Sinopsis:

Desde que recibió la llamada, supo que recordaría ese fin de semana toda su vida. Tras una noche de jueves con demasiado alcohol, se levantó a contestar creyendo que sería un amigo. Para su sorpresa era uno de sus mejores clientes el que llamaba y al no poder escaquearse, se tuvo que vestir para ir a sacar a su hija de la comisaría.
Ahí se enteró que la policía acusaba a su retoño de ser la asesina en serie que llevaba aterrorizando Madrid las últimas semanas. Su modus operandi la había hecho famosa y todos los periódicos seguían sus andanzas y es que, tras seducir a sus víctimas, las mataba drenando hasta la última gota de su sangre.
En este libro, Fernando Neira nos vuelve a demostrar porqué es uno de los estandartes de la nueva literatura erótica en español. 

ALTO CONTENIDO ERÓTICO

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Para que podías echarle un vistazo, os anexo los CUATRO primeros capítulos:

1

Supe que ese fin de semana iba a ser de los que hacen época y no exactamente por bueno. Tras una noche de jueves que empezó bien pero que terminó con demasiado alcohol, me levanté con un puñal atravesándome la sien y no podía echarle la culpa a nadie más que a las tres botellas vacías que esperaban en silencio que un alma caritativa las echara a la basura.

«¡Menuda resaca!», pensé mientras me prometía como tantas otras veces que es mismo viernes iba a dejar de beber.

Con la boca pastosa, apagué el despertador e intentando mantenerme en pie, salí rumbo a la cocina. Mi idea inicial era preparar un litro de café que me permitiera sobrevivir esa mañana, pero apenas había dado dos pasos cuando mi teléfono comenzó a sonar.

Su estridente sonido zumbó en mis oídos con inusitada dureza y desesperado corrí a cogerlo.    

«¿Quién coño llamará a estas horas?», murmuré.

Mi cabreo mutó en acojone al contemplar en la pantalla que era Toledano mi mejor cliente. Por experiencia sabía que ese oscuro inversor era un ser noctámbulo y por ello comprendí que nada bueno podía derivarse de esa llamada.

―Simón, ¿en qué te puedo ayudar? ―  tratando de aclarar mi voz pregunté.

Para mi sorpresa no era ese viejo frio e insensible, sino su secretaria y estaba llorando. He de decir que al escuchar sus lloros supuse que algo grave debía de haber pasado con su jefe. Aunque hice todo lo que se me ocurrió para que se tranquilizara y me contara cuál era el problema, me di por vencido cuando después de diez minutos al teléfono había sido incapaz de sonsacarle nada coherente, a excepción de que tenía que ver con alguien de su familia.

Por ello vi el cielo abierto cuando destrozada y sin poder seguir hablando, Juncal me pasó a Simón. A éste se le notaba también triste pero no tanto como ella y por fin me enteré de que estaban en la comisaría de Argüelles porque habían detenido a la hija de su secretaria. Me extrañó que estuviera tan afectado porque no en vano le había visto firmar un despido colectivo que mandaba a la puta calle a dos mil personas sin inmutarse.

― ¿De qué la acusan? – pregunté.

―De asesinato― contestó mi cliente.      

Admito que me esperaba otra respuesta. Había supuesto que se le habían pasado las copas, pero nunca se me pasó por la cabeza que fuera por algo tan grave.     

Ya despierto del susto, quise saber a quién se suponía que había matado y fue entonces cuando me informó que la responsabilizaban de al menos media docena de muertes.

― ¿Qué has dicho? ― pregunté pensando en que lo había oído mal.

―La policía sospecha que es la asesina en serie que lleva actuando todo el año en Madrid.

Cómo no podía ser de otra forma, me quedé mudo. Durante los últimos seis meses los periódicos no dejaban de hablar y especular sobre una femme fatale que se dedicaba a matar a jóvenes universitarios.

«¡Puta madre! ¡Pobre Juncal!», pensé mientras intentaba ordenar lo que sabía del caso.

Así recordé el haber leído que, desde el principio, los polis habían especulado desde el principio que la culpable era una mujer, dado las víctimas eran heteras y aparecían atadas sin signos de haberse defendido, como si se hubiesen dejado maniatar voluntariamente.

«Se supone que la asesina primero los seduce y por ello no se defienden, pensando que se trata de algún tipo de juego erótico hasta que es demasiado tarde».

Que todos fueran fuertes y deportistas no había hecho más que incrementar el interés del público, pero lo que realmente había convertido ese caso en un filón de oro para los periodistas había sido el método usado para acabar con sus vidas:

¡La exanguinación!

Un escalofrío recorrió mi cuerpo al recordar que según los diarios los dejaba totalmente secos, ¡sin una gota de sangre! Y que por ello habían puesto a la supuesta culpable el sobrenombre de “la chupasangre psicópata”.

Tras aceptar el caso, pedí a Simón que le dijese a Juncal que en cuanto me vistiera iba hacia allá y que mientras tanto que no hablase con la policía y todavía menos su hija, no fuera a ser que luego se tuviese que arrepentir de lo que hubiese dicho o declarado.

―No te preocupes. Eso mismo fue lo primero que le dije al saber de lo que la acusaban.

2

De camino a la comisaría, no dejaba de pensar en lo que estaría pasando por la mente de Juncal y lo difícil que sería aceptar que su niña pudiese estar involucrada en algo tan siniestro. Conociéndola, no me cuadraba tuviera una hija de esa edad como tampoco que le saliera tan descarriada.

«Debe estar muy jodida», medité impresionado.

Pero lo que realmente me tenía mosca era qué tenía que ver Simón Toledano en ello y a qué se debía la importancia que le daba al tema. Las malas lenguas decían que esa morenaza, además de secretaria para todo, era su amante y aunque hasta ese día nunca me lo había creído, su actitud apesadumbrada me hizo pensar en que era cierto.

Meditando en ello, comprendí el mutismo de mi cliente:

«Lo primero que se pide a alguien de su profesión es tener fama de ser serio y honrado, sin mácula de sospecha» me dije mientras conducía: «Nadie pone su fortuna en manos de alguien con una doble vida».

Por otra parte, estaba el tema de la edad. Mientras Juncal no debía de tener más de cuarenta años, su jefe debía sobre pasar los setenta.

«Debe ser más joven que cualquiera de los hijos de ese cabrón», sentencié recordando que al igual que su viejo, esos dos era considerados unos tiburones sin escrúpulos, pero a la vez unos mojigatos en cuestión de faldas: «Siempre se vanaglorian de que un judío practicante nunca era infiel a su mujer».

Jamás había tenido motivo alguno para sospechar lo contrario. Siempre había achacado a la envidia los comentarios sobre Simón y en ese momento no tenía nada claro que no hubiera nada entre ellos, como tampoco quien era el padre.

Por lo que sabía, Juncal era soltera y por ello con las sospechas más que fundadas sobre la paternidad de la chavala, llegué a la comisaría. En la puerta y con cara de pocos amigos, Simón me estaba esperando:

―Pedro, no me importa cuánto me cueste ni a quién tengas que untar, pero quiero que saques inmediatamente a la niña de aquí. ¡Sé que es inocente!

―Déjalo de mi cuenta. Lo primero que debemos hacer es averiguar qué tienen en su contra y en qué basan la acusación― respondí tratando de tranquilizar a mi cliente.

―Me da igual lo que digan: ¡Raquel no tiene nada que ver con esos asesinatos!

Al oír cómo se llamaba, se maximizaron mis sospechas porque el hecho de que Juncal le pusiera un nombre de origen bíblico era algo bastante esclarecedor.

«Es un nombre que cualquier judío pondría a alguien de su sangre. Al final va a ser un desliz del viejo», medité y sin exteriorizar mis pensamientos, saludé a la madre.

Sin maquillaje y con los ojos rojos de haber estado llorando seguía siendo una mujer guapísima.

―Tranquila, haré todo lo que pueda para sacar a tu hija.

La desesperación que leí en su rostro no me gustó nada porque en cierta medida significaba que no tenía la seguridad plena sobre la inocencia de su retoño y por ello, dirigiéndome al policía de la entrada, pedí hablar con mi defendida.

Al enterarse de que era el abogado de la sospechosa y que quería verla, me llevó a una sala mientras llamaba a Gutiérrez, el comisario encargado de la investigación. He de reconocer que no me extrañó que me hicieran esperar dado el revuelo mediático del caso. Por ello y con la única intención de ponerles nerviosos, comencé a protestar aludiendo a que estaba vulnerando el derecho a una defensa efectiva y que pensaba denunciarlos.

Mis protestas hicieron salir casi de inmediato al responsable, el cual me aseguró que habían respetado en todo momento sus derechos y que como la detenida había pedido un abogado, ni él ni nadie de la comisaría la habían interrogado.

No tuve que ser un genio para dar por sentado que esa explicación y su celeridad en dejarme ver a su sospechosa no era algo habitual y que lo último que quería, era dar algún motivo que hiciera que el juez de guardia se creyera una versión distorsionada de su actuación.

Es más, interpreté erróneamente su sonrisa cuando abriendo una puerta me dejó a solas con ella.

Nada más cruzarla y ver a mi defendida, supe que esa actitud colaborativa no se debía al miedo de que se le volteara el caso sino porque estaba plenamente convencido de que era la culpable de tantas muertes y de que podría demostrarlo. Lo cierto es que hasta yo lo pensé al verla sentada tranquilamente en esa celda.

«¡No me jodas!», dando por perdido el caso, exclamé en mi interior al contemplar por primera vez a la que iba a ser mi cliente.

Rubia y con un piercing cerca de la boca que podía pasar por un lunar al modo de Marilyn, llevaba un escotado vestido negro casi hasta los pies que contrastaba con el colorido de los tatuajes que recorrían su piel: «Encima, la muy loca ¡va de gótica!».

He de deciros que en todos mis años de abogado nunca había prejuzgado culpable a un cliente sin siquiera escucharlo. Pero con Raquel Sanz, lo hice. ¡Di por sentado que era la chupasangre solo con mirarla!

Si os preguntáis la razón por la que llegué a esa conclusión, es muy sencilla. Había entrado allí pensando en que me iba a encontrar con una niña, pero con lo que realmente me topé fue con una mujer tan bella como siniestra.

― ¿Eres mi picapleitos? ― preguntó levantando su cara de la Tablet. La dureza de su tono y el desprecio hacia mí implícito en su pregunta, reafirmaron mi sensación de derrota.

Ni siquiera me digné en contestar y sentándome frente a ella, le comenté que estábamos amparados por los privilegios abogado cliente y que nada de lo que me dijera podía ser usado en su contra.

―Si el inútil del abogado que ha contratado mi vieja también me cree culpable, voy jodida― señaló molesta.

―Lo que crea o deje de creer no importa. A quien hay que convencer es al jurado― pensando ya en el juicio, respondí.

La sequedad de mi respuesta le hizo gracia y mirándome, contestó:

―Soy inocente. Aunque me lo he planteado un par de veces, jamás he matado a nadie.

Os juro que sentí que me taladraba con su mirada y producto de ello, un escalofrío recorrió mi cuerpo de arriba abajo al verme totalmente subyugado por el azul intenso de sus ojos.

«¿Qué me pasa?», cabreado pensé mientras intentaba tranquilizarme, «¿Por qué me he puesto tan nervioso?».

Raquel Sanz debía de estar habituada a producir esa reacción en los hombres porque levantándose de su silla, me soltó:

―Si es lo que necesita, ¡devóreme con la mirada! Pero hágalo rápido, necesito que me saque de aquí.

A pesar de la vergüenza que sentía, no pude más que obedecer y recrear mi vista en el espléndido culo que la naturaleza le había dado.

«Joder, ¡qué buena está!», me torturé durante unos segundos, hasta que con esfuerzo recompuse mis defensas y le pregunté si conocía a las víctimas.

―Aunque me he follado a todos ellos, apenas los conocía― con una pasmosa tranquilidad contestó.

No me esperaba esa respuesta.

― ¿Qué te has acostado con todos? ― repliqué dejándome caer hacia atrás en la silla.

―Encima de idiota, sordo― enfadada respondió: ―He dicho y así se lo he reconocido a la policía, que me los tiré. Pero no por ello, soy una asesina.

―No me puedo creer que hayas admitido que has hecho el amor con las víctimas. No me extraña que te consideren la principal sospechosa.

Mis palabras la cabrearon aún más y levantando la voz, me gritó que no fuera cursi, que entre ella y los muertos solo había habido sexo, nada de sentimientos. La dureza y frialdad de su tono me recordó quién suponía que era su padre y asumiendo que su progenitor no se quejaría al recibir una abultada minuta, en vez de renunciar a su defensa, le aconsejé que de ahí en adelante me hiciera caso y no reconociera algo así a nadie.  

―Tampoco mientas. Es mejor no contestar.

Entornando sus ojos y como muestra de que me había entendido, sonrió. Todo mi mundo se tambaleó a sus pies y con el corazón a mil por hora, dudé sobre la conveniencia de seguir siendo su abogado al contemplar embelesado como solo con ese gesto, la oscura arpía capaz de asesinar a media humanidad se convertía en una dulce y virginal ninfa necesitada de protección.

«¡Concéntrate! ¡Joder!», me repetí intentando retomar la conversación y dejar de bucear en su mirada, «No es un ligue, ¡es tu cliente!».

Al reconocer las señales que evidenciaban mi indefensión ante ella, soltó una carcajada y como si hubiese sido solamente un espejismo, su rostro volvió a adquirir el aspecto pétreo y enigmático que me había impresionado.

«De llegar a juicio, tendremos que explotar ese atractivo», me dije mientras pedía al policía que estaba al otro lado de la puerta que llamara a su jefe porque ya estábamos listos.

Nada más llegar, Gutiérrez comenzó el interrogatorio señalando que el día y la hora en que mi defendida se había beneficiado a cada uno de los muertos.

―Cómo verá, su cliente siente que es una amantis religiosa― sentenció a modo de resumen el comisario― y como las hembras de esos insectos, se cree en el derecho de devorar al macho.

―Lo único que demuestra es que mi defendida tiene una sexualidad desaforada y eso es algo que hasta ella reconoce― contesté sin reconocer carácter probatorio alguno a dichos encuentros, para insistir a continuación que si no tenían nada más esos indicios eran insuficientes para mantenerla entre rejas.

Cómo viejo zorro, curtido en mil batallas, el policía respondió sacando unas fotos de los difuntos donde con un rotulador habían remarcado una serie de marcas en sus cadáveres que no me costó reconocer como mordiscos.

―Ve esos círculos… el forense ha determinado que coinciden con la dentadura de su defendida― y mirando a la susodicha, le preguntó que tenía que decir.       

―Que soy una mujer apasionada.

―Entonces confiesa que usted los mordió antes de matarlos.

―Reconozco que les eché un polvo y hasta que fue un tanto agresivo, pero nada más. Cuando los dejé estaban vivos y satisfechos por haberse acostado con una diosa.

Para entonces, ya me había tranquilizado e interviniendo comenté que cronológicamente las muertes no se habían producido en las fechas en que mi defendida se los había follado, sino con posterioridad

―Fue solo sexo. Del bueno, pero sexo― añadió Raquel haciendo como si lanzara un mordisco al policía.

El descaro de esa mujer consiguió sacar a Gutiérrez de sus casillas e indignado le preguntó si no era ella la asesina, entonces quién era.

―Ni lo sé ni me importa― respondió y cerrándose en banda, dejó de contestar a las preguntas que durante más de media hora le formuló el policía…

3

Mientras esperaba que el juez de guardia resolviera mi reclamación, me puse a analizar lo sucedido en la comisaría y a la única conclusión que llegué fue que no tenía claro si me había impresionado más la ferocidad con la que el comisario se enfrentó con mi clienta o por el contrario la frialdad y menosprecio con la que esa mujer le respondió que dejara de mirarle las tetas.

―No he hecho tal cosa― se defendió.

Demostrando que no le tenía miedo, Raquel se llevó las manos hasta sus pechos y acariciándolos, le preguntó si realmente pensaba que alguien le creería cuando ella le acusara de comportamiento inadecuado.

― ¡Hija de perra! ― resonó en la sala de interrogatorio mientras asumiendo que no podía seguir interrogándola, Gutiérrez salía por la puerta.

Ni que decir tiene que como abogado aproveché ese insulto en mi escrito, recalcando además que las supuestas pruebas irrefutables en las que los investigadores basaban su acusación no eran más que hechos casuales sin conexión con los asesinatos y que solo por la animadversión que sentía el jefe de todos ellos por mi clienta se entendía que hubiesen atrevido a detenerla sin base alguna.

A pesar de que mi razonamiento era impecable y de que haber compartido unos momentos de sexo con las víctimas no la hacía una asesina, no las tenía todas conmigo: ¡Hasta yo la consideraba implicada en esas muertes! Por eso cuando el juez determinó su libertad, respiré aliviado. Raquel seguía investigada, pero al menos podría defenderse de esos delitos, desde la comodidad de su casa.

Tras recoger la orden, me dirigí a la comisaría y con ella bajo el brazo, exigí al indignado comisario su liberación.

―Sé que eres tú y pienso demostrarlo― replicó mientras quitaba las esposas a mi clienta.

La intensidad del odio que el policía sentía por ella me impactó, pero no supe que decir ni que pensar cuando Raquel, demostrando lo poco que le afectaba la opinión del comisario, respondió:

―Si no quiere seguir perdiendo el tiempo, le aconsejo que me olvide. Puedo ser culpable de tener un coño tan sabroso como insaciable, pero soy inocente de esos asesinatos.

Afortunadamente para todos, Juncal y su jefe hicieron su aparición cuando ya temía que llegaran a las manos y Raquel olvidando a Gutiérrez concentró su mala leche en el recién llegado diciendo:

―Esto es algo digno de ser visto, ¡la familia al completo! Mamá y el eyaculador que la preñó han venido a buscarme.

―Hija, yo también me alegro de verte― contestó sin inmutarse el viejo judío.

Mi incomodidad era total al sentir que sobraba.  Por ello, tras comentar lo sucedido con la pareja, me despedí para no verme involucrado y que resolvieran sus problemas entre ellos.

― ¡Picapleitos! ― escuché que me gritaban. Al girarme, la bella arpía me alcanzó y depositando un beso en mi mejilla, me dio las gracias.

Toda la reacción de mi cuerpo se concentró en un lugar específico y es que contra mi voluntad al oler su perfume y sentir la dureza de su pecho restregándose contra de mí, el grosor y el tamaño de mi pene se multiplicaron en un instante. Mi erección no le pasó desapercibida pero lejos de quejarse, mirándome a los ojos, sonrió.    

―Hasta pronto, ¡guapetón!

Asustado por saberme atraído por ella y que esa zumbada lo supiera, salí de ahí y me fui a mi despacho, donde intenté concentrarme en el día a día para olvidar las sensaciones que su manoseo había provocado en mi interior.

«Menuda putada debe ser el tener una zorra así, como hija», murmuré mientras el recuerdo de sus extraños ojos ámbar y la profundidad de su voz me perseguían muy a mi pesar. Por mucho que hacía el esfuerzo no podía dejar de pensar de haberla conocido en un bar, yo podía ser uno de los muertos, dando por hecho que Raquel era la asesina de esos chavales.

Como abogado debía intentar creer en la inocencia de mis clientes para transmitir mejor al juez o a los miembros del jurado los argumentos que hicieran posible su absolución, pero con Raquel eso me estaba resultando imposible porque con solo mirarla uno se daba cuenta que esa mujer era ciento por ciento pecado.

«Es la lujuria hecha carne», sentencié al percatarme de que inconscientemente había empezado a tocarme al pensar en ella.

Reprimiendo ese conato de paja, estuve a un tris de pedir a algún socio del bufete que me sustituyera en su defensa. Pero tras pensármelo mejor, la certeza que al hacerlo también perdería a su padre como cliente impidió que siguiera buscando a quien ceder la venia.

«Necesito el dinero de ese viejo por lo que no solo debo seguir defendiéndola, sino que tengo que conseguir que la absuelvan», medité mientras firmaba unos cheques antes de irme.

La empresa era difícil pero no imposible pero también que para poder triunfar iba a necesitar, ayuda.

«Tengo que hacerme con los servicios de Alberto», me dije y cogiendo mi teléfono lo llamé.

Tal y como esperaba, el discreto, pero efectivo detective aceptó de inmediato y se comprometió que desde esa misma tarde pondría a toda su gente a ver qué era lo que conseguían averiguar del tema.

―Cualquier cosa que halles, no se lo anticipes a nadie, ni siquiera a la policía. Quiero ser el primero en saberlo.

―No te preocupes, así se hará. Eres el que pagas las facturas― contestó y un tanto extrañado de que me tomara ese asunto tan en lo personal, dejó caer si tenía algo que ver con Raquel.

No me costó saber que lo que realmente estaba insinuando era si tenía un lío sexual con la sospechosa:

―Ni ahora ni nunca, esa tía es peligrosa. Acostarse con ella es como meter la polla en un avispero: la duda no es si te picarán sino cuantas veces― contesté sin llegar a creer en mi propia respuesta.

Alberto, que no era tonto, vio en mí una actitud defensiva pero no insistió y tomando los datos, se despidió prometiendo resultados.

«¿Qué coño me pasa? ¿Por qué me afecta tanto y no puedo dejar de pensar en esa loca?», maldije en silencio mientras cerraba la oficina y me marchaba a casa.

Ya en el coche puse la radio. Nada más encenderla, reconocí Perlas ensangrentadas, la canción que Alaska convirtió en un éxito y olvidando que podía ser una premonición, siguiendo su ritmo, conseguí relajarme mientras conducía dejando atrás el recuerdo tortuoso de Raquel.

Desgraciadamente, fue solo un breve paréntesis porque al llegar a mi edificio, el conserje me informó de que mi hermana me estaba esperando en mi piso.

― ¿Mi hermana? ― pregunté extrañado porque, aunque tenía una, esta vivía en Barcelona.

―Sí, una joven guapísima― contestó: ― La pobre se había olvidado las llaves y por eso la abrí.

Supe de quién se trataba al observar la tranquilidad con la que me acababa de decir que había roto la principal regla de un buen portero y que no parecía en absoluto preocupado.

«¿Qué habrá venido a buscar?», me pregunté mientras con un cabreo de la leche llamaba al ascensor…

4

O bien Raquel no veía nada malo en su actuación o bien supuso que sería incapaz de recriminarla el haber invadido mi espacio porque al entrar me la encontré casi desnuda pintándose los pies en el suelo de la cocina.

― ¿Se puede saber qué narices haces aquí? – pregunté mientras intentaba evitar darme un banquete admirando la perfección de esos pechos que la camiseta que llevaba puesta era incapaz de tapar.

― ¿No lo ves? Arreglándome las uñas― contestó sin siquiera levantar su mirada mientras como si me estuviera retando separaba sus piernas.

La obscenidad del gesto y esa respuesta me terminaron de cabrear y he de reconocer que estuve a punto de saltarla al cuello. ¡Ganas no me faltaron! Pero conteniendo mi orgullo herido, insistí:  

― ¿Por qué estás en mi casa?

Con tono suave, me respondió que había intentado ir a la suya pero que al llegar había una nube de periodistas esperándola y que recordando que la había prohibido conceder entrevistas, había tomado la única decisión sensata… ir al único sitio donde no la buscarían.

―Mi piso― sentencié molesto.

Raquel debió decidir que una vez aclarado, no valía la pena seguir dando vueltas a lo mismo y cambiando de tema, me soltó qué le iba a preparar de cena. Su desfachatez me indignó y levantándola del suelo, le grité que si quería quedarse en mi casa al menos debía mantener las formas y no ir vestida como una vulgar fulana.   

― ¿No serás gay? ― fue lo que me replicó.

Comprendí que realmente le había sorprendido que le exigiera discreción en su vestir y lleno de ira le respondí que no.

― ¡Pues cualquiera lo diría! ¡Ni siquiera te atreves a mirarme!

Que dudara de mi hombría fue la gota que derramó el vaso y atrayéndola hacia mí, forcé su boca con mi lengua mientras con las manos daba un buen magreo a su trasero. Lejos de mostrarse intimidada por mi reacción, Raquel colaboró conmigo frotando su cuerpo contra el mío.

―No eres más que una zorra― rechazando su contacto, repliqué.

La fría carcajada que soltó mientras se acomodaba la ropa me informó de mi derrota y que, con solo proponérselo, esa perturbada había conseguido sacar lo peor de mí.

―Ahora que ya te has reído, puedes coger la puerta e irte – dije enfadado hasta la médula.     

Obviando mi cabreo, sonriendo, Raquel contestó:

―No creo que a mi padre le guste saber que su abogado me ha echado a los lobos y menos que me ha besado contra mi voluntad.

Que ni siquiera intentara disfrazar su vil chantaje me desarmó y sentándome en una silla de la cocina, le volví a preguntar qué era lo que buscaba de mí.

―No te creas tan importante. No busco nada, solo divertirme― contestó mientras se subía a horcajadas sobre mis rodillas.

Reconozco que me sorprendió. Por ello poca cosa pude hacer cuando descubrí que bajo su camiseta no llevaba sujetador y que sin ningún esfuerzo podía entrever dos pezones tan negros como erizados e instintivamente y sin pensar en las consecuencias, comencé a acariciar su trasero.

― ¿Adivina quién me va a echar un polvo? ― murmuró en mi oído mientras frotaba sus nalgas contra mi entrepierna.

Si no hacía algo, sabía cuál sería la respuesta al sentir la dureza de sus cachetes al incrustar mi pene en su sexo. Es más, viendo que no la detenía, se puso a hacer como si me la estuviera follando y solo las murallas de su breve short y de mi pantalón impidieron que culminara su felonía.

―Seguro que yo no― respondí mientras me levantaba de la silla.

Al hacerlo la tiré al suelo. Raquel en vez de cabrearse, comenzó a reír mientras me preguntaba gritando cuanto tiempo creía que iba a soportar sin follármela. Humillado hasta decir basta, salí de la cocina confirmando mi derrota.

«¡Será puta!», pensé totalmente hundido con el sonido de sus retumbando en mis oídos mientras notaba como el deseo se iba acumulando bajo mi bragueta.

Era consciente que de no ser porque hubiera quedado como un auténtico cretino, hubiese vuelto a donde estaba y la hubiese tomado contra el fregadero. En vez de ello, fui a mi habitación a darme una ducha fría. El agua helada aminoró mi calentura y ya más calmado, al salir me tumbé en la cama desnudo, me quedé dormido.

Llevaba unos pocos minutos soñando cuando la imaginé llegando completamente desnuda. Aun sabiendo que era un sueño, me quedé extasiado observando como sus pechos se bamboleaban al caminar hacia mí. En mi mente, esa rubia del demonio me invitaba a morder los duros pezones que decoraban sus dos maravillas.

Ni dormido, quise dejarme vencer y me la quedé mirando mientras le decía:

―Tienes demasiados huesos para mi gusto y encima con tanto tatuaje pareces un personaje de Walt Disney.

De nada me sirvió esa una vil mentira. Apenas podía respirar, mientras se acercaba. Su cuerpo no solo era el de una modelo, era el sumun de la perfección al que los dibujos grabados sobre su piel magnificaban aún más su belleza.  Con una picardía innata, Raquel exhibía ante mí su estrecha cintura, su culo en forma de corazón y su estómago plano sin dejar de sonreír, demostrando lo poco que le había afectado mi crítica:

―No te lo crees ni tú. A tu lado, ¡soy divina!

Quise responder a su impertinencia, pero las palabras quedaron atascadas en mi garganta al contemplar su sexo a escasos centímetros de mi cara y saber que solo con pedírselo esa zorra hubiese puesto dichosa su coño en mi boca.  En mi imaginación traté de mantener un resto de cordura y cerré los ojos deseando que desapareciese y así cesara esa tortura.

Desgraciadamente en mi cerebro, la rubia envalentonada por mi evidente cobardía recorrió con sus manos mi cuerpo y al comprobar que bajo las sábanas mi pene se erguía erecto, se adjudicó el derecho a subirse encima de mí riendo.

― ¡Vete por donde has llegado! ¿No ves que no quiero nada contigo? ― contesté intentando mostrar al menos apatía.

No tardé en comprender mi error porque poniéndose a horcajadas sobre mí, incrustó mi pene en su sexo y me empezó a cabalgar mientras aprovechaba mi indefensión para atarme.   

― ¿Qué haces? ― grité incapaz de detenerla.

―Evitar que huyas, mientras te follo― respondió con perversa alegría.

Tras terminar de inmovilizarme, se tumbó sobre mi pecho para hacerme sentir   la tersa dureza de sus pezones mientras llegaban a mis oídos sus primeros gemidos. Contagiado por su lujuria, recibí sus besos y mordiscos sin moverme mientras deseaba que me siguiera follando ahí mismo. Os confieso que ya me había entregado por completo a ella cuando pegando un grito, se corrió sobre mí.

Como la diosa que se sabía, obró un milagro y bajándose de la cama, se descojonó al mostrarme mi erección: 

―Mortal, te voy a llevar a mi cielo.

Tras lo cual, y cogiendo un poco de la humedad que manaba libremente desde su vulva, se untó el trasero.

― ¿Qué quieres de mí? ― chillé al ver que en su boca le crecían los colmillos. 

―Convertirte en mi esclavo― replicó y pasando una de sus piernas sobre las mías, usó mi verga para empalarse.

La lentitud que imprimió a sus movimientos me permitió disfrutar de la dificultad con la que su trasero absorbió mi trabuco mientras aterrorizado sentía como me latían las venas.      

― ¡Por favor! ¡No lo hagas!

Riéndose de mi desesperación, acercó sus labios para localizar mi yugular. Supe mi destino aun antes de que clavara sus dientes en mi cuello.

― ¡Eres y serás siempre mío! ― me informó mientras cerraba sus mandíbulas. Aullé al sentir que el dolor se transmutaba en placer y liberando mi simiente en el trasero de mi asesina, ¡me desperté!

Por unos momentos respiré al ver que había sido producto de mi calenturienta imaginación, pero entonces desde la puerta escuché que Raquel me decía:

―Pronto te entregarás a mí y juntos haremos realidad tu pesadilla.


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