadado con Ramón.

 

 

 

¿Se ha ido ya ese hijo de puta? – me dijo.
Sí, tranquilo. Se lo han llevado hace un rato y no creo que le queden ganas de volver por aquí.
Eso espero, ¡porque te juro que como vuelva a cruzármelo el que se lo carga soy yo! – exclamó Antonio bastante alterado.
Vaya, vaya, no sabía que te importara tanto el bienestar de Andrea – me burlé mientras una ominosa idea iba formándose en mi mente.
¡No digas tonterías! – dijo Antonio ruborizándose un poco – Es sólo que no puedo aguantar que un tipejo como ese…
Sí, sí, te entiendo – le interrumpí – Oye Antonio, se me acaba de ocurrir algo.
¿El qué? – preguntó algo extrañado por el brusco cambio de tema.
Verás… – decidí no andarme con rodeos – En estos precisos instantes me dispongo a tirarme a la hermana de Ramón.
¿CÓMO? – alucinó Antonio.
Shisst, no grites – dije tranquilamente – Te digo que voy a follarme a Blanquita en el establo.
Pe… pero – balbuceaba mi amigo sin saber qué decir.
Pues… me preguntaba si te gustaría participar.

 

 

 

 

El chico se quedó sin palabras. Me miraba con los ojos como platos, sin atinar a articular palabra. No se podía creer lo que le estaba pasando.

 

 

 

Vamos, chico, no pongas esa cara. El otro día me contaste que nunca has estado con una chica y yo te ofrezco la posibilidad de empezar con una realmente preciosa. ¿Qué te parece?
Yo… No sé… – decía coloradísimo.
Venga, no seas tonto. Mira, tómatelo como una oportunidad de fastidiar a Ramón. ¡Puedes follarte a su hermana!
Pero…
Pero nada. Vete corriendo al establo y ponte a trabajar en algo. Yo iré enseguida con Blanca.
¿Y qué hago? Lo siento, no puedo – dijo muy nervioso – No sabría ni qué hacer. Ve tú y pásatelo bien.
No seas tonto. Yo te indicaré lo que tienes que hacer. Tú simplemente sígueme la corriente y haz todo lo que yo te diga ¿de acuerdo?

 

 

 

 

Las últimas dudas empezaban a desaparecer de Antonio. La oportunidad de estrenarse por fin con una chica era demasiado tentadora como para dejarla pasar, sobre todo si se presentaba de una forma tan sencilla.
¿Y yo? Pues la verdad es que la idea me seducía bastante, pues sería una ocasión pintiparada para hacer todo lo que me apeteciera con Blanca, a la que cada vez le tenía más ganas.
Como quiera que el chico seguía dudando, decidí actuar autoritariamente.

 

 

 

¡Venga, coño, vete para allá de una vez, que si no se va a estropear todo! ¡Blanca debe estar a punto de salir! ¡Vamos!

 

 

 

 

Antonio reaccionó de manera confusa, sin saber qué decir ni qué hacer, optó simplemente por obedecer, saliendo disparado hacia el establo. ¡Cómo corría!, se notaba que empezaba a apetecerle el espectáculo.
Pasaron cinco minutos más y Blanca sin aparecer. Empezaba a mosquearme tanto retraso, así que entré en la casa a buscarla. Me costó un poco encontrarla, pues ella deambulaba por todos lados en busca de sus padres.

 

 

 

Espera un poco – me dijo – Es que no encuentro ni a papá ni a mamá.
¡Ah! ¡Se me había olvidado! – exclamé.
¿El qué?
Verás, tu padre y el mío han acompañado a tu hermano al médico, pues ha tenido un pequeño accidente con un caballo.
¿Cómo?
Sí, es que se ha caído mientras montaba. Tranquila, se encontraba bien, sólo un poco magullado, así que le han llevado al médico y después a casa, para que descanse.
¡Ah, bueno!

 

 

 

 

Me dio la sensación de que no la molestaba demasiado el accidente de su hermano, y es que la encantadora personalidad de Ramón no pasaba desapercibida para nadie.

 

 

 

¿Y mi madre? – preguntó.
No sé. Vamos a ver.

 

 

 

 

Fuimos al salón, pues Blanca me dijo que había visto a mi madre y a mi tía por allí. Efectivamente, las encontramos allí charlando con Dickie. Les preguntamos que dónde estaba la señora Benítez, y mi madre respondió que había salido a dar un paseo con el abuelo.

 

 

 

¡Ya se la ha follado! – pensé.

 

 

 

 

Una mirada al rostro de las demás mujeres me confirmó que ellas pensaban lo mismo. Incluso Blanca se imaginó lo que estaba pasando, así que, con aire de resignación, me preguntó:

 

 

 

¿Y ahora?
Tranquila – dije yo – Mira, mamá. Blanca está buscando a su madre para pedirle permiso para dar un paseo. ¿Podrías decirle tú cuando la veas que está conmigo?

 

 

 

 

Mi madre se quedó mirándome muy fijamente, tratando de adivinar si mis intenciones eran las que ella creía u otras más normales. Pero entonces se dio cuenta de que quien me acompañaba era Blanca, la señorita más distinguida de la región, y se relajó ostensiblemente.

 

 

 

Claro que sí cariño, yo se lo diré. Tened cuidado y no volváis muy tarde, ¿de acuerdo?
Sí, mamá – y le di un beso en la mejilla.

 

 

 

 

Algunos pensarán que era un poco tonta al confiar en mí de esa manera, pero yo les digo que no era en mí en quien confiaba, sino en Blanca. De hecho, tanto Dickie como tía Laura parecían opinar lo mismo, pues no nos prestaban mucha atención, en lugar de lanzarme miraditas comprometedoras o reírse por lo bajo. Así de buena actriz era Blanca. Para todos era tan intachable que estoy seguro de que a más de uno le habría dado un infarto si se entera de lo zorra que era la niña. Siendo así, no les extrañe que estuviera seguro de poder hacer con Blanca lo que se me antojase, pues su imagen de niña bien era muy importante para ella.
Sin más dilación, la tomé de la mano y la saqué del salón. Blanca no opuso resistencia, resignada al parecer a tener que pasar un rato conmigo, así que enseguida salimos de la casa. Yo no tardé ni un segundo en atacar.

 

 

 

Vaya, vaya con el abuelo. Está hecho un as ¿eh? – le dije.
¿Cómo? – respondió ella haciéndose la tonta.
Ya sabes… el abuelo. Ahora debe estar beneficiándose a tu mamá.
¡Pero qué dices! – exclamó Blanca muy enfadada.
Vamos, no disimules. Sabes perfectamente lo que deben estar haciendo ahora esos dos.
No sé de qué me hables.
¿Ah, no? Pues hablo de que deben estar follando como monos, de eso precisamente.

 

 

 

 

Blanca se quedó con la boca abierta.

 

 

 

Sí – continué – Y tú lo sabes perfectamente. Y lo único que lamentas es que mi abuelo esté ahora con tu madre y no contigo. ¿Acaso crees que no se notaba cuando le perseguías esta mañana? Por eso estás de tan mal humor, porque no te ha hecho caso ¿eh?
¡Estás loco! ¡Eres un cerdo!
¿Por qué coño todas las mujeres os empeñáis en negar lo evidente? ¡Si no pasa nada! ¡Es muy normal tener deseos y seguirlos! De acuerdo que hay que mantener cierta apariencia, porque hay mucha gente que no entendería ese comportamiento, pero Blanca, ¡si yo te he visto follando con mi abuelo! ¿Por qué insistes en disimular conmigo? Di simplemente: “Es verdad. Hoy venía con la idea de echar un polvo con tu abuelo, pero se me ha fastidiado porque él tenía ganas de variar y ha elegido a mi madre”.

 

 

 

 

Blanca se quedó callada, mirándome intensamente. En su rostro se notaba la lucha entre seguir con aquello o abofetearme antes de largarse. Yo sabía que aquello le molestaba profundamente, pero no me importaba, pues aquel día yo quería ser el amo y señor, el dominador absoluto, preocupado tan sólo de disfrutar, sin importarme ella. Muy distinto de mi manera de ser habitual como ven. Quería humillarla.

 

 

 

Venga, no te pares. Ya estamos llegando – dije al ver que ella no caminaba.

 

 

 

 

Efectivamente, estábamos ya muy cerca de la puerta del establo. Para animarla a continuar, le di una palmada en el trasero, lo que la hizo dar un respingo, y seguí caminando, sin esperarla. Ella dudó unos segundos, pero finalmente, vencida, me siguió al interior del edificio. Ya era mía.
Al entrar, miré a mi alrededor, en busca de Antonio. Había más luz que un rato antes, pues varias ventanas estaban ahora abiertas, supongo que fue Antonio quien las abrió. El muchacho estaba en un rincón, ordenado un armario de herramientas, o más bien, haciendo como que lo ordenaba. Estaba nerviosísimo.
Blanca entró tras de mí y lo vio, quedándose parada.

 

 

 

Échalo – me susurró.
¿Por qué? – le respondí yo, dejándola anonadada.
¿Cómo dices? Creí que querías que nos quedáramos aquí solos, pero si no te apetece… mejor para mí – dijo Blanca aparentando no haberme entendido.
En ningún momento dije que estaríamos solos.

 

 

 

 

Ella se quedó mirándome un segundo, sorprendida.

 

 

 

¿Acaso pretendes que…? Yo me voy – concluyó.
De acuerdo – dije yo – Vámonos. Oye, ¿a quién quieres que le cuente primero lo puta que eres?

 

 

 

 

Blanca se detuvo, mirándome con odio. Estaba en mi poder y lo sabía.

 

 

 

¿Qué es lo que quieres? – dijo por fin.
Verás Blanquita…
No me llames así – me espetó – Lo detesto.
Perdona, Blanca entonces. Mira, tú y yo hemos venido a pasar un buen rato…
Tú vas a pasar un buen rato – me interrumpió – Yo estoy aquí obligada.
Como quieras – continué – Pues resulta que Antonio es mi amigo y tú le gustas mucho.

 

 

 

 

Blanca desvió la mirada de mí y la posó en Antonio, que seguía atareadísimo con el rostro como la grana.

 

 

 

Así que, he pensado que podrías hacerle un pequeño… favor.
¿A qué te refieres? – dijo Blanca negándose a entender.
Vamos, hija, no seas tonta. Ya sabes. Como vas a ocuparte de la mía – dije desviando mis ojos hacia mi entrepierna – He pensado que te daría igual ocuparte de una segunda…
Ni muerta.

 

 

 

 

Entonces la miré muy seriamente.

 

 

 

Blanca, no perdamos más el tiempo. Mira, sabes que estás en mi poder, pero tienes una escapatoria sencilla. Márchate. Eso sí, tendrás que atenerte a las consecuencias. O si no, quédate, y en ese caso harás todo lo que yo te mande, así que elige, ¡VETE O NO DISCUTAS MÁS! – dije alzando la voz de repente.

 

 

 

 

Aquello la asustó un poco, logrando así bajarle un poco los humos. Pero ni aún así se rindió.

 

 

 

Eres un cerdo. No sé cómo puedes hacerme esto. Tentada estoy de marcharme y dejar que lo cuentes, pues si tú hablas, yo contaré lo que me estás haciendo y te verás metido en un buen lío. ¡Apuesto a que mi hermano te parte la cara! ¡Él siempre ha dicho que eras un mal bicho, así que seguro que me creerá!

 

 

 

 

Ante esto, me eché a reír, sentándome sobre una alpaca de paja. Blanca se quedó callada, muy sorprendida por mi reacción.

 

 

 

Ay, Blanca, Blanca, Blanca… – dije sofocando la risa – Así que tu hermano ¿eh? Déjame contarte algo.

 

 

 

 

Hice una pequeña pausa dramática.

 

 

 

Tu querido hermanito es un cabrón sin entrañas. Un auténtico hijo de puta, que más valdría quitar de en medio de una vez por todas.

 

 

 

 

Blanca me miró muy sorprendida, con una expresión rara en el rostro.

 

 

 

Veo por tu cara que no estás en desacuerdo con esto – proseguí – Así que esto no te extrañará demasiado. Verás, dudo mucho que tu hermanito moviera un dedo por nadie si no obtiene algo a cambio, pero aunque así fuera, te aseguro que no se atrevería a intentar nada contra mí.
¿Có… cómo?
Mira, niña. Esta tarde, Ramón ha intentado… digamos que propasarse con mi prima Andrea.
¿QUÉ?
Lo que oyes. Afortunadamente, había gente cerca, y hemos logrado detenerle.
No te creo.
Como quieras. Pero hay más testigos. Marta y Antonio aquí presente.

 

 

 

 

Blanca, aturdida, alzó la mirada hacia Antonio, que se había aproximado unos metros.

 

 

 

De hecho, aquí mi amigo y yo nos hemos encargado de darle una pequeña lección a tu hermanito, y como consecuencia de la misma, ahora va camino del médico – le solté.

 

 

 

 

¡Qué chulo era yo de pequeño! Hasta Antonio sonrió un poco.

 

 

 

Así que, en definitiva, no creo que Antonio mueva un dedo para ayudarte.

 

 

 

 

Ella se calló unos segundos, pero volvió a la carga.

 

 

 

¡Bueno, pues mi madre! ¡O mi padre!
¿Tu madre? ¿La zorra que se está tirando a mi abuelo? Ella también tiene cosas que ocultar. Y tu padre… Bueno, ya sabes, con el respeto que le tiene a mi abuelo (y el miedo) dudo mucho que se atreviera a tocarme, pero en cuanto a ti, zorra, el convento no te lo quita nadie.

 

 

 

 

Blanca, vencida, me miraba con un resto de orgullo, aunque era consciente de lo que iba a pasar. El que estaba más despistado era Antonio, que parecía querer desaparecer de allí.

 

 

 

Venga, Blanca – dije tratando de parecer conciliador – No nos peleemos. Se trata de pasar un buen rato. ¿No habíamos llegado a un acuerdo?

 

 

 

 

Ella asintió con la cabeza.

 

 

 

¡Pues, vamos! ¿Qué más te da meneársela a uno que a dos? ¡Estoy seguro de que no es la primera vez que estás con dos hombres! – disparé a ciegas, pero algo en su reacción me hizo comprender que no andaba muy desencaminado.

 

 

 

 

Me acerqué a ella y posé mis manos en sus hombros.

 

 

 

Vamos, Blanca. Lo pasaremos bien.

 

 

 

 

Resignada, soltó un suspiro.

 

 

 

¿Qué quieres que haga? – dijo.
¡Buena chica! – dije contento – Ven aquí.

 

 

 

 

La conduje hacia la alpaca donde había estado yo sentado. Para los que no lo sepan, una alpaca no es más que paja compacta, atada para formar un fardo, de forma que es más fácil de transportar.

 

 

 

Antonio, acerca otra alpaca, por favor.

 

 

 

 

Como un rayo, el asustado chico obedeció, colocando una alpaca a continuación de la otra, formando un asiento largo. Mientras lo hacía, yo busqué en un armario una manta, de las que usábamos bajo la silla de los caballos y la extendí sobre el improvisado banco. Después me senté en un extremo e indiqué a Antonio que se sentara en el otro. Comprendiendo mi idea, Blanca se sentó en el centro.

 

 

 

¿Los dos a la vez? – susurró.
Sí – respondí yo – Mejor para ti, así terminarás antes ¿no?

 

 

 

 

Blanca sólo se encogió de hombros. Antonio estaba acojonadísimo.
Nos quedamos los tres quietos, mirándonos unos a otros. En vista de que yo dirigía todo el cotarro, comencé a actuar.

 

 

 

Bueno, Antonio, ¿qué te parece?

 

 

 

 

El pobre chico tuvo que tragar saliva antes de contestar.

 

 

 

Bien – susurró.
¿Bien? – exclamé yo – ¿Sólo bien? ¡Vamos hijo, esfuérzate un poco! ¡Dile algo bonito!

 

 

 

 

Antonio me miró incómodo, pero atinó a contestar.

 

 

 

Es preciosa – dijo mirándola – Es la chica más bonita que jamás he visto.

 

 

 

 

Me quedé un poco sorprendido, pues hasta el tono de Antonio había parecido más sereno. Además, noté en la expresión de Blanca que la había halagado, con lo que me sentí un poco celoso.

 

 

 

Sí es verdad – dije yo – Es una chica realmente hermosa. Seguro que se lo dicen mucho, pero es la verdad.

 

 

 

 

Mientras decía esto, acaricié tenuemente el cuello de Blanca, de forma que mis hábiles dedos le produjeron un pequeño escalofrío. Pero percibí que había preferido las palabras de Antonio, supongo que no estaba demasiado dispuesta a perdonarme. De pronto, Antonio me interrumpió.

 

 

 

Yo.. Lo siento. Creo que es mejor que me vaya. No puedo estar aquí.

 

 

 

 

Diciendo esto, se incorporó, pero yo fui más rápido y me puse delante, deteniéndolo. Antonio me agarró y nos apartamos un poco de Blanca, para hablar en voz baja.

 

 

 

Vamos, chico, no seas tonto, si ya es nuestra.
No, Oscar, se ve que no quiere estar aquí, y yo tampoco.
Tú confía en mí ¿quieres? ¡Claro que no quiere estar aquí! Mira, yo jamás he actuado así con una mujer, obligándola, pero resulta excitante. Tú haz lo que yo te diga y te juro que ella se lo pasará todavía mejor que nosotros.
No, tío, no. Me voy.

 

 

 

 

Entonces mi intuición me hizo intentar una jugada desesperada.

 

 

 

Blanca, éste dice que se va – dije dirigiéndome a la chica – Dice que tú no quieres que él esté aquí, así que se va para no molestar.

 

 

 

 

Blanca nos miró un segundo. Yo sabía que aquello estaba empezando a gustarle, y ella obró en consecuencia.

 

 

 

Pues claro que no quiero que esté aquí. Ni tú tampoco. Ojalá me dejarais en paz – dijo sin mucha convicción – Pero ya que me voy a tener que quedar contigo… No me importa si también está él.

 

 

 

 

Mientras decía esto, miraba a Antonio por el rabillo del ojo. Otra vez los celos me asaltaron, así que decidí que esa zorra se iba a acordar de aquel día el resto de su vida.
Eso sí, sus palabras tuvieron la virtud de eliminar de la mente de mi amigo la idea de largarse, así que, tímidamente, regresó a su asiento al lado de Blanca.
Yo, por mi parte, hice otro tanto, sentándome en el otro extremo.

 

 

 

Bueno, ¿y ahora? – dijo Blanca tomando la iniciativa.
No sé, podríamos empezar… – pensé unos segundos – ¡Enséñanos las tetas!

 

 

 

 

Antonio pegó un respingo considerable en su asiento y Blanca se removió inquieta.

 

 

 

No habíamos quedado en eso – susurró.
¿Cómo que no? Te dije que con la mano y un vistacito ¿no? Además, Antonio nunca ha visto a una chica desnuda y podrías hacerle el favor…

 

 

 

 

Blanca volvió la mirada hacia Antonio.

 

 

 

¿En serio nunca has visto a una chica? – le preguntó.

 

 

 

 

Antonio, muy colorado, negó con la cabeza.

 

 

 

Vaya, un chico tan guapo como tú…

 

 

 

 

Menuda zorra era Blanquita. Sin pensárselo más, comenzó a desabotonar el frontal de su vestido. Antonio, con los ojos a punto de salirse de las órbitas, no se perdía detalle, incrédulo ante la suerte que estaba teniendo, aunque la verdad es que yo también estaba con los ojos fijos en el escote de la chica.
Ella, consciente de la admiración que despertaba, comenzó a disfrutar con el jueguecito, desabrochando los botones lentamente, de forma que la curva de sus deliciosos pechos iba apareciendo ante nosotros poco a poco, oculta aún por su combinación.
Por fin, abrió todos los botones hasta la cintura y con un hábil movimiento, se sacó las mangas del vestido, dejándolo caer hacia atrás. Así pues, el torso quedaba cubierto tan sólo por la combinación (pues se adivinaba que debajo no usaba sostén), pero seguía llevando el vestido puesto, pues la falda no se la había quitado.
Entonces Antonio hizo algo curioso; cruzó las piernas, sentándose en un escorzo raro. Tanto Blanca como yo comprendimos lo que le pasaba; se había empalmado y le daba vergüenza mostrar el bulto en el pantalón.
Aquello halagó a Blanca más todavía, que riendo cantarinamente, interrogó de nuevo al chico.

 

 

 

¿Te gusto?

 

 

 

 

Él, por supuesto, sólo atinó a asentir con la cabeza, con los ojos clavados en la pálida piel de Blanca.
Ella, sin tardar más, deslizó los tirantes de la combinación, que fueron cayendo muy despacio por sus brazos, hasta acabar la prenda enrollada en la cintura. Sin embargo, aún no podíamos disfrutar con la vista de sus senos, pues ella se los tapaba con un brazo.
Miré a Antonio y vi que estaba medio enloquecido, absolutamente hipnotizado por la bella señorita. Blanca sonreía encantada, observando el efecto devastador que ejercía sobre el pobre muchacho. En aquel instante supe que eso era lo que a ella le gustaba, sentirse deseada, ser el centro de atención y desde luego con Antonio lo estaba logrando. Adiviné entonces que aquel no iba a ser el último encuentro de aquella parejita. ¡Pobre Antonio!
Entonces, súbitamente, Blanca apartó el brazo de su pecho, y ante nuestro extasiados ojos aparecieron sus maravillosas tetas. Yo ya las había visto antes, pero no tan de cerca ni tan al alcance de la mano. Mentalmente, les di una nota de ocho sobre diez, pero mirando a Antonio, vi que él les había adjudicado la máxima calificación.

 

 

 

Cierra la boca, que se te van a caer las babas – dijo Blanca divertida.

 

 

 

 

Aquello sorprendió y avergonzó a Antonio, que cerró la boca de golpe, pues efectivamente la tenía abierta. Se quedó aturrullado un instante, apartando la mirada de aquellas dos obras de arte.

 

 

 

Vamos, no seas crío – le dijo Blanca – ¿Quieres tocar?

 

 

 

 

Antonio vio el cielo abierto. Incrédulo, volvió a posar la mirada en Blanca, que le observaba risueña.

 

 

 

¿Pu… puedo? – balbuceó.
¡Claro, hombre!

 

 

 

 

Y ni corta ni perezosa, Blanca tomó la mano de Antonio y la posó directamente sobre su tetamen. Antonio se agitó bruscamente, sacudido por una corriente eléctrica y por un segundo, pensé que se había corrido en los calzoncillos, pero afortunadamente, no había sido así. Entonces, tomé conciencia de la situación, y algo molesto dije:

 

 

 

Oye, ¿y yo?

 

 

 

 

Blanca se volvió hacia mí, y resignadamente, me dio permiso.

 

 

 

Anda, vamos… Puedes tocar.

 

 

 

 

Ilusionado, llevé mi mano hasta su teta derecha, comenzando a palparla y amasarla con deseo, mientras que Antonio se encargaba de la izquierda que tocaba y acariciaba cuidadosamente, como si se fuera a romper.
Eran sin duda magníficas, tersas y plenas, era un absoluto deleite magrearlas. Antonio se notaba un tanto verde en estas lides, medio asustado y muy excitado, apenas si se atrevía a agarrarlas como Dios manda. Yo, divertido, decidí enseñarle un poco.

 

 

 

Así, Antonio, mira – le dije.

 

 

 

 

Ni corto ni perezoso, me incliné un poco hacia el torso de Blanca, y sin dudarlo me apoderé con mis labios del pezón de su teta derecha. Blanca, al notar las insidiosas caricias de mi inquieta lengua, soltó un gemidito que hizo que se me erizara el vello de la nuca.
Poco a poco, su pezón fue adquiriendo volumen dentro de mis labios, que lo chupaban y disfrutaban con lujuria. A Blanca debía gustarle lo que yo hacía, pues poco después comenzó a acariciarme el cuello con una de sus manos, apretándome contra si.
Antonio siguió mi ejemplo poco después, y su boca se apropió del pezón izquierdo de Blanca, que disfrutaba enormemente de tener a dos hombres prendidos de sus excelsos senos.
De pronto, la chica fue un poco más allá. Noté que su mano abandonaba mi nuca e iba a plantarse directamente en el bulto que se había formado en mi pantalón. Yo, sabedor de haber vencido la batalla, esbocé una sonrisa que quedó enterrada en el pecho de Blanca, muy satisfecho por mi triunfo.
Sin despegarme un milímetro de aquella deliciosa teta, dirigí mi mirada hacia Antonio, pudiendo comprobar que la otra mano de Blanca estaba ocupada en estrujar el bulto de mi amigo, olvidadas ya sus ganas de esconderlo. Antonio gemía y murmuraba, pero no se le entendía nada, pues tenía la boca llena de teta.
Noté que se estaba calentando mucho, y si seguíamos así iba a acabar enseguida, por lo que decidí terminar con el juego.

 

 

 

Para, Blanca, para.
¿Ummmm? – inquirió la joven con los ojos cerrados.
Vas a hacer que manchemos los pantalones. Espera un poco.

 

 

 

 

Blanca pareció despertar de su sueño y comprendió lo que yo le decía.

 

 

 

De acuerdo – contestó.

 

 

 

 

A regañadientes, la muy puta liberó nuestros penes y se quedó expectante. Antonio, al ver que nos parábamos se separó del pezón con desgana, indeciso. Se veía que si de él dependiera, se habría quedado allí prendido eternamente.
Los dos la mirábamos excitados, esperando que aquello siguiera y entonces Blanca, haciendo un delicioso mohín, hizo como si cediera.

 

 

 

Vale, vale, ya voy – dijo.

 

 

 

 

Inesperadamente, llevó sus manos hasta mi entrepierna, y hábilmente, comenzó a desabrochar los botones. Cuando terminó, me dijo:

 

 

 

Ponte de pié.

 

 

 

 

Yo obedecí como un rayo y una vez levantado, Blanca me bajó pantalones y calzoncillos de un tirón hasta los tobillos, apareciendo ante ella mi verga enhiesta.

 

 

 

¡Vaya, vaya! – exclamó – ¡Estás hecho todo un hombrecito!

 

 

 

 

Delicadamente, posó una mano sobre el endurecido tronco, y la deslizó sobre él, tirando de la piel del capullo hacia atrás, descubriendo el rojo glande por completo. Las rodillas me temblaban.

 

 

 

Está muy bien, de verdad – dijo sin desclavar la mirada de mi pene.

 

 

 

 

Le dio un par de sensuales sacudidas más y entonces, ante mi profundo desencanto, lo liberó, girándose en el asiento hacia Antonio para repetir el proceso. Entonces nos llevamos una sorpresa, pues al mirar a Antonio comprobamos que él, sin poder esperar más, se había quitado los pantalones por completo y esperaba de pié, en posición de firmes, detrás de Blanca, enarbolando una tremenda erección. Ni Blanca ni yo habíamos notado los movimientos de Antonio, así que cuando Blanca se volvió y al estar sentada, se encontró frente a frente con la dura polla del chico.

 

 

 

¡Coño! – exclamó Blanca sorprendida – No aguantabas más ¿eh?

 

 

 

 

Antonio tenía los ojos clavados en el suelo, avergonzado, pero Blanca sonreía, encantada por el efecto que producía en el mozo.

 

 

 

A ver, a ver… – canturreó – ¡Es más grande que la tuya, Oscar!

 

 

 

 

Mientras decía esto, estiró la mano midiendo la longitud de la verga de Antonio. Más de un palmo le salía. Yo sentí un pinchazo de envidia, que me llevó a contestar.

 

 

 

Claro, pero es que él es mayor que yo.

 

 

 

 

Blanca me miró sonriente, consciente de ser ella ahora quien controlaba la situación.

 

 

 

Tranquilo, si no pasa nada. La tuya también es magnífica. Vamos sentaos.

 

 

 

 

Mientras decía esto, palmeó sobre el asiento a su lado. Como dos rayos, nos sentamos cada uno en nuestro sitio, esperando a volver a notar el maravilloso contacto de sus dedos sobre nuestros excitados miembros.
La chica no se hizo mucho de rogar, pues instantes después, sus manos se apoderaron de nuestros instrumentos, apretándolos con fuerza para constatar su dureza.

 

 

 

Uy, uy, uy, ¡cómo estamos! – dijo con voz de zorra.

 

 

 

 

Miré a Antonio y vi que había echado la cabeza un poco hacia atrás, y que había cerrado los ojos, sintiendo mejor la caricia que Blanca le proporcionaba. Ella, por su parte, comenzó a cumplir su parte del trato, deslizando sus manos de forma fabulosa sobre nuestras pollas, pajeándonos con notable habilidad.
Antonio disfrutaba como un enano, pero para mí aquello no era para tanto. Aunque la chica me la meneaba muy bien, había algo en aquella situación que no acababa de gustarme. Así que, mientras Blanca seguía cascándonosla, yo le daba vueltas al coco buscando la respuesta de mi incomodidad.
¿Sería por Antonio? No, yo no era tan mezquino. ¿Entonces?

 

 

 

¿Te gusta? ¿Eh? ¿Te gusta? – le preguntaba Blanca a Antonio mientras lo masturbaba un poco más deprisa.

 

 

 

 

Antonio, con los ojos cerrados, asentía vigorosamente, mientras bufaba y resoplaba como un burro.

 

 

 

¡Uf! ¡Uf! ¡Joder! – gemía el pobre chico.

 

 

 

 

Blanca, con una sonrisa de triunfo imponente, se la machacaba con furia, mientras le decía toda clase de obscenidades.

 

 

 

¿Te gusta, cabrón? ¡Claro que sí! ¡Esta va a ser la mejor paja de tu vida! Apuesto a que jamás te has hecho una como esta ¿eh?

 

 

 

 

 
Entonces se volvió hacia mí, aumentando el ritmo de mi cascote.

 

 

 

¿Y tú qué, cerdo? Te crees que lo sabes todo, ¿eh? Y mírate, ahí resoplando. ¿Te gustaría que parase, eh? ¿Qué me dices, paro?

 

 

 

 

Yo negué con la cabeza. Desde luego no quería que parara, y justo entonces caí en la cuenta. Yo había traído allí a Blanca con el objetivo de probar algo nuevo. Dominar y mandar, pero no sabía muy bien cómo, la chica le había dado la vuelta a la tortilla y se había hecho con el control. Era eso lo que me molestaba.
Tras comprenderlo, decidí que aquello no iba a terminar así.

 

 

 

¡Joder! ¡Joder! ¡JODER! – aullaba Antonio.

 

 

 

 

Entonces se me ocurrió una idea. Con mis manos, sujeté la de Blanca que agitaba mi instrumento, deteniéndola.

 

 

 

¿Qué haces? – dijo ella sorprendida.
Espera, Blanca, espera. Mira a Antonio, está a punto de reventar.
Ya lo sé, le queda poco.
Entonces, ¿por qué no le haces un favor? Tú podrías hacer que no olvidara esto jamás.
Seguro que no se va a olvidar – respondió ella sonriendo.

 

 

 

 

Pero, intrigada por mis palabras, no pudo resistirse a preguntar:

 

 

 

¿Qué quieres que haga?

 

 

 

 

Me acerqué hacia ella y le susurré al oído.

 

 

 

Acábale con la boca.

 

 

 

 

Tras decírselo me aparté y le guiñé un ojo. Ella se quedó callada, mirándome. Volví a acercarme y le dije:

 

 

 

Vamos, no me dirás que nunca lo has hecho. Venga, mírale, tú le gustas mucho y sería increíble para él.

 

 

 

 

Blanca lo sopesó un segundo, mirando a Antonio que disfrutaba ajeno de todo. Por fin, se decidió.
Sin decir nada, se levantó, soltando nuestras pollas. Antonio abrió los ojos, muy sorprendido, gimiendo con voz lastimera:

 

 

 

¿A… adónde vas?
Shhhisst. Tranquilo. No me voy a ningún lado.

 

 

 

 

Mientras decía esto, Blanca se arrodilló delante de Antonio, que la miraba con ojos como platos. Posó entonces sus manos en los muslos del chico, y comenzó a acariciarlos libidinosamente, mirando con fijeza el rostro del aturdido muchacho. Entonces, sin apartar los ojos, hundió su cara entre las piernas de Antonio, engullendo su verga por completo.

 

 

 

¡OH DIOS! – gritó mi amigo.

 

 

 

 

Antonio me miró con expresión desencajada, con la boca abierta. Su cara parecía preguntarme si yo podía creer lo que estaba pasando, pues desde luego él no se lo creía. Yo le miraba divertido, contento de que lo estuviera pasando tan bien.

 

 

 

Y mejor que se lo va a pasar – pensé.

 

 

 

 

Aprovechando que me habían dejado de lado, me despojé de la ropa, quedando completamente desnudo, aunque ninguno de los dos se dio cuenta.
 
Las manos de Blanca, estiradas hacia arriba, acariciaban el pecho de Antonio, para a continuación deslizarse hacia abajo para recorrer sus muslos. Antonio se reclinó un poco hacia atrás, apoyando las manos en la alpaca para no caerse de espaldas. De la polla del chico se ocupaba exclusivamente la boca de Blanca, que subía y bajaba con ritmo enloquecedor sobre ella.
Es estúpido reiterar lo bien que Antonio se lo pasaba, pero lo hago para que se hagan una pequeña idea. Se notaba que estaba a punto de entrar en erupción. No faltaba ni un segundo.
Blanca, experta en esas lides, también lo percibió, y comenzó a retirarse de la polla, para evitar la inminente avenida. Ese fue el instante que yo esperaba. Cuando la chica comenzó a deslizar sus labios sobre la torturada polla de mi amigo para sacársela de la boca, yo me abalancé sobre ella y, sujetándola por la nuca con ambas manos, apreté su rostro contra la ingle del chico, haciendo que el rabo volviera a hundirse hasta el fondo de la garganta de Blanca.
Ella, sorprendida, intentó apartarse, apoyando las manos en los muslos de Antonio y empujando, pero yo era más fuerte y además su postura no la dejaba hacer demasiada fuerza.

 

 

 

¡UUUUMMMMM! – jadeaba Blanca con la verga enterrada hasta el esófago.
¡COÑO! ¡COÑO! ¡COÑO! – aullaba Antonio.

 

 

 

 

Yo no decía nada, pero estaba cachondo perdido. Me gustaba aquella sensación de poder.
Blanca seguía tratando de apartarse cuando la picha de Antonio comenzó a vomitar su carga. Poderosos lechazos fueron disparados directamente en la garganta de la chica, que luchaba, medio ahogada, por escapar de mi presa.
Antonio era, sin duda, el que mejor se lo pasaba. Disfrutando enormemente con aquello, y bramando como un bisonte, decidió colaborar, y llevó sus manos hasta la cabeza de Blanca, que sujetó ayudando a las mías, con lo que la chica perdió cualquier oportunidad de escapar de allí.
Antonio farfullaba incoherencias mientras se descargaba por completo en la boca de Blanca. Por fin, su cuerpo fue relajándose, señal inequívoca de que había terminado. Sus manos se deslizaron de la cabeza de Blanca, quedando apoyadas en la alpaca. No sé si le dio un mareo o qué, pero lo cierto es que se dejó ir hacia atrás, quedando tumbado en el asiento, con medio cuerpo colgando por el otro lado.
Yo liberé por fin a la cautiva, que se apartó bruscamente de la menguante polla, escupiendo pegotes de semen y dando arcadas. Quedó allí, sobre el suelo, a cuatro patas, con sus exquisitos senos colgando, mientras se esforzaba en expulsar la mayor cantidad posible de esperma.
Alzó los ojos y los clavó en mí, mirándome con odio. Ambos éramos conscientes de que una buena parte de la corrida de Antonio había sido tragada por completo.

 

 

 

Hijo de puta – siseó con un hilo de voz.
Sí, tienes razón – asentí – Pero no irás a decirme que no te ha gustado.

 

 

 

 

Súbitamente, Blanca se incorporó y se abalanzó contra mí, con las uñas engarfiadas, mientras sus tetas bamboleaban al compás de la arremetida. Yo, que me lo esperaba, simplemente la esquivé, de forma que la chica cayó despatarrada al suelo.
Sin darle tiempo a que se recuperara, me arrojé sobre ella, sentándome sobre su espalda, pues estaba boca abajo. Rápidamente agarré sus manos y las torcí hacia atrás, doblándoselas en la espalda, hasta que en su cara se notó un rictus de dolor.

 

 

 

¡Ay! ¡Suéltame cabrón! – gritó.
Shiissst – siseé – Ahora te vas a estar tranquilita y lo pasarás bien.
¡Que me sueltes!

 

 

 

 

Yo, por toda respuesta, retorcí un poco más su brazo, arrancándole un nuevo gritito de sorpresa y dolor.

 

 

 

¡Me vas a romper el brazo!
Pierde cuidado, que no lo haré. Pero tampoco voy a dejar que te muevas.

 

 

 

 

Entonces me di cuenta de que Antonio estaba de pié, a mi lado. Sin darle tiempo a pensar, comencé a darle órdenes.

 

 

 

¡Sujétala Antonio!

 

 

 

 

El chico, un poco confundido, obedeció. Se arrodilló junto a nosotros y sujetó las manos de Blanca.

 

 

 

¡Soltadme, cabrones! – bufaba ella.
Oye, ¿qué vas a hacer? – preguntó Antonio, anonadado.
Tú tranquilo, confía en mí. Vamos a darle la vuelta.

 

 

 

 

Aunque éramos dos, nos costó bastante lograrlo, pues Blanca se defendía como gato panza arriba. Se retorcía como loca, mientras nosotros luchábamos por sujetar sus brazos y piernas.
Por fin lo conseguimos, quedando yo de rodillas junto a la cabeza de Blanca, manteniendo sus manos apretadas contra el suelo. Antonio sujetaba sus piernas, que se nos mostraban en todo su esplendor, pues la falda del vestido se le había subido hasta la cintura.
El chico miraba idiotizado la entrepierna de Blanquita, cubierta por unas bragas de color beige.

 

 

 

Vamos, Antonio, espabila – le dije – Siéntate encima y sujétale las manos.

 

 

 

 

Antonio me obedeció, y al ser su peso mucho mayor que el mío, logró controlar bastante bien a la chica.
Yo me levanté presuroso y fui hasta un armario de donde saqué unas cuerdas. Regresé junto a Antonio, y entre los dos, logramos que Blanca se pusiera de pié.
Ella siguió tironeando, furiosa, aunque, curiosamente, no gritaba pidiendo auxilio, sino que sólo nos insultaba y maldecía como un carretero.

 

 

 

¡Hijos de puta! ¡Os vais a acordar de esto ! ¡Cabrones!

 

 

 

 

Los guié de regreso a las alpacas, y la tumbamos a lo largo sobre ellas. Antonio, ya más colaborador (pues la situación comenzaba a excitarle), volvió a apoyar su peso sobra Blanca, manteniéndola bien sujeta. Yo, por mi parte, até una de las cuerdas a la puerta de una de las cuadras y después estiré el otro extremo hasta las alpacas.
Antonio, comprendiendo mi intención, me ayudó estirando uno de los brazos de Blanca y entre los dos, comenzamos a atarlo. Pero la otra mano de Blanca había quedado libre, así que empezó a golpear y a arañar a Antonio, que era el que estaba a su alcance; sin embargo, el chico no se inmutó.
Poco después, sujetábamos el otro brazo de la chica, atándolo con otra cuerda, de forma que sus brazos quedaban separados, en un ángulo de 120º.
A pesar de ello, Blanca no paraba de retorcerse y luchar, pero ya no tenía escapatoria posible. Antonio, que seguía sentado sobre ella, perdió un poco el control. Se deslizó un poco hacia abajo y tumbándose sobre la chica, hundió el rostro entre sus tetas, que comenzó a estrujar y chupar como loco.
Yo los miraba, contemplando la escena excitado. Mi cerebro pensaba que todo aquello no era necesario, que lo podría haber logrado por las buenas, pero aquel día estaba poseído, me gustaba aquello, así que, sacudiendo la cabeza, aparté de mi mente aquellos perturbadores pensamientos, decidido solamente a disfrutar.
Entonces, repentinamente, Blanca empezó a gritar.

 

 

 

¡SOCORRO! ¡AYUDA!

 

 

 

 

Era lógico que lo hiciera, pero aún así nos pilló un poco de sorpresa. Antonio, asustado, acertó a taparle la boca con sus manazas, mientras yo, como un rayo, rebuscaba entre mis ropas en busca de un pañuelo.
Cuando lo encontré, me acerqué a Blanca y apartando las manos de Antonio, se lo introduje en la boca, ahogando sus últimos gritos. Ella tironeó furiosa, mirándome con los ojos inyectados en sangre.

 

 

 

Vamos, vamos, no te enfades – le susurré tiernamente mientras le apartaba el pelo de la cara – Te has metido cosas mucho peores en la boca ¿verdad?

 

 

 

 

Ella forcejeó furiosa ante mi comentario. Yo me reí.

 

 

 

Bueno ¿y qué hacemos? – la voz de Antonio me sacó de mi ensimismamiento.
¿Cómo que qué hacemos? ¿Tú que crees? – respondí.
No sé… ¿Realmente era necesario todo esto? Las cosas iban muy bien…
Ya lo sé – le interrumpí – Pero así es más divertido ¿verdad?

 

 

 

 

Antonio me miró en silencio unos segundos. Después miró a Blanca, allí a su merced y decidió que yo tenía razón.
Me dirigí a los pies de Banca y la sujeté por los tobillos.

 

 

 

Ven aquí – le dije a Antonio.

 

 

 

 

Él obedeció con presteza, descabalgando a Blanca y situándose detrás mío.

 

 

 

Ahora vas a ver la obra más sublime de la madre naturaleza.

 

 

 

 

Diciendo esto, subí la falda y la combinación de Blanca de un tirón, enrollándoselas en la cintura. Ante nosotros volvieron a aparecer sus monumentales cachas, y arriba del todo, se adivinaba su chochito oculto por la ropa interior. Sin perder ni un segundo, le arranqué las bragas de un tirón, destrozándolas por completo y arrojándolas al suelo.
Los dos clavamos los ojos en el majestuoso coño que acabábamos de descubrir. Blanca pataleó furiosa, tratando de apretar los muslos para esconder su intimidad, pero a sus pies tenía a dos hombres con la mente cegada, así que, sin decirnos nada, cada uno se ocupó de sujetar una pierna, manteniendo así sus muslos separados y su coño bien abierto.

 

 

 

Mira, Antonio – dije – Esto es un pedazo de coño.

 

 

 

 

Me acordé entonces de las lecciones que me dio mi abuelo, usando como modelo el cuerpo de Loli y decidí hacer lo mismo por Antonio, aunque en versión abreviada.

 

 

 

¿Ves? – continué – Estos son los labios, que como ves se hinchan cuando la hembra está excitada.

 

 

 

 

Mientras le decía esto, recorrí los labios de la vagina de Blanca con la punta de un dedo. Era verdad que estaban excitados, de hecho todo el coño de la chica estaba húmedo, pues hasta el momento en que me puse violento, Blanca lo había pasado muy bien.

 

 

 

¿Ves los líquidos? Se nota que está muy mojada – proseguí – eso es porque está cachonda, deseosa de ser follada.

 

 

 

 

Ante mis palabras, Blanca agitó el cuerpo indignada. Por supuesto, ella no quería que las cosas fueran así, pero las reacciones inconscientes de su cuerpo decían otra cosa.
Antonio miraba muy atento, e inesperadamente, alargó un dedo y comenzó a recorrer el coño de Blanca, imitando lo que yo había hecho instantes antes.

 

 

 

Está caliente – susurró.
Mételo dentro, ahí sí que está caliente.

 

 

 

 

Sin vacilar, Antonio introdujo su dedo dentro de la vagina de Blanca, cuyo cuerpo se tensó al notarse penetrada.

 

 

 

Tienes razón, aquí está mas caliente y más mojado – dijo Antonio.
Te gusta ¿eh? – pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
Sí.
A ella también. Muévelo un poco más deprisa. Así muy bien.

 

 

 

 

Antonio, que era un buen alumno, comenzó a meter y sacar el dedo a mayor velocidad. Yo le dejé disfrutar un rato, con la intención de que también Blanca se pusiera un poco más a tono, pues aunque ella seguía forcejeando débilmente, se notaba que su cuerpo estaba comenzando a sentir placer con las delicadas caricias.

 

 

 

¿Y eso qué es? – preguntó entonces Antonio.
Es el clítoris – respondí.
¿Clítorin?
No, hijo, clítoris, con “s”. Mira, acarícialo, verás como le gusta.

 

 

 

 

Sin perder un segundo, Antonio llevó su mano hasta el clítoris de Blanca y empezó a frotarlo, aunque de manera un tanto brusca. A pesar de todo se notaba que la chica lo disfrutaba, pero aún así le indiqué al chico una manera más correcta de hacerlo.

 

 

 

No, no tan fuerte. Con delicadeza – le dije – Acarícialo con la punta de los dedos.
¿Así?

 

 

 

 

El instinto de Antonio le servía bien. Mientras con sus dedos estimulaba el sensible clítoris, llevó su otra mano hasta la raja, volviendo a hundir un dedo en su interior, liberando así la pierna de Blanca, pero ella no hizo ademán de volver a cerrarla.
Miré al rostro de Blanquita. Había cerrado los ojos y se notaba que, a su pesar, estaba empezando a pasarlo bien. A través del pañuelo escapaban tenues gemidos de placer que la chica no acertaba a sofocar.
Dejé que Antonio la pajeara un par de minutos más, hasta que mi excitación comenzó a hacer mella en mí.

 

 

 

Espera – le dije – Déjame ahora a mí.

 

 

 

 

Antonio dudó unos segundos. No quería apartarse de allí, pero finalmente, obedeció incorporándose. Ocupé yo entonces su lugar entre las piernas de la chica.

 

 

 

Voy a enseñarte cómo se hace con la boca – le dije.
¿Con la boca? – preguntó él extrañado.
Sí. Venga, ella te lo ha hecho a ti antes ¿no? Pues ahora nos toca a nosotros.

 

 

 

 

Sin decir nada más, enterré la cara entre sus muslos, besando aquel coño con lujuria. Ella, sorprendida ante la súbita invasión, no pudo evitar un espasmo, y apretó los muslos contra mis oídos, pero no tan salvajemente como lo hacía Brigitte. Yo, por mi parte, me dediqué con toda mi habilidad a comerle el coño, masturbándola furiosamente con dos dedos.
Mi mano chapoteaba ya en fluidos de hembra, que mi boca degustaba encantada. Mi lengua se movía como una serpiente entre los labios de la chica, lamiendo y probando hasta el último centímetro de aquel chocho. Mi otra mano acariciaba todo el cuerpo de Blanquita, sus piernas, su estómago, su pecho, deslizándose por todas partes.
Los gemidos provenientes de Blanca se acentuaron, haciéndose cada vez más sonoros, mientras la chica comenzaba a retorcerse de nuevo, pero esta vez de placer, no de ira.

 

 

 

Parece que le gusta, ¿eh? – oí la voz de Antonio de repente.

 

 

 

 

Yo no contesté, pues estaba muy ocupado conduciendo a Blanca hacia su primer orgasmo de la tarde. Cuando llegó, fue fuerte e intenso; Blanca se agitó en estremecedoras oleadas de placer, que tensaron su cuerpo haciendo que despegara el trasero de su asiento, combando la espalda de forma incontrolada.
Yo, satisfecho, aparté la boca de su coño, pero sin dejar de masturbarla, para que Antonio pudiera observar bien los efectos de una corrida femenina. Desde luego, el chico no se perdía detalle.

 

 

 

¡Joder! – exclamó – ¡Cómo se pone!
¿Lo ves? Ya te dije que lo pasaría bien.

 

 

 

 

Seguimos mirándola durante un par de minutos más, mientras los últimos calambres del orgasmo agitaban el cuerpecito de Blanca. Noté entonces que Antonio, excitadísimo, había llevado una mano hasta su polla, masturbándola cansinamente.

 

 

 

No seas tonto – le amonesté – ¿Te vas a cascar una paja teniendo a esta tía a tu disposición?

 

 

 

 

Hasta ese instante había pensado en ir yo primero, pues al fin y al cabo Antonio ya se había corrido, pero viendo su lamentable estado, decidí, como buen amigo, cederle el turno.

 

 

 

Anda, ven. Será mejor que acabemos de una vez, porque si no vas a explotar – le dije.
¿Cómo? – preguntó él, confuso.
Ven aquí.

 

 

 

 

 
Le guié hasta situarlo de nuevo entre las piernas de Blanca. Ella estaba muy mojada por el orgasmo que acababa de experimentar y desde luego, Antonio estaba listo.

 

 

 

Mira – le dije – Ahora lo que tienes que hacer es colocarla en la entrada del coño, como hiciste antes con el dedo, y después, la vas metiendo poco a poco.

 

 

 

 

Antonio obedeció medio alelado. Como las alpacas eran bajas, arrodillándose obtenía una buena postura de acceso, así que él así lo hizo. Se agarró entonces la polla por la base, y, con torpeza, empezó a apuntarla a la entrada del chocho de Blanquita.

 

 

 

Así, bien – le guiaba yo – Ahora sepárale un poco los labios, así. Ahí está la entrada, ¿la ves? ¡Ahora! ¡Ahí, empuja!

 

 

 

 

Como un animal encelo, y demasiado violentamente, la verga de Antonio invadió su primer coño. Blanca, que hasta ese instante había permanecido tumbada, quieta, despertó de repente, tensando el cuerpo enormemente, al sentir cómo la polla la taladraba sin compasión.

 

 

 

¡OH, DIOS MÍO! ¡QUÉ BUENO! – gritó Antonio.
Ughghghhh – gemía Blanca.
¡Tío, no seas bestia, que la vas a partir! ¡Con más cuidado hombre! – le amonesté yo un tanto preocupado.

 

 

 

 

Antonio me miró sorprendido, algo turbado por el fallo que acababa de cometer. Yo me acerqué al rostro de Blanca y le susurré:

 

 

 

¿Te ha hecho daño?

 

 

 

 

Ella asintió con los ojos cerrados.

 

 

 

Perdónale, es un poco inexperto. Mira, si me prometes no gritar, te quitaré el pañuelo.

 

 

 

 

Ella volvió a asentir, así que le saqué la tela de la boca.
Blanca me miró con los ojos llorosos. Pareció ir a decir algo, pero súbitamente, Antonio comenzó a bombearla, sin esperar instrucciones ni nada, atendiendo tan sólo al instinto. De todas formas, parecía que aquello se le daba un poco mejor, pues Blanca no pudo evitar proferir un gemido de placer.

 

 

 

¡AAHHHHH!
Me alegro de que te guste. Lo estás pasando bien ¿eh? – le susurré.

 

 

 

 

Ella me miró, y en sus ojos ya no leí odio o enfado, sino sólo confusión.

 

 

 

¿Por qué? – dijo – ¿por qué lo has hecho así?

 

 

 

 

Yo me senté junto a su cara, acariciándole el cabello. Bueno, en realidad mi mano estaba quieta, y era su cabeza la que se movía a consecuencia de los empellones que el resoplante Antonio le propinaba.

 

 

 

Venga, no te enfades. Tú ya sabías que íbamos a acabar así ¿verdad? Yo sólo he querido probar una cosa diferente.
¿El qué? ¿Violarme? ¡AAAAHH! – un buen empujón de Antonio se había producido.

 

 

 

 

Miré al chico, cuyo culo seguía moviéndose espasmódicamente sobre Blanca. El seguía arrodillado entre sus piernas, bombeando sin descanso, mientras sus manos se habían apoderado de las tetas de la chica, amasándolas con pasión.

 

 

 

Si quieres verlo así – continué – Pero tómatelo como una nueva experiencia. Mira, yo sabía que a esas alturas deseabas que esto pasara. Sólo decidí ahorrarnos un buen rato de tira y afloja y de charla. Pero tranquila, no vamos a hacerte daño. Lo vas a pasar muy bien.

 

 

 

 

Sin esperar respuesta, la besé profundamente, hundiendo mi lengua en su boca. Sus labios se apretaban contra los míos cada vez que Antonio le propinaba un culetazo, con lo que besarnos era un tanto difícil. Excitado a más no poder, decidí probar una cosa nueva.

 

 

 

Echa la cabeza hacia atrás – le dije a Blanca.

 

 

 

 

Hice que doblara el cuello hacia atrás, con la cabeza colgando fuera de las alpacas. Me arrodillé entonces entre sus brazos abiertos, de forma que mi erección quedó justo frente a su boca. Ella comprendió mis intenciones y me dijo:

 

 

 

Si lo haces te morderé.

 

 

 

 

Yo la miré un segundo y respondí.

 

 

 

No creo que lo hagas.

 

 

 

 

Y sin mas miramientos, hundí mi verga en las profundidades de su garganta. Efectivamente, no me mordió.
Así empezamos a follar los tres. Antonio, empujando y bombeando en el coño de Blanquita, y mientras, su boca era follada por mi propia picha. Y miren bien que digo follada, pues aquello no era una mamada, sino un polvo en toda regla, pues era yo, el que moviendo las caderas, hundía y extraía mi rabo de la boca de la chica.

 

 

 

Antonio – acerté a jadear – Cuando vayas a correrte, no lo hagas dentro, que puede quedarse preñada.

 

 

 

 

Mi amigo, cada vez más próximo al clímax, asintió mientras apretaba los dientes.
Noté que el cuerpo de Blanca se convulsionaba una vez más, creo que experimentando un nuevo orgasmo. Aquello fue demasiado para Antonio, que de pronto, profiriendo un fuerte bramido, se desprendió del cuerpo de Blanca, cayendo sentado al suelo. Se agarró la polla y, tras un par de sacudidas, comenzó a correrse nuevamente, poniéndose pringado de semen.
Yo, notando también próximo mi clímax, decidí retrasarlo un poco, así que se la saqué de la boca a la extenuada muchacha. Al hacerlo, un hilillo de saliva quedó prendido desde sus labios a la punta de mi cipote, lo que me resultó de lo más erótico.
Como un rayo, rodeé el cuerpo de Blanca y ocupé el puesto de Antonio, clavándosela de un tirón, aunque con mayor delicadeza de la antes exhibida por el caliente chico. Así que retomé la follada, esta vez por una vía más normal, y segundos después, comencé a arrancarle gemidos de placer a la pobre Blanquita.

 

 

 

¡Ah! ¡Umm! ¡AHH! ¡Oh, Dios! – gemía la chica.
Bueno, me alegro de que lo pase bien – pensé.

 

 

 

 

Y volví a sumergirme en la follada. Estuve tirándomela durante un par de minutos más, hasta que mi orgasmo se precipitó imparable. Me pilló muy de sorpresa, pues apenas lo noté venir. Como pude, la saqué del coño de Blanca y la dejé recostada sobre su ingle, sin parar en ningún momento de frotarla entre sus labios vaginales. Así, cuando llegaron los lechazos, todos fueron a impactar sobre su estómago o a perderse en la mata de pelo que había sobre su raja. Una corrida muy buena, sí señor.
Cuando acabé, me dejé caer de culo al lado de Antonio, quedándonos los tres descansando durante unos segundos.

 

 

 

¿Y bien? ¿Qué te ha parecido? – le pregunté a Antonio.
Ha sido increíble – contestó él, risueño.
¿Verdad que sí? Ya te dije que ibas a pasártelo muy bien.
¿Y ella? – preguntó Antonio.
Ella también ha disfrutado, aunque nunca lo admitirá.

 

 

 

 

Entonces se oyó la voz de Blanca.

 

 

 

Si habéis terminado, soltadme por favor.

 

 

 

 

Me puse a cuatro patas y, gateando, me acerqué de nuevo a ella.

 

 

 

¿Y qué te hace pensar que hemos terminado? – le dije.
Vamos – dijo ella tratando de aparentar serenidad – Ya os habéis divertido bastante. Ahora soltadme.
De eso nada, aún vamos a divertirnos un poco más.

 

 

 

 

Mientras decía esto, llevé una mano hasta las tetas de Blanca, que comencé a estrujar con deseo.

 

 

 

Ya te he dicho antes que tienes unas tetas magníficas ¿verdad? – le dije.
Vamos, suéltame – dijo ella sin hacerme caso – Antonio por favor…

 

 

 

 

Antonio se había acercado a nosotros y la miraba con lujuria. Su polla, aún no enhiesta, estaba empezando a despertar.

 

 

 

Por favor, señorita Blanca – dijo Antonio – Un poco más.

 

 

 

 

Bruscamente, se dejó caer de rodillas junto a la chica y atrapó uno de sus pezones con los labios. Sin dudarlo, llevó una mano al coño de la chica y volvió a acariciarlo. Aprendía rápido.

 

 

 

Por favor… ¡AHH! No… Ya no más… ¡AAAAHH! ¡Basta! – gemía Blanca, haciéndose sus gemidos cada vez más profundos.

 

 

 

 

Decidí seguir el ejemplo de Antonio, y arrodillándome al otro lado de Blanca, me dediqué a chupar su otro pezón, mientras llevaba también una mano al chocho de la chica. Ella, al ser lamida y masturbada por dos hombres a la vez, no pudo aguantar mucho rato sin empezar a jadear y gemir de placer.

 

 

 

Noo… Soltadme… ¡AHHH! ¡Por favor! ¡NOOOO!

 

 

 

 

Pero ninguno de los dos la creímos, así que seguimos pajeándola un buen rato, hasta que noté que estaba a punto de alcanzar el clímax. Entonces me detuve y paré a Antonio. Él me miró extrañado, y yo, en silencio, le indiqué que mirara a Blanca.
Estaba como poseída, caliente a más no poder. Se retorcía como una culebra, frotaba sus muslos entre si, tratando de estimularse ella sola, ya que nosotros no seguíamos con la tarea. Antonio también estaba muy excitado, diría que incluso embrutecido por la situación, así que, como un autómata, volvió a dirigirse a la entrepierna de la chica, dispuesto a clavársela otra vez.
Entonces fue cuando nos interrumpieron.

 

 

 

Vaya, vaya, menuda fiestecita tenéis montada aquí.

 

 

 

 

Tanto Antonio como yo nos quedamos lívidos del susto. Miramos ambos en la dirección de la que provenía la voz, y para mi alivio, nos encontramos con mi sonriente abuelo, que había penetrado en el establo sin que ninguno nos diésemos cuenta.
Yo me quedé más tranquilo al comprobar de quién se trataba, pero no así Antonio, que veía que como mínimo le iban a poner de patitas en la calle. Tembloroso, trató de balbucear una estúpida disculpa, pero mi abuelo no prolongó su tortura.

 

 

 

Tranquilo, chico – le dijo – Que no pasa nada, hombre. Mientras estés con mi nieto puedes divertirte tanto como quieras.

 

 

 

 

Mientras hablaba, tenía los ojos clavados en la chica. Acercándose, la tomó de la barbilla y volvió su rostro. Comprendí que hasta entonces ignoraba la identidad de la mujer, pues el revuelto cabello tapaba su rostro.

 

 

 

¡Coño, Blanca! – exclamó el abuelo – ¡Si eres tú! No me imaginaba que te gustaran estas cosas.

 

 

 

 

Blanca reaccionó entonces. Hasta ese instante no se había apercibido de que alguien más había llegado, totalmente concentrada en tratar de correrse. Así la había encontrado el abuelo, gimiendo y jadeando como una cerda mientras apretaba las piernas para darse placer. Cachonda perdida, vaya.

 

 

 

Suélteme, por favor – atinó a decir la chica – Estos cerdos me han forzado.
Bueno, bueno – dijo mi abuelo incorporándose un poco – Soltadla, rápido.

 

 

 

 

Antonio y yo obedecimos con presteza, liberándole cada uno un brazo. Blanca se sentó sobre las alpacas, frotándose las doloridas muñecas con expresión de enfado. Súbitamente, se puso en pié y me abofeteó con fuerza, repitiendo a continuación el proceso con Antonio.
Tratando de aparentar dignidad, comenzó a tratar de componer sus ropas, mientras hablaba con el abuelo.

 

 

 

Gracias a Dios que ha aparecido usted – le dijo – Si no, no sé que habría podido pasar.
Me parece que ya ha pasado de todo ¿no? – respondió el abuelo riendo – además, ¿quién te ha dicho que te vistas?

 

 

 

 

Blanca lo miró alucinada. Yo, que por un momento había temido ver finalizada la diversión, sentí renacer mis esperanzas.

 

 

 

Sujetadla chicos – nos dijo mi abuelo.

 

 

 

 

Rápidos como rayos, Antonio y yo la sujetamos cada uno por un brazo, expectantes para ver lo que iba a hacer el abuelo. Blanca, viéndose perdida, comenzó a tratar de zafarse de nosotros tironeando con fuerza, pero la teníamos bien sujeta.

 

 

 

Pero, por Dios, ¿qué hace usted? – gimoteaba Blanca – Creía que iba a ayudarme.
Y a ayudarte voy, hijita – respondió mi abuelo – Mírate, el coño te chorrea, estos dos te han dejado a medias, así que voy a demostrarte de lo que es capaz un auténtico hombre.
Por favor… – insistía ella.
Vamos, nena, vamos. Con la de veces que hemos hecho esto tú y yo. ¿Te vas a echar atrás ahora?

 

 

 

 

Antonio, al enterarse de lo de Blanca y el abuelo, comprendió por fin de qué clase de zorra nos estábamos encargando. Así que sujetó a la chica con nuevos bríos, decidido por fin a no echarse atrás pasara lo que pasara.

 

 

 

Por favor, no…
Además, Blanca, tu mamá ha resultado ser una experiencia un tanto insatisfactoria. Sólo se ha dejado echar uno rápido, ahí en la arboleda, y no estoy tranquilo del todo. No me negarás que lo justo es que sea su hija la que arregle tan lamentable incidente ¿no?

 

 

 

 

Blanca aún se resistía, aunque se veía en su mirada que sabía que no le quedaba opción. Antonio y yo pensábamos que el abuelo nos haría tumbarla en el suelo, pero él tenía otra idea en mente.

 

 

 

Sujetadla bien – nos dijo.

 

 

 

 

Procedió entonces a abrirse el pantalón, desabrochando los botones de la bragueta. Como pudo, extrajo por el hueco su tieso miembro, con el capullo colorado rezumante de líquidos preseminales.
Entonces hizo algo inesperado. Cogió a Blanca por los muslos y la levantó, dejándola tumbada en el aire. Es decir, la chica quedó como si fuese en una camilla, mientras Antonio y yo la sosteníamos por los brazos, mi abuelo hacía lo mismo por los muslos. Y así, en esa extraña postura, la penetró de un tirón.

 

 

 

¡UAAAHHHHH! – aulló Blanca.
¡Joder! ¡Qué bueno! – exclamó el abuelo – ¡Siempre había deseado hacer esto!

 

 

 

 

Entonces echó el culo para atrás y volvió a empalar a Blanquita con fuerza, comenzando a continuación a horadarla sin compasión.

 

 

 

¡Coño! ¡Es genial! ¡Qué mojada está!

 

 

 

 

Antonio y yo seguíamos sosteniéndola en alto, mientras contemplábamos la escena hipnotizados. Los pechos de Blanca botaban embravecidos, al ritmo que marcaban los culetazos del abuelo. Él la sostenía por los muslos, de forma que las pantorrillas de la chica colgaban junto a los costados del viejo. Con cada empellón, los pies de ella bailaban, pues pendían laxos a su lado.
El abuelo seguía y seguía, follándola con lujuria. Se veía que estaba disfrutando, pues no paraba de proferir obscenidades.

 

 

 

¡Qué bueno es esto! ¡Follar así es un portento! ¡Esto hay que repetirlo! ¡Nunca me había parecido tu coñito tan bueno, Blanca! ¡Lo único que lamento es no tener cuatro manos para sobarte esas tetazas!

 

 

 

 

Y venga a follarla, y venga a penetrarla. Mientras, la chica era incapaz de resistir el gustazo que el abuelo le estaba suministrando, así que gemía y jadeaba de manera incontrolada.

 

 

 

¡AAAHHH! ¡DIOS! ¡Me rompes! ¡ME ROMPES!

 

 

 

 

Sus gritos nos ponían a todos a cien. Ni que decir tiene que las vergas de Antonio y la mía habían recobrado su tamaño óptimo, pero no podíamos hacer nada, pues teníamos ocupadas las manos en evitar que de un empellón, el abuelo estampara a Blanca contra el suelo.
No sé cuantas veces se corrió Blanca en el proceso, pero creo que al menos un par. Al final, ya ni gemía ni nada, sino que solamente respiraba con dificultad, sintiendo hasta el último instante de aquel devastador polvazo.
Tras minutos de intenso folleteo, y cuando pensaba que ya no podría aguantar más a Marta por el intenso dolor que empezaba a sentir en los brazos, mi abuelo comenzó a dar muestras de inminente orgasmo.

 

 

 

Me voy… ¡Me voy! ¡ME VOYYYYYY!

 

 

 

 

 
De repente, desclavó a la chica y la soltó bruscamente. Ella aterrizó de culo en el suelo, aunque Antonio y yo seguíamos sosteniéndola. No tuvo ni que tocársela siquiera, pues la polla del abuelo entró en erupción ella solita, disparando tremendos pegotes de leche sobre el torso desnudo de Blanquita, que enseguida quedó pringosa.
Cuando el abuelo acabó, soltamos por fin a la chica, que se derrumbó como un saco de patatas a nuestros pies, totalmente exhausta.
Nosotros nos quedamos allí de pié, jadeantes, con un calentón de narices, esperando acontecimientos.

 

 

 

Joder, ¡qué maravilla! – dijo el abuelo – ¡Tenéis que probarlo chicos!
Pues me parece que con Blanca no va a poder ser – respondí yo.

 

 

 

 

Y es que la chica permanecía tumbada en el suelo, medio inconsciente, completamente ajena a todo lo que pasaba a su alrededor.

 

 

 

Coño, creo que nos hemos pasado – dijo el abuelo.
Un poco, sí.

 

 

 

 

Y nos echamos a reír. El único que no tenía ganas de reír era Antonio, que llevaba una empalmada de narices y veía que se iba a quedar con las ganas.

 

 

 

Abuelo, hay que ver cómo eres. Vienes, te la tiras y nos dejas a nosotros a medias – le dije.
Tienes razón. Habrá que hacer algo para remediarlo – dijo enigmáticamente mientras se guardaba su cansada verga en el pantalón.

 

 

 

 

Se acercó a Blanquita y le acarició cariñosamente la cabeza.

 

 

 

Pobrecita. Ha sido demasiado para ella. ¿Cómo se os ha ocurrido hacerle esto? – dijo el abuelo mirándonos.
Ha sido idea mía – me apresuré a decir – Quería probar algo nuevo, ya sabes. Cómo sería dominar por completo.
¿Y qué tal?
Ha sido muy excitante, pero no muy satisfactoria, pues la chica está reventada y yo aún tengo ganas de marcha.
Ya veo, ya. Bueno, trataré de hacer algo con eso. Quedaos aquí y cuidadla bien.

 

 

 

 

El abuelo se levantó y se dirigió a la salida, pero Antonio corrió tras de él y le detuvo.

 

 

 

Jefe – le dijo con expresión preocupada – ¿Nos pasará algo por… por todo esto?
Tranquilo muchacho. Esa chica es una auténtica come hombres. Una pequeña lección no le hará ningún mal. Pero no os acostumbréis a tratar así a las mujeres ¿eh?
No, señor no – dijo Antonio.
No, tranquilo – respondí yo.
De acuerdo entonces. Esperadme aquí.

 

 

 

 

Y se marchó.
Antonio y yo nos quedamos allí con ella, en silencio, repasando mentalmente lo que acababa de suceder y haciendo suposiciones sobre lo que iba a pasar.

 

 

 

¿Adónde crees que ha ido? – preguntó Antonio.
No lo sé. Pero, conociendo al abuelo, seguro que nos gustará – respondí.

 

 

 

 

Antonio se acercó entonces a la desmadejada Blanca, y con ternura, comenzó a acariciarle el cabello.

 

 

 

Pobrecita – dijo – Nos hemos pasado. Yo no quería que esto fuera así. Nunca imaginé que mi primera vez sería de esta forma.
Mira Antonio – dije acercándome – En el sexo hay miles de maneras de disfrutar. Hoy hemos probado una diferente. Es cierto que hemos forzado a la chica, pero también lo es que ella estaba bien dispuesta a acostarse con nosotros, y en cuanto se recupere, seguro que lo verá así, pues no podrá negar que ha disfrutado.
Pero…
Pero nada. Además, esto no ha sido una violación en toda regla, sino más bien una representación. Ya has oído al abuelo, Blanca está más que harta de follar por ahí, esto sólo ha sido una nueva experiencia. Y nosotros no le hemos hecho daño ni nada.
Pero mírala, ahí en el suelo, agotada…
En eso sí tienes razón, anda, vamos a ayudarla – dije yo.

 

 

 

 

Entre los dos recogimos del suelo a Blanca, y la llevamos hasta las alpacas, tumbándola boca abajo sobre la manta. Antonio, cansado, se dejó caer junto a ella, sentándose en el suelo mientras yo hacía lo propio un poco más allá.

 

 

 

¿Y bien? ¿Qué te ha parecido? – pregunté entonces.
¿El qué? ¿El follar? – dijo Antonio.
¡Claro, hombre!

 

 

 

 

Me miró unos segundos antes de responder.

 

 

 

¡Ha sido genial! Te juro que nunca me había sentido así. Sentía la cabeza ida, como si estuviera en otro sitio. Mira, cuando ella me la tocó… Creí que me moría.
¿Ves? Y hasta ese momento no habíamos hecho nada malo. Ya te dije que sólo era cuestión de tiempo.
Bueno, pero esta vez no cuenta, porque todo lo has organizado tú. Yo sigo sin saber cómo tratar a las mujeres, qué decirles y eso…
Eso no es verdad. ¿No notaste cómo le gustaron a Blanca tus piropos? Mira, lo que puedo decirte de las mujeres es que les digas lo que sientes, la verdad. Ella notó que tus palabras eran ciertas, y por eso le gustó.

 

 

 

 

Antonio calló, sopesando mis palabras.

 

 

 

¿Y qué opinas de ella? – continué.
¿De Blanca? – respondió Antonio volviendo la vista hacia ella – Es preciosa…
Sí que lo es…
Aunque es un poco zorra ¿no?
Cierto.
Es… muy diferente a como me la imaginaba. Siempre pensé en ella como la perfecta señorita. Yo la veía por ahí, montando a caballo en la escuela, y siempre pensé que era absolutamente inalcanzable para mí, por eso, cuando empezó a tocarme… Me volví loco.

 

 

 

 

Mientras decía esto, Antonio había posado distraídamente una mano sobre una pantorrilla de Blanca, comenzando a acariciarla. A medida que iba hablando, deslizaba su mano en movimientos cada vez más amplios, llegando cada vez más arriba, de forma que, poco a poco, iba subiendo la falda de la chica.
Yo, desde mi posición, noté que Antonio estaba volviendo a excitarse, pues durante nuestra conversación, ambos nos habíamos relajado un poco. Ahora el chico volvía a embravecerse, y en breves instantes, había llevado de nuevo la falda de la chica hasta su cintura, dejando su trasero desnudo al descubierto.

 

 

 

¡Oh, Dios! – gimió Antonio, olvidándose por completo de mí y de la conversación.

 

 

 

 

Arrodillándose junto a la exánime Blanca, Comenzó a acariciarla por todos lados, hundiendo el rostro entre sus nalgas. Con las manos, separó un poco los muslos de la chica, para poder acceder mejor a su intimidad. Yo los contemplaba divertido.
Blanca se agitaba débilmente, despertando poco a poco de su sueño, encontrándose con que volvían a chuparla y a lamerla, si es que a esas alturas era capaz de discernir esas sensaciones. Antonio, cada vez más embrutecido, resoplaba como un animal en celo, sobando a la chica con rudeza, dispuesto a volver a metérsela en breves instantes. Entonces regresó mi abuelo.

 

 

 

Pase, Inmaculada, pase – escuché la voz del abuelo – Le juro que su hijita está aquí.

 

 

 

 

Alcé la vista y me encontré con que el abuelo había traído consigo a la mismísima señora Benítez, la mujer que lo había dejado a medias un rato antes. Comprendí entonces sus intenciones.

 

 

 

¿Y qué hace mi hija aquí? – respondió la señora Benítez – ¿Y dónde… ¡Oh!

 

 

 

 

La buena señora se quedó paralizada cuando nos vio. Se encontró con dos chicos desnudos, uno de los cuales se estaba literalmente comiendo a una mujer.

 

 

 

¡Dios mío! ¿Pero no es ese su nieto? – exclamó señalándome.
¿Ma… mamá? – gimió entonces Blanca, que creía haber escuchado la voz de su madre.

 

 

 

 

Entonces la señora Benítez descubrió quien era la chica desnuda y la mirada de horror que se dibujó en su rostro me conmovió y divirtió enormemente.

 

 

 

¡OH, POR DIOS! – gritó abalanzándose sobre Antonio.

 

 

 

 

Agarrándolo con fiereza por el pelo, lo apartó de su hijita de un brusco tirón, arrojando al desprevenido Antonio al suelo. Rápidamente, incorporó a su hija, abrazándola con fuerza, mientras lloraba a lágrima viva.

 

 

 

¡Blanca! ¡Cariño! – aullaba – ¿Qué te han hecho estos desalmados? ¿Estás bien? ¡Háblame! ¡Dime algo!

 

 

 

 

La pobre Blanca apenas tenía fuerzas para devolverle el abrazo a su madre, así de cansada estaba. Entonces, en un tono sorprendentemente normal, le dijo:

 

 

 

Sí, mamá, estoy bien, no me han hecho daño.
¿Cómo que no te han hecho daño? – gritaba la señora – ¡Mírate! ¿Te han violado? ¡Dime si te han violado! ¿Eres doncella todavía?

 

 

 

 

Eso fue lo que hizo que mi abuelo se echara a reír a carcajada limpia. Alucinada, la señora Benítez clavó los ojos en mi abuelo, con expresión de infinita sorpresa.

 

 

 

¿Se puede saber de qué se ríe? ¡Vamos! ¡Ayúdeme con mi hija! Y en cuanto a ese bastardo nieto suyo y ese… patán, no descansaré hasta verlos ahorcados, ¡fusilados!

 

 

 

 

Mi abuelo le respondió en tono conciliador, como si allí no pasase nada.
 
Vamos, vamos, querida Inmaculada. No se enfade tanto.

 

 

¿Có… cómo? – exclamó la pobre mujer, incrédula.
Que no hay razón para ponerse así – continuó el abuelo.
Pero, ¿qué dice? ¿Te has vuelto loco? – respondió la señora, empezando a tutear al abuelo sin darse cuenta.
Digo que su hijita y sus dos amigos simplemente han dedicado la tarde a pasar un rato agradable, nada más. Lo mismo que tú y yo hemos hecho Inmaculada.
Pero, ¡¿cómo te atreves?! – rugió la mujer – ¿Cómo puedes sugerir que mi niñita estaba aquí voluntariamente? ¡Está claro que estos monstruos la han violado! ¡Y por muy nieto tuyo que sea…
¡CÁLLATE! – gritó el abuelo – ¡Tu niñita no es más que una zorra! ¡Te sorprendería saber a cuántos hombres se ha tirado ya!
¡Mientes! – exclamó la madre de Blanca, con el rostro lívido por la ira – ¡Mentira!
Vamos, como si tú no supieras nada. Si quieres te cuento cómo estuvo persiguiéndome hasta que logró que me la follara. Sí, en serio, con ella no tuve que malgastar esfuerzo. Fue ella la que me perseguía. Una amiga suya le contó que yo me la había… ya sabes, y no descansó hasta que obtuvo su ración de rabo.
¡MIENTES!
Como quieras, si no me crees, pregunta a los criados de tu casa. Si quieres puedo presentarte a un par de recolectores de fruta de la fábrica de mi hijo que podrían contarte cosas muy interesantes de Blanquita.
No, no es verdad – gimió la señora Benítez.
¡Qué desgracia! Una hija puta y un hijo violador.
¿Cómo?
Sí, ¿o es que crees que no sé para qué me pidió prestado dinero tu marido hace un año? Esteban Campos era un buen trabajador, un buen labriego, pero dudo mucho que tuviera dinero suficiente de repente para comprar las tierras que tenía arrendadas. Eso sí, su hijita era muy guapa. Tu Ramón estuvo rondándola un tiempo ¿verdad? Pero dejó de hacerlo…

 

 

 

 

Yo estaba sin habla, contemplando atónito la escena. Me estaba enterando de cosas bastante sorprendentes en aquel establo. La verdad es que aunque mi abuelo tuviera controlada la situación, la llegada de la señora Benítez me había asustado bastante. Y no digamos a Antonio, que seguía tirado en el suelo sin atreverse a mover un músculo, contemplando asombrado la discusión.

 

 

 

Así que menudo par de hijos tienes – proseguía el abuelo – Aunque no me sorprende mucho, teniendo en cuenta a los padres. Tu marido no es más que un calzonazos impotente, y eso no son palabras mías, sino tuyas, y la madre es una zorra frígida, que está tan necesitada de echar un buen polvo que cuando se le presenta la ocasión ni siquiera es capaz de reconocerla. Pero eso tiene fácil solución… ¡Chicos, cogedla!

 

 

 

 

Antonio y yo, como rayos, nos levantamos y nos lanzamos sobre la señora Benítez, que desde luego no esperaba algo como aquello. Sujetándola por los brazos, la apartamos de su hija, que quedó tumbada en las alpacas, incapaz de mover un músculo.

 

 

 

Es toda vuestra chicos – dijo mi abuelo – Pasadlo bien.

 

 

 

 

Ella se resistió como una leona, tratando de golpearnos y arañarnos, pero nosotros éramos dos chicos jóvenes en celo, más fuertes y rápidos que ella, así que no tenía escapatoria.
Empujándola, conseguimos derribarla sobre un montón de heno, cayendo nosotros dos junto a ella, en un confuso montón de brazos y piernas. Ella intentaba apartarnos o hacernos daño, pero nosotros estábamos más pendientes de agarrarla por las partes de su magnífica anatomía que nos interesaban más.
 
Mientras luchábamos, conseguí deslizar una de mis manos por debajo de su falda, y con habilidad, la metí dentro de sus bragas, encontrándome con su poblado coño. Palpando, noté que tenía mucho vello, cosa que no me gusta demasiado, pero a esas alturas qué más daba.
Escuché entonces el sonido de ropa rasgándose, y levantando la vista de aquel confuso montón de gente, vi cómo Antonio había desgarrado la pechera del vestido y la combinación, dejando al descubierto las fenomenales domingas de la señora Benítez. Mi amigo, que se estaba convirtiendo en un fetichista de los pechos femeninos, se abalanzó sobre aquellas tetas como alguien perdido en el desierto sobre una botella de agua, y comenzó a estrujarlas y chuparlas con rudeza.
No sé muy bien cómo, pero la mujer logró apoyar una mano en la frente de Antonio, y haciendo fuerza, consiguió separar la ávida boca del muchacho de su tetamen, para después, con un hábil movimiento, abofetearlo con fuerza.
Antonio se quedó momentáneamente aturdido, y cuando por fin reaccionó, fue para devolver la ostia con violencia. La señora Benítez, que se había incorporado un poco, volvió a caer hacia atrás, enterrándose en el heno, mientras Antonio, decidido a que el incidente no se repitiera, cargó su peso sobre la señora, esto sin dejar de sobar y amasar las ubres.
Yo, viendo la situación controlada, decidí sumergirme bajo la falda de la señora, así que, levantando el borde con las manos, metí la cabeza debajo, buscando con fijeza el ansiado tesoro.

 

 

 

¿Qué haces? ¡Sal de ahí cabrón! – gritaba la señora Benítez.
¡Vamos Inmaculada, no te enfades! – exclamó mi abuelo – ¡Deja que el chico se divierta!

 

 

 

 

Y yo así lo hice. Deslizándome como una culebra entre las piernas de la buena señora, alcancé por fin mi objetivo. Como pude, ayudándome de manos y dientes, conseguí retirar la prenda íntima de la señora, y enseguida el potente olor de hembra penetró en mis fosas nasales, caldeando aún más mi cabeza si era posible.
Sin perder un segundo, hundí el rostro en aquella frondosa selva, buscando con mis labios y mi lengua la raja de la señora. Cuando la encontré, un espasmo sacudió el cuerpo femenino, que se agitó violentamente tratando de librarse de mi intrusa lengua, aunque le resultó imposible, pues mi boca era una ventosa adherida a aquel jugoso coño.
Chupé y chupé, deleitándome con el fuerte sabor de aquella mujer, mucho más vigoroso y penetrante que los que había probado anteriormente. Además, el comer un coño mientras su dueña no paraba de mover las piernas tratando de apartarse me gustaba, me embrutecía y me hacía chupar con mayor violencia, con mayor lujuria.

 

 

 

¡Cabrón! ¡Sal de ahí! ¡No… no me toques AHÍIIIIIIII! – aullaba Inmaculada.

 

 

 

 

Yo acababa de meter un par de dedos dentro de su coño, mientras mi lengua había hallada por fin su clítoris, gordo y duro, y lo chupaba con fruición. El chocho se le empapaba por momentos a la buena mujer, pero aún así ella seguía forcejeando.

 

 

 

¡Ay, no cabrón, no me muerdas!

 

 

 

 

Como quiera que yo no había mordido nada, supuse que Antoñito estaba pasándoselo en grande entre las tetas de la mujer. Yo, mientras, chupaba y bebía de aquel coño, recorriéndolo de arriba a abajo con la boca, mientras mis inquietos dedos chapoteaban en su interior.
Entonces pasó algo curioso y lógico al mismo tiempo. Noté que me faltaba el aire, el potente olor a hembra me sofocaba, y es que al estar debajo de la falda de la señora y completamente tapado por ella, había ido agotando el aire de la zona, por lo que, a mi pesar, tuve que salir de allí debajo jadeando profundamente.
Al salir, me encontré con que, efectivamente, Antonio seguía concentrado en el voluminoso pecho de la señora Benítez, cuya dueña ya no luchaba y forcejeaba con demasiada fuerza, pues las violentas caricias a las que estaba siendo sometida, comenzaban sin duda a gustarle, a juzgar al menos por el grosor de sus pezones y por la humedad entre sus piernas.

 

 

 

¡AHH! ¡CABRÓN! ¡NOOOOO! – gritaba.

 

 

 

 

Yo, deseoso de continuar mi labor, le subí la falda de un tirón, echándola sobre su torso desnudo. Al hacerlo, tapé parcialmente a Antonio, pero a él no le importó, absolutamente concentrado en comerse aquellas tetas.
Sonriente, miré hacia el abuelo, y lo que vi me sorprendió. No sé cómo, pero había logrado despertar parcialmente a Blanquita, que aunque seguía tumbada sobre las alpacas, se había incorporado lo suficiente como para hundir la cara en la entrepierna del abuelo, propinándole una lánguida mamada. El abuelo acompañaba el ritmo de la felación con una de sus manos, que reposaba sobre la cabeza de la chica. Sus ojos estaban clavados en la muchacha, pero en ese instante alzó la vista y me vio mirándoles, así que me saludó con un guiño y una sonrisa.
Yo decidí retomar mi tarea, así que me zambullí de nuevo entre los muslos de la mujer, los cuales, ante mi sorpresa, se separaron un tanto al notar mi presencia. Volví a pegar el rostro en aquel coño, retomando la comida y la paja, usando boca y manos con extrema habilidad. Poco después, la señora Benítez alcanzaba su primer y devastador orgasmo, pringándome la cara de líquidos de hembra, de olor y sabor mucho más fuertes que los que yo había probado hasta entonces.

 

 

 

¡UAHHHHH! ¡HIJO DE PUTA! ¿QUÉ ESTÁS HACIENDO? ¿QUÉEEEEE……? – aullaba la mujer.

 

 

 

 

De pronto, sus gritos se ahogaron en un extraño gorgoteo. Sorprendido, alcé la mirada separándome del rezumante chocho y comprobé que Antonio también le había cogido el truco al sexo oral, pues arrodillándose junto al rostro de Inmaculada, había hundido la verga bien adentro en la boca de la cada vez más cachonda señora.
Por un segundo temí que mi amigo fuera a llevarse un buen mordisco, pero no fue así, y no tardé mucho en constatar que la señora estaba empezando a propinarle al chico una formidable mamada.
Inmaculada llevó entonces una mano al trasero de Antonio, y empezó a marcar el ritmo de la felación; su otra mano se posó en la polla de mi amigo, acariciándola (huevos incluidos) por todas partes a medida que la boca chupaba y chupaba.

 

 

 

Pues vaya – pensé – Ya no se resiste tanto.

 

 

 

 

Como quiera que Antonio estaba muy ocupado, decidí que esta vez sería yo el primero en empitonar a la hembra, así que, ni corto ni perezoso, me situé entre el muslamen femenino y, apuntando el glande de mi cipote en la entrada del chorreante coño, lo penetré sin ninguna clase de problemas.

 

 

 

Urghrggllglg – gorgoteaba la señora con la polla enterrada hasta el fondo en la boca.

 

 

 

 

Completamente de acuerdo con ella, comencé a follarme aquel jugoso chocho. Como el cuerpo de la mujer era mayor que el mío, me dejé caer hacia delante, tumbándome sobre ella y sepultando la cara entre sus deliciosas ubres. Pude entonces constatar que eran estupendas, algo fláccidas y caídas, pero magníficas sin duda. Estaban un tanto maltratadas, pues se veían sobre ellas huellas de dientes y arañazos (Antonio se lo había pasado demasiado bien) y un poco mojadas de la saliva de mi amigo, pero a mí me daba lo mismo.
Chupé y chupé, mordí, lamí, estrujé, pero sobre todo, follé y follé, pues mi polla era un poderoso émbolo que martilleaba sin descanso el glorioso coño de la señora.
Se notaba que ella disfrutaba de lo lindo con aquel tratamiento, pues en los breves instantes en que se sacaba el instrumento de mi amigo de la boca, aprovechaba para dirigirme las más excitantes obscenidades que imaginarse pueda.

 

 

 

¡Así cabrón, no te pares! ¡Fóllame! ¡Fóllame! ¡PÁRTEMELO! ¡FÓLLAME HASTA EL FONOOOOOO!

 

 

 

 

Y claro, yo obedecía. Entonces la señora Benítez demostró que la acusación de frigidez que le había dirigido mi abuelo era infundada, pues durante aquel salvaje polvo se corrió al menos dos veces, bufando y gimiendo como una loca.
Antonio también pudo constatarlo, pues, aunque yo no sé lo que le haría la señora, cada vez que ella se corría, el que aullaba como un cerdo era mi amigo, gritando como un poseso.

 

 

 

¡DIOS! ¡SÍ! ¡ASÍIIIIIIIIIIIIII! – gritaba.

 

 

 

 

Y a la segunda fue la vencida, pues durante el segundo orgasmo de Inmaculada, también Antonio alcanzó la cima, y comenzó a correrse en la boca de la mujer. Ella, en absoluto sorprendida, se limitó a extraer la vomitante polla de su boca y a dirigir los últimos lechazos contra su propio rostro, aunque una buena parte de la carga hubiera sido ya tragada.
Yo, que estaba hecho un campeón, aún aguanté un poco más, aunque no demasiado. Seguí follándola durante un par de minutos más, antes de que mi polla estallara en un río de esperma, que derramé enfebrecido sobre el estómago de aquella grandísima zorra.
Extenuado, me dejé caer sobre el heno, tratando de recuperar el aliento. Por el rabillo del ojo, observé que mi abuelo seguía disfrutando de la mamada de Blanquita, aunque ahora había llevado una mano hasta el trasero de la chica y, metiéndole los dedos entre los muslos, la masturbaba con dulzura.
Yo estaba muy cansado, pero la señora Benítez quería más guerra. Completamente olvidados sus principios y su educación de señora distinguida, se había inclinado sobre el también exhausto Antonio, y trataba por todos los medios de devolver la vida al menguado instrumento de mi amigo.
Verla allí, tan zorra, a cuatro patas sobre el chico, chupándolo, acariciándolo y diciéndole guarrerías, hizo que un ramalazo de excitación recorriera mi cuerpo y comprendí que aún era capaz de más.
Gateé hacia la pareja, colocándome a la grupa de la señora. Comencé a acariciarle el trasero, lo que hizo que Inmaculada abriera un poco más los muslos. Yo aproveché el hueco para deslizar una mano hacia delante, frotándole y sobándole el chocho desde atrás, lo que provocaba sensuales gemidos de excitación en la mujer.
El tratamiento que le estaba propinando a Antonio era mano de santo, pues el vigor del joven volvía poco a poco, endureciéndole la polla. Cuando la tuvo razonablemente enhiesta, la señora Benítez se situó a horcajadas sobre él, y lentamente, se empaló por completo en el miembro de mi amigo, comenzando a mover las caderas en sensual vaivén.
Yo me había quedado parado, un poco apartado cuando la mujer se apartó de mí para clavarse la polla; pero ella no me había olvidado, así que, sin parar de follarse a Antonio, volvió el torso hacia mí y me indicó que me acercara. Yo obedecí rápidamente y me acerqué hasta ellos. Inmaculada me tomó por la muñeca y me hizo poner en pié, guiándome a continuación hasta quedar frente a ella. Sin mediar palabra, engulló mi picha de golpe, comenzando a proporcionarme una excitante mamada.
Noté entonces que no era muy diestra en esas cuestiones, se percibía que aquello no era algo que practicase muy a menudo, pero eso lo hacía todavía más excitante, así que, apoyando las manos en la cabeza de la mujer, me dediqué a disfrutar.
Ella se follaba cadenciosamente al resoplante Antonio, cuya cara de felicidad era tal que causaba risa. Después me contó que así descubrió una de sus posturas sexuales favoritas, con la mujer cabalgando encima, pues así era ella la que hacía el trabajo y las manos te quedaban libres para sobar su parte favorita de la anatomía femenina: las tetas.
Y de hecho, así lo hacía, mientras gemía y resollaba, las manos de Antonio habían subido por las caderas de Inmaculada hasta apoderarse de sus tetas, que acariciaba, sobaba y estrujaba con infinita pasión. Los pezones de la mujer era muy sensibles, y cada vez que Antonio los pellizcaba o estimulaba, deliciosos gemidos se derramaban sobre mi polla, que seguía bien hundida en la garganta de la guarra.
Volví a mirar al abuelo, y vi que la cosa seguía más o menos igual, aunque la postura había variado un tanto. Blanca, bastante más despierta, seguía tumbada, pero no boca abajo como antes, sino de costado, de forma que mantenía sus piernas bien abiertas, para que el abuelo pudiera pajearla sin obstáculos, ahora por delante. Mientras, la chica seguí chupando la verga del viejo, pero ahora de una forma mucho más activa, usando labios y manos alternativamente, lo que parecía encantar al abuelo.
Viendo que allí no precisaban de mi ayuda, volví a concentrarme en el trabajito que me estaban haciendo a mí, que era tan bueno que iba a llevarme a una nueva corrida en un par de minutos. Pero de eso nada, yo había decidido acabar a lo grande, y desde luego iba a hacerlo.
Súbitamente, me aparté de la mujer, sacándosela de la boca de un tirón. Ella me miró titubeante, preguntándome con la mirada que por qué le quitaba aquel delicioso caramelo.
Me acerqué a ella, y poniendo mis manos en sus hombros, la empujé hacia delante, haciendo que quedara completamente tumbada sobre Antonio. Con rapidez, me situé detrás de ella y metí una mano entre sus piernas, frotado su sobreexcitado coño, y notando que la polla de mi amigo seguía bien enterrada.
Me arrodillé entonces detrás de ella, y agarrándome la polla con una mano, la guié entre sus muslos, con el objetivo de probar un sencillo experimento. Así, que, mientras trataba de abrir bien sus labios vaginales con una mano, aposté mi polla en la entrada, y poco a poco, se la clavé también.
-¡NOOOOOOO! ¡¿QUÉ HACES?! ¡DOS NOOOOOOO! – aullaba.
¡Premio! A aquella puta le cabían perfectamente dos vergas en el coño. Yo notaba perfectamente el miembro de Antonio apretado contra el mío, perdidos ambos en el interior de aquella cueva de las maravillas.
Inmaculada, desencajada, gritaba y golpeaba con el puño contra el suelo, sorprendida y excitada a más no poder.

 

 

 

¡CABRONES! ¡ME LO VAIS A DESGRACIAR! ¡AY! ¡MI COÑO! ¡MI POBRE COÑOOOOOOOO!

 

 

 

 

¡Joder! Qué bueno era aquello. La verdad es que en aquella postura no podíamos movernos ninguno, pues de haber intentado un mete y saca sin duda mi polla hubiera sido expulsada. De todas formas, decidí prolongar aún aquellos intensos segundos, estrechándome fuertemente contra el cuerpo de la señora.
Fue fantástico. La señora Benítez estalló en un brutal orgasmo, su cuerpo se agitaba como poseído, y por desgracia, en uno de los culetazos que dio me hizo moverme hacia atrás, sacándosela de dentro.
Como loco, lo que hice fue hundir el rostro entre sus nalgas, buscando con mis dedos y mi lengua su salida trasera.

 

 

 

¡No! ¿Qué haces? ¡Ni se te ocurra! ¡ Por ahí no! – gritaba la señora Benítez al notar mis intenciones.

 

 

 

 

Pero todo esto lo decía mientras se corría como una burra y tras reanudar el vaivén de sus caderas sobre la polla de Antonio, que seguía bien enterrada en su coño.
De todas formas, yo no me habría dejado conmover, así que, cuando juzgué que estaba lista, situé mi capullo en la entrada de su ano y le metí cinco o seis centímetros.

 

 

 

¡UAAAAAAAHHHH! ¡HIJO DE PUTA! ¡MI CULO! ¡MI CULO! – se lamentaba Inmaculada.
Sí, tu culo – respondí yo – ¡Muévelo nena!

 

 

 

 

Y le palmeé con fuerza el trasero. Y así, en aquel fenomenal sándwich, seguimos follando durante un buen rato.
 
No sé si Antonio habría aprendido algo o si estaba demasiado cansado para correrse rápido, pero lo cierto es que me sorprendió lo mucho que aguantó el chico. Yo, que empezaba a considerarme algo así como el príncipe de las mujeres (algo que los años demostraron una utopía) no estaba de ninguna manera dispuesto a acabar antes, así que me costó Dios y ayuda aguantar.
Y es que el culito de la señora Benítez, a diferencia de su inmenso coño, era muy estrecho, y ceñía deliciosamente mi excitada verga. Así que tuve que regular el ritmo de mis embestidas para proporcionarle a la mujer el máximo placer posible mientras prolongaba mi propio orgasmo.
Por supuesto, esto hizo que la cachondísima hembra pudiera disfrutar de una follada larga, húmeda y habilidosa, lo que le proporcionó un buen número de orgasmos, aunque de menor intensidad que el anterior descrito.
Así que, cuando Antonio comenzó a farfullar y gritar que se estaba corriendo, experimenté un profundo alivio, pues por fin pude dar rienda suelta a mis instintos, que impelían a follarme aquel culo de la manera más fuerte y rápida posible.
Por la postura en la que estábamos y como yo no me quité de encima, Antonio no tuvo forma de sacarla del coño de la señora, así que se corrió bien adentro, gritando y jurando en arameo que aquello era lo mejor de su vida.
Un par de minutos después, seguí su ejemplo, me descargué bien adentro de aquella mujer, aunque lo hice en una vía mucho menos peligrosa. Mi polla vomitó los últimos restos de leche que quedaban dentro de mis testículos directamente en el culo de la señora, y cuando acabé, me derrumbé extenuado junto a ella.
Los tres nos quedamos allí, reventados, la mujer acostada sobre el pobre Antonio, sin que ninguno tuviera fuerzas para quitarla de allí. Yo respiraba agitado, tratando de despejar mi cabeza, mirando atontado a los lados.
Pude ver cómo del culo de Inmaculada surgían algunos restos de mi corrida, pero yo estaba demasiado cansado como para que aquello me excitase.
Entonces una sombra se cernió sobre mí. Miré y vi a mi abuelo inclinándose sobre mí, supongo que una vez consumada la mamada de Blanquita.

 

 

 

Vaya – me dijo – Esa posturita ya la habíamos practicado antes.
Bueno – jadeé – más o menos. Ya sabes, con tía Laura.
Sí, si me acuerdo. ¿Y qué tal?
Ha sido memorable. ¿Y decías que era frígida? – pregunté.
Bueno, ahora ya no lo es ¿eh?

 

 

 

 

El abuelo ayudó a la señora Benítez a descabalgar al agotado Antonio, que por fin pudo respirar tranquilo. La condujo entonces junto a su hija, que contemplaba la escena sentada sobre las alpacas, un tanto recuperada.
Ayudada por mi abuelo, condujo a su madre hasta el depósito de agua donde, al igual que yo hiciera con Noelia días atrás, se lavaron ambas mujeres.
Mi abuelo regresó junto a mí y me dijo que esperáramos allí un poco. Salió por la puerta y yo, al seguirlo con la mirada, comprobé que había comenzado a anochecer.

 

 

 

¡Joder! – pensé – ¡Hemos pasado aquí unas cuantas horas!

 

 

 

 

Como pude, me puse en pié y fui también a asearme. Blanca, al notar que me acercaba, alzó la vista y me miró. Leí todavía enfado en ella, pero ya no existía el odio extremo que vi antes.

 

 

 

Bueno, ya has conseguido lo que querías. Espero que hayas disfrutado – me dijo.

 

 

 

 

Ya más calmado, sus palabras me avergonzaron. Aparté la vista y contesté titubeante:

 

 

 

Lo siento. Perdí la cabeza.
Sí. Ya lo sé. Esta no es manera de tratar a una mujer.
Lo siento – repetí – Pero no puedes negar que has disfrutado.
No, no lo haré – dijo ella para mi sorpresa – Eres hábil en el sexo y sabes darle placer a una mujer, pero si lo hubiésemos hecho por las buenas habría sido mucho mejor.
Tienes razón – respondí.
Tú y yo podríamos haberlo pasado muy bien a partir de ahora, pero ya no quiero saber nada más de ti. Ya no somos amigos.
Perdóname – susurré.
No. Conténtate en que por cuestiones familiares tenga que callarme todo esto.

 

 

 

 

Ella, con aires de reina, volvió junto con su madre a sentarse en las alpacas. Yo, una vez recobrado el buen juicio, me sentía bastante avergonzado, así que me levé sin alzar la vista ni una vez hacia las mujeres.
Cuando acabé, regresé junto a Antonio, comprobando que se había quedado dormido. Así que me quedé allí, tumbado entre la paja a esperar el regreso de mi abuelo, sin atreverme a mirar siquiera a mis víctimas.
El abuelo aún tardó un poco en regresar, y cuando lo hizo, venía cargado con ropas de las dos mujeres.

 

 

 

Tomad – les dijo – Estas son las mudas de ropa que habíais traído por si os quedabais a pasar la noche. Ponéoslas.

 

 

 

 

Las dos mujeres obedecieron, vistiéndose cansinamente. Yo, por mi parte, busqué mi ropa por el suelo, vistiéndome a medida que iba encontrando partes de mi vestuario. Por fin, estuvimos todo mínimamente presentables y decididos regresar a la casa. A Antonio decidimos no despertarle, así que solamente le echamos una manta por encima y le dejamos que pasara la noche allí.
Mientras volvíamos, la señora Benítez, más recuperada, se dirigió al abuelo.

 

 

 

Eres un hijo de puta – le dijo simplemente.
Sí. Y tu hija también. Es hija de una puta.

 

 

 

 

Y no añadió nada más.
Regresamos todos juntos, y nos deslizamos por la puerta trasera sin que nadie nos viera hasta nuestros respectivos dormitorios, bajando después para cenar, ya limpios y aseados, simulando que nos habíamos cambiado de ropa para la cena. Nos reunimos en el salón con mi madre, tía Laura, Dickie y las chicas, comprobando que Andrea ya se encontraba mejor, pues me dirigió una deliciosa sonrisa al verme llegar.
El abuelo fue el encargado de las explicaciones, contando que Blanca y yo los habíamos encontrado a él y a la señora Benítez mientras paseaban, y que los cuatro juntos habíamos caminado hasta bien lejos. Curiosamente, nos creyeron, pues aunque las chicas nos conocían bien a los dos, no podían imaginarse una orgía entre el abuelo, yo, Blanca y su madre, así que salimos airosos de la situación.
Mientras cenábamos, regresaron el señor Benítez y mi padre, contando que el médico había confirmado que Ramón estaba bien, sólo un poco magullado, así que necesitaba reposo, por lo que lo habían dejado en casa antes de volver. Eso sí, el médico decía que el caballo debía haberlo pateado en salva sea la parte, pues ahí si tenía feos moratones, lo que provocó risas mías y de mis primas, con la consecuente reprimenda de mi madre, que no comprendía que fuésemos tan maleducados.
Y así terminó aquel intenso día, el de la visita de nuestros queridos vecinos, los Benítez. Nuestra relación con ellos cambió un tanto desde entonces.
Blanca, por muy indignada que estuviera, siguió recibiendo clases de equitación con el abuelo; bueno, de equitación y de sexo, claro.
Además y como yo había vaticinado, convirtió a Antonio en su amante y esclavo, sorbiéndole el seso al pobre chico, haciéndole comer en su mano. Se ve que me consideraba a mí único responsable de los sucesos del establo y a Antonio una víctima más de mis manipulaciones.
Años pasaron hasta que logré que la chica me perdonara y recuperáramos el tiempo perdido. Durante ese periodo fue la única mujer inmune a mi don, pero, finalmente, volvió a caer, y esta vez, como Dios manda.
Pero eso sí, la que cambió más radicalmente fue Inmaculada, pues decidió entonces que también deseaba recibir clases de montar, y aunque de vez en cuando se las impartía mi abuelo, normalmente solicitaba que fuera yo el que se las diese.
Nunca aprendió a montar demasiado bien a caballo, pero chupándola mejoró notablemente. Cuestión de práctica.
Continuará.
TALIBOS
 
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