INTRODUCCIÓN

Antes de contaros como terminé entre las piernas de mi cuñada, debo empezar por cómo llegó a mi vida esa mujer. Nací en una familia de clase media madrileña, normal y corriente, de esas que, aunque vivían bien, al llegar a fin de mes sufrían estrecheces. Nada importante pero mis padres no pudieron darnos ningún lujo ni a mí ni a mi hermano. Todo el dinero sobrante lo dedicaron a nuestra educación, de forma que cuando murieron no dejaron dinero pero si nos legaron una formación de primer nivel.
Yo era el hermano mayor porque nací quince minutos antes que Alberto y aunque no éramos gemelos sino mellizos, nuestro parecido era notable. Ambos fuimos buenos estudiantes y acabamos con nota dos carreras pero ahí terminan nuestras semejanzas, ya que por azares de la vida tomamos caminos muy diferentes.
Mientras yo me enfrascaba en conseguir una futuro profesional que me reportara dinero, mi hermanito como tenía grandes ideales se fue a Asia a trabajar con una ONG. Siempre me había parecido que perdía el tiempo pero como estaba tan involucrado con su labor humanitaria y rara vez venía a España, tuve pocas oportunidades de comentárselo.
Creo que en los últimos diez años, le había visto únicamente tres veces y por eso, aunque le adoraba, mi hermano era un auténtico desconocido. Solo sabía que vivía en Samoya, un pequeño país del sudeste asiático, donde le consideraban un santo y poca cosa más. Ni siquiera me enteré cuando se casó y todavía no se lo perdono. Le importaban más esa pobre gente que su familia.
Siempre pensé que cambiaría y que algún día volvería a Madrid y trabajaría por su futuro pero el destino quiso que no fuera así:
Una mañana recibí una llamada de la embajada de ese país donde me informaron de su muerte hablando de la irreparable pérdida que había sufrido el pueblo samoyano. Tardé en asimilar lo que me decían y cuando reparé que ese cretino estaba hablando de Alberto, me encabroné:
«Soy yo quien ha perdido a mi único hermano», pensé maldiciendo no solo a la ONG sino a todo lo que me sonara a oriental.
Mientras mi corazón se rompía en mil pedazos, el burócrata siguió con su perorata, narrando las virtudes del fallecido para terminar diciendo que el gobierno le había concedido una condecoración póstuma y que querían que yo la recogiese en su nombre. Por lo visto habían previsto un funeral en su honor donde iría hasta el presidente de ese remoto país y habían reservado un vuelo a mi nombre que saldría al día siguiente.
Aunque por mis poros exudaba odio por todo lo samoyano, comprendí que él había dado su vida por ese pueblo y por eso no pude negarme a honrar su memoria. Nada más colgar, fui a ver a mi socio y tras explicarle lo sucedido, le dije que iba a ausentarme durante una semana.
―Manuel, ¡no jodas! Tómate el tiempo que necesites.
Después de agradecerle su comprensión, invertí el resto de la jornada en cerrar asuntos y en ocuparme que en los que siguieran abiertos, alguien los tomara a su cargo, sin saber que, una semana después al volver a España, nada volvería a ser igual.
Triste y sin ganas, llegué esa noche a mi casa. Afortunadamente era soltero y por eso no tuve que aguantar que nadie que intentara compartir mi luto. Cabreado con Dios, con los ángeles y con cualquier ser celestial, cené y me fui a la cama. Como imaginareis, dormí fatal. Me reconcomía el no haber hecho más por ver a Alberto y sabiéndome soló en el mundo, lloré mis penas.

CAPÍTULO 1

Al llegar al aeropuerto, me esperaban un puto amarillo y una zorra de su mismo color que, al verme, dieron grandes y ostentosas muestras de dolor. Reconozco que no les hice ni puñetero caso pero ni siquiera se enfadaron porque debieron pensar que seguía en shock y servicialmente me llevaron al área de autoridades.
Esa fue la primera vez que comprendí la enorme labor que mi hermano había desarrollado porque ese salón estaba destinado a altos cargos de gobierno. Aturdido por el descubrimiento, no me extrañó que al subir al avión, la oriental me acompañara y tras sentarse a mi lado en un asiento de primera, me dijera que iría conmigo a Samoya como traductora.
Al protestar diciéndole que no era necesario, sonrió y con gran ceremonial, me contestó:
―Su hermano es un héroe en mi país. Dio su vida por la justicia y mi gobierno ha considerado que es nuestro deber facilitarle las cosas.
Me callé lo que opinaba de sus putos gobernantes y viendo que no me quedaba más remedio que aguantar su compañía, intenté dormir. La que si lo consiguió fue Loung. Ajena a mi escrutinio, la joven se acomodó encogiendo sus piernas sobre su asiento de manera inconsciente. Su dormitar me permitió observarla con detenimiento. Parecía recién salida de la adolescencia, su pecho todavía no se había desarrollado por completo pero aun así tuve que reconocer que la chavala estaba para mojar pan. Dueña de unos muslos atléticos y de una estrecha cintura lo que realmente me puso bruto fue que gracias a la forzada postura que había adoptado, su falda se le había descolocado, dejando al descubierto tanto el coqueto tanga como el maravilloso trasero que inútilmente trataba de tapar.
«Menudo culo», pensé mientras mi mente luchaba contra la excitación.
En un momento dado, la samoyana se dio la vuelta y entonces mi calentura se vio incrementada exponencialmente al comprobar que se le había desabrochado la camisa y descubrir que nada me impedía contemplar su pecho. Pequeños pero duros, sus senos estaban decorados por dos pequeños pezones de color rosa que me confirmaron su juventud.
Cabreado conmigo mismo, traté de apartar la mirada pero una y otra vez mis ojos volvieron a caer en la tentación hasta que también desde debajo de mi calzoncillo, mi pene exigió que le hiciera caso. Reconozco que estuve a punto de pajearme con ella y que incluso cogí una manta para taparme, pero justo cuando ya iba a sacarme la polla, ella se despertó.
Al abrir los ojos y notar que se le había abierto la blusa, se puso colorada pero entonces también se percató que mi entrepierna estaba extrañamente abultada y poniendo cara de fulana, me preguntó:
―¿Necesita algo de mí?
Fingiendo una tranquilidad que no sentía, le contesté que no pero ella pasando su mano por encima de mi bragueta insistió:
―¿Está seguro?
―Completamente― respondí de mala gana porque sus dedos habían aferrado ya mi extensión y sin cortarse por el resto del pasaje, esa morenita se disponía relajar mi tensión.
Poniendo un puchero, me susurró:
―Me han ordenado que honre al hermano de nuestro benefactor y le aseguro que la idea me resulta muy agradable.
Viéndolo con perspectiva y ya pasado un tiempo, confieso que fui injusto con ella y que si esa chavala no me hubiese recordado el motivo del viaje y quien eran sus jefes, le hubiese dejado proseguir pero fui incapaz y retirándola violentamente a su asiento, le exigí que me dejara en paz. Durante el resto del viaje, Loung se dedicó a tratar de intimar conmigo pero se topó contra una pared, consiguiendo únicamente algunos monosílabos como respuesta.
Ya en la capital de ese país, una enorme limusina de origen chino nos llevó hasta el lugar donde estaban velando a Alberto. Al ver la multitud que hacía cola para rendirle sus respetos, valoré en su justa medida el amor que esa gente sentía por su memoria y ya no pude seguir recriminando a mi hermano que hubiera perdido su vida por ellos.
Una vez en el velatorio, el ataúd con mi hermano estaba cerrado y al pedir que lo abrieran para darle mi último adiós, vi la cara de desconcierto de los empleados. Al preguntarle a mi intérprete que era lo que pasaba, Loung me llevó a un rincón y en voz baja me dijo:
―Aunque oficialmente su hermano murió de un ataque al corazón, fue asesinado por los enemigos de mi pueblo y no conviene destaparlo porque de hacerlo se haría público.
―No comprendo y eso que importa ahora, Alberto está muerto y su labor terminada.
―No es así― respondió la oriental:― si el gentío se entera de que lo mataron, habría una espiral de sangre y sus asesinos habrían conseguido su objetivo: detener las reformas que nuestro gobierno ha emprendido y que su hermano defendía.
Asumiendo sus palabras, no insistí en ver su cadáver y arrodillándome frente a su féretro, recé por él. Desgraciadamente las sorpresas no acabaron allí porque llevaba media hora en ese lugar cuando reparé en una diminuta mujer que lloraba sin consuelo a mi lado. Supuse que debía ser alguien importante en la vida de Alberto, debido tanto a su dolor como al puesto de relevancia que le habían dado y por eso susurrando al oído a Loung, le pregunté quién era.
La chavala me miró y tras reponerse de mi pregunta, contestó:
―Es la esposa de su hermano, Sovann Norondom, su más fiel ayudante y como él, perseguida por los que se oponen a los cambios.
Alucinado por la noticia de que Alberto dejara una esposa, no supe que decir y sin saber cómo, me acerqué a esa mujer y cogiéndola de sus manos, la abracé. Las muestras de cariño no están bien vistas en público y por eso esa morenita se separó de mí y haciéndome una reverencia, me dijo una frase en samoyano que no entendí. Menos mal que Loung llegó en mi ayuda y traduciendo sus palabras, me soltó:
―Es un honor conocer al hermano de mi marido. Su recuerdo no morirá jamás mientras nuestro amor por él siga en nuestra memoria.
Entonces me di cuenta que se esperaba unas palabras mías y por eso en voz alta, respondí:
―Aunque pasen los años y los que le conocimos estemos muertos, sus obras seguirán aquí recordando su vida.
Al traducirlo la muchacha, los presentes asintieron y desde ese momento, me miraron con otros ojos. Quizás me vieron como la reencarnación de Alberto o lo que es más probable, creyeran que iba a continuar su misión. Los hechos que se desarrollaron a posteriori, hicieron inviable esa segunda interpretación aunque yo hubiese querido.
En ese momento, el general Kim hizo su aparición con todo su gobierno y acercándose a mi lado, me saludó diciendo:
―En nombre del pueblo de Samoya, le ruego acepte esta medalla en nombre de Alberto Cifuentes, mártir de los pobres y precursor de la reforma agraria que mi gobierno ha aprobado.
Tras coger la condecoración de sus manos, se sentó a mi lado y dio comienzo el funeral. Durante una hora, fui testigo de una extraña ceremonia en un idioma desconocido y solo cuando ese militar se despidió de mí, comprendí que había finalizado. Aturdido por las muestras de afecto, saludé uno a uno a los presentes mientras su viuda se quedaba en segundo plano. Al no conocer sus costumbres, pensé que eso era la norma y no le di mayor importancia hasta que, ya en el hotel, pregunté por ella a mi asistente mientras me tomaba una copa en el bar.
―Está despidiéndose de sus conocidos pero no se preocupe, mañana como está previsto la tendrá en el aeropuerto.
No me preguntéis porqué pero ese “la tendrá” me mosqueó y tratando de averiguar su real significado, le pregunté a Loung que quería decir. La mujer, tartamudeando, se disculpó diciendo que creía que yo sabía que, para evitar incidentes, Sovann nos acompañaría en nuestro viaje.
―No entiendo― exclamé:― Me estás diciendo que esa mujer viene a Madrid.
Muerta de vergüenza y sin ser capaz de mirarme a los ojos, respondió:
―Así lo ha determinado el presidente. No quiere que su viuda sea un objetivo de los enemigos del estado y ha decidido que Usted se haga cargo de ella.
―¿La está exiliando?
―No pero, por su seguridad, cree que es mejor que no vuelva jamás a pisar nuestra tierra.
Helado, comprendí que ese capullo que había concedido la medalla a mi hermano ante el público, en privado deseaba desembarazarse de esa mujer porque le resultaba un problema. Sintiéndome una puta marioneta, ni me despedí de Loung y con paso firme, me encerré en mi habitación, lamentando mi suerte…

CAPÍTULO 2

Llevaba media hora viendo una película en el canal internacional cuando escuché que alguien tocaba a mi puerta. Al abrir me encontré de frente con mi intérprete que, pegándome un suave empujón, se metió en mi cuarto.
―¿Qué haces?― pregunté al ver que se quitaba un abrigo bajo el cual esa mujer solo llevaba ropa interior.
―¡Desobedecer órdenes!. Voy a hacer algo contrariando a mi rey. En el avión le mentí, tengo prohibido confraternizar. Usted es territorio vedado pero no he podido pensar en otra cosa desde que le vi excitado por mí― respondió mientras se desabrochaba el sujetador.
Me faltó tiempo para levantarla entre mis brazos y llevándola en volandas depositarla en mi cama. La interprete con sus manos, temblando por el deseo, consiguió quitarme la camisa, antes incluso de que yo terminara de bajarme los pantalones. Poseído por un deseo irrefrenable, me desnudé sin darme tiempo a pensar que es lo que estábamos haciendo.
Sus pequeños pechos eran una tentación demasiado fuerte para que no los estrujara con mis dedos mientras mi lengua recorría sus pezones, por eso lanzándome encima de ella, estaba mordiéndolos cuando sentí que Loung agarrando mi sexo, se lo colocaba en la entrada de su cueva. No le hicieron falta preparativos, llevaba un día excitado por lo que al descubrir la humedad de su sexo, sin contemplaciones, la penetré. Gritó sintiéndose llena, sus uñas se clavaron en mi espalda, y moviendo sus caderas, me pidió que la amara.
Lo que en un principio había sido brutal, de repente se convirtió en algo tierno, y disminuyendo el ritmo de mis embestidas, comencé a acariciarla y besarla. Aun con la diferencia de tamaño, esa asiática y yo estábamos hechos el uno para el otro, mi pene se acomodaba en su cueva como una mano en un guante, y nuestros cuerpos parecían fusionarse sobre las sábanas, mientras ella iba siendo poseída por el placer.
Loung con su metro sesenta de puro sexo resultó ser una mujer muy ardiente. La podía sentir licuándose entre mis piernas cada vez que mi extensión se introducía rellenando su vagina. Poco a poco, fui incrementando tanto el compás como la profundidad de mis estocadas, hasta convertirlo en vertiginoso.
Entonces y sin previo aviso, se aferró a los barrotes de mi cama, y gritando se corrió. La violencia de su orgasmo, y el modo en que vi retorcerse a su cuerpo, me excitaron aún más, y cogiendo sus pechos entre mis manos, me enganché a ellos y sin dejar de penetrarla, le exigí que siguiera.
Mis palabras surtieron el efecto deseado y reptando por el colchón, consiguió cerrar sus piernas teniéndome a mí dentro. La presión que sus músculos ejercieron en mi miembro y sus jadeos rogándome que me corriera, era algo nuevo para mí, y sin poder aguantar más exploté sembrando su interior. Todavía seguía derramándome cuando noté que se me unía y que con sus dientes mordía mi cuello al hacerlo. El dolor y el placer se sumaron y desplomado caí sobre ella, mientras le decía que la adoraba y Loung conseguía el primer clímax de la noche.
―¿Quieres seguir desobedeciendo órdenes?― dije en son de guasa mientras mis dedos se perdían en su pelo negro.
Mirándome sin levantar su cara de mi pecho, me respondió:
―Bobo, no sabe cómo necesitaba sentirme suya.
Increíblemente, después de un polvo, esa samoyana me seguía tratando de usted y respondiendo mentalmente a su pregunta: No, no lo sabía, pero también ella desconocía la propia necesidad que yo tenía de cariño. Esa mujer tenía todo lo que me resultaba enloquecedor. No era su cuerpo, ni su belleza, ni su simpatía, era todo y nada. Su olor, su piel, la manera tan sensual con la que andaba, todo me gustaba.
Estaba todavía pensando en eso, cuando noté como desprendiéndose de mi abrazo, se incorporaba y separando mis brazos, me decía:
―¡No se mueva! ¡Déjeme!
Con los brazos en cruz, la vi bajar por mi cuerpo, mientras sus dedos jugaban con mis vellos. Sabía lo que iba a pasar, y mi sexo anticipándose a su llegada, se desperezó irguiéndose sobre mi estómago. Delicadamente cogió mi extensión con su mano, y descubriendo mi glande, recorrió con su lengua todos sus pliegues antes de metérselo en la boca. Lo hizo de un modo tan lento y tan profundamente que pude advertir la tersura de sus labios deslizándose sobre mi piel, hasta que su garganta se abrió para recibirme en su interior.
Sus maniobras, desde mi puesto de observación, parecían a cámara lenta. Podía ver como sacaba mi sexo para volvérselo a embutir hasta el fondo, mientras mantenía los ojos fijos en mí. Era como si esa mamada fuera lo más importante de su vida, como si su futuro dependiera del resultado de sus caricias y no quisiese fallar. Totalmente concentrada, y mientras me regalaba el fuego de su boca, sus manos se dedicaron a masajear mis testículos, quizás deseando que cuando expulsara mi simiente, no quedara resto dentro de ellos.
Fue como si unas descargas eléctricas que naciendo en mis pies, recorrieran todo mi cuerpo alcanzando mi cerebro, para terminar bajando y aglutinándose en mi entrepierna. Ello lo notó incluso antes que pasara y forzando su garganta como si de su sexo se tratara, metió hasta el fondo mi pene, justo cuando empecé a esparcir mi simiente. Lejos de retirarse, disfrutó cada una de mis oleadas, bebiéndoselas con fruición mientras cerraba sus labios para evitar que parte se desperdiciara. Insaciable, jaló de mi sexo, ordeñándome, hasta que, dejándolo limpio, se convenció que había sacado todo lo que era posible de su interior, entonces y sólo entonces paró y sonriendo me preguntó si me había gustado.
―Por supuesto― respondí extrañado del modo tan dulce que esa mujer me había hecho el amor.
Desgraciadamente, el cansancio y la tensión acumulada consiguieron vencerme y abrazado a esa burócrata infiel, me quedé dormido…

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