CASANOVA: (4ª parte)
LA TORMENTA:
Los siguientes días fueron tranquilos. Poco a poco, la vida iba retomando su p
ulso en la casa tras el ajetreo de la fiesta. El servicio estuvo un par de días bastante atareado, recogiendo los restos de la celebración y limpiándolo todo.
En esos días, ir a la parte trasera de la casa era sumergirse en un mar de tendederos llenos de manteles, servilletas, sábanas… Apenas se podía caminar. Además, los días amanecían nublados, aunque no llovía, por lo que la ropa tardaba en secar. Nadie paraba ni un segundo, en especial las criadas, por lo que no tuve oportunidad de reanudar mis aventuras con ellas.
De todas formas, yo también andaba liado. Dickie se empeñó en que había que recuperar el tiempo perdido con las clases, así que todos los días me daba una hora extra, con lo que las mañanas las tenía ocupadas por completo. Por las tardes, hacía lo mismo con las chicas, así que durante un par de días apenas me crucé con Marta, sólo en las comidas, y no tuvimos oportunidad de quedarnos a solas.
La que sí que cambió profundamente fue mi tía Laura. Yo la veía trajinando por la casa, ayudando en la limpieza, canturreando. Parecía otra. Noté que frecuentemente se encerraba con mi abuelo en el despacho, pero me consta que no hicieron nada raro, pues siempre que me acerqué a ver, estaban simplemente charlando. De hecho, años después mi abuelo me comentó que la noche del cumpleaños de Laura fue la última vez que se acostaron juntos, y yo le creo. Habíamos logrado transformar a tía Laura en otra persona, más feliz, más vital, disfrutando de la vida. Siempre he estado orgulloso de mi granito de arena en ese tema. Pero, volvamos a mi historia.
Llevaba yo pues, dos días sin ningún tipo de escarceo. El primer día no me importó, ya que la jornada interior había sido increíble y me encontraba bastante satisfecho, pero a partir del segundo, mi instinto volvió a despertar, pero no había forma de aliviarlo.
La noche del segundo día yo andaba ya bastante mal. Ya había probado los manjares de la vida y quería más. Mi mente se había dedicado a rememorar los intensos sucesos de los últimos tiempos, lo que me había provocado un grado de excitación bastante notable. Estaba en mi cama, con el pene durísimo, acariciándomelo cansinamente. De hecho, lo que hacía era sopesar la posibilidad de ir al cuarto de Marta o al de Marina, o incluso al de tía Laura, pero el azar me lo impidió.
Resultó que esa noche se puso enferma mi prima Andrea, nada grave, un cólico o no sé qué, pero se pasó la noche vomitando. Por esto tanto mi tía como mi madre se turnaron vigilándola, impidiendo así que yo saliera de mi cuarto, pues siempre una de las dos estaba despierta.
Bastante enfadado, tuve que conformarme con hacerme una paja, aunque para mí, el placer solitario siempre ha sido un pobre sustituto del sexo, pero qué podía yo hacer si no.
Pasé una noche bastante mala, a mi insatisfacción sexual, se unían los continuos ruidos en el pasillo, y como tengo el sueño muy ligero, apenas si pegué ojo. Por esto, a la mañana siguiente no me desperté temprano como solía.
Era por la mañana. Yo estaba bastante cansado y abrí lentamente los ojos. Me sorprendí bastante al encontrar junto a mi cama a mi hermana Marina. Al despertarme, me encontré con ella inclinada sobre mí, pero se incorporó bruscamente con el rostro bastante rojo.

 Ya era hora de que te despertaras – me dijo.

Buenos días – dije yo bostezando – ¿Qué haces aquí?
Me ha mandado mamá a levantarte. Ha dicho que bajes rápido a desayunar, que Mrs. Dickinson te espera.

Yo me desperecé lentamente. La verdad era que no tenía muchas ganas de levantarme, quería remolonear un poco, así que cogí las mantas y me arropé hasta el cuello.

 Un ratito máaas… – dije.

Vamos, niño, levanta – dijo Marina agarrando las mantas.

 Yo, al notar que me desarropaban, di un brusco tirón de las sábanas, lo que pilló a Marina por sorpresa, por lo que cayó hacia delante. No se cayó realmente, sólo perdió un poco el equilibrio, y apoyó una mano en mi pecho para no caerse. Fue todo muy inocente, no había pasado nada malo, pero noté cómo su rostro volvía a enrojecer.

Se incorporó con presteza, arreglándose el vestido, aunque éste no se le había arrugado en absoluto. Sin mirarme a los ojos me dijo:

 Pareces tonto. Casi me tiras.

Lo siento, es sólo que no tengo ganas de levantarme.
Al mirarla y verla allí, ligeramente ruborizada sin saber por qué, nerviosa, esquiva, me di cuenta de lo realmente hermosa que era. Me quedé mirándola fijamente al rostro durante unos segundos, hasta que se sintió incómoda.
Se puede saber qué miras – me dijo.
A ti – contesté yo. 
Yo esperaba que esa respuesta la hiciera enrojecer aún más, pero logró controlarse, parecía tener ganas de jugar.

¿Ah, sí? ¿Y por qué me miras?

Porque estás muy buena.
Eres un cerdo – me espetó.
¿Por qué?, sólo digo que eres muy guapa.

Si quería jugar, por mí que no fuera. Decidí continuar con mis tácticas de provocación, pero esta vez no podría fingir estar dormida. Las sábanas me cubrían hasta el pecho, así que las subí un poco más, hasta el cuello. Deslicé mis manos bajo ellas y liberé mi pene del pijama, que como todas las mañanas se encontraba bien enhiesto. Comencé a pajearme bajo las mantas, procurando que se notara perfectamente lo que hacía. Marina me miró anonadada, por un segundo pareció ir a salir disparada de la habitación, pero la excitación pudo más, así que decidió seguir fingiendo que nada pasaba, era su forma de enfrentarse a los deseos que sentía.

 ¿Te vas a levantar o no? – dijo con voz entrecortada.

De acuerdo.

Bruscamente, me incorporé sobre el colchón, con lo que las mantas cayeron en mi regazo. Mi mano apareció entonces empuñando firmemente mi polla ante los asombrados ojos de mi hermana, que se quedó mirando unos segundos. Aquello fue demasiado para ella, se dio la vuelta y salió como una exhalación del cuarto, dando un portazo.
Yo me quedé allí, con la polla en la mano y con cara de tonto. Por un momento me preocupó la posibilidad de que Marina fuera con el cuento a mi madre, pero sin saber por qué, supe que no lo iba a hacer.
Decidí levantarme, antes de que vinieran de nuevo en mi busca, me aseé y me vestí, bajando después a desayunar. Las clases matutinas fueron especialmente tediosas, no podía concentrarme en los estudios y la mañana se me fue echándole disimuladas miradas a Dickie, que estaba tan buena como siempre.
Por fin, llegó la hora de comer y toda la familia se reunió a la mesa, en el salón grande. La comida transcurrió sin incidentes, pero noté que los adultos estaban conversando sobre una cena.

 

Perdona, mamá – dije – ¿de qué habláis?
No es nada, cariño. Esta noche vamos a ir a cenar a casa de los Benítez. Esta mañana ha llegado un mensaje invitándonos – me contestó ella.
Ah, vale.

 

¡Qué rollo! Ir a cenar a casa del capullo de Ramón no me apetecía en absoluto. Entonces se me ocurrió, si conseguía que Marta y yo nos quedáramos… Tras almorzar, me decidí a abordar a mi madre:

 

Mamá.
¿Sí?
¿Te importa si no voy esta noche a la cena?
¿Por qué no?
No me apetece nada, además, tengo que estudiar.
Ya – dijo ella riendo – eso no me lo creo.

 

Me di cuenta de que pisaba terreno pantanoso, lo de los estudios no iba a colar. Puse cara seria y dije:

 

Mira, la verdad es que no soporto al imbécil de Ramón.
¡Niño! – dijo mi madre horrorizada.
Lo siento mamá, pero es la verdad. Es muy pedante y me cae fatal. No tengo ganas de pasar la noche aguantándolo.

 

Mi madre me miró divertida.

 

Vaya, me sorprendes. No sabía que a tu edad ya tuvieras enemigos.
Venga, no te burles. Además, reconoce que Ramón tampoco te cae demasiado bien.

 

Mi madre se puso seria.

 

No digas esas cosas.
De acuerdo, perdona. Pero, ¿puedo quedarme, por favor? – dije con mi mejor sonrisa de niño bueno.
Bueeeno – dijo riendo – Le diré a Mrs. Dickinson que te eche un ojo.
¡Gracias! – exclamé abrazándola impulsivamente.
Eres un bribonzuelo – me dijo ella alejándose.

 

La primera parte del plan estaba echa, sólo faltaba la segunda: Marta. Para mi sorpresa, ella me dijo que quería ir a la cena.

 

¿Cómo? – dije decepcionado cuando por fin la encontré y le comuniqué mi plan.
Que voy a ir a la cena – me repitió.
Pero, ¿por qué?
Porque quiero aclarar las cosas con Ramón. Tengo que hablar con él.

 

Parecía muy seria, así que decidí no insistir. Apesadumbrado, la dejé sola, pues sus clases estaban a punto de empezar. Salí a la calle, a dar un paseo, dándole vueltas a lo que podía hacer por la noche. Pensé en Vito, pero por la noche no iba a estar, pues mi abuelo les había dado la noche libre a las cocineras y a las criadas. Entonces me di cuenta, ¡esa noche se iba todo el mundo!

 

¡Vaya rollo! – pensé – me voy a quedar solo.

 

¿Solo? De eso nada. Aún me quedaba Mrs. Dickinson. Desde que la sorprendí en el pueblo había estado muy amable conmigo, quizás lograra algo por ese lado. Dediqué el resto de la tarde a vagar por ahí, dándole vueltas a la cabeza. A eso de las siete, mi familia estaba lista para irse:

 

Pórtate bien – me dijo mi madre – si no lo haces Mrs. Dickinson me lo dirá y te vas a enterar.
Tranquila – contesté dándole un beso.

 

Las cinco mujeres (mi madre, mi tía y las chicas) se apretujaron como pudieron en el coche conducido por Nicolás. Tanto mi padre como mi abuelo iban a caballo.
Por fin se marcharon. Mrs. Dickinson se fue a su cuarto, no sin advertirme que me portara bien. Yo no tenía nada que hacer hasta la hora de la cena, por lo que pensé en ir a charlar con Antonio, pero cuando me disponía a hacerlo empezó a llover con fuerza. No me quedaba más remedio que meterme en la casa.
Tras pensarlo un rato, decidí ir a la biblioteca del abuelo a por un libro. Era algo que hacía muy a menudo, pues leer siempre me ha gustado mucho. Entonces, mis favoritos eran los libros de aventuras, en especial los de Emilio Salgari. Fui a mi cuarto a recoger el ejemplar de “La Isla del Tesoro” de Stevenson, que acababa de terminar para cambiarlo por otro.
Devolví el libro a su lugar y me puse a mirar por los estantes. Estuve bastante rato repasando volúmenes, escuchando el agua golpetear contra las ventanas. Dickie pasó a ver lo que estaba haciendo, pero como me estaba portando bien, se marchó enseguida. Estaba enfrascado en mis cosas cuando oí voces en la escalera. Me acerqué a la puerta y escuché a Dickie conversando con Nicolás, que al parecer ya había vuelto.

 

Me ha costado bastante volver por el camino – decía Nicolás.
Entonces, ¿qué van a hacer?
Probablemente se queden allí a pasar la noche.

 

Yo salí del despacho – biblioteca de mi abuelo y les interrumpí.

 

¿Hola Nicolás – dije – ¿Qué es lo que pasa?
Hola Oscar. No pasa nada, es que tu abuelo me ha dicho que si sigue lloviendo así, no van a poder volver. Desde luego el coche no va a poder pasar por esos caminos, sobre todo por el tramo de los Benítez que está muy mal.
Entonces…
Si no escampa, no podré ir a por ellos, así que me dijeron que en ese caso se quedarían a dormir en casa de los Benítez.
Comprendo.
Me dijo tu madre que te vayas a la cama temprano, que no aproveches que ella no está para hacer de las tuyas.
Y adónde voy a ir con la que está cayendo – dije un poco enfadado.
A mí no me mires – dijo él encogiéndose de hombros – Yo sólo soy el mensajero. Y ahora si me disculpan, tomaré un bocado y me iré a mi cuarto. Si para de llover intentaré coger el coche.
 
Nicolás bajó la escalera y fue hacia la cocina.

 

Bueno, pues estamos los dos solos – me dijo Dickie.
Sí – contesté yo un poco azorado.
¿Tienes hambre?
Todavía no. Además, aún no he encontrado un libro que me guste.
Vale. Pues voy a mi cuarto, que estoy acabando un libro muy interesante. Cuando tengas hambre, avísame.
De acuerdo.

 

En ese momento un formidable trueno restalló en el exterior. Ambos dimos un respingo de sorpresa.

 

Uf, vaya susto – dijo ella.
Sí.

 

Mrs. Dickinson se marchó. Su dormitorio estaba en el segundo piso como los de la familia, aunque un poco apartado, mientras que los del resto del servicio estaban abajo, en el lado de la cocina. El de mi abuelo en cambio, estaba en el otro ala, totalmente alejado de los demás.
Volví a la biblioteca a mirar libros. Pero no encontraba nada interesante. Pero claro, yo era aún muy bajo para revisar los estantes superiores, así que decidí echarles un vistazo. Cogí la pequeña escalera que tenía mi abuelo para esas cosas y me subí (si mi madre me hubiera visto sin duda se habría enfadado). Comencé a repasar los libros de arriba, pero nada me gustaba. Eran libros demasiado adultos para mí, política, filosofía… Escogí uno al azar y lo abrí.
El título del libro era “Estructura socioeconómica” o algo así, eché un rápido vistazo al texto y leí más o menos esto: “…acariciando sus pechos con fuerza, amasándolos salvajemente. Dora lloraba desconsolada mientras el malvado rufián se apoderaba de su…” Casi me caigo de la escalera.
Rápidamente, bajé de la escalera y me senté en el sillón del abuelo para mirar el libro. Resultó ser una novela erótica, hoy diríamos que pornográfica, metida en unas cubiertas falsas. Dejé el libro y volví a subirme en la escalera. Pude comprobar así que todos los demás libros del estante eran del mismo estilo.

 

¡Joder con el abuelo! – pensé.

 

Volví a bajar y continué con la lectura. Era un relato bastante excitante sobre un tipo que violaba mujeres en la ciudad. Decidí llevármelo a mi cuarto para leerlo después.
Tras esconder bien el libro, fui a avisar a Dickie, pues ya tenía hambre. Me dirigí a su habitación, comprobando que ella ya se había encargado de encender las lámparas del pasillo. Golpeé suavemente en su puerta.

 

Pasa – me dijo a través de la puerta.

 

Yo abrí con cuidado y entré. Estaba sentada en un butacón con un libro sobre las rodillas.

 

¿Ya tienes hambre? – preguntó.
Sí.
Espera un minuto, me falta sólo una página.

 

Yo me quedé allí de pié, esperando. Ella terminó enseguida.

 

¡Magnífico! – dijo cerrando el libro con un suspiro de satisfacción.
¿Le ha gustado?
Sí, mucho.
¿Cómo se titula?
Rimas y Leyendas, de Bécquer.
¡Ah, sí! Es verdad que es muy bueno. Pero me gustan más las leyendas, la poesía no la entiendo bien.
¿Lo has leído? – me dijo sorprendida.
Claro.
Eso está muy bien.

 

Dickie se levantó y dejó el libro sobre una mesa.

 

Luego iré a por otro. Vamos – me dijo.

 

Fuimos juntos a la cocina. Yo me senté a la mesa, mirándola, mientras ella trasteaba con los platos que había dejado preparados Luisa antes de marcharse. Siempre me ha gustado observar a una mujer trabajando en la cocina.
Nos pusimos a cenar, charlando alegremente sobre muchas cosas, los estudios, su país, libros… Así me enteré de que su nombre de pila era Helen, cosa que yo no sabía aunque ella me daba clases desde hacía tiempo. Además, me insistió en que la tuteara.

 

…Pues sí, me ha gustado bastante vuestro Bécquer – me decía – Ahora después buscaré algo más de él.
Sí, seguro que el abuelo tiene más obras suyas.
Luego iré a cambiar el libro por otro. ¿Y tú qué has cogido?
¿Yo? Eh… – me quedé un instante en blanco – …pues… una novela de Julio Verne.
¡Ah!, los chicos siempre pensando en aventuras.
Y en otras cosas – dije yo enigmáticamente.

 

Dickie se quedó mirándome perpleja durante un segundo, pero no le dio mayor importancia. Agitando la cabeza me dijo:

 

Vamos a lavar los platos.
Vale.
 
Recogimos la mesa mientras yo le daba vueltas en la cabeza a una interesante idea. Así que Dickie iba a coger un libro… Ya veríamos.
Mientras fregábamos, le pregunté por su prometido.

 

¡Oh! – dijo un tanto sorprendida – Hace tiempo que no le veo.
Desde el día de la estación, supongo.
¿Y tú cómo lo sabes? – dijo interrogadora.
Porque desde entonces no has vuelto a ir a ningún sitio.
Ah, claro.

 

Dickie me miró un tanto seria y me preguntó.

 

Oscar, no le habrás contado a nadie lo de la estación ¿verdad?
A nadie – contesté – Ya te dije que no lo haría.

 

Mi respuesta, firme y segura (además de cierta) la convenció, con lo que se disiparon sus temores, así que seguimos hablando. Charlamos un poco sobre él, pero yo notaba que me estaba mintiendo. Sus respuestas sonaban, no sé, improvisadas. Incluso en un par de ocasiones se contradijo. Yo fingía no darme cuenta de nada y que me estaba creyendo todo lo que ella me decía, pero aquello no hacía sino confirmar mi idea de que aquel tipo no era su prometido, sino sólo su amante. Eso significaba que Dickie llevaba una buena temporada sin su dosis de rabo. Esa noche iba a ser la mía, los dos allí solitos…
En ese momento la noche se iluminó, y un tremendo trueno restalló fuera.

 

Uf – dijo Dickie estremeciéndose – Odio estas tormentas. ¿A ti no te dan miedo?

 

En ese momento, mi mente elaboró un plan. Ya sabía lo que debía hacer.

 

No, no, a mí no me da miedo. Soy un hombre – le respondí, pero fingiendo estar un poco nervioso. Ella tragó el anzuelo.
Sí, sí, ya veo que nada te asusta – dijo riendo.

 

Terminamos de recogerlo todo y nos dispusimos a subir a nuestros cuartos. Dickie fue al suyo y yo salí disparado para el mío. Saqué “Estructura socioeconómica” de su escondite y regresé con él a la biblioteca. Con la escalera, volví a dejarlo en su sitio, pero asomando del estante, de forma que llamara la atención. Rápidamente, cogí una novela de Verne (las de aventuras estaban todas a mi alcance) y salí del cuarto.
Me escondí por allí cerca, vigilando la puerta de la biblioteca. Al poco apareció Dickie, con “Rimas y Leyendas” bajo el brazo y entró. Yo aguardé allí un rato y noté que ella se demoraba bastante, demasiado para dejar el libro y coger otro de Bécquer, puesto que estos estaban todos juntos. Así que mi plan debía estar dando resultado.
Por fin, Dickie reapareció. Parecía nerviosa y apretaba un par de libros contra su pecho. Se marchó con pasos rápidos en dirección a su cuarto, lo que yo aproveché para echar un vistazo rápido a la biblioteca. Efectivamente, “Estructura socioeconómica” ya no estaba en su sitio. Mi plan estaba saliendo perfecto.
Me largué de allí con presteza y fui a mi cuarto. Me puse el pijama y me metí en la cama. Justo a tiempo. Acababa de arroparme y coger la novela cuando golpearon en la puerta.

 

¿Puedo pasar? – dijo la voz de Dickie.
Sí, claro – contesté.

 

La puerta se abrió y entró Dickie. Iba en bata y bajo ésta se adivinaba su camisón. Llevaba un candelabro en una mano.

 

Pasaba para desearte buenas noches – dijo.
Buenas noches – contesté yo.

 

Un nuevo trueno retumbó con fuerza. Yo di un respingo y me arropé más arriba, fingiendo temor. Dickie se reía.

 

Ya veo que no te da miedo la tormenta.
No es eso, es que tengo frío – dije bajando un poco las sábanas mientras ponía cara de niño enfurruñado.
Vale, vale – dijo sonriendo – Buenas noches, entonces. No leas hasta muy tarde.
De acuerdo. Buenas noches.

 

Salió cerrando la puerta tras de si. Yo sabía que a continuación iría a su cuarto a estudiar socioeconomía, pero primero tenía que revisar la casa, cerrando ventanas y apagando luces, por lo que decidí darle una hora antes de poner en marcha la segunda parte de mi plan. Para entretenerme, inicié la lectura de la novela de Verne, “Viaje al centro de la Tierra”. Por fortuna, la tormenta arreciaba cada vez más, lo que favorecía enormemente mis intenciones. Tras leer unos cuantos capítulos, decidí que Dickie debía de estar ya a punto, así que me levanté y cogí la vela. Tras pensarlo unos segundos decidí llevarme también mi almohada, pues me daba un aire, no sé, desamparado.
Así pues, alumbrándome con la vela y arrastrando una almohada me dirigí al cuarto de mi tutora. Al llegar a su puerta, respiré hondo y golpeé con los nudillos.

 

¿Quién es? – me respondió su voz con tono sorprendido.
Soy yo, Mrs. Dickinson – respondí en tono temeroso.
Pasa.

 

Yo abrí la puerta lentamente, tratando de ofrecer una imagen bien patética. Dickie estaba en su cama, con la espalda apoyada en la almohada y con un libro en su regazo. Las sábanas la tapaban hasta la cintura, con lo que sus enormes pechos se ofrecían a mi vista embutidos tan sólo en su camisón, al que amenazaban con reventar. Y ¡premio!, incluso desde la puerta podía distinguir cómo sus pezones se marcaban duros contra la tela, lo que me reveló sin lugar a dudas la naturaleza del libro que estaba leyendo.

 

¿Qué quieres? – me dijo un tanto seca.
Yo… disculpe. Es que yo… Bueno… Estaba allí solo y… la tormenta y eso… – balbuceé.

 

Dickie se rió suavemente.

 

Ya comprendo, no tienes miedo de la tormenta pero… digamos que has venido a ver si yo me encontraba bien – bromeó.

 

Yo decidí seguirle el juego.

 

Sí, eso – dije ilusionado.

 

Ella me miró divertida durante un segundo.

 

Vamos, vamos, Oscar. Déjalo ya, es normal que te dé susto una tormenta tan fuerte, y además, allí solo, con todas las habitaciones vacías.
Bueno, yo… – dije simulando azoramiento.
¿Quieres dormir conmigo?

 

¡SÍ! ¡Lo había logrado! Tenía ganas de gritar.

 

Bueno, si no le importa – dije abrazando la almohada.
Anda, vente – dijo Dickie palmeando la cama.

 

Yo salí como un cohete, dejando mi almohada en el suelo. Abrí las sábanas y me metí debajo, arropándome hasta el cuello. La cama era grande y cómoda, pero yo procuré acostarme cerca de ella.

 

Tú duérmete – me dijo – que yo voy a leer un rato.
Vale.

 

Abrió el cajón de su mesita de noche y cambió el libro que sostenía por otro. Sin duda, no le pareció adecuado leer una novela erótica conmigo al lado, así que lo cambió por el otro que había cogido. Se incorporó un poco, quedando reclinada sobra la almohada y sosteniendo el libro en su regazo. Enseguida se enfrascó en la lectura. Yo, tumbado a su lado, sólo tenía que esperar mi oportunidad, y ésta no tardó en presentarse. Un enorme trueno resonó, y yo dando un respingo, me abracé fuertemente a Dickie.

 

¡Ey! – exclamó sorprendida.
Lo siento señorita – dije sin soltarla – ¿le importa si la abrazo?

 

Ella dudó unos segundos, pero decidió que no había nada malo.

 

Bueno, pero duérmete ya.

 

Quedé pegado a su cuerpo como una lapa, con mi brazo izquierdo abrazado a su cintura. Ella, por comodidad, rodeó mi cuello con su brazo, de forma que mi cara quedó recostada contra su pecho. Coloqué mi pelvis apoyada contra su muslo. Estaba en la gloria, sus tetas eran mejor que cualquier almohada.
Ahora debía controlarme un poco, no podía atacar directamente, pues en ese caso ella me rechazaría. Debía dejar que se relajara un tanto y que siguiera con su lectura, para ir poco a poco y que sus defensas bajaran. Esto es muy fácil de decir, pero hacerlo fue un infierno. El calor de su cuerpo rodeaba el mío, calentándome, excitándome. Su simple respiración me enervaba, pues su pecho subía y bajaba acompasadamente y con él, mi cabeza que reposaba apoyada. Sus piernas se movían de tanto en cuanto, frotando su muslo contra mi entrepierna, que yo luchaba por mantener relajada. Pero lo peor era cuando abría los ojos, pues se encontraban directamente frente a su teta derecha. Así pude apreciar su enorme tamaño. Me di cuenta de que eran mayores incluso que las de Luisa; sin duda Dickie era la reina en cuanto a volumen mamario de toda la casa. Su camisón no tenía botones en el cuello, sino un trenzado de cordones, estilo corpiño. Por esto, y al estar tan tenso el camisón debido a la cantidad de carne que albergaba, se ofrecía a mi mirada un generoso escote, que me permitía contemplar una buena porción de pecho desnudo, lo que resultaba de lo más erótico.
Naturalmente, mi lucha era en vano. Aunque resistí heroicamente durante un rato, finalmente las hormonas pudieron más, y mi polla fue endureciéndose poco a poco, apretándose fuertemente contra el muslo de Dickie. Por supuesto, ella lo notó, pero no dijo, nada y siguió leyendo su libro.
Esto me envalentonó, por lo que disimuladamente, fui apretando cada vez más mi erección contra su pierna. Mis ojos buscaron su rostro y pude comprobar como un tenue rubor teñía sus mejillas. De vez en cuando desviaba su mirada hacia mí, pero claro no sabía cómo llamarme la atención por lo que estaba sucediendo, pues para ella yo no era sino un simple niño asustadizo, y ¿cómo decirme que apartara la polla de su pierna?
Decidí seguir así por un rato, esperando a ver qué hacía ella. La situación era de lo más erótica, yo, allí con el pito como una roca arrimado a su muslamen y ella como si nada. ¿Como si nada? No. La situación estaba comenzando sin duda a excitarla. Mi cabeza reposaba contra su pecho, y podía notar perfectamente cómo se había incrementado el ritmo de su corazón. Además, sus pezones seguían rígidos, duros, marcados contra su camisón.
Dickie seguía leyendo, aunque me di cuenta de que llevaba más de cinco minutos sin pasar de página, ¡qué lectora más lenta!
Ya era hora de dar el siguiente paso, me separé levemente de su cuerpo serrano y me incorporé apoyándome en un codo. Ella ni siquiera me miró, siguió “enfrascada” en su libro.

 

Helen – la llamé suavemente.
¿Ummm? – respondió sin apartar los ojos de su lectura.
¿Vamos a seguir mucho rato así?
¿Cómo dices? – me dijo mirándome con sorpresa.
Que si vamos a seguir haciendo mucho rato el tonto – insistí con el tono más adulto que fui capaz de articular.
No… no te comprendo – balbuceó.

 

Yo me incorporé por completo, arrodillándome sobre el colchón, de forma que mi paquete quedara bien a su vista.

 

Venga, no disimules, me refiero a esto – dije señalándome el miembro con un dedo.

 

Ella se enfadó y me dio una bofetada. El libro cayó de su regazo al suelo con un ruido sordo.

 

¡Serás sinvergüenza! ¡Esto se lo voy a contar a tu madre en cuanto venga!

 

Yo no me acobardé.

 

¿Y también le dirás que estabas leyendo libros de socioeconomía?

 

Se quedó petrificada, con los ojos muy abiertos.

 

Sí, sé perfectamente lo que estabas haciendo, aunque sea joven, no soy estúpido.
No sé de qué me hablas – insistió.
Te hablo del libro que hay en tu mesita. ¿Es por eso que te has enfadado, porque te he interrumpido cuando estabas a punto de hacerte una paja?

 

Sus ojos despidieron chispas mientras trataba de abofetearme de nuevo, pero esta vez yo fui más rápido y detuve su golpe asiéndola con fuerza de la muñeca. Sujeté su mano con fuerza contra mi pecho y le hablé dulcemente.

 

Vamos Helen, no te enfades, no pretendía ofenderte.
Pues no lo estás haciendo muy bien – dijo secamente, pero sin intentar liberar su mano.
Compréndeme Helen, eres una mujer muy hermosa, me gustas desde siempre y esta noche, al estar aquí, contigo, los dos solos, no he podido resistirme. Entiéndelo, a mi edad se tienen muchos impulsos, y una mujer tan bella como tú siempre es objeto de deseo.

 

Mis palabras parecían ir ablandándola poco a poco. Noté que le gustaba que la halagaran.

 

Además, yo nunca me habría atrevido a decirte nada si no hubiera pensado que tú también lo deseabas.

 

Volvió a cabrearse muchísimo.

 

¡¿Cóoooomo?! ¡Se puede saber de qué demonios está hablando!

 

Yo la miré fijamente unos segundos, esperando a que se calmase.

 

Me refiero a esto – dije mientras rozaba suavemente su pezón con mi mano libre. Estaba como una roca.
Umm.

 

Un leve gemido escapó de los labios de Dickie, pero enseguida recobró la compostura. De un brusco tirón, liberó su mano y se levantó de la cama, quedando en pié junto a ésta.

 

Márchate a tu cuarto Oscar. Mañana hablaré con tus padres de tu comportamiento – dijo con tono serio.
He debido dar muy cerca del blanco para que te enfades así ¿verdad? – contesté yo sin moverme ni un milímetro.
Por favor, vete – dijo señalando a la puerta.
No, no me voy.
¡¿Se puede saber qué quieres de mí?! – gritó desesperada.

 

La miré muy seriamente y le dije con aplomo:

 

Hacerte el amor como nunca antes te lo han hecho.

 

Se quedó absolutamente alucinada, de pié junto al colchón, con un brazo estirado apuntando a la salida, sin saber qué decir.

 

Helen, te deseo – susurré mientras me deslizaba hasta el borde del colchón. Arrodillado junto al filo, la abracé por la cintura, recostando mi cabeza en su pecho. Ella no atinó ni a apartarse.
¡Dios mío! – susurró.
Te aseguro que soy mucho mejor amante que ese tipejo del pueblo del que tanto hablas.

 

Dickie despertó y se separó de mí, quedando apoyada de espaldas contra el armario que había junto a la cama.

 

Pero ¿qué dices?
Te lo repito una vez más, no soy estúpido. Sé perfectamente que ese hombre de la estación no es tu prometido, sino sólo tu amante.
No sabes lo que dices.
Sí que lo sé. Tu historia no tiene ni pies ni cabeza, no me has engañado ni por un segundo.
Te equivocas – contestó.
Sí, mucho me equivoco. Helen, el cuento que me soltaste no se sostiene por ningún lado, me contaste lo primero que se te ocurrió, pensando que bastaría para engañar a un crío, pero no ha sido así. Al menos, sé sincera y no continúes mintiendo.

 

Pude notar cómo se resignaba, sabía que la había pillado.

 

Helen, ya te dije que yo no te juzgo. Es perfectamente normal que una mujer atienda a sus deseos y necesidades, y el sexo es uno de ellos.
………………..
Lo que no comprendo es por qué te resistes a esos impulsos. Te vas al pueblo y te acuestas con un gañán imbécil y sin embargo, aquí estamos nosotros, deseándonos el uno al otro, completamente solos y aún así, no cedes.

 

Dickie me miró durante unos instantes, seria, resignada. Por fin dijo:

 

¿Qué es lo que pretendes? ¿Chantajearme? ¿Obligarme a acostarme contigo para que no cuentes nada?
En absoluto – contesté – Te deseo, ya te lo he dicho, pero quiero que hagas lo que hagas sea por propia voluntad. Ya te di mi palabra de que tu amante sería un secreto entre nosotros, y por mi parte, así será para siempre.

 

Noté que mi respuesta la impresionaba vivamente. Se quedó pensativa durante unos segundos, empezaba a dudar.

 

Helen, pruébalo, te juro que no te arrepentirás.
Estás loco – dijo, pero en su voz ya no había rastro de enfado.

 

Entonces, se me ocurrió una cosa y decidí intentar un disparo al azar.

 

Además, comprobarás que soy tan buen amante como mi abuelo. Pregunta a quien quieras.
¿Cómo? – dijo asombrada.
Que puedes preguntar a las mujeres de la casa sobre mí.
Estás mintiendo – dijo con una sonrisa divertida.
A Vito, Brigitte, Luisa, Mar, Tomasa – exageré un tanto, claro.
¡No me lo creo!

 

Me levanté de la cama y caminé hacia ella. Mi rostro quedaba justo a la altura de sus senos, así que alcé la cara para poder mirarla a los ojos.

 

No miento, te lo prometo. Por favor, no te resistas más – susurré.

 

Mientras decía esto, deslicé mi mano hasta su entrepierna, donde apreté por encima del camisón. Ella cerró los ojos y exhaló un tenue gemido, dejándose hacer.

 

Te deseo – susurré.
Estáte quieto – respondió ella, pero sin ninguna convicción.

 

Lentamente, me fui arrodillando frente a ella, sin dejar de acariciarle el coño por encima del camisón. Ella se reclinaba contra la puerta del armario, con los ojos cerrados, disfrutando, vencida ya por completo su resistencia. Metí mis manos bajo el borde de su camisón, y fui deslizándolas por sus piernas, levantando el faldón del mismo hasta que su coño apareció ante mis ojos, tentador.
Tenía bastante vello, se ve que no se depilaba como mi tía, de color rubio, un poco más oscuro que el de su cabello. Los labios vaginales se veían hinchados, se notaba la humedad, estaba muy excitada. Introduje dos dedos entre ellos, separándolos, para poder ver mejor.

 

Uhgghh – gorgoteó Dickie.

 

Lentamente, pegué mi boca a su raja y comencé a lamerla de arriba abajo, muy despacio, saboreándola. Con una mano mantenía su coño bien abierto, mientras que llevaba la otra hacia atrás, para estimular también su ano con los dedos. Al soltar el borde del camisón, éste cayó, tapando mi cabeza, aunque no me importó en absoluto. Yo ya no necesitaba ver para recorrer hasta el último rincón del coño de una mujer.
Dickie, inconscientemente, separó las piernas, ofreciéndose a mí por completo, sus manos se apoyaron en mi cabeza, por encima del camisón, apretándola con fuerza sobre su chocho, desde luego se notaba que le encantaba lo que le estaba haciendo, ya se había olvidado de tontas excusas y de prejuicios. Era una hembra disfrutando plenamente.
Poco a poco, fui incrementando el ritmo de la comida, chupaba su raja con fruición, penetrándola con la lengua, después subía hasta su clítoris, que estaba enhiesto, y lo succionaba suavemente con los labios, arrancándole a Dickie gemidos de placer. Ella separaba cada vez más las piernas, hasta que llegó un punto en que éstas ya no la sostuvieron. Su espalda se deslizó sobre la puerta del armario, cayendo lentamente hasta quedar sentada en el suelo. Afortunadamente, yo me di cuenta a tiempo y salí rápidamente de debajo de su camisón, porque sino me hubiera caído encima.
Me puse en pié y la miré. Estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en el armario, las piernas muy abiertas y las manos reposando, laxas, a sus costados. Tenía los ojos cerrados y respiraba entrecortadamente. Abrió los ojos y me miró fijamente. Cogió el borde de su camisón con las manos y se lo subió hasta la cintura, mostrándome su coño chorreante.

 

Sigue – me dijo mientras sostenía el borde del camisón.

 

Yo, en vez de meterme otra vez entre sus piernas, me bajé el pantalón del pijama, liberando mi pene completamente erecto.

 

Ahora te toca a ti – contesté.

 

Ella aún no se había corrido y estaba deseando hacerlo, así que insistió.

 

Por favor – gimió lastimeramente.
Chúpamela – respondí yo inflexible.

 

Nuestras miradas se encontraron, ella me miró incluso con odio, supongo que no soportaba el hecho de ser manipulada así por un crío, pero los latidos que debía sentir en el coño no la dejaban razonar.

 

Eres un cabrón – me dijo mientras se arrodillaba frente a mí.
Y tú una puta – respondí impasible.

 

Ella estaría todo lo enfadada que fuera, pero lo cierto es que no tardó ni un segundo en agarrarme la polla. La pajeó levemente con su mano y a continuación apoyó su lengua justo en la base, y la deslizó por todo el tronco hasta llegar a la punta, que introdujo en su boca sin dudar. Llevó una de sus manos hasta su coño, con la clara intención de masturbarse mientras me la mamaba, pero yo no estaba dispuesto a dejarla correrse tan pronto.

 

Quita esa mano de ahí – le dije – te correrás cuando yo quiera.
 
Ella me miró con los ojos llameantes, durante un segundo pensé que me iba a mandar a la mierda y me iba a quedar a medias por gilipollas, pero, lo cierto es que yo nunca me equivoco con las mujeres, así que ella, tras dudar un instante, apartó la mano de su coño y se concentró nuevamente en mí.
Inició entonces una mamada bastante experta y muy diferente de lo que me habían hecho hasta entonces, era todo movimiento. Puso sus labios, su lengua, su garganta, toda su boca ciñendo mi pene, e inició un rápido vaivén con la cabeza de atrás a adelante. Deslizó una mano hasta mi culo y, colocando la palma sobre mis nalgas, me empujaba adelante y atrás, incrementando cada vez más la velocidad; no parecía una mamada, era como si me la estuviera follando por la boca. Ella no paraba para darme lametones, mordisquitos, ni nada, no la sacaba de su boca para pajearla, no la recorría con la lengua, era sólo aquel movimiento enloquecedor, furioso y veloz. Enseguida noté que me corría, notaba los huevos a punto de estallar, y en ese preciso instante, Helen se retiró de mi polla y dándome un fuerte estrujón en los huevos cortó de raíz el incipiente orgasmo.
Esta vez fueron mis rodillas las que no se sostuvieron, y caí hacia atrás sobre la cama. Helen se puso en pié mirándome desafiante.

 

¿Qué te ha parecido niñato de mierda?
¿Qué? – jadeé yo.
¿Qué te creías? ¿Que podías jugar conmigo? Como verás, conozco algunos trucos con los que tú ni siquiera has soñado, señor experto.
Vamos, Helen – yo no razonaba demasiado, sólo me preocupaba el sordo lamento de mis cojones repletos de leche.
Espero que hayas aprendido la lección, conmigo no se juega.

 

Los dos nos quedamos allí, resoplando, excitados hasta más allá de la imaginación, pero ninguno daba su brazo a torcer y le pedía al otro que lo aliviase. De pronto, tomé conciencia de la situación, yo allí tumbado con la polla en ristre y ella de pié junto a la cama, con los brazos en jarras y mirándome con ojos llameantes. No sé por qué, pero entonces empecé a reír de forma incontrolada.

 

¿Se puede saber qué te pasa? – preguntó Dickie perpleja.
Ja, ja, ja.
¿Te has vuelto loco?
No, no – dije entre risas – Pero, ¿tú nos has visto?
¿Cómo? – preguntó Dickie comenzando a reír también.
Somos gilipollas – concluí yo.
Es verdad.

 

Dickie se sentó en la cama a mi lado y los dos seguimos riendo durante unos instantes. Poco a poco fuimos calmándonos.

 

Lo siento – le dije – He perdido un poco la cabeza.
Sí que lo has hecho – asintió.
Parecemos tontos, los dos deseando echar un polvo pero fastidiándonos el uno al otro.
Tienes razón.

 

Yo la miré fijamente y dije:

 

Vaya, por fin lo admites.
Bueno… – dijo ella dubitativa – he de reconocer que lo estaba disfrutando. Eres muy bueno.
Ya te lo dije.
Oscar.
¿Sí?
¿Desde cuándo sabes lo mío con tu abuelo?

 

Dudé unos instantes, pero finalmente opté por decirle la verdad.

 

Lo cierto es que no lo sabía, sólo pensé que un hombre como él y una mujer como tú bajo el mismo techo…
¿Cómo? – dijo sorprendida.
Que no sabía nada, pero pensé que eso serviría para convencerte. Si tienes dos amantes, ¿qué más te da tener uno más?

 

Dickie estaba alucinada.

 

Me parece increíble que sólo tengas doce años – dijo.
Sí, ¿verdad? Ando bastante despabilado.
¡Desde luego! – exclamó ella.
Bueno… – dije yo mirándome el pene – ¿seguimos por donde íbamos?
No sé… – respondió ella con tono juguetón.
Venga, porfaaa… – seguí yo con el juego – Mira, primero tú y luego yo ¿vale?
¿Y por qué no los dos a la vez?
¿Cómo?
Vaya, Oscar, parece que no sabes tanto como te crees.
 
Ella se levantó de la cama y se sacó el camisón por arriba, quedando totalmente desnuda ante mí. Estaba buenísima, su cuerpo era magnífico, piernas torneadas, cintura estrecha, caderas anchas y un par de tetas que simplemente cortaban la respiración, coronadas por unos pezones bien enhiestos. Por ponerle algún pero, diré que estaba levemente, muy levemente rellenita, quizás le sobraban uno o dos kilos, pero a mí me pareció simplemente perfecta.

 

¿Qué miras? – dijo.
¿A ti que te parece? ¡Vaya pregunta! ¡Pues a ti, que estás buenísima!
¿Verdad que sí? – dijo sonriente – Anda, túmbate en el centro del colchón.

 

Yo obedecí con presteza. Entonces ella se subió a la cama de rodillas y se acercó hacia mí. Pasó una de sus piernas por encima de mi cara, dejando su coño frente a mi boca y su culo delante de mis ojos, de esa forma, inclinándose hacia delante, tendría completo acceso a mi entrepierna. Hoy, después de haberla practicado mil veces, sé que a esa postura se le llama 69, pero aquella fue mi primera vez.

 

¿Qué tengo que hacer? – pregunté indeciso.
¿A ti que te parece? ¡Vaya pregunta! – bromeó ella.

 

Tras esto, se inclinó vorazmente sobre mi polla y la engulló de un tirón. Un estremecimiento de placer se extendió por todo mi ser; mis genitales, minutos antes salvajemente torturados, agradecían ahora este dulce tratamiento. Sin pensármelo más, hundí mi rostro entre sus piernas.

 

Ughtht – farfulló ella alrededor de mi pene.
Lo mismo digo – pensé yo.

 

A partir de ahí simplemente nos abandonamos al placer. Dickie esta vez sí me dio una mamada en toda regla, desde luego, no era novata en esas lides. La lamía, la chupaba, la pajeaba, la acariciaba incluso contra su rostro, a esta inglesa le gustaba más una polla que una taza de té. Sus manos acariciaban dulcemente mis huevos, como disculpándose por el incidente anterior. Yo, mientras, me dedicaba a recorrer hasta el último milímetro de su chocho. Enseguida noté que el clítoris era su punto débil, así que le dediqué toda la atención de mi lengua mientras le metía un par de dedos todo lo adentro que pude.
Helen no tardó mucho en correrse. Como antes se había quedado al borde del orgasmo, no me costó mucho llevarla al clímax, pues su cuerpo lo estaba deseando. Noté cómo su coño latía alrededor de mis dedos, completamente empapados de sus humedades.

 

¡Oh my god! ¡You´re pretty good! ¡Fuck me! ¡Fuck me with your tongueee!

 

En el momento del orgasmo, se sacó mi polla de la boca y comenzó a gritar en su idioma natal. Yo no hablaba demasiado inglés, pero, en general, comprendí el sentido de sus palabras.
Ella apretó las piernas, atrapando mi cabeza en medio, pero sólo durante un segundo. Después, volvió a relajar el cuerpo y reanudó su trabajito en mi polla diciendo:

 

Sigue, sigue con lo tuyo.

 

Y enseguida engulló mi polla nuevamente. Desde luego no entraba en mis planes el parar, así que reanudé la comida de coño, esta vez más despacio, saboreando el momento.
Como mi polla había sido maltratada minutos antes, a Helen le costó un buen rato llevarme de nuevo al orgasmo, tiempo que yo aproveché para hacer que se corriera una segunda vez.

 

¡Diosssss! ¡No puedo creeerlooo! ¡No pares! – gritaba, en español esta vez.
 
Cuando alcanzó el orgasmo, yo hundí con fuerza dos dedos en su interior, apretando y explorando, lo que sin duda le encantaba. Al correrse, volvió a interrumpir la mamada, pero esta vez, me pajeó la polla con furia durante el clímax, lo que me aproximó a mí un poco más a mi propio orgasmo.
Así pues, poco después de que ella reanudara la mamada, empecé a notar que mis huevos iban a entrar en erupción. Me excité terriblemente, por lo que incrementé mucho el ritmo de mis lametones y chupetones. Ella lo notó (y disfrutó) y, entonces, justo cuando iba a correrme, Helen hizo algo increíble: Me metió un dedo en el culo en el momento en que me corría.

 

¡Coño! ¿Qué haceeesss? – grité desesperado.

 

Fue el orgasmo más brutal que había tenido hasta entonces. A través de los años, otras mujeres han practicado esa técnica conmigo, y la verdad es que nunca me ha atraído demasiado, pero en esa ocasión, no sé si por ser la primera vez, la verdad es que fue absolutamente alucinante. Mi polla no expulsaba semen, lo disparaba como una manguera desbocada. Helen mantenía un dedo hundido en mi ano y con su otra mano sujetaba mi polla, que disparaba leche a diestro y siniestro. Espesos pegotes impactaban por todos lados, en su rostro, en sus pechos, en la cama, en el suelo. Yo, con los ojos cerrados y dada mi posición, naturalmente no lo veía, pero pude constatarlo poco después.
No sé cuanto duró aquella corrida, nunca lo sabré con certeza, pero a mí me pareció eterna. Por fin, mi polla expulsó las últimas gotas, perdida totalmente la erección. Helen, cansinamente, descabalgó mi cara y se sentó en el borde de la cama, a mi lado, Se agachó y cogió su camisón, con el que se limpió la cara y el cuerpo de los restos de mi orgasmo. Después, se volvió hacia mí y con una mano me apartó el pelo sudoroso de la frente. Desvió sus ojos hacia abajo y con una sonrisa divertida llevó una mano hasta mi pene, que acarició dulcemente.

 

Vaya, parece que el jovencito ha perdido todo su vigor ¿eh? – dijo con sonrisa maliciosa.
Dame unos minutos y verás – dije yo acariciando uno de sus pechos con mi mano – ¡Joder, qué tetas tienes!.

 

Ella, sonriente, se inclinó sobre mí, de forma que sus pechos quedaron al alcance de mis labios. Yo, sin dudar, comencé a lamerlos y acariciarlos con las manos. Eran simplemente magníficos. Así estuvimos un rato, yo estimulándola, excitando sus pechos, lo que le arrancaba gemidos de placer y ella haciendo lo propio con su mano sobre mi miembro, que poco a poco iba recobrando su máxima expresión.
Cuando mi polla estuvo bien dura, Helen se separó de mí. Yo me eché a un lado en la cama, dejándola que se tumbara. Me quedé unos instantes contemplándola, ¡Dios, qué hermosa estaba! Sin duda, leyó la admiración en mis ojos, lo que la turbó levemente. Asió con delicadeza mi muñeca y me atrajo hacia sí.

 

Ven – susurró.

 

Yo me dejé arrastrar. Me coloqué despacio entre sus piernas y poco a poco recosté mi cuerpo sobre el suyo. Entonces la besé. Fue un beso tierno, dulce, suave, con deseo pero sin prisa, profundo pero con amor. En ese momento puedo jurar que amé a Helen y creo que ella a mí también. Segundos después nuestras bocas se separaron, fue como un sueño.
Sin decir nada, me incorporé un poco, agarré mi polla y la apunté bien a la entrada de su gruta. Estaba muy dilatada y mojada, por lo que entró sin ningún problema.

 

Ahhhh- un dulce gemido escapó de sus labios.

 

Lentamente, comencé a empujar, dentro, fuera, dentro, fuera… Ambos gemíamos de placer, estaba siendo un polvo muy suave, como si toda la lujuria de antes hubiese sido olvidada. No estábamos follando, hacíamos el amor. Pero aquello no duró. Poco a poco el placer fue nublando nuestros sentidos, y la lujuria fue ganándole la partida al amor. Fui incrementando el ritmo de las embestidas, nuestros gemidos subían de volumen, hasta transformarse en gritos, las caricias se convirtieron en auténticos estrujones, se convirtió en sexo salvaje.

 

¡Vamos cabrón! ¡Más fuerte! ¡No te pares! – chillaba ella.
¡Te voy a romper el coño! – aullaba yo.
¡Sí, eso! ¡Rómpeme el coño!

 

Me dolían incluso los brazos por el ritmo tan feroz que estaba imprimiendo. Creo que en este rato ella se corrió una o dos veces, pues empezó a gritar más fuerte, aunque no puedo asegurarlo, pues mi cabeza estaba completamente ida, no razonaba.
Me incorporé entonces, quedando de rodillas y, sin sacársela, levanté sus piernas apoyándolas en mis hombros, es decir, ahora se la metía por detrás, aunque ella seguía tumbada boca arriba. En esta postura, mis embestidas eran aún más violentas, pues podía echar el cuerpo hacia delante, doblándose ella como una pinza. Sus muslos estaban apoyados contra sus propios senos, mientras yo la embestía sin piedad.

 

¿Te gusta? ¿Te gusta esto, puta?
¡SÍ! ¡Cabrón! ¡Sigue!

 

Un polvo absolutamente salvaje. Ella se corrió otra vez, farfullando como poseída. Yo decidí cambiar de postura nuevamente, ya que los segundos que invertíamos en ello hacían que me calmara un poco, para poder alargar así mi propio orgasmo, pues desde luego yo no quería que aquello acabara. Así pues, se la saqué del coño, y dándole una fuerte palmada en el culo le grité:

 

¡Boca abajo, puta!

 

Ella no tardó ni un segundo en girarse. Tomándola por la cintura, hice que levantara un poco el culo, poniendo una almohada bajo su ingle. De esta forma, su culo quedaba en pompa y su coño se me ofrecía tentador. Sin demorarme un segundo más, volví a hundírsela en el chocho hasta las bolas, reanudando mi furioso vaivén.

 

¡Toma, zorra, toda para ti!
¡Sí, así, asíiiiii! – aullaba ella.

 

Noté que mi orgasmo se aproximaba. Rápidamente, se la saqué del coño, y colocándola entre sus nalgas (como una salchicha entre dos rebanadas de pan) comencé a frotarla vigorosamente, con lo que por fin mis huevos entraron en erupción. Fue una corrida muy buena, pero no tan salvaje como la anterior. Mi polla disparaba pegotes de semen que iban a aterrizar sobre su culo, su espalda e incluso sobre su pelo.
Tras la corrida, me recosté sobre su espalda, recuperando el resuello. Los dos respirábamos agitadamente, sudorosos. Me dejé caer lentamente a su lado, quedando sentado junto a su trasero. Ella siguió a cuatro patas, sobre la almohada, con el rostro hundido contra el colchón, tratando de recuperar el aliento. Yo comencé a acariciarle el culo, mientras un insidioso pensamiento penetraba en mi calenturiento cerebro.

 

Helen – dije.
¿Ummm?
¿Te la han metido en el culo alguna vez? – pregunté mientras le separaba las nalgas, echando un vistazo a su ojete.

 

Ella giró la cabeza con los ojos chispeantes.

 

Pero, ¿aún quieres más? – dijo sorprendida.
Ahora no – respondí – pero dentro de cinco minutos…
Eres un guarro – me dijo con sonrisa pícara.
Me lo dicen mucho.

 

Me arrodillé tras ella y separándole las nalgas comencé a humedecer su ano con la lengua. Le metí primero un dedo y poco después otro, sin parar de estimularla. Mi pene (ah, gloriosa juventud) que tras el polvo anterior no había perdido por completo la erección, no tardó en reponerse. Cuando juzgué que Helen estaba lista, unté mi polla con sus flujos, y apoyé la punta en su ano.

 

Ten cuidado – susurró.
Tranquila.

 

Poco a poco fui penetrándola por el culo. Era una vía muy estrecha, pero se notaba que no era la primera vez que se usaba. Mi polla fue penetrándola lentamente, hasta que mis huevos quedaron apoyados contra sus nalgas. Era bastante diferente a cuando se lo hice a mi tía Laura, pues se notaba que a Helen no le dolía demasiado, sino que solamente lo disfrutaba.

 

¿Te duele? – le pregunté algo sorprendido.
En absoluto – respondió ella – pero no seas tan bestia como antes.
Descuida.

 

Con delicadeza, inicié el movimiento de mete-saca. Se veía que a Helen le encantaba que la encularan, a juzgar por los gemidos y grititos que escapaban de su garganta. Ella apretó fuertemente su rostro contra el colchón, mientras que sus manos estrujaban las sábanas hasta tal punto que noté que sus nudillos se ponían blancos de la fuerza que hacía.
Su ano era muy estrecho, ceñía mi polla con fuerza. Aunque le había prometido no hacerlo, la excitación fue nublando mi mente, por lo que empecé a bombearla cada vez más rápido.

 

Uf, uf – resoplaba yo.
Sí, así – gemía Helen.

 

El ritmo poco a poco fue haciéndose vertiginoso. Sin querer, fuimos abandonándonos de nuevo al placer, sin pensar, se trataba solamente de follar.

 

¡Sí, así, cabrón, dame más fuerte! – gritaba Helen.
¿Te gusta zorra? ¡Pues toma!

 

Al tiempo que empujaba, comencé a azotarle el culo con la palma de la mano. Puedo jurar que contra más fuerte daba, más altos eran sus aullidos de placer, lo que inexplicablemente, me volvía loco de excitación.

 

¡Toma, puta, toma! – gritaba mientras le daba tan fuerte con la mano que le dejaba marcas rojas en la nalga.
¡¡Más cabrón!! ¡Dame más! ¡Pareces maricón!

 

Contra más me gritaba, más fuerte bombeaba yo y más duros eran mis azotes. Aquella mujer era una máquina de follar. A juzgar por sus gritos, se corrió dos o tres veces más, instantes que aprovechaba para insultarme y gritarme en todos los idiomas que conocía, incluso me llamó cosas en español que yo jamás había oído.
Aquello era demasiado para mí, mi corrida no se hizo esperar. Se la saqué del culo, y agarrándomela por la base, procuré que toda la leche aterrizara sobre ella. Tras correrme, caí casi inconsciente a su lado. En mi vida había estado tan cansado. Ella levantó un poco el cuerpo, y acercándose a mí, me dio un tibio beso en los labios.

 

Tenías razón, eres increíble – me dijo.
Tú también – respondí.

 

Sacamos la almohada de debajo suya y nos abrazamos, quedando pronto profundamente dormidos. Horas después, Helen me despertó, indicándome que era mejor que mis padres no me pillaran allí por la mañana. Me levanté tambaleante y recogí mi pijama y mi almohada.

 

Te acompañaría a tu cuarto – me dijo – pero dudo que mis piernas me sostuvieran ahora.

 

Yo, sonriendo, la besé en los labios. Salí del cuarto y cerré la puerta tras de mí. Me dirigí con paso cansino hacia mi cuarto mientras pensaba:
– Bendita tormenta.
Continuará.
TALIBOS
 
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