Cuántas veces hemos oído que la vida te da siempre una nueva oportunidad. En mi caso, me la dio cuando menos me la esperaba y de quien menos me lo merecía. Como muchos sabéis, soy mexicano aunque llevo viviendo muchos años en Madrid, no estoy muy orgulloso de mi última época en mi país porque con un matrimonio que se tambaleaba, busqué el consuelo en la juerga. Aprovechando mi situación económica, me hice de una fama de hombre apunto del divorcio para acaparar amiguitas, que convencidas de que tarde o temprano me separaría, hacían cola para estar en una posición privilegiada cuando eso ocurriera.
En ese tiempo y todavía hoy la diferencia entre clases sociales es enorme. Mientras la clase obrera estaba y está pésimamente pagada, los ejecutivos cobran como en Europa. El resultado es que por ejemplo en mi caso, yo cobraba lo mismo que treinta de los operarios a mi cargo. Para que os hagáis una idea, el salario mínimo en México es de 67.29 pesos diarios, unos 3,75 euros, lo que supone que con todas las pagas al mes ganen unos 2.500 $, alrededor de los 140 €. Un directivo que gane un salario alto pero no escandaloso para la óptica española, 7.000 €, realmente está embolsándose lo que medio centenar del salario de sus compatriotas más humildes.
Si tomamos en cuenta que los lujos están a precios europeos, un todoterreno de alta gama cuesta lo que ¡Un operario gana en 24 AÑOS!. Porque os cuento esto:
Fácil porque si como en mi caso, conseguía que una muchacha me acompañara a un día de juerga, en solo doce horas, me gastaba lo que su padre ganaba en dos meses y sin ser puta, se quedaba apabullada por mi nivel de vida. Es como si en Madrid, a cualquier hija de vecino le llega un tío y se la lleva a Paris a desayunar, comen en Roma, cenan en Londres y duermen Berlín, llegando al día siguiente a tiempo para ir a la universidad.
¡Así son las diferencias sociales! y ¡Yo me aproveché de ello!
Con treinta años y desde el punto de vista mexicano, montado en el dólar, no me costó hacerme con una serie de jóvenes que suspiraban cada vez que las llamaba.
Una vez hecha esta aclaración, os paso a narrar la historia de cómo mi pasado me vino a buscar a mi exilio dorado español:
Estaba una tarde en mi oficina de la calle Habana, cuando mi secretaria me informó que tenía visita. Al preguntarle quien venía a verme, medio preocupada, me contestó:
-Una jovencita mexicana que dice que tiene que hacerle una sola pregunta.
Me extrañó que fuera tan poco precisa pero  por su tono, comprendí que al ser de mi país de origen  se imaginaba que era un tema personal  por eso decidí acceder a verla y no dilaté su espera.
Dos minutos después cuando Alicia volvió acompañada de una preciosa morena, creí que estaba viendo un fantasma. Aunque fuera imposible porque habían pasado casi veinte y cuatro años, la mujer que le acompañaba era la Olimpia que recordaba. Casi temblando, pedí a mi secretaria que nos dejara,  sin ser capaz de retirar mis ojos de la joven porque no era posible que fuera mi antigua amante. El recuerdo de las noches que pasé junto a ella, me vino de golpe a la mente:
“No puede ser ella”, me dije, “hoy en día, Olimpia debe tener cuarenta y cinco”.
 Os juro que era como si el pasado me viniera a tocar mi puerta y mientras trataba de asimilar su presencia, le pedí que se sentara diciendo:
-Siéntese señorita-
La cría, tan cortada como yo, se aposentó en la silla y durante un minuto fue incapaz de mirarme a la cara. Cuando se hubo serenado, me dijo con voz avergonzada:
-Me llamo  Lupe  y soy la hija de Olimpia Gil. ¿Sabe de quién hablo?
Sus palabras lejos de tranquilizarme, me aterrorizaron porque aún me sentía culpable de como habíamos terminado. Enamorado de ella, la había dejado cuando me vine a España. Me pareció más importante el trabajo que me ofrecían y mi esposa que esa vana ilusión. Por mucho que me rogó, me negué a abandonar a María y  por eso la dejé tirada allá en Veracruz.
-Por supuesto que sé quién es. Tu madre fue alguien muy importante de mi pasado- contesté y tratando de agilizar el mal trago, le pregunté que necesitaba de mí.
-Quiero hacerle una pregunta- respondió y tomando fuerzas, me dijo: -¿Es usted mi padre?
Esa era la misma cuestión que me estaba reconcomiendo desde que supe de quien era hija y buscando escabullirme, le contesté:
-¿No debería preguntárselo a ella?
-No puedo, murió el mes pasado- dijo echándose a llorar.
El dolor de la cría me desarmó y por eso directamente, pregunté:
-¿Qué edad tienes?
-Veintitrés años- me respondió alzando su mirada.
 
Su respuesta me dejó helado porque de haber estado embarazada cuando la dejé, esa niña podía ser mi hija y por eso, cogiendo un vaso de agua, pegué un buen sorbo antes de contestar:
-Sinceramente, ¡No lo sé! Las fechas coinciden pero lo dudo porque tu madre me hubiese informado.
Mi franqueza le dio alas para decirme enfadada:
-Si conociera a mi madre, sabría que nunca se lo hubiese dicho porque no era el tipo de mujer que retiene a un hombre que no la quiere.
-Tienes razón en lo que respecta a Olimpia pero quiero que sepas que yo si la quería, pero no tuve el valor de quedarme con ella- reconocí con el corazón destrozado-. Fue entonces cuando una parte desconocida de mí salió del dolor y cogiéndola de la mano, le dije: -Una vez dejé a la persona que más quería por miedo, ahora que soy viejo, te digo ¡No volveré a escabullir mis responsabilidades!
La morenita sonrió al escucharme y me soltó con voz dulce:
-No le pido nada. Solo quiero saber mi origen.
Ante semejante respuesta no pude más que decirle:
-Si eres mi hija, te reconoceré como tal.
La muchacha al escucharme se echó a llorar desconsoladamente y al cabo de un rato, cuando se hubo tranquilizado, me confesó que sabía de lo mío con su madre gracias a un diario que descubrió al morir y que en él, Olimpia me describía como un hombre bueno. 
-¿Entonces? ¿Ese diario dice que soy tu padre?
-No. Mi madre dejó de escribir cuando usted la abandonó.
Tratando de recapacitar, me puse a pensar en lo que había sido mi vida desde que partí de México y aunque en lo profesional, me había ido bien, en lo personal fatal. Me separé de María a los diez años de llegar y como durante mi matrimonio no habíamos tenido descendencia, llevaba quince viviendo solo. Si realmente esa cría era mi hija, nada me retenía para darle el puesto que se merecía y por eso sacando de mi interior unos principios que no sabía ni que tenía, le pregunté donde se estaba quedando:
-En una pensión del centro.
Al oírla, comprendí que por bueno que fuera ese lugar, mi chalet debía de ser mejor:
-¿Por qué no te quedas en mi casa mientras averiguamos si eres mi niña? – le solté.
-No quiero ser una carga- dijo esperanzada por la oferta.
-¡Tonterías!- respondí. –Aunque al final no sea tu padre, no puedo permitir que la hija de Olimpia se quede en una mugrienta pensión.
 Dando su brazo a torcer, aceptó mi proposición y por eso, dejando todo, la acompañé a recoger su equipaje de la habitación que tenía alquilada. Ya en el coche, me la quedé observando. La puñetera cría tenía la misma belleza de su madre pero fijándome bien era más alta y sus ojos tenían un color dorado que no reconocí como maternos:
“¡Son como los de mi madre!”, pensé y ya convencido de mi paternidad, os reconozco que empecé a encariñarme con ella.
Lupe por su parte resultó ser una chavala simpática y cariñosa, deseosa de conocerme en persona. En un momento dado, cuando ya íbamos cerca de sol, le pregunté cómo había fallecido Olimpia:
-De cáncer- contestó lacónicamente.
Su breve respuesta me dejó desolado al ser consciente de que había muerto en la flor de la vida y encima por una dura enfermedad:
“Solo tenía ocho años menos que yo”, mascullé entre dientes deseando dar marcha atrás al reloj.
La angustia de lo que había perdido me golpeó en la cara y avergonzado, no pude reprimir  que unas lágrimas brotaran de mis ojos.  Su hija se conmovió al verlas y cogiendo mi mano, me dijo:
-Mi madre tenía razón en su diario. ¡Usted la quería!
La congoja se apoderó de mí y ya llorando a moco tendido, golpeé el volante con mi puño.
-Fui un mierda- le confesé destrozado. –Olimpia fue lo mejor que me ocurrió en la vida y tengo que darme cuenta cuando ya no puedo hacer nada por remediarlo.
Sin saber que decir, Lupe se quedó callada el resto del camino y solo cuando ya había aparcado, se atrevió a decir:
-¿Por qué no volvió por ella?
-Cuando quise, pensé que era tarde y que se habría casado.
-Nunca lo hizo. Se dedicó a cuidarme y aunque tuvo muchos pretendientes, no quiso que entraran en casa.
La certeza que  me equivoqué al abandonarla, se multiplicó por mil al percatarme de que nuevamente había errado al no volver por ella.  Fue entonces cuando ya plenamente decidí no volverlo a hacer y que me ocuparía de nuestra hija.
Tal y como había previsto, la pensión resultó un lupanar lleno de putas y malvivientes.  Comprobar que al menos no iba desencaminado, me alegró y recogiendo su ropa, desaparecimos de ese tugurio sin mirar atrás.  Fue al cargar su maleta cuando me di cuenta de que esa niña había quemado sus naves porque, si como me imaginaba era de clase humilde, había traído todas sus pertenencias a España. No hice mención a ello y enfilando rumbo a mi casa, intenté averiguar si había estudiado:
-Empecé la carrera de Finanzas pero la tuve que dejar cuando mamá enfermó.
-Por eso no te preocupes, en Madrid hay muy buenas universidades- contesté asumiendo que me iba a ocupar de que esa bebé completara su formación a mi cargo.
Mi tácita oferta sacó una sonrisa de su rostro y al verla sonriendo, me recordó nuevamente la alegría innata de su difunta progenitora. Curiosamente, por primera vez su recuerdo fue alegre porque recordé cómo la había conocido…


….Aunque había pasado mucho tiempo, me parecía que fue ayer cuando en la entrega de unos premios, el festejado insistió en que me sacara unas fotos con las edecanes que había contratado. Al principio me negué sin darme cuenta que una de ellas se tomaba mi renuencia mal, pensando que era un maleducado pero la insistencia del tipo hizo que al final accediera a hacerlo.  Esa fue la primera vez que la vi y aunque era un monumento de mujer, os juro que nunca pensé ni siquiera en echarle los tejos porque equivocadamente pensé que era la consentida de uno de esos ricachones.
Afortunadamente a la semana, un amigo me invitó a comer camarones en un local cerca de la fábrica donde trabajaba y cuando llegué me sorprendió ver que junto a él estaban sentadas dos de las azafatas con la que me había hecho la foto. Sin saber que para ella yo era un patán clasista, me senté a su lado y presentándome nuevamente, le pregunté su nombre:
-Olimpia Gil- respondió secamente.
Os confieso que ni siquiera me percaté de ello, porque mis ojos estaban prendados en su belleza. Morena apiñonada, su pelo rizado cayendo por su cara le confería un aspecto aniñado que, en cuanto se levantó al baño, su culo prieto y sus perfectos pechos hicieron desaparecer como por arte de magia.
“¡Qué buena está!”, exclamé mentalmente al admirar el modo tan sensual con el que meneaba su trasero.
Decidido a conquistarla, pregunté a mi conocido si estaba libre.
-Eso creo- me dijo mientras intentaba ligarse a su compañera.
Mirándola de reojo, comprendí que aunque Araceli era una preciosidad de origen italiano, no tenía nada que hacer contra su amiga. Si bien era guapa de cara y con un cuerpo estupendo lleno de curvas, Olimpia con su figura le llevaba la delantera. Con un porte aristocrático a pesar de su origen humilde, en cuanto sonrió pareció que se iluminarse la palapa de ese restaurante.
Ya ensimismado con ella, la atracción que sentía se incrementó al llegar un viejo cantante al lugar, porque llamándolo hasta la mesa me dijo:
-Ya que el otro día fuiste tan sangrón, invítame a una canción.
Sin saber que se convertiría en nuestra canción, le pregunté cual quería:
-Mujeres divinas- contestó divertida.
La perfección de sus rasgos se hizo todavía más maravillosa en cuanto empezó a cantar junto con el anciano. Dotada de una voz dulce, parecía un ángel recién caído a la tierra.  A partir de ese momento fui su más fiel admirador y supe que de alguna forma tenía que conseguirla. No sé si fueron las copas o qué pero lo cierto es que al cabo del rato, Olimpia cambió su opinión de mí y empezó a tontear conmigo.
La primera vez que me cogió entre sus manos, creí estar en el paraíso y sin importarme que me vieran, intenté besarla. Ella retiró su cara al ver mis intenciones y soltando una carcajada, me dijo:
-No te resultará tan fácil conquistarme, todavía sigo enfadada contigo.
Al preguntarle el motivo, me contó que se había sentido humillada cuando me negué a tomarme esa foto y por mucho que la intenté explicar que lo había hecho exactamente porque me parecía que el festejado se estaba pavoneando de ellas, no dio su brazo a torcer.
-Fui un cretino- tuve que admitir.
Al escuchar mi confesión, me cogió de la barbilla y depositó en mis labios el beso más tierno que jamás sentí.  Y desde entonces, caí prendado por ella……
-¿Está pensando en mi madre?- preguntó Lupe sacándome de mi ensoñación.
-¿Cómo lo sabes?- respondí.
-¡Está sonriendo! ¡Ella siempre conseguía que olvidara mis penas! y por lo que veo a usted te ocurre lo mismo.
Con esa sencilla frase, esa muchacha demolió mi precoz alegría y retornando mi angustia llegué a mi casa. Ya estaba metiendo el coche en el garaje cuando un poco asustada me preguntó quién le iba a decir a mi esposa que era ella.
-Llevo quince años divorciado- contesté sin darme cuenta que esa noticia le había sacado una sonrisa.
Tras lo cual, le mostré la casa y llevando su ropa hasta la habitación de invitados, la informé de que a partir de ese día ese era su cuarto. Agradeciéndome mis atenciones me preguntó a qué hora cenaba.

-A las nueve- y viendo por sus ojos que tenía hambre, la acompañé hasta la cocina donde se la presenté a la cocinera diciendo: -Ana te presento a Lupe- y sin saber que más decir, le pedí que le diera de merendar, para acto seguido decirle que me iba a mi cuarto a repasar unos asuntos.

En mi habitación recuerdo a su madre.
Encerrado entre las cuatro paredes donde dormía, me dejé llevar por mis recuerdos y en un principio, solo vino a mi mente la imagen de nuestra última discusión cuando le dije que iba a cruzar el charco y que no la llevaba conmigo. Todavía hoy recuerdo su cara de dolor cuando en mi coche me rogó que no la dejara sola. Comportándome como un cerdo, le mentí diciendo que en cuanto llegara a Madrid me divorciaría de mi mujer y volvería  a por ella. Hoy sé que esa promesa se la hice por un doble motivo, para calmarla pero sobre todo para dejar una puerta abierta por si lo mío con María terminaba como terminó.
¡Pero cuando acabó fue tarde! Y ¡No volví por ella!
Avergonzado por mi actitud, recordé como al principio la había estado llamando todas las semanas hasta que la distancia fue alargando el tiempo entre ellas y a los seis meses ya solo la llamaba de pascuas a ramos.
-¡Fui un capullo!- dije en voz alta, tratando que esa confesión sirviera de algo.
La sensación de fracaso me hizo tambalear y deseando limpiarme de esa horrible sensación, decidí tomar una ducha. Bajo el chorro de agua, lloré su pérdida durante largos minutos hasta que desahogado salí del baño. Una vez seco, quise recordarla primera vez en que estuvimos juntos en la misma cama. Después de tantos años, tuve que hacer un esfuerzo:
-¡Fue en Veracruz!-  exclamé al acordarme….


 
……Llevaba quedando con ella unas dos semanas y aunque nos dábamos algún que otro beso y algún que otro achuchón, nunca habíamos dormido juntos. Sin planearlo, me surgió una reunión en la capital del estado y aprovechando que tenía que ir, le pregunté si me acompañaba.
Olimpia aceptó de inmediato y a las ocho de la mañana de ese día, la recogí cerca de su casa. La muchacha vivía en un fraccionamiento del Infonavit, lo que en España conocemos como de protección oficial. Siendo un barrio de clase baja, mi flamante Cadillac no pasaba inadvertido. Tratando de que sus vecinas no empezaran a hablar de ella, me pidió que la recogiera en la esquina.
Al llegar la vi sentada en la parada del autobús y su belleza era tal que los viandantes que pasaban por esa calle, aminoraban el paso para mirarla:
-¡Menudo bombón!- mascullé entre dientes dentro de la seguridad de mi automóvil.
Vestida con un coqueto vestido de verano, parecía aún más joven. Todo en ella era perfecto, su rostro, su cuerpo pero sobre todo su culo que aunque todavía no lo había probado, supe que algún día sería mío. La morena al verme aparecer, se dio prisa en meterse en el coche para evitar habladurías y solo cuando habíamos salido a la autopista, se permitió el lujo de darme un beso diciendo:
-¿Dónde me vas a llevar?
Su alegría juvenil se me contagió y soltando una burrada, le dije:
-Directamente al hotel.
Esa frase debía haber provocado que Olimpia me pidiera que la llevase de vuelta a su casa pero en contra de la lógica, me soltó:
-¿Pero no tenías una cita?
Comprendiendo que tenía razón, me inventé una excusa:
-Si pero como voy a tardar dos horas, había pensado que te quedaras en la alberca mientras yo iba con esos pesados.
Fue entonces cuando la muchacha sonriendo me contestó:
-No tengo traje de baño.
-Por eso no te preocupes. Allí te compro uno.
La hora que se tardaba desde la ciudad donde vivía al puerto se me hizo eterna porque esa cría había aceptado pasar conmigo la noche en un hotel y por eso no pude dejar de anticipar el placer que obtendría entre sus piernas. Nada más llegar a Veracruz, me dirigí al Camino Real y tras inscribirnos en la recepción, la acompañé a comprar en una de sus tiendas un bikini.
Un tanto cortada, eligió uno horroroso porque era el más barato pero optando yo uno mucho más aparente, le pedí que se lo probara. Quejándose de que era muy caro, aceptó en cuanto la amenacé con llevarla de vuelta a nuestra ciudad y se lo fue a probar. Cuando salió me quedé babeando al verla con él puesto. Su cuerpo moreno era aún más impresionante de lo que me había imaginado:
Sin una gota de grasa, ¡Esa mujer era una diosa!
La escueta tela de esa prenda lejos de tapar su belleza, la realzaba y no pudiendo evitarlo me quedé mirándola. Olimpia al sentir la caricia de mis ojos, me lo modeló diciendo:
-¿Estoy guapa?
-Sí- contesté mientras bajo mi pantalón mi apetito crecía sin control.
Sabiendo que tenía que darme prisa para no llegar tarde a mi cita, la dejé junto a la alberca, diciéndole que pidiera lo que quisiera y que lo cargaran a nuestra habitación. Tras lo cual me dirigí a ver a mi cliente. Como comprenderéis y aceptareis, despaché rápidamente a ese tipo y en menos de una hora, estaba de vuelta.
La encontré medio dormida en una tumbona, lo que me permitió observarla sin que ella fuera consciente. Sentándome a su lado, mis ojos se recrearon en su cuerpo. Empezando por sus pies, no dejé un centímetro de su anatomía fuera de mi examen. Se notaba a la legua que esa morena hacía ejercicio porque la firmeza de su cuerpo así lo reflejaba. Sus largas piernas eran un prodigio que anticipaba de alguna forma la rotundidad de su trasero. Con unas nalgas de ensueño, Olimpia no podía negar que, aunque fuera en un porcentaje mínimo, por su sangre corrían genes de raza negra.
“¡Dios! ¡Cómo está la niña!!”, pensé justo en el momento que se dio la vuelta para tomar el sol de frente.
Su nueva posición me mostró que si su parte trasera era impresionante, la delantera no le iba a la zaga. Dotada de unos pechos en punta, su delgadez los hacía todavía más atractivos. Fue entonces cuando me descubrió mirándola y con una sonrisa, me preguntó cómo me había ido.
-Bien- respondí con mis ojos fijos en sus senos.
Olimpia al sentir la caricia de mi mirada, no pudo reprimir que involuntariamente sus pezones se le pusieran duros y tratando de que no me diera cuenta, se volvió a dar la vuelta mientras me pedía que le echase crema en la espalda. No tuvo que repetírmelo y cogiendo el bote, empecé a embadurnarle con ella. Os juro que cuando puse mis manos sobre su piel, supe que había encontrado un tesoro.
Su tacto suave era tan cautivante que convertí esa acción en un sensual masaje. Empezando por su cuello, mis dedos recorrieron cada musculo de su espalda hasta que se toparon con el tirante de su tanga. Al principio no me atreví a traspasar esa frontera pero tras un minuto tanteando al ver que no se quejaba, me dediqué a esparcir la crema por sus cachetes.
Un inaudible suspiro me confirmó que le gustaba sentir mis manos en su trasero y dominado ya por la calentura,  probé a acercar mis yemas a su sexo. En cuanto mis dedos rozaron su bikini, descubrí que la humedad la envolvía. Dicho descubrimiento provocó que mi pene se pusiera erecto y sin prever las consecuencias de mis actos,  empecé a acariciar su coño por encima de la tela.
-Uhmm- escuché que gemía.
Actuando como un inconsciente, le puse una toalla encima y tapando mis maniobras con mi cuerpo, empecé a masturbarla. Mi pareja al sentir que me apoderaba de su sexo, se dio la vuelta separando sus rodillas para que facilitar mis caricias.  Mis dedos no tardaron en descubrir que bajo ese tanga, Olimpia llevaba su vulva casi depilada por completo y que solo un breve triángulo de pelo púbico daba entrada a su coño.
Separando sus pliegues, me encontré con su clítoris totalmente hinchado y cuando con mis yemas lo acaricié, la morenita se mordió los labios intentando no chillar. Su entrega me permitió incrementar mis mimos, de manera que en menos de cinco minutos, observé como se corría.
Una vez se hubo repuesto del orgasmo, me miró con una sonrisa diciendo:
-¿Por qué no me llevas a la habitación?
Ni que decir tiene que no hice ascos a esa propuesta y cogiéndola de la cintura, entré con ella en el hotel. Ya en el ascensor, la modosa chavala se comportó como una mujer ardiente, besándome sin parar mientras pegaba su sexo al mío pero fue al llega a nuestro cuarto cuando realmente se convirtió en un volcán en plena erupción. Ni siquiera esperó a que cerrara la puerta, poseída por una pasión sin igual, comenzó a desabrocharme el pantalón y sacando mi miembro, quiso mamármelo. No la dejé, dándole la vuelta, le bajé el tanga y sin más prolegómeno, la ensarté violentamente. Olimpia chilló al experimentar por primera vez que era yo quien la follaba y facilitando mis maniobras, movió sus caderas mientras gemía de placer.
-Me encanta!- berreó y de pie, apoyando sus brazos en la pared, se dejó tomar sin quejarse.
Desde el inicio , mi pene se encontró con su sexo encharcado y por eso no me costó que campeara libremente mientras ella se derretía a base de pollazos.
Olimpia, gritando en voz alta, se corrió cuando yo apenas acababa de empezar y desde ahí, encadenó un orgasmo tras otro mientras me imploraba que no parara. Asiendo sus pechos entre mis manos, forcé mi ritmo hasta que su vulva se convirtió en un frontón donde no dejaban de rebotar mis huevos.
-¡Dios mío!- aulló al sentir que cogiéndola en brazos, la llevaba hasta mi cama sin sacar de su interior mi extensión y ya totalmente entregada, se vio lanzada sobre las sábanas. Al caer sobre ella, mi pene se incrustó hasta el fondo de su vagina y lejos de revolverse, recibió con gozo mi trato diciendo: -¡Cógeme!-
No tuvo que insistir y pasando sus piernas a mi cuello, levanté su trasero y la seguí penetrando con más intensidad. Fue entonces cuando dominada por el cúmulo de sensaciones, se desplomó mientras su cuerpo, preso de la lujuria, se retorcía estremecido. Satisfecho por haberla llevado hasta esas cotas, me dejé llevar y derramando mi simiente en su interior, me corrí sonoramente.
Agotado, me tumbé a su lado y mientras descansaba, me fijé que la muchacha sonreía con los ojos cerrados. Su piel morena resaltaba contra la blancura de la mía y acariciando su melena llena de rizos, le dije de broma:
-A mi lado pareces mulata.
Siguiéndome la guasa, se mostró indignada y poniendo en su cara un gesto de asco, me dijo:
-Yo soy trigueña, eres tú el que parece enfermo.
Divertido, le di la vuelta y le solté un azote. Olimpia pegando un gritó, se volteó diciendo:
-Para eso son, ¡Pero se piden!

Su rostro no reflejaba enfado sino alegría y abrazándola, la besé temiendo  enamorarme de ella…

La cena con mi supuesta hija:
Fue Lupe la que paró de golpe mis recuerdos, tocando a mi puerta:
-Don Armando, son la nueve y cuarto. ¿No va a bajar a cenar?
-Ahora bajo- respondí terminándome de vestir.
Al llegar al comedor, mi supuesta hija estaba ayudando a Ana a poner la mesa y desde la puerta, me quedé observándola. Lupe tenía el mismo cuerpo de su madre. Alta delgada y con un culo estupendo tenía todos los requisitos que exigía para que una mujer me resultara atractiva pero por algún motivo no podía verla como mujer sino como niña.
“Puedo ser su padre”, me dije al comprobar que lejos de sentirme atraído por ella, era otro sentimiento el que me provocaba y tratando dar sentido a ello, comprendí que debía despejar mis dudas sobre su paternidad.

Tratándome con un exquisito cariño, me pidió que me sentara mientras ella traía la cena. Al verla salir por la comida, nuevamente me puse a rememorar el día que conocí a su abuela….

… Llevaba saliendo con Olimpia un par de  meses, cuando me pidió que le acompañara ese fin de semana a la comunión de su prima. Aunque ya había asumido que esa cría me gustaba, me pareció fuera de lugar aparecer en ese festejo familiar.
Tratando de escaquearme, le dije:
-¿Sabe tu madre que estoy casado?
Soltando una carcajada, me dijo que sí pero que no me preocupara porque para ella, yo solo era un buen amigo. Aún sabiendo que eso no se lo creía ni mi abogado, accedí al ver la ilusión que le hacía que su familia me conociera.
“Sé que me voy a arrepentir”, pensé mientras aceptaba.
El día de la fiesta, conseguí no ir a la iglesia pero no me quedó más remedio que ir a la casa de su tía Lupe a festejar a la chiquilla. Allí, Olimpia me esperaba en la puerta y nada más entrar me presentó a la hermana de su madre. Siendo la menor de las tres, Lupe era de mi edad. Bajita, con buen tipo, pero bajita, era la reproducción en pequeño de su sobrina.
Desde el primer momento me acogió con cariño y me llevó a presentarme a su hermana, la madre de mi morena. Doña Cruz resultó ser una mujer tan alta como su hija a la que los años habían tratado mal. Con un marido en los estados Unidos y otros tres hijos, esa señora no era ninguna tonta y por eso en cuanto me la presentaron me llevó a una esquina y me dijo:
-Solo le pido que sea bueno con Olimpia.
Su tono serio me dejó claro que no se creía la versión que le había dado su hija sobre mí. Manteniendo una distancia, supe que a partir de ese día esa mujer aceptaba sin hacerle gracia que su niña fuera, lo que llaman en México, mi mantenida. En cambio sus dos tías maternas me trataron con simpatía llegando a bromear conmigo sobre si no me consideraba un poco viejo para la muchacha.
-Le llevo ocho años, ¡Nada más!- me defendí.
Entonces, sentándose sobre mis rodillas, Olimpia se entrometió en la conversación diciendo:
-Armando, no te preocupes…¡Pareces mucho mayor!- y para recalcar sus palabras empezó a cantar una vieja canción de José José:
“Mentiras son todas mentiras
cosas que dice la gente, 
decir que este amor es prohibido 
que tengo cuarenta y tu veinte”
 La desfachatez que demostró, me hizo reír y olvidándome de la presencia de las dos hermanas de su madre, la besé. Devolviendo con pasión mi beso, me susurró al oído:
-No decías que no querías que supieran que eres mi hombre.
Al mirar a sus tías descubrí una complicidad que no desapareció durante los cuatro años que estuvimos juntos….


….Volví a la realidad cuando llegó con la cena. Luciendo la misma sonrisa de la que me enamoré y leyendo mis pensamientos, me dijo mientras servía la sopa:
-Mis tías le mandan saludos.
-¿Cómo están pregunté?- realmente interesado, no en vano, esas dos mujeres habían sido siempre agradables conmigo.
-Como siempre, siguen compartiendo la casa de la Poniente 31.
-¿Tampoco se han vuelto a casar?
-No- respondió- Lupe sigue con el mismo tipo mientras Toñi salta de un impresentable a otro.
-¿Y tu abuela?
Entornando sus ojos, me contestó:
-En los Estados Unidos con mi abuelo y luchando contra su diabetes.
Así de un modo agradable, me fue informando de la vida de su familia durante la cena. Habiendo acabado, me dijo que estaba cansada porque para ella era cerca de las cinco de la mañana y me pidió permiso para irse a dormir.
-Vete cariño- le dije.
Fue entonces cuando llegando a mi lado me pidió algo que me dejó helado. Medio avergonzada, me soltó:
-Don Armando, ¿puedo pedirle algo?
-Claro- respondí.
-¿Me podría dar un beso en la frente? ¡Quiero saber que se siente que un padre te dé así las buenas noches!
Aunque no tenía la certeza de que fuera mi hija, no pude negarme y al dárselo, salió corriendo hacia su habitación con los ojos llenos de lágrimas.
Una vez solo, la angustia de saber que si realmente yo era su progenitor era culpable de que no hubiese tenido una figura paterna me hizo casi llorar y yendo hasta el bar del salón, me puse un whisky con el que intenté ahogar mis penas. Pero lo único que consiguió fue que me pusiera a pensar en la increíble criatura que había sido su madre.
Si desde un punto de vista moral nuestra relación era una bajeza, lo cierto es que mi añorada Olimpia consiguió que algo deshonesto se convirtiera en una bella historia. Desde un principio, comprendió su papel y no me recriminó que siguiera viviendo con la que entonces era mi mujer. Creyó erróneamente que el tiempo haría que no pudiera vivir sin ella y que entonces dejaría a mi esposa.
Nunca llegamos a vivir juntos pero como por el aquel entonces, trabajaba de martes a jueves en el D.F., me pareció una buena solución que ella me acompañara todas las semanas. Los martes la recogía a las seis de la mañana en su casa y no la devolvía hasta el jueves en la noche, de forma que durante esos cuatro años, realmente fue mi segunda mujer intermitentemente.

Sentado en el sofá, me puse a recordar la primera vez que la llevé al apartamento que la fábrica me tenía alquilado en Las Lomas….

…Habíamos llegado a la capital ya tarde y por eso directamente nos fuimos a cenar a una taquería llamada  Iguanas Ranas que había al lado de la que a todos los efectos se convertiría en nuestro hogar.  Después de varias cervezas y algunos tacos, llegamos medio alegres a la puerta del piso y entonces bromeando, me pidió que la cogiera en brazos porque quería imaginarse que era mi mujer.
Olvidándome de lo que eso significaba la alcé y traspasé con ella el umbral del apartamento. En cuanto la bajé, no le di tiempo ni para respirar, y antes que pudiera echarse para atrás, me apoderé de sus labios mientras empezaba a desabrocharle el vestido. Como dos resortes, sus pechos saltaron fuera de su sujetador para ser besados por mí. Viendo que sus negras areolas me esperaban excitadas, di rápidamente cuenta de ellas.
Olimpia duras penas me bajó la cremallera liberando mi miembro de su prisión, gimiendo por la excitación. En cuanto tuvo mi sexo en sus manos, se arrodilló enfrente de mí y como si estuviera recibiendo una ofrenda sagrada, fue devorando lentamente en la boca toda su extensión, hasta que sus labios tocaron la base del mismo. Entonces le cogí de la melena forzándola a proseguir su mamada. Mi pene se acomodaba perfectamente a su garganta. La humedad de su boca y la calidez de su aliento hicieron maravillas. Mi agitación me obligó a sentarme en una silla, al sentir como las primeras trazas de placer recorrían mi cuerpo.
Con mis venas inflamadas por la pasión, sentí su lengua recorrer los pliegues de mi capullo. La excitación me fue dominando y ya sin recato alguno, separé mis piernas y agarrándole la cabeza, le introduje todo mi falo en su garganta.
La morena lo absorbió sin dificultad, y la sensación de ser prisionero en una cavidad tan estrecha hizo que explotara derramándome por su interior, mientras su dueña se retorcía buscando mi placer. Mi semen salió expulsado al ritmo de sus movimientos pero mi amante se lo tragó sin quejarse y sobre todo sin que al hacerlo disminuyera el compás de sus caricias, de forma que consiguió ordeñarme hasta la última gota, sin que al dejar de hacerlo quedara rastro de mi eyaculación.
Ya satisfecha  por haber conseguido cumplir sus dos caprichos, me llevó hasta la cama. Una vez me hube acomodado en el colchón, me pidió que me desnudara mientras ella iniciaba un sensual striptease ante mis ojos. Dejando caer una a una las prendas que cubrían su piel, Olimpia se fue quedando desnuda mientras, desde el colchón, yo la miraba. Por mucho que ya estuviera acostumbrado a su belleza, me excité y más cuando se tumbó junto a mí diciendo:
-Desde que te conocí, supe que era tuya- y pegando su cuerpo, me besó mientras se restregaba buscando calmar la calentura que la dominaba.
Sin preguntarme, intentó introducir mi pene en su sexo pero separándola, le dije:
-Déjame a mí-.
Deseando que esa noche fuera algo especial, la coloqué frente a mí y olvidándome de su urgencia, la fui besando y mordiendo su cuello con lentitud. La increíble belleza de sus pechos se me antojó aún más perfecta al percatarme que sus pezones esperaban erectos mis mimos. Acercando mi lengua a ellos, jugué con los bordes de su areola antes de introducírmela en la boca. Satisfecho, escuché a la morena suspirar cuando sin importarme que fuera moral o no, mamé de sus tesoros.
No contento con ello, fui bajando por su cuerpo sin dejar de pellizcar sus pezones. La mujer al sentir que me aproximaba a su sexo, abrió sus piernas. Verla tan dispuesta, me maravilló y dejando un rastro húmedo, mi boca se entretuvo en la antesala de su pubis, mientras ella no dejaba de suspirar. Mi pene ya se encontraba a la máxima extensión cuando probé su flujo directamente de su sexo.
No me había apoderado de su clítoris cuando de su interior brotó un río ardiente de deseo. Llorando me informó que no podía más y que necesitaba ser tomada. Sonreí al oírla y haciendo caso omiso a sus ruegos, me dediqué a mordisquear su botón mientras mis dedos se introducían en su vulva. Como si hubiese dado el banderazo de salida, el cuerpo de Olimpia empezó a convulsionar al apreciar los primeros síntomas del orgasmo. Convencido que de esa primera noche iba a depender que esa mujer se rindiera a mí, busqué su placer con mi lengua y bebiendo su lujuria prologué su clímax mientras ella se retorcía entre mis brazos.
-¡Me vengo!-, sollozó al comprobar que se corría sin pausa dejando una húmeda mancha sobre las sabanas.
Durante un cuarto de hora, no solté mi presa. Yendo de un orgasmo a otro sin descansar, la morena se deshizo de todos sus tabúes y disfrutando por fin, cayó rendida a mis pies. Satisfecho me incorporé y besándola le pregunté si se arrepentía de ser mi amante:
-No-, me contestó con una sonrisa, -te amo.
Fue entonces cuando decidí formalizar nuestra unión, haciéndola por entero mía y pasando mi mano por su trasero, le di un azote mientras le pedía que se diese la vuelta. Incapaz de desobedecerme se tumbó boca abajo sin saber que era lo que quería hacerle. Fue entonces cuando separé sus nalgas para descubrir un esfínter rosado. Cogiendo con mi mano parte de su flujo, fui toqueteándolo ante su mirada alucinada. Se notaba que nunca había hecho uso de él y saber que iba a ser yo el primero, me terminó de calentar.
Dominada por la lujuria, Olimpia me dijo:
-Mi culito es de mi hombre.
Sin tenérselo que pedir, se puso a cuatro patas y abriendo sus dos cachetes, me demostró su disposición. Con mis dedos llenos de su flujo, acaricié su esfínter mientras ella esperaba expectante mis maniobras. Buscando que fuese placentera su primera vez, introduje un dedo en su interior.
-¡Que gusto!-, gimió al sentir horadado su agujero.
Me sorprendió comprobar lo relajada que estaba y por eso casi sin pausa. Metí el segundo sin dejar de moverlo. Poco a poco, se fue dilatando mientras ella no dejaba de declamar el placer que la invadía. Comprendiendo que estaba dispuesta, embadurné mi pene y posando mi glande en su entrada, le pregunté si estaba lista.  Durante unos segundos dudó, pero entonces echándose hacia atrás se fue empalando lentamente sin quejarse. La lentitud con la que se introdujo toda mi extensión en su interior, me permitió sentir cada una de las rugosidades de su ano al ser desvirgado por mi pene. Solo cuando sintió la base de mi sexo chocando con sus nalgas, me pidió que la dejara acostumbrarse a esa invasión. Haciendo tiempo, cogí sus pechos entre mis manos y pellizcando sus pezones, le pedí que se masturbara.
No hizo falta que se lo repitiera dos veces, bajando su mano, empezó a acariciar su entrepierna a la par que empezaba a moverse. Moviendo sus caderas y sin sacar el intruso de sus entrañas, la mujer fue incrementando sus movimientos hasta que ya completamente relajada, me pidió que empezara. Cuidadosamente en un principio fui sacando y metiendo mi pene de su interior mientras ella no paraba de tocarse el clítoris con sus dedos. Sus suspiros se fueron convirtiendo en gemidos y los gemidos en gritos de placer al sentir que incrementaba la velocidad de mis embestidas. Al cabo de unos minutos, mi presa totalmente entregada me pedía que   acrecentara el ritmo sin dejar de exteriorizar el goce que estaba experimentando.
Al percatarme que estaba completamente dilatada y que podía forzar mis estocadas, puse mis manos en sus hombros y atrayéndola hacía mí, la penetré sin contemplaciones. Completamente alucinada por el nuevo tipo de placer, chilló a sentir que se volvía a correr y soltando una carcajada, me pidió que no parara:
-¿Te gusta?-, le dije.
-Me  encanta-, contestó.
Su último orgasmo coincidió con el mío, tras lo cual, me desplomé a su lado. Exhaustos nos besamos. Sin dejar de acariciarme, Olimpia me dijo:
-Nunca he sido tan feliz….
Decido que no me voy a hacer las pruebas.
Esa noche dormí fatal. El recuerdo de lo mal que me había portado con Olimpia me martirizó  una y otra vez, impidiéndome conciliar el sueño. Su fantasma me visitó haciéndome rememorar la felicidad que sentí durante esos años en que ella me cuidaba. Aunque para todos incluido yo, Olimpia fuera mi amante, ella no se sentía así:
¡Yo era su hombre y ella era mi mujer! Los papeles le venían sobrando ya que creía en mí.
Por eso, cuando la traicioné fue tan duro para ella. Habiéndome dado sus mejores años, la dejé tirada como una colilla usada.
La certeza de mi felonía me sacó de la cama de madrugada y me obligó a hacer un examen de conciencia. Durante horas, medité sobre mi actuación de forma que cuando Lupe se despertó, ya había tomado una decisión:
¡Iba a reconocerla sin hacerme pruebas! Divorciado y sin hijos, mi amada Olimpia al morir me había dado un último regalo: ¡Su hija!

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