Sinopsis:

A pesar de llevar cinco años trabajando como director financiero en Unity Shares, Peter Morales nunca había conocido ni le habían presentado a Sam Harries, su presidente. Lo más alto que había llegado a tratar en el escalafón fue a Patricia Tanaka, la consejera delegada, una treintañera de origen japonés. a la que las malas lenguas atribuían un affaire con su jefe. Su situación no era algo extraño porque el tal Sam era un anacoreta que vivía enclaustrado en su finca, negándose a mantener contacto con el exterior.
Exceptuando a su segunda, nadie lo conocía y por eso cuando una mañana recibió en su email un correo citándolo, Peter creyó que era broma. Tuvo que ser su superiora directa la que le sacara del error y le confirmara que la cita era real.
Asustado, pero contento por el honor que suponía conocer a uno de los financieros más brillantes de Wall Street, aceptó reunirse con el ermitaño en su mansión de un pequeño pueblo de Carolina del Sur durante el fin de semana.
Sin saber que era lo que se requería de él, pensó en multitud de escenarios, pero jamás creyó posible que la razón de esa reunión fuera que queriendo acallar los rumores sexuales que le unían con la señorita Tanaka, el presidente de la compañía le propusiera servir de parapeto.

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Para que podías echarle un vistazo, os anexo el primer capítulo:

1

A pesar de llevar cinco años trabajando como director financiero en Unity Shares, Peter Morales nunca había conocido ni le habían presentado a Sam Harries, su presidente. Lo más alto que había llegado a tratar en el escalafón fue a Patricia Tanaka, la consejera delegada, una treintañera de origen japonés y de muy buen ver que había acompañado al tal Sam desde la fundación de la compañía.

Su caso no era algo extraño en la organización. Todo lo que rodeaba a ese sujeto era un enigma y en lo poco que había unanimidad sobre el gran jefazo era sobre dos temas, el primero que todo el mundo lo consideraba un oscuro genio de las finanzas que había desarrollado un algoritmo que había revolucionado la industria. El segundo y que explicaba porque se le consideraba un antisocial, era que llevaba ocho años sin salir de su rancho de Carolina del Sur.

Por eso, cuando esa mañana al abrir su mail y ver que había recibido uno de ese maniático de la privacidad citándolo en su finca ese mismo fin de semana, pensó que se trataba de una broma. Broma cuyo autor no podía ser otro más que James Graves, otro de los ejecutivos, encargado del área informática y gran amigo suyo.

Queriendo dejar claro que no había caído, cogió el teléfono y lo llamó diciendo:

―Eres un cabrón, casi me meo al leer que me escribía su santidad.

―¿De qué hablas? Te juro que no te entiendo.

Dando por sentado que seguía con la guasa, Peter insistió:

―Déjate de tonterías. Nadie más que tú tiene los conocimientos y los huevos suficientes para crear un correo de la empresa a nombre de ese ermitaño solo para hacerme quedar como un payaso.

―¿Qué ermitaño? ¿Sam Harries?― replicó preocupado de que alguien hubiese usurpado la personalidad del presidente tras acceder al correo central de la compañía. No en vano, todo lo que tenía que ver con ese tema era responsabilidad suya.

Al confirmarle que sí, James le pidió que no comentase a nadie lo sucedido y que le esperase, porque si quería descubrir quien había traspasado las defensas que había instalado, debía buscarlo desde el ordenador que había recibido el citado mail.

«Coño, ¡no ha sido él!», pensó para sí al comprobar lo asustado que se había quedado el técnico.

La seriedad con la que trataba esa intrusión quedó confirmada al verlo entrar por la puerta de su despacho cuando no habían pasado ni tres minutos y sabiendo que su visita era de trabajo, le dejó la mesa para que se sentara mientras le señalaba el correo del que hablaban.

Durante más de cuarto de hora, el pelirrojo estuvo tecleando en su terminal hasta que, derrotado y totalmente acojonado, reconoció que había sido incapaz de descubrir nada raro que hiciera pensar que se trataba de un hacker.

―Si no llega a ser imposible, juraría que este mensaje te lo ha mandado el propio Harries.

―¿Y ahora qué hacemos?― preguntó Morales.

Si ya de por si dudaba que el presidente del conglomerado supiera quien era él, el hecho que le pidiera ir a verlo a su Sancta Sanctorum resultaba absurdo.

―No nos queda otra que ir a ver a doña Patricia y comentarle lo ocurrido ― musitó su amigo temiendo por su puesto.

La perspectiva pedirle audiencia, sin que lo hubiese citado previamente, no le gustaba en absoluto al tener fama de arpía y de tratar a patadas a todo aquel que le hiciera perder el tiempo.

―Ni de coña, mejor la llamo― replicó el hispano.

James discrepó de inmediato porque creía que era mejor para sus intereses el dar la cara y reconocer que los parapetos que había levantado alrededor del servidor no habían podido evitar que un intruso los hubiese franqueado.

Seguían discutiendo cuál de las dos soluciones era mejor cuando el sonido del teléfono provocó una tregua entre ellos, al leer Peter en la pantalla que era la jefa quien le llamaba:

―Doña Patricia, ¿en qué le puedo ayudar?

Por el propio semblante de su amigo, supo que la conversación giraba sobre el dichoso mail y sin poder hacer otra cosa que esperar a que terminara la conversación, el informático empezó a darle vuelta sobre cómo era posible que esa mujer se hubiese enterado del tema sin que ellos se lo hubiesen dicho.

Al colgar, Peter ya sabía que el mail era verdadero, pero aun así decidió putear unos minutos a su colega y viendo que le miraba totalmente pálido, lo dejó sufriendo al decirle mientras se levantaba que se tenía que ir a reunirse con la jefa.  

―Te acompaño― con el rostro totalmente blanco le pidió James.

Al percatarse de que realmente estaba pasando un mal rato, lo tranquilizó diciendo:

―No hace falta. No tienes nada por qué preocuparte, me ha llamado para organizar mi visita a la finca de Harries.

Respirando por primera vez en media hora, su amigo le dijo adiós en las puertas del ascensor que le iba a llevar hasta la planta presidencial donde Sam Harries tenía en teoría su despacho, despacho que usaba realmente su segunda, la mujer a la que iba a ver. Ya dentro del estrecho cubículo, Peter se quedó pensando en lo poco que se sabía de la relación del anacoreta con la consejera delegada.

Muchos hablaban de que realmente doña Patricia era la amante de Harries, otros decían que era una hija que tuvo y que nunca reconoció, pero a ciencia cierta nada era seguro y todo eran habladurías. En su caso y desde que la conoció hace más de dos años, la oriental le había parecido una monada. Monada a la que, de no ser su jefa, a buen seguro hubiese echado los tejos.

Menuda, pequeña y sin tetas, pero atlética y guapa a rabiar, esa ejecutiva era un objetivo que atacar. Si nunca había dado ese paso fue por miedo a perder un trabajo, que además de ser interesante, estaba estupendamente remunerado.

«Siempre que he coincidido con ella me ha parecido que le gusto por la forma en que me mira el trasero», murmuró bastante alterado y sin querer reconocer que la realidad era otra y que cuando estaba con ella, era él el que no podía dejar de pensar en cómo sería esa mujer en la cama.

Al abrirse las puertas, el hombretón puso su cara de póker y dirigiéndose a la secretaria apostada a la salida como un dóberman, le pidió que informara a doña Patricia de su llegada. La hierática rubia lo miró de arriba abajo antes de dignarse a coger el intercomunicador y avisar a su jefa que tenía visita. Esa total ausencia de emotividad le resultó molesta, acrecentando con ello su propio nerviosismo.

«No conozco a nadie que haya sido citado en el rancho por su santidad», se dijo mientras con frustración recordaba que una de las razones que le habían llevado a aceptar el puesto, había sido la posibilidad de crecer bajo la tutela del analista más famoso de Wall Street. Por eso, el único motivo que se le ocurría para que, después de cinco años trabajando en la compañía, Sam Harries quisiera conocerle personalmente era un ascenso en su carrera.

«Joder, si eso significa trabajar codo con codo con él, ¡acepto! Aunque suponga que me tenga que ir a vivir a ese jodido pueblo», dijo para sí mientras escuchaba que ya podía pasar.

Patricia Tanaka lo recibió en la puerta y extendiendo su mano, lo saludó afectuosamente.

―Peter, sé lo ocupado que estás. Te agradezco que hayas podido hacer un hueco y subir a verme.

Que la oriental se mostrara cordial le resultó raro y más cuando siempre que había departido con ella cualquier asunto, su comportamiento había sido cuando menos “gélido”. Por ello no se creyó nada y con la mosca detrás de la oreja, midió sus palabras a la hora de contestar:

―Doña Patricia no faltaría más, lo que no comprendo que desea el presidente de la compañía para hacer imprescindible mi presencia. Al fin y al cabo, podía haberme llamado y solucionado cualquier asunto telefónicamente.

―Eso lo tendrás que averiguar al verle. A mí solo me ha encomendado que organice tu viaje― respondió la morena con la mirada fija en él.

Durante unos segundos se produjo un silencio incómodo, silencio que se encargó la oriental de romper diciendo:

―¿Sabes montar a caballo? Si es así, debes llevar ropa para tal efecto porque a nuestro presidente le encanta la equitación y a buen seguro te invitará a dar un paseo.

―No hay problema, mi padre me enseñó siendo un niño― confuso contestó y sin querer parecer impertinente, preguntó a su interlocutora si debía llevar preparado algún tema en particular que discutir con Sam Harries.

Soltando una carcajada que lo dejó petrificado, Patricia le hizo una confidencia:

―Peter, la visita no es de trabajo. He hablado a Sam de ti y quiere conocerte. En vez de ordenador y papeles, mejor hazte a la idea de que durante dos días vas a beber como un minero. Por cierto, llévate traje de baño. Te vendrá bien si hace calor.

Aún con esa respuesta, le extrañó que su superiora le informara que Harries había puesto su avión personal para que lo llevara hasta su rancho, pero no dijo nada y solo preguntó a qué hora tenía que estar en el aeropuerto.

―El chofer pasará a recogerte en casa sobre las doce, ahora por favor vuelve a tu despacho que tengo trabajo ―dando por terminada la reunión, la guapa oriental contestó.

Mientras se dirigía hacia la puerta, el financiero sintió los ojos de su jefa clavados en su trasero y no queriendo hacerle saber que se había dado cuenta, no se despidió y salió huyendo como alma en pena.

Doña Patricia sonrió al ver sus prisas y cogiendo su móvil, llamó a su jefe:

―Sam, el viernes conocerás al tipo del que te he hablado.

Al otro lado de la línea y tras colgar el teléfono, Sam estaba que se subía por las paredes. Patricia le acababa de confirmar que ya había seleccionado a uno de sus empleados para hacer el paripé y acallar de golpe los rumores que estaban corriendo últimamente por Wall Street sobre su persona y la relación que le unía con ella.

        «Sé que Patty tiene razón, pero aun así me molesta usar a un tercero para desmentir que somos amantes».

        Como presidente se debía a sus accionistas y bastante tinta ya ha corrido por su alergia a vivir en una gran ciudad como para que ahora todo el mundo cuchicheara sobre si hundía o no su cara entre las piernas de su subordinada.

«La vida privada de uno debería ser sagrada», estaba murmurando cuando se percató de que ese clase de información era algo que usaba habitualmente para prever la evolución de un valor en bolsa. Asumiendo que era hipócrita por su parte pedir al resto algo que no aplicaba como analista, se puso a revisar la documentación que tenía de Morales.

Apenas se entretuvo leyendo su expediente universitario, dado que si había llegado al puesto que desempeñaba sabía que no podía ser ningún idiota. Donde más tiempo dedicó fue en la faceta personal del tipo para comprobar que se ajustaba al perfil que requerían.

Heterosexual, soltero, diversas novias, ninguna seria. Hijo de mexicano y de americana, resumió cotejando esos datos con la conversación que había tenido con Patricia.

―Amor mío, cuando los periódicos sepan de él, nadie volverá a relacionarnos. Sin ser un Adonis, tengo que reconocer que es un hombre atractivo y que el público femenino asumirá que es el príncipe azul que busca toda mujer. Además de ser brillante, su metro noventa y su sonrisa serán motivo suficiente para que se lo crean y para que los tabloides nos dejen en paz―, le había comentado su amada japonesita por teléfono.

Al escuchar tantos elogios sobre Morales, por un momento sintió celos y dudó si en realidad todo era un montaje para tapar que Patricia le estaba siendo infiel.

«Es imposible», rápidamente rectificó, «no echaría a perder lo nuestro por un polvo a destiempo. Llevamos demasiado tiempo juntos para que lo ponga en peligro con uno de nuestros empleados».

Con ganas de desechar la idea por completo, Sam se tumbó en la cama y recordó la primera vez que se acostó con Patricia:

«Estábamos todavía en la universidad y por el aquel entonces todos nuestros compañeros opinaban que éramos un par de bichos raros que solo pensábamos en estudiar».

Con ternura recordó que a esa preciosa morenita no le había importado ni eso ni el hecho que hubiese acabado de llegar de un pueblo perdido en Carolina del Sur. Habían hecho amistad desde el primer momento.

«Quién me iba a decir que la primera noche que Patricia se vino a estudiar en mi cuarto, íbamos a terminar en la cama», sonriendo murmuró.

Siendo marginados sociales desde la infancia, ambos se habían considerado así mismo como asexuales y por eso les sorprendió de sobre manera que se hubiesen sentido atraídos entre sí.

 «Ahora y por culpa de las reglas del mercado, no solo no podemos hacer público que somos pareja, sino que tenemos que echar mano de un semental para acabar con los chismes», se quejó amargamente mientras apagaba la luz y se ponía a pensar en su bella y fiel oriental.

2

El viernes Peter no fue a trabajar por petición expresa de doña Patricia. Ella misma le había llamado el jueves en la tarde para que no fuera y dedicara la mañana a preparar su partida.

        ―Señora, no tengo nada que organizar. Usted misma me ha recalcado que no es una visita de trabajo.

        Haciendo un inciso, la oriental contestó:

        ―No sé cómo decírtelo, pero nuestro presidente es muy especial en materia de apariencia y me gustaría mandarte a mi peluquero personal para que te corte el pelo.

        Aunque le pareció indignante, Morales no se atrevió a negarse y tras confirmar que estaría en casa sobre las diez, colgó el teléfono hecho un basilisco.

        ―Ni que fuera hecho un desastre― se dijo mirándose en el espejo.

Siempre se había considerado un hombre coqueto y estaba orgulloso de su imagen. Con su metro noventa y sus ochenta y cinco kilos era enorme y para evitar parecer una especie de Rambo, se había dejado una media melena que le suavizaba los rasgos. Ninguna de sus parejas se había quejado nunca de su apariencia, es más todas había alabado como encuadraba el pelo largo en sus ojos negros y en su piel morena.      

«Ahora viene ésta y exige que me haga un cambio de look. ¡Ni que fuera mi novia!», masculló enfadado.

Curiosamente su enfado no iba contra doña Patricia ni contra su idolatrado Sam Harries, su cabreo era con él y con el hecho que en aras de un previsible ascenso cediera en algo tan personal como es el peinado.

Por eso cuando a las diez apareció por su puerta Lucien Méndez, un famoso estilista especializado en gente de la farándula, Peter estaba de uñas. Sin intentar presionar para que el cambio fuera el mínimo posible, se quitó la camisa y con el torso desnudo, se puso en sus manos.

―Primor, cuando mi amiga me pidió que viniera a verte, no me dijo nada del macho latino con el que me iba a encontrar― comentó y dejando salir la loca que llevaba dentro, le manoseó los hombros mientras le decía: ―Y ahora que te veo no entiendo que me pidiera que ensalzara tu hombría cuando la sudas por todos los poros de este cuerpo.

Esa inesperada confidencia, además de sacarle los colores, lo dejó pensando la razón por la que su jefa quisiera hacerle parecer más varonil, y mientras las tijeras del peluquero daban a luz un nuevo Peter, llegó a la conclusión de que “su santidad”, el ermitaño, odiaba a los homosexuales y que para evitar que malinterpretara su melena, la japonesa había preferido cortar por lo sano.

«Paris bien vale una misa», sentenció admitiendo que no le iba a gustar el resultado.

Quince minutos después, el artista terminó su obra y tal como había previsto Morales, no le gustó verse en el espejo al comprobar que Lucien había sobrepasado todas sus sospechas y que el hombre que se reflejaba no era él sino el prototipo que volvía locas a las mujeres en las películas de los años cincuenta.

 ―Guapo, me cuesta reconocer mis errores, pero era verdad que te pareces a Cary Grant.

―¿Quién dijo tal cosa?― preguntó ya con un mosqueo del veinte por lo ridículo que se sentía con ese corte.

En vez de contestar a su pregunta, el mariquita le soltó:

―Qué callado se tenía Patty que se había agenciado un pretendiente tan guapo. ¿Desde hace cuánto tiempo que te acuestas con esa zorrita?

Temiendo que llegara a oídos de su jefa esa conversación, Peter quiso zanjarla de golpe negando la mayor:

―Doña Patricia y yo nunca hemos sido pareja y, además, no es mi tipo. A mí, me gustan altas y bien dotadas, tanto de pecho como de culo.

Lucien, como viejo zorro, vio en esa exagerada negativa un arma para seguir divirtiéndose del hombretón y soltando una carcajada, replicó:

―Cariño, no conozco un heterosexual al que no le gustaría darle un viaje a esa amarilla. No tendrá tetas grandes, pero la muy guarra despierta el deseo de todos cuando pasea sus pezones erizados por el gimnasio al que vamos.

 ―Ya te he dicho que no es mi tipo― insistió a la desesperada.

―Lo dices porque no has tenido en tus manos las nalgas duras y bien formadas que esa jodía ha conseguido de tanto matarse haciendo ejercicio.

La imagen era tan seductora que Morales no pudo más que imaginarse recorriendo con sus dedos ese trasero que en “petit comité” todo el mundo alababa en la empresa y para no reconocer que su jefa le traía loco, se levantó de la silla mientras mostraba la puerta al impresentable aquél.

Consciente de que se había pasado, pero como dudaba que ese bombón volviera a ser su cliente, al estilista no le importó despedirse ahondando en el tema:

―Ya me dirás si Patty grita o no cuando un macho como tú juegue con ella. Siempre ella tan estirada, pero a mí no me engaña y tras esa fachada de gran ejecutiva, sé que se esconde una zorra necesitada.

Cabreado casi echó de su casa al peluquero y al cerrar la puerta tras de él, se puso a tratar de poner un sentido a lo ocurrido y al hecho que por alguna razón esa oriental deseaba darle una apariencia seductora antes de que se viera con el gran jefe. Por un momento temió que al igual que el estilista Sam Harries fuera gay, pero sabiendo lo estricto que eran en la altas esferas con ese tema y que los pocos millonarios de esa tendencia sexual solían esconderla para no perjudicar sus acciones en el mercado, comprendió que jamás lo mostraría abiertamente, aunque fuera un palomo lleno de plumas.

Descartada la homosexualidad, solo le quedaba lo contrario, que fuera un homófobo:

«Pero eso tampoco explicaría este corte de pelo de don Juan trasnochado», pensó mientras se daba una ducha. Sabiendo que pronto se enteraría, hizo un repaso de la ropa que había metido en la maleta. «Sigo sin entender a qué voy. Si hago caso a las palabras de la japonesa, se diría que ese zumbado busca en mí un amigote con el que irse de copas», se dijo mientras se ponía el albornoz.

Ya en su cuarto, seco y vestido de un modo “Smart casual” tal y como le había sugerido su jefa, miró su reloj y con disgusto comprobó que el chofer llegaba cinco minutos tarde. Como el hombre de la calle que era, pensó que si no se daba prisa iba a perder el avión, pero entonces recordó que el único pasajero de ese vuelo a Carolina del Sur era él.

«Joder, quien le diría a mi padre mientras cruzaba a nado el Rio Grande que su hijo algún día iba a ir en jet privado», sonrió sin perder de vista sus raíces humildes.

Quizás por esos modestos orígenes cuando el encorbatado conductor quiso llevar su maleta, Peter Morales se negó a que la tomara y recordando que su querido viejo había pasado en cuarenta años de “mojado” a próspero propietario de tierras en Texas, el mismo la bajó hasta la limusina. Su propio nombre delataba sus orígenes y aunque en todos sus papeles aparecía Peter, para los de su barrio él era Pedrito, el hijo de don Pedro. Que su viejo hubiese conseguido pagarle la universidad de Yale, no le hacía mejor que sus compañeros de infancia. Su incomodidad se incrementó al descubrir que la limusina que le esperaba en la calle era la de doña Patricia y escamado porque esa mujer le hubiese cedido su propio chófer para llevarlo al aeropuerto, se dejó caer en sus lujosos asientos de piel.

« Podía haberme cogido un Uber», murmuró para sí mientras veía cada vez más cerca una cita que, además de imprevista, no le encontraba ningún sentido.

Si en un principio había supuesto que la reunión era para informarle de un ascenso, tras investigar detectó que eso no le había ocurrido a ninguno de los altos mandos de la compañía. Hablando con James, este le sugirió que o bien se iba a producir una reorganización brutal y querían decirle que contaban con él o por el contrario habían descubierto algo grave, un desfalco o algo parecido, y le iban a proponer que fuera él el encargado de sacarlo a la luz dada su experiencia en auditoría.

Desafortunadamente ninguna de esas opciones cuadraba con su corte de pelo actual, ni con el hecho que expresamente le dijera que no se llevara ordenador porque no lo iba a necesitar, como tampoco con la última sugerencia en tema de vestimenta que su jefa había dejado caer en su reunión con ella:

―Nuestro presidente es una persona con muchos compromisos por lo que no sería raro que durante el fin de semana vayáis a un cóctel. La imagen de la empresa somos sus directivos,  llévate ropa informal pero elegante y juvenil.

―Le juro que me he perdido― contestó: ―Creo que mi forma de vestir es más que correcta.

Con una sonrisa dulce, pero al mismo tiempo pícara y que nada tenía que ver con la imagen que Peter tenía de su jefa, doña Patricia le espetó:

―Siempre vas demasiado anquilosado, deberías liberarte un poco y vestir menos serio. Tienes treinta y cinco años, ¡no sesenta!

En ese momento no cayó en que para saberse su edad la oriental debía de haberse empollado la ficha personal que todos los empleados de Unity Shares debían rellenar y mantener actualizada. Preocupado y sin nada más que hacer hasta llegar al avión, se puso a recordar qué otros datos formaban parte de ese cuestionario.

«Joder, quitando el color de mis calzoncillos pueden saber todo de mí», masculló al darse cuenta de que para empezar había tenido que detallar todas las cuentas que tenía en las redes sociales., «y quizás también eso».

Fue entonces cuando comprendió cómo era posible que supiera que en su armario tenía una blazer azul de Hugo Boss, ya que aparecía en varias fotos de su Facebook:

«Ha revisado mis publicaciones y las de mis amigos», pensó escandalizado.

 Si daba por buena esa conclusión, al menos esa japonesita estaba al tanto de su vida personal y sabía las novias que había tenido casi desde el instituto e incluso las borracheras y juergas en las que había participado.

«En cuanto vuelva a mi apartamento, debo revisar mis redes y borrar todo aquello que pueda ser perjudicial para mi carrera», concluyó al mismo tiempo que el chofer aparcó junto al rutilante jet de la compañía.

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